/ una reseña de Fermín Herrero /
La escritora, nacida en el archipiélago de Guadalupe, Maryse Condé (1937) es una de las autoras que suena cada año cuando se acerca la concesión del Nobel (logrado hace tiempo por otro escritor caribeño: Derek Walcott), y el que más y el que menos airean sus quinielas. De hecho, en la edición en la que se suprimió el premio, si no recuerdo mal por un escándalo que afectaba al jurado sueco, obtuvo el conocido como Nobel alternativo. El libro que nos ocupa, en el que se homenajea a la pujante literatura antillana con guiños a los escritores de la Martinica, ya fallecidos, Joseph Zobel y Aimé Césaire, Yo, Tituba, la bruja negra de Salem (1986), hace el cuarto suyo en el escogido catálogo de Impedimenta, todos con una traductora de lujo, la poeta Martha Asunción Alonso.

Condé nos acerca, mediante una autobiografía ficticia, a la acusada más enigmática del famoso proceso: una mujer de la que se tienen pocos datos fidedignos, motivo que seguramente condujo a tomarla como figura literaria, entre otros, a Arthur Miller y a una narradora afroamericana, de Connecticut, también muy poderosa, Ann Petry, de la que solamente se ha traducido al español, que yo sepa, su durísima novela, ambientada en el corazón de Harlem, La calle (Seix Barral). Como posfacio, se incluye una nota histórica, en la que se deslinda claramente lo que se ciñe a los hechos de lo que es pura ficción. Y al cabo del argumento, tras el tremebundo desenlace digamos aplazado, en el epílogo, se explicita la intención última de la autora: que Tituba sea un ejemplo y perdure en forma de tonadas y otras muestras de la tradición oral desde el corazón y la memoria de las gentes de Barbados; que les infunda valor para buscar la libertad, cada vez que surjan revueltas, movimientos de insurrección o de desobediencia. A este respecto cabría señalar que la isla solo consiguió declararse independiente en 1966 y aun así ha funcionado bajo un sistema de monarquía constitucional, con la reina Isabel II de jefa de Estado y el gobernador general como su representante hasta que, después de un periodo de transición, Barbados se ha convertido en una república parlamentaria el 30 de noviembre de 2021.
Fundamentalmente por este motivo, Condé lleva el personaje a su terreno, ambientando la acción sobre todo en Barbados, para aprovechar de paso toda la fuerza que deriva del factor racial y del femenino. Se mete en su piel por completo; le da voz como si su escritura fuese simplemente la de un médium, como debería ser lo común, pues qué otra cosa es el narrador sino aquel que escucha a sus criaturas y les presta su palabra, tal y como indica en la escueta nota inicial: «Tituba y yo convivimos en la más estrecha intimidad durante un año. En el transcurso de nuestras interminables conversaciones me contó todas estas cosas. Nunca se las había confesado a nadie». De ahí el subrayado identificativo, en ambos sentidos, del pronombre del título, pese a que la propia protagonista exclame, muy avanzada su vida de tinta, que «¡nadie, absolutamente nadie, tendría el detalle de escribir una biografía que recreara mi vida y las desgracias que la afligieron!».
Ya la obertura de la narración no puede ser más contundente: «Abena, mi madre, fue violada por un marinero inglés en la cubierta del Christ the King un día de 16**, mientras el navío zarpaba rumbo a Barbados. Yo fui fruto de aquella agresión. De aquel despreciable acto de odio». Por ese motivo y el hecho de haber sido mujer, su progenitora no le dio todo su amor, aunque sí disfrutó del de su padre adoptivo: un esclavo felizmente amancebado por orden de un amo tiránico y abusón en todos los órdenes. Tras la violenta muerte de su madre y el consiguiente suicidio paterno, la huérfana de siete años es expulsada de la plantación y se refugia en el bosque, donde construye una precaria, desvencijada cabaña, para ella paradisiaca. Se salva gracias a una mujeruca «encorvada y apergaminada», clave en su devenir al instruirla en ciertos poderes sobrenaturales y curativos, en «la fuerza oculta de las plantas y el lenguaje de los animales», así como en la manera de usarlos, que además le vaticina que sufrirá muchísimo en su vida, pero sobrevivirá.
