Laberinto con vistas

Charlatanes en el púlpito

Antonio Monterrubio escribe sobre sofistas de ayer y hoy y su éxito, de Gorgias a la palabrería 'unionista' acuñada por la pandemia de COVID-19,

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La labor del conformismo y, en general, de toda la parafernalia retórica que adorna el omnipresente y omnipotente discurso del Poder es persuadir. Esto no significa hacer ver al respetable que debe dar su consentimiento a ideas o proyectos mediante la relación razonada de los motivos que así lo aconsejan. Es algo muy diferente: despertar la adhesión acrítica de la audiencia sin brindarle la oportunidad de pedir explicaciones, ni siquiera de formular la menor objeción. No se trata de lograr que el sujeto esté racionalmente de acuerdo con lo que se plantea, sino de tomar por asalto su conciencia. Se busca su rendición incondicional, más aún su colaboracionismo servil. No es que el Poder no sea capaz de exponer lógica y metódicamente sus tesis. Dispone para ello de sicarios sobradamente cualificados. Ahora bien, el apelar a la razón tiene un serio problema. Puede que alguien tenga mejores bazas que tú y sepa presentarlas de manera convincente. Es mucho riesgo. Al Sistema le renta más la práctica de la Blitzkrieg ideológica, ocupando una mayoría tan amplia de mentes que toda respuesta colectiva de cierta envergadura quede abortada. Ahí es donde su inacabable catálogo de charlatanes, tahúres y trileros tienen su nicho de negocio. Y el público solo tiene derecho a sentir el influjo de la información, algo que no es flujo ni es formación.

En el año 427 a. C. llegó a Atenas procedente de Sicilia Gorgias, renombrado artista de la palabra, malabarista del discurso. Su habilidad en la argumentación supuso un éxito en toda regla para la embajada que traía de su ciudad natal. Pero eso no fue sino el principio. Su estilo sumamente intrincado, laberíntico, que quebraba la sintaxis retorciendo y modelando el lenguaje a su gusto, creó escuela. La intelligentsia y las élites áticas se pusieron a departir en gorgio; era la moda del día. Aun siendo conocida la afición de la polis a la retórica de calidad y a la belleza oratoria, los límites estaban a punto de ser sobrepasados. Pues el ornamento pesaba más que el contenido, la forma que el fondo, la floritura que los hechos. Si los atenienses tenían una especial pasión por hablar bien y escuchar bonitas tiradas, mayor era su empeño en alcanzar la verdad profunda de las cosas. En la Medea de Eurípides, tras el brillante alegato del héroe el corifeo le replica: «Jasón, has pronunciado bien tu discurso, y no obstante creo —aunque esto pueda sorprenderte— que vas contra la justicia al traicionar a tu esposa». Lo decisivo de la palabra no es que resulte cautivadora, sino que diga verdad.

Hacia el 420, Gorgias realizó una tournée por Tesalia, una de las regiones más ricas de Grecia. Allí su estilo derivó en una auténtica epidemia. Su modo de elaborar las frases se emulaba en todas partes, en el ágora y el mercado, en el gimnasio y el comedor, en los cenáculos cultos y en los aposentos domésticos. Los tesalios no eran tan sofisticados como los atenienses, y se extraviaban en los vericuetos y entresijos de alambicadísimas disertaciones que ni ellos mismos comprendían. Si en el Ática había sido una moda pasajera, aquí se convirtió en una manera de ser. Ese carácter contagioso de un discurso que termina por despegarse de toda pretensión de veracidad es un buen ejemplo para nosotros. Jacqueline de Romilly, la destacada helenista francesa, gran defensora de los sofistas y de Gorgias en particular como adalides del libre pensamiento, reivindicadora del lugar que merecen en la cultura europea, no duda en criticarlo. «A decir verdad, uno se amodorra un poco, y este estilo, tan insólito y recargado, parece, de todas las invenciones de los sofistas, una de las más artificiales y menos serias» (Los grandes sofistas en la Atenas de Pericles).

Incluso cuando sirve al lucimiento de un gran maestro, el modo retórico que pone la música por delante de la letra conlleva cierto peligro. Pero este crece exponencialmente en manos de imitadores, epígonos y farsantes. Es patético oír a la numerosa cofradía de copleros televisivos y radiofónicos enarbolar sin descanso frases oídas por ahí que suponen los harán pasar por lumbreras, y cuyo contenido apenas captan. Más aún lo es la aceptación resignada de tales jaculatorias por una audiencia incapaz de desenmascarar su vacío constitutivo. Perdido en un mar de significantes huérfanos de significado, de referencias sin referentes, el potencial intelectual de estos náufragos del sentido acaba engullido por las olas.

Otro tipo de discurso detestable por tramposo y mentiroso que nos ha deparado la pandemia es el de la reconciliación y el final feliz. Las tan conocidas «de esta saldremos mejores», «ahora todos a una», «la España de los aplausos en los balcones» y demás morralla unanimista vienen coronados por la lapidaria «estamos todos en el mismo barco». Desde luego, solo que unos se rascan la barriga en el camarote del capitán mientras los más reman como descosidos, condenados a galeras de por vida. La realidad es que hay muchos ejemplos históricos de plagas devastadoras que ni hicieron a nadie mejor, ni trajeron la armonía universal. Ninguna sirvió para cambiar nada en la psicología individual y social. Tras su paso se cumplía a la perfección el refrán «El muerto al hoyo y el vivo al bollo». Escuchemos lo que escribe Daniel Defoe en Diario del año de la peste: «No fue el menor de nuestros infortunios el de que, una vez hubo terminado la epidemia, no terminara el espíritu de rencillas y discordias, de difamaciones y de reproches, que la verdad es que antes había sido el gran perturbador de la paz de la nación». Vaya, y parece que fue ayer. Basta con ver un ratito las noticias o acercarse a los diarios digitales para darse cuenta de que estas palabras podrían describir la más rabiosa actualidad.

Los predicadores del unionismo, esa fábula que imagina a los españoles cogidos de la mano, marchando en paz y armonía hacia la puesta de sol, son invulnerables al principio de no contradicción. Pues al minuto siguiente los vemos lanzando imprecaciones, denuestos y maldiciones dirigidas al gobierno progresista, sus partidarios y sus aliados. De repente sus rostros aureolados de santidad adquieren un rictus que deja en mantillas el de Jack Nicholson rompiendo la puerta con un hacha en El resplandor. Quizás es que en su beatífica visión mística de ingentes masas trasladándose al Paraíso (fiscal) por el camino de baldosas amarillas, ya dan por descontados a los veintiséis millones de fusilables. Por otro lado, nunca se insistirá lo suficiente en que un pasaporte o un DNI no es garantía de excelencia moral. En cambio, ser honesto y justo sí, independientemente de tu nacionalidad, color, género o religión.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza.

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