Música y danza

Hielo que arde como el fuego. Sobre la música de Anna Thorvaldsdottir

Repasa Jónatham F. Moriche la trayectoria de la islandesa Anna Thorvalds, una de las más sobresalientes compositoras de música clásica de nuestro tiempo.

/ por Jónatham F. Moriche /

El 31 de mayo de 1926 es una fecha señalada en la historia cultural islandesa. Ese día desembarcaron en el puerto de Reikiavik, última parada de una extensa gira por el septentrión europeo, cuarenta profesores de la Filarmónica de Hamburgo, comandados por el compositor y director islandés, entonces residente en Alemania, Jón Leifs (1899-1968), que ofrecerán en los siguientes diecisiete días, en el histórico Teatro Iðnó de la capital, su catedral y otros escenarios los primeros catorce conciertos sinfónicos profesionales de la historia del país―plenamente independizado de la corona danesa solo ocho años antes―, con un programa que comprendía obras de Haendel, Mozart, Beethoven o Wagner y varias piezas del propio Leifs. La por entonces mayor agrupación clásica autóctona, la Orquesta de Reikiavik, fundada en 1921, estaba compuesta por veinticuatro músicos, en su mayoría aficionados, que solía interpretar precarias reducciones del repertorio clásico y romántico, así que resulta fácil imaginar el enorme impacto en la audiencia islandesa de aquellos conciertos ofrecidos por los músicos hamburgueses ―curtidos profesionales habituales de los mejores auditorios europeos, incluyendo el sacrosanto foso orquestal de los encuentros wagnerianos de Bayreuth― dirigidos por Leifs.

Entre las piezas de aquellos programas estaba la Obertura islandesa para orquesta y coros, que Leifs había compuesto expresamente para la ocasión sobre melodías tradicionales del país y que expresa, de forma aún inmadura pero plenamente determinada, la motivación que guía toda su trayectoria compositiva, algo más tardía pero no esencialmente distinta de la que en otros lugares del mundo orienta a sus contemporáneos Jean Sibelius, Heitor Villa-Lobos, Manuel de Falla, Béla Bartók o Aaron Copland: la creación de una música nacional islandesa, enraizada en su tradición cultural y musical vernácula y emancipada del paradigma clásico y romántico centroeuropeo, proyecto que irá refinando en un relativamente breve pero sustancioso catálogo de obras inspiradas en mitos, tradiciones y paisajes islandeses, coronado por hitos como Geysir [Géiser], para orquesta (1961), Hafís [Hielo marino], para orquesta y coro (1965), un notable ciclo de cuartetos de cuerda y sobre todo el vasto oratorio Edda, basado en la compilación mitológica nórdica del mismo título, en la que empieza a trabajar en 1932 y cuya tercera parte de las cuatro previstas deja inconclusa a su muerte en 1968 ―existe una estupenda biografía de Leifs, Jón Leifs and the Musical Invention of Iceland (Indiana University Press, 2019), obra del musicólogo islandés Árni Heimir Ingólfsson, que sirve a la vez como óptima introducción a la historia musical islandesa.

Algo más de noventa y cinco años separan aquellas pioneras veladas sinfónicas de Reikiavik de la primavera de 1926, bajo la batuta y con las notas tempranas de Leifs, y el estreno mundial, el 27 de enero de 2021, por la Filarmónica de Berlín dirigida por Kirill Petrenko, de la obra Catamorphosis de la compositora islandesa Anna Thorvaldsdottir (1977), en un concierto sin público, debido a las restricciones sanitarias provocadas por la pandemia del coronavirus, aunque retransmitido mundialmente por el servicio de streaming de la orquesta, en el que sigue disponible. Si Catamorphosis (2020) es un concierto para orquesta, un poema sinfónico o una sinfonía de pleno derecho es un debate meramente formal que admitiría diversas respuestas; que su estreno constituyó uno de los mayores acontecimientos musicales planetarios de 2021 es, en cambio, incuestionable. El mismo año en que la primera grabación del cuarteto de cuerdas Enigma (2019) de Thorvaldsdottir realizada por el Spektral Quartet (Sono Luminus, 2021) se convertirá en una de las referencias de mayor consenso en las selecciones discográficas clásicas realizadas por críticos y medios musicales de todo el mundo. Es de imaginar que, desde lugar privilegiado del Valhalla que las deidades nórdicas con toda seguridad habrán dispensado al espíritu de Leifs por sus entregados servicios musicales, este habrá contemplado con tanto asombro como contento el inaudito éxito planetario de una autora aún joven para los parámetros generacionales de la composición clásica, nacida en un país de apenas cuatrocientos mil habitantes y cuya mayor orquesta autóctona aún carecía en 1926, por ausencia de intérpretes del instrumento en la isla, de sección de violas.