Ese lugar a orillas del río Ormonde, una cabaña escondida en la espesura con un huertecillo aledaño, será para siempre la cifra de su dicha: «aquella fue la etapa más feliz de mi vida», per se y porque, a mayores, allí, «¡qué lejos quedaban los hombres! ¡Pero, sobre todo, los hombres blancos!». Y siempre lo recordará así. De vuelta a su país se da cuenta de que «justo ahí, en la soledad más absoluta, es donde reside el secreto de la felicidad». Por extensión, Barbados, «una isla llana, con apenas un par de cerros dispersos por aquí y por allá», es para ella su espacio primordial; lleva de continuo el verde de sus colinas o el violeta de sus cañaverales, «rebosantes de un zumo pegajoso», «sus campos de ortigas y sus cañas de azúcar, con sus colinas de ñames y sus huertas de yuca», los añora («al otro lado de aquella inmensidad líquida, sabía que estaba Barbados, y aquello me reconfortaba») cuando la obligan a irse a Norteamérica, «tierras frías y funestas».
De la isla proceden sus citados poderes y la capacidad de comunicarse con los muertos, a los que llama invisibles y detecta gracias al perfume de eucalipto que desprenden: «Los muertos solo mueren si dejamos que perezcan en nuestros corazones». Pero serán justamente estas facultades las que desencadenen su calvario en la remota aldea de Salem, acusada por unas adolescentes arpías, deseosas de llamar de paso la atención, teóricamente poseídas por el «influjo del maligno» y causantes en primera instancia de la archiconocida caza de brujas, la más famosa de la historia, el infierno de las delaciones, la histeria colectiva, los juicios, las condenas y las ejecuciones.
La novelista parte de una de las señaladas y unos hechos reales para especular sobre su biografía y carácter, convirtiéndola en vehículo para denunciar la esclavitud («los blancos arrancaban a miles y miles de nuestros hermanos de las tierras de África»), la situación de la mujer (en prisión coincide con una pionera del feminismo), desde la convicción de que los hombres nunca las escuchan, y la de los negros, humillados y ofendidos, tratados de forma rastrera. Y, a la vez, utilizándola como medio para exaltar el cuerpo y el deseo femeninos, lo antillano y la potencia de las fuerzas ocultas.
Como en La deseada (1997), lejos de tanta autoficción en boga, pura, solapada o mediopensionista, nos encontramos ante un novelón muy cuajado, con músculo narrativo y manejo temporal a la antigua usanza decimonónica. La prosa es aquilatada y rigurosa; la narración transcurre más bien en la cabeza de la protagonista, una mujer de una pieza, como otras concebidas por la novelista, en la que la autora vuelca la omnisciencia. Aunque no menos destacable es el olfato y maestría de Condé a la hora de levantar una fecunda galería de secundarios (recordemos a su madre, «princesa asante con tez de azabache»; a su padre adoptivo, «ceiba de tronco ancho y recio»; a su marido ideal con un fondo cobarde y traidor; al reverendo puritano, fanático, retorcido, mezquino y cascarrabias; o a su amo judío y luego amante, comerciante contrahecho, de origen luso-brasileño y paso por los Países Bajos, como Spinoza, antes de llegar a Norteamérica) así como la pericia vivísima con que nos retrata no sólo su isla natal, sino también algunas tradiciones de lugares de África que conoce bien por motivos biográficos, como Ghana e incluso Estados Unidos, especialmente Boston y el cerrado pueblo de Salem. Una gozada, en definitiva, adentrarse en el mundo tan ajeno levantado por Condé, aquí con el telón de fondo de la violencia y el racismo, como motores del engranaje social, en una historia de largo aliento, honda y a la vez expeditiva.

Marysé Conde
Impedimenta, 2022
304 páginas
22,60 €

Fermín Herrero Redondo (Ausejo de la Sierra [Soria], 1963) es un poeta que circunscribe la mayor parte de su obra al paisaje de su pueblo natal, en torno a la presencia de la naturaleza y sus ciclos unidos a la existencia, la belleza de lo humilde, la recuperación del tiempo pobre y agrícola de los padres, el recordatorio del horror de las ideologías que calcinaron el siglo XX, la lentitud y la espera. Hasta la fecha, ha publicado los libros Anagnórisis (1994), Echarse al monte (1997, Premio Hiperión), Un lugar habitable (1999), Paralaje (2000), El tiempo de los usureros (2003), Endechas del consuelo (2006), Tierras altas (2006), La lengua de las campanas (2006), De la letra menuda (2010), Tempero (2011), De atardecida, cielos (2012, Premio Ciudad de Salamanca de Poesía), La gratitud (2014), Sin ir más lejos (2016, Premio Nacional de la Crítica) y Alrededores (2019). Figura, entre otras, en las antologías Cambio de siglo, Animales distintos y Fuera de campo.
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