Creación

La columna

Un relato de Josemanuel Ferrández Verdú

/ un relato de Josemanuel Ferrández Verdú /

Los muros de la casa eran de piedra. Se introdujo en el jardín y llamó a la puerta. Un criado le abrió con cara inexpresiva.

—¿Qué sucede? —dijo.

—Nada que no tenga remedio. Quiero hablar con el profesor Horca.

—¿Y quién le digo que es usted?

—Dígale lo primero que se le ocurra.

 Fue introducido en una habitación donde había una mesa con sillas.

—Espere un momento, que Horca está con algunos amigos, pero vendrá enseguida —luego el criado desapareció.

Había una especie de columna negra de forma hexagonal, de unos dos metros de altura, con toda la superficie llena de trazos, signos y dibujos. El silencio era absoluto.

Al cabo de un rato, Gómez escuchó algunas conversaciones aproximándose. Varios hombres y mujeres entraron en la sala y al verlo lo miraban como si fuera un desconocido. Luego se fueron repartiendo alrededor de la mesa hasta ocupar casi todas las sillas.

—¿Quién es usted? —le dijo un hombre de poca estatura.

—Gómez —dijo Gómez.

—¿Y qué desea? —dijo Horca.

—Nada, solo he venido a hacer una visita rutinaria.

—Estamos un poco hartos de que nos vigilen —dijo Horca.

—Soy un hombre normal. He estudiado retórica y me dijeron que aquí había una piedra importante. Me gustaría que usted me comprendiera. Mi situación es desesperada

—Está bien, puede mirar la columna si lo desea. No es mi costumbre hablar con desconocidos, pero usted no parece ningún idiota. Le hablaré de la piedra. Posee un gran valor como objeto de admiración debido a los símbolos que lleva inscritos sobre la superficie.

Horca hizo una pausa y cogió un paquete de cigarrillos. Encendió uno y aspiró el humo. Luego trató de tirarlo, pero el humo no volvió a salir. Tras varios intentos, apagó el cigarrillo. Se encontraba mareado. Alguien pidió ayuda. Al cabo de un momento, apareció en la puerta el criado con un aparato neumático. Se lo pusieron a Horca en la boca, metiéndole un tubo que salía de la bomba, y entre el hombre y una joven lo trastearon dándole vueltas a una manivela lateral. Poco a poco sacaron el humo de Horca. Por fin pudo hablar en medio de algunas toses.

—Estos cigarrillos son auténtica basura, me los trae un árabe de ultramar. Siempre me da gato por liebre.

Gómez asistió a todo el aparatoso accidente y pensó en los rumores que circulaban sobre Horca.

La mujer que ayudó a sacar el humo parecía ser alguien muy preparada. Al final de la reunión se acercó a ella. Le dijo que se llamaba Elvira y era la secretaria de Horca. Había colaborado con él durante su viaje a París. Allí asistieron a muchas fiestas, reuniones y conferencias.

Cuando Elvira terminó de contar su historia, se habían quedado solos. Gómez aprovechó esta circunstancia para decirle una serie de tonterías que llevaba preparadas. Estaba dispuesto a no dejar pasar aquella oportunidad.

—Creo que estoy muy interesado por ti: todo lo que me has dicho sobre París y sus alrededores me ha parecido de gran ayuda. He oído hablar mucho de vosotros dos y me gustaría que me acompañaras en un viaje que quiero hacer.

—Eso tendrá que esperar aún —dijo ella—. No te conozco de nada

—¿Esperar? —dijo Gómez—. ¿A qué vamos a esperar? Eso es imposible. Yo me voy de aquí el mes que viene —e hizo un gesto de aproximación a Elvira.

Pero ella lo empujó para separarse de él al mismo tiempo que salía corriendo. Gómez resbaló, perdió el equilibrio y se apoyó en la piedra vertical, haciéndola tambalearse hasta que cayó al suelo y se rompió en 361 trozos hexagonales.