No es la primera vez que la música islandesa se convierte en objeto mundial de atención. Lo es, desde finales de los años ochenta del siglo pasado, su música popular, primero con el fulgurante éxito del grupo de rock Sugarcubes y luego la extraordinaria carrera solista de quien fuera su cantante y teclista, Björk Guðmundsdóttir, una de las personalidades creativas globalmente más celebradas e influyentes de las últimas décadas, sobre cuyas idiosincráticas coordenadas artísticas ―la más descollante, su desinhibida y metódica fusión de lo vernáculo, lo popular contemporáneo y lo clásico y experimental― han construido su identidad musical propia grupos de gran resonancia como Sigur Rós o Sólstafir. Desde entonces, la marca Islandia se ha abierto paso hacia otros estilos musicales ―de contornos siempre imprecisos en la música islandesa, como demuestra el incesante y promiscuo trasiego de colaboraciones entre sus protagonistas―, desde las bandas sonoras, la música electrónica, ambiental y new classical de Hilmar Örn Hilmarsson (1958), Jóhann Jóhannsson (1969-2018), Valgeir Sigurðsson (1971), Ben Frost (1980), Hildur Guðnadóttir (1982) ―autora de las celebradas bandas sonoras de Chernobyl y Joker, y primera islandesa en ganar un premio Oscar por esta última― u Ólafur Arnalds (1986), a la composición clásica camerística, sinfónica y lírica de la propia Thorvaldsdottir, Haukur Tómasson (1960), Gunnar Andreas Kristinsson (1976), Páll Ragnar Pálsson (1977), Daníel Bjarnason (1979) ―actual director titular de la Orquesta Sinfónica de Islandia, heredera de aquella primigenia y esforzada Orquesta de Reikiavik, hoy miembro de pleno derecho de la más selecta plantilla de grandes orquestas europeas e infatigable defensora de la creación musical islandesa histórica y actual―, María Huld Markan Sigfúsdóttir (1980) o Veronique Vaka (1986). Una descollante escuadra de creadores que, en términos de geopolítica musical, desplaza hacia su flanco más occidental el interés por un extremo septentrión europeo de creciente protagonismo musical a partir del último tercio del siglo XX, bajo el triunvirato magisterial de los finlandeses Einojuhani Rautavaara (1928-2016) y Kaija Saariaho (1952) y el estonio Arvo Pärt (1935) ―para una primera aproximación a este universo musical islandés emergente resulta especialmente útil la espléndida trilogía de recitales Recurrence, Concurrence y Occurrence (Sono Luminus, 2017, 2019 y 2020) protagonizada por la Sinfónica de Islandia bajo dirección de Bjarnason.

Aflora una poderosa, escalofriante conjunción metapoética de los sonidos e imágenes de aquel estreno berlinés de Catamorphosis a comienzos de 2021: una obra cuya principal inspiración es, en palabras de su autora, «la frágil relación que mantenemos con nuestro planeta», que ve su primera luz ante un auditorio huérfano de público y aplausos debido, precisamente, a una letal pandemia en cuya génesis y desarrollo resultan decisivos los abismales desórdenes que la actividad humana ha inducido en el equilibrio planetario. Pocas veces ha retumbado con semejante violencia el silencio que emerge cuando las últimas notas de una obra se apagan, como unos compases no escritos pero fundamentales de silencio vocativo en los que el oyente es interpelado y se reconoce como parte del dramatis personae de la obra musical y de la gran catamorfosis que degrada y toxifica la vasta, compleja y, hoy sabemos, fragilísima malla de relaciones entre seres y modos de existencia que sostiene la vida en nuestro mundo. La evocación e indagación de la naturaleza es una constante, no por trillada menos cierta, de la música islandesa en particular y nórdica en general, pero la naturaleza de Thorvaldsdottir ya no es, o no es solo, aquella naturaleza majestuosa y desafiante de las obras de Sibelius, Leifs o Rautavaara, sino también una naturaleza malherida y doliente, al término de una travesía histórica en cuya última y paradójica estación la humanidad descubre que, también para sí misma, una naturaleza absolutamente sojuzgada es a la vez una naturaleza absolutamente inhabitable ―una sensibilidad ecológica que, junto a similitudes estéticas más o menos sustanciales, ha llevado a relacionar la música de Thorvaldsdottir con la de contemporáneos como John Luther Adams, Liza Lim o Galya Bisengalieva. «En Catamorphosis», explica Thorvaldsdottir, «las emociones centrales de la música son generadas por el equilibrio entre varias fuerzas polares: poder y fragilidad, esperanza y desesperación, preservación y destrucción. Pero, en última instancia, el núcleo de la pieza trata sobre la relación entre la urgencia y la esperanza»: la misma relación dialéctica al filo del abismo de la que nos hablan los discursos de Greta Thunberg, la ensayística de Bruno Latour o la encíclica Laudato Si del papa Francisco. Es muy posible que, en tanto expresión de esta era de debacle ecológica existencial, Catamorphosis quede para la Historia como una de esas obras ―de Un superviviente de Varsovia de Arnold Schoenberg o el Cuarteto para el fin de los tiempos de Olivier Messiaen a los Ángeles negros de George Crumb o Sobre la transmigración de las almas de John Adams― que encarnan un espíritu de época, trascendiendo lo puramente musical para convertirse en auténticos espacios sonoros de memoria de un cierto momento de la experiencia humana. 

La inspiración poética y maestría técnica que Thorvaldsdottir despliega en la expresión de este programa resultan superlativas hasta el asombro. Los veinte minutos de Catamorphosis representan la, por ahora, más alta concreción de una manera de hacer música que sintetiza la atrevida y minuciosa complejidad de las vanguardias con una emoción melódica desinhibida, apremiante incluso ―a veces elaborada y sutil como un tema sinfónico de Richard Strauss o Toru Takemitsu, a veces sencilla y directa como una melodía popular de Bernart de Ventadorn o Nick Cave― fundidos en una misma respiración, un mismo ouroboros ―en la mitología nórdica, la serpiente Jörmundgander, hija del dios Loki y la giganta Angrboda, que rodea el mundo con su cuerpo hasta morder su propia cola. Uno y otro rasgo no se suceden ni subordinan, sino que se amalgaman y ondulan en un universo sonoro perfectamente orgánico y funcional, que discurre a veces lentamente, cabalgando largas notas pedales, laberínticos glissandi y contrapuntos espectrales, a veces brotando en abruptos racimos de notas en pizzicato y col legno y múltiples sonidos sin entonación, arrancados a cada recoveco de la materialidad de los instrumentos, en un constante juego de planos y contraplanos desplegado a todo lo ancho del registro de alturas y colores de la orquesta y cada una de sus familias, en lo que la autora describe ajustadamente como un ecosistema de sonidos, regulado por la técnica implacable que revelan sus puntillosamente detalladas partituras e instrucciones de interpretación, en cuyas latencias naturales afloran y se extinguen sus momentos de mayor intensidad lírica, cuando el ruido y el misterio se precipitan en melodía y desgarro, en un gelo che ti dà foco como el que canta la princesa Turandot de Puccini.