Horca y su ayudante encerraron a Gómez en una habitación donde había unos cuantos libros y un camastro que había pertenecido a un antepasado de Horca. Lo invitaron a volver a unir los pedazos en la forma original, ya que había sido el responsable del desastre.

Durante varias semanas, trabajó en la reconstrucción de la columna. Era un asunto bastante desagradable, porque no entendía de columnas, y menos con símbolos. Poco a poco se fue haciendo a la idea de que no tenía otra opción. Comenzó a estudiar en los libros de la estantería para intentar averiguar el significado de aquellos signos grabados sobre el negro basalto, se familiarizó con ellos y así pudo ir reconstruyendo aquél extraño objeto.

Algunos días veía a los de la casa pasear por el jardín y así pudo observar a Elvira. Ella, a veces, también lo veía allá arriba mirando hacia el campo abierto.

Una noche llegaron varios catedráticos. Horca les enseñó la habitación donde estaba Gómez y los trozos de la piedra. Gómez estaba echado en el camastro y dormía una pesadilla en la que era abandonado en una isla llena de piedras casi negras y pintadas con tiza blanca. Luego llegaba un bote con algunos marineros, uno de los cuales sacaba un papel arrugado donde no había nada escrito. El hombre le rogaba que leyera el papel, pero Gómez se negaba en redondo, poniendo excusas absurdas.

—Estos amigos vienen de la Universidad —dijo Horca, despertándolo.

Gómez los miró con sorpresa.

—Acabo de tener una pesadilla.

—Nos hacemos cargo. Necesitará armarse de paciencia..

—¿Cree usted que podrá arreglar la piedra? —le dijo Horca.

—No lo sé. Es un asunto muy…

—La trajeron desde América del Sur.

—Pero eso no me sirve de nada —dijo Gómez.

—Lo sabemos —dijo uno de los catedráticos recién llegados— y no le entretenemos más .

Una vez que se hubieron marchado Gómez estuvo pensando un rato. Esa misma noche Elvira llamó a la puerta de su estudio.

—¿Puedo pasar? Necesito hablar contigo.

 Gómez se dejó caer en el camastro.

—¿Qué sabes tú del antepasado que estuvo en América? —le preguntó Gómez a Elvira.

—Que era muy escurridizo. Había huido. Luego se entregó a la justicia, pero no fue admitido. Sus delitos carecían de importancia. Pero un juez lo animó a construir una máquina. No sabía cómo hacerlo, así que contrató a unos albañiles para que construyeran la casa, donde pasó varias temporadas y hasta se trajo a su familia. Por las noches hacía experimentos con materiales de su propiedad. Pero pronto se cansó de esa vida. Huyó otra vez. Estuvo en América hasta que murió su mujer. Entonces vino y trajo doce objetos desconocidos. Tal vez objetos inútiles, pero algunos de ellos eran muy apreciados por la crítica. La justicia se ensañó con ellos y algunos fueron robados. El gran inquisidor los catalogó y escribió un tratado sobre su origen. Dijo que demostraban la existencia de Dios. Esto provocó un escándalo. Los objetos fueron quemados y arrojados al mar. El antepasado murió víctima del cansancio y el aburrimiento.

—Entonces tus relaciones con Horca son complicadas.

—No tienen nada de fáciles. No tengo secretos para él. Me ha enseñado muchas cosas. Algunas de ellas increíbles. Cuando está en su laboratorio, es un hombre muy importante. Y además es capaz de hacer auténticas maravillas. Lleva muchos años dedicado al estudio de varios asuntos. Todavía no tiene ningún resultado, pero le he oído decir cosas que me han hecho estremecer de gozo y preocupación.

Una tarde, mientras daba un paseo por el campo, Gómez se tropezó con un hombre que venía de Persia. Se llamaba Abdul. Le contó que llevaba más de diez años buscando por todo el mundo a una mujer a quien no conocía de nada. Le pidió a Gómez que lo dejara pasar la noche en la casa de Horca, y cuando el persa vio a Elvira quedó paralizado. Dijo que era la mujer que había buscado todos estos años y que, por tanto, le confesaba su amor casi infinito. De inmediato exigió que Elvira reconociera este hecho y lo asumiera de forma satisfactoria para él.