Si Catamorphosis supone la culminación de una hilatura de obras orquestales de creciente perfección y belleza en torno a este ambicioso programa estético ―Dreaming (2008), Aeriality (2011), Aequilibria (2014) o Metacosmos (2017), todas ya accesibles en distintas grabaciones de estudio o en vivo de excelente calidad, y Aion (2018), la más extensa de ellas, todavía pendiente como Catamorphosis de edición discográfica―, el cuarteto de cuerdas Enigma ocupa un lugar equivalente en la producción camerística de Thorvaldsdottir, formada por en torno a medio centenar de obras ―coronadas hasta ahora por la extensa y meditativa In the light of air (2014) para piano, viola, violonchelo, arpa, percusión y electrónica, del que existe un excelente registro del International Contemporary Ensemble (Sono Luminus, 2015). Sin la vasta paleta sonora de la orquesta, o siquiera las posibilidades de contraste que ofrecen otras formaciones de cámara con instrumentos de distintas familias, Thorvaldsdottir ―formada en su infancia como violonchelista― conduce su exploración tímbrica hacia la profundidad de las posibilidades físicas de las dieciséis cuerdas del cuarteto que permiten las técnicas interpretativas avanzadas ―un sendero iniciado en obras anteriores y más breves para distintas agrupaciones de cuerdas, como los tríos Reflections (2016) y Spectra (2017) o el octeto Illumine (2016), compilados en el imponente monográfico Aequa del International Contemporary Ensemble (Sono Luminus, 2018)―, creando una densa trama de crepitares, susurros y ululaciones, a veces delicada como la titilación de una gota de rocío suspendida entre los hilos de una telaraña, a veces violentísima como el resquebrajamiento de un glaciar, por entre la que, de nuevo, en casi constante tensión entre los timbres más graves y agudos de la formación, van emergiendo y desvaneciéndose a lo largo de la casi media hora de duración de la pieza poderosas secuencias armónicas fundamentales y emocionantes motivos melódicos de la nitidez y belleza de un ancestral cantus firmus, componiendo una suerte de vasto coral de irisaciones infinitas cuidadosamente cinceladas sobre una misma roca sonora. Hace falta adentrarse en los grandes catálogos cuartetísticos de nuestro tiempo ―por citar tres en algún aspecto afines al estilo de Thorvaldsdottir, los de Morton Feldman, György Kurtág o, muy singularmente, Giacinto Scelsi, de cuya cuidadosa elaboración textural, sofisticado equilibrio entre melodismo tradicional y formas sonoras libres, sentido del misterio y telúrica emotividad es fácil escuchar resonancias en la música de la islandesa― para encontrar obras de la profundidad y el impacto de Enigma. Aunque probablemente no tardarán en aparecer nuevas versiones de la obra, la precisa y refinada interpretación del Spektral Quartet y la habitualmente deslumbrante toma de sonido de Sono Luminus dejan muy alto el listón para todos sus futuros competidores.

Por último, una tercera obra de Thorvaldsdottir, más breve y de lenguaje más inmediato, que viene gozando de una proyección fulgurante, protagonizando varios registros discográficos de gran calidad y abriéndose hueco en el repertorio vocal hasta ahora muy poco transitado por su autora, es Ad genua (2016), una bellísima letanía para contralto, coro mixto y cuerdas, en la que esa característica dialéctica entre complejidad textural y emoción melódica, que protagoniza todo el tramo inicial de la pieza, termina decantándose enérgicamente en favor de la segunda en un luminoso juego de preguntas y respuestas entre la solista y la masa coral sobre un pedal instrumental extático en su basamento armónico, pero en constante e intenso movimiento interior, en una realización sonora de una belleza perfectamente parangonable a la de los Tre canti sacri de Scelsi, el Stabat Mater de Pärt, el Responsorio delle tenebre de Salvatore Sciarrino u otras obras capitales del repertorio vocal contemporáneo de inspiración religiosa. Sería deseable que el éxito de Ad genua alentase la creación de nuevas obras vocales de su autora y la recuperación de las que ya contiene su catálogo, como la ópera de cámara UR_, por ahora su única experiencia teatral, estrenada en 2015 e inexplicablemente aún huérfana de registro discográfico.

«En los tiempos oscuros / ¿se cantará también, entonces?», se preguntaba el poeta y dramaturgo Bertolt Brecht. «También entonces se habrá de cantar, / sobre los tiempos oscuros», resolvía. En un mundo atrapado en una cataclísmica espiral de múltiples crisis heterogéneas y entrelazadas ―ecológica, económica, social, política, geopolítica―, la cultura en general, y la música en particular, solo pueden ser una cultura y una música también en crisis. La figura de Thorvaldsdottir, además del extraordinario valor artístico específico de su obra, encarna muchas de las dimensiones de esa crisis, del creciente protagonismo femenino en el mundo de la composición clásica, abrumadoramente patriarcal hasta no hace demasiado tiempo ―y que aún hoy sigue dedicando proporciones insultantes de sus programaciones de concierto y radiofónicas a la obra de compositoras históricas y actuales―, al descentramiento geográfico de la producción artística en favor de nuevos polos de creación en las periferias de las grandes potencias culturales históricamente establecidas, pasando por el inevitable impacto de la devastación ambiental en las expresiones estéticas. Lo que sea que la música clásica contemporánea ―categoría esta misma también en crisis profundísima― tenga que ofrecer a la percepción, las emociones y las transformaciones de nuestro tiempo, lo condensa hoy más exacta e intensamente Thorvaldsdottir que cualquier otro creador musical de la suya y las generaciones aledañas. Que sea esta mujer menuda y pálida de ojos oscurísmos nacida en su misma tierra remota de glaciares y volcanes quien ponga, como la figura emergente más descollante de la composición contemporánea a escala global, firma sonora a todos estos clivajes epocales del segundo ventenio del siglo XXI  ―el siglo de la gran prueba, como acertadamente describe el pensador ecologista Jorge Riechmann― es algo que, muy posiblemente, hubiera desbordado los mejores planes de Jón Leifs para la naciente música clásica islandesa cuando desembarcó en Reikiavik con sus colegas de la Filarmónica de Hamburgo en la primavera de 1926. Aquella travesía suya de regreso a casa se resolvió, podemos hoy concluir, en un clamoroso éxito.


Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.

2 comments on “Hielo que arde como el fuego. Sobre la música de Anna Thorvaldsdottir

  1. Excelente e interesantísima revisión de un tema al que un aficionado medio como yo es ajeno.

  2. Agustín Villalba

    Muchas gracias por este excelente artículo tan bien completado con tantos y tan interesantes enlaces.

    Melómano desde hace muchos años a la búsqueda de nuevas bellas “músicas clásicas”, confieso que nunca había oído hablar de Anna Thorvaldsdottir. Más grave todavía: viviendo en París y yendo con frecuencia a la Philharmonia (aunque a causa del covid dejé de hacerlo a principios de 2020 y aún no he vuelto) acabo de ver que se me ha escapado el concierto de l’Orchestre de Paris del pasado 2 de marzo en el que la coreana Holly Hyun Choe dirigía « Metacosmos » de Anna Thorvaldsdottir, una obra impresionante:

    https://www.youtube.com/watch?v=LcFc-qCOEFQ&ab_channel=OrchestredeParis

    Concierto en el que, para más inri, la americana Marin Alsop dirigía la 5ª de Tchaikovski – con su sublime Andante:

    Symphony No. 5 in E Minor, Op. 64: II. Andante cantabile con alcuna licenza
    Leningrad Philharmonic Orchestra – Evgeny Mravinsky (Deutsche Grammophon, 1961)

    https://www.youtube.com/watch?v=QzGoYkqhf0k&ab_channel=LeningradPhilharmonicOrchestra-Topic

    Esperando que este artículo sea el primero de una larga serie sobre la música contemporánea más interesante, muchas gracias de nuevo.

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