Elvira se puso en guardia, negándose a ser la mujer que Abdul iba buscando.

—¿Cómo sabes que no eres la que busco? —le preguntó Abdul.

—Lo sé y basta, ¿o acaso existe alguien que sepa mejor que yo quién soy?

—Todo esto es absurdo —dijo Gómez—. Es evidente que es la primera vez que la ves —dijo señalando a Elvira—. ¿Cómo puedes haber enloquecido tan rápido?

—Eso deberías saberlo tú también —dijo Elvira dirigiéndose a Gómez.

—Pero yo no había pensado en ti hasta que te vi. En cambio este extranjero cree que tú eres la que iba buscando sin saber de quién se trataba. Y que había pensado en ti mucho antes de saber que existías y yo que sé cuántas tonterías más.

Elvira se retiró a sus habitaciones sumamente disgustada, porque la irrupción del hombre de Persia le hizo pensar cosas raras. De todos modos, no estaba dispuesta a ceder ante ninguno de los dos hasta que se aclarase la causa de la pasión del recién llegado, el cual, al ver rechazada su pretensión, abandonó la casa para instalarse no lejos de allí, en una casa abandonada. Luego marchó a Londres, donde adquirió toda clase de instrumentos de brujería de precisión, porque había decidido emplear sus conocimientos de nigromancia y ciencias negras para conseguir sus propósitos.

Abdul retó a Gómez a una partida de ajedrez. Debería celebrarse en medio del campo. Pusieron un tablero sobre una mesa y dos sillas.

Cuando Gómez adelantó el peón de rey, Abdul cogió su rey y lo lanzó a varios kilómetros de distancia. Luego, se retiró a llorar. Había sido una jugada maestra la de Gómez. Mate en cincuenta jugadas.

Desde hacía algún tiempo Gómez venía notando vibraciones al juntar algunos trozos de la piedra. La estabilidad se convirtió en su obsesión.

Tras varios meses de profundas dudas y una creciente ansiedad, había logrado reconstruir casi toda la pétrea columna y solo faltaban unos cuantos fragmentos hexagonales. Sin embargo, durante la última semana notó con perplejidad que al ir acoplando determinados hexágonos, que contenían trozos de símbolos infrecuentes, no había dejado de escuchar una especie de risa apagada, apenas audible, pero que de algún modo le convocaba el recuerdo del árabe.

Al terminar su arduo trabajo, cubrió la oscura piedra con una tela bermeja. Cuando llegó la hora de descubrirla, la arrancó de un fuerte tirón en presencia de Horca y de algunos de sus principales colaboradores, incluida Elvira.

Esta se llevó un sobresalto al contemplarla. Sobre la superficie negra apareció el rostro dibujado de Abdul, mientras un humo salía misteriosamente de la parte superior para perderse en lo alto de la amplia habitación y una risa sarcástica se perdía en medio del estupor de los asistentes, que no alcanzaron a comprender el milagro.

Pero el estirón de Gómez sobre la tela hizo a la piedra balancearse hasta caer de nuevo y deshacerse en 360 trozos que esta vez eran pentágonos.

Todos miraron a Gómez.


José Manuel Ferrández Verdú (Orihuela, 1953) es escritor y dibujante. Ha trabajado como escribiente durante treinta años y ha ganado un premio de cuentos  cortísimos acerca de las costumbres secretas de los irlandeses, titulado O’Connor y publicado en esta misma revista. Así mismo, ha publicado relatos en las revistas La Lucerna y Empireuma, es colaborador habitual de la revista El Murmullo, que dirige Manuel Susarte, y ha escrito la novela La Torre de los Músicos, publicada en formato digital en Scribd, así como el libro Doce novelas imposibles, inédito, siguiendo el modelo de las novelas ejemplares de Cervantes,  admirable poeta español de los siglos XVI-XVII.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

0 comments on “La columna

Deja un comentario

A %d blogueros les gusta esto: