Narrativa

La última leprosería de Europa como metáfora de la desintegración del bloque del Este

Publicamos el prólogo de Nick Thorpe y el primer capítulo de la novela 'Hijos de Hansen' (Armaenia, 2022), del montenegrino Ognjen Spahić.

En un remoto rincón del sur de Rumanía, los once internos de la última colonia de leprosos de Europa viven resignados a la espera de que se cumpla su inexorable destino. A comienzos de 1989, año destinado a marcar el rumbo de todo un continente, una serie de dramáticos acontecimientos trastorna el precario equilibrio de la pequeña comunidad. Con el telón de fondo de los últimos y delirantes días de la dictadura de Ceaușescu, en la novela Hijos de Hansen, de Ognjen Spahić (Armaenia, 2022), las imágenes de la vida cotidiana dentro del gueto hacen de contrapunto a la conmovedora historia de amistad entre dos internos, de su intento de fuga y de las atrocidades que pueden llegar a cometer para mantener vivo un rayo de esperanza. Los efectos del bacilo de la lepra en los cuerpos y mentes de sus víctimas se convierten en una metáfora del desmoronamiento de la Europa del Este. Y, sin embargo, la compasión y la lealtad entre los dos personajes principales, atrapados por la enfermedad en un mundo enfermo, son lo que les salva de la desesperación. Una reflexión lúcida y penetrante sobre el valor de la libertad, la piedad y la amistad en una Europa descreída.

Publicamos el prólogo de Nick Thorpe, corresponsal de la BBC en Europa Central, escrito en 2012, y el primer capítulo de la novela.


Prólogo

/ por Nick Thorpe /

Los hijos de Hansen existen realmente, pero en un mundo muy suavizado por el impacto de la Revolución rumana: la pequeña aldea de Tichilesti en el delta del Danubio. Allí, Vasile poda sus viñas con dedos que no sienten casi nada, pero recuerda bien lo que su padre sin piernas, llamándolo desde la orilla de la viña, le enseñó cuando tenía doce años. Las vides y los vinos de Vasile ayudan a los internos de la última colonia de leprosos de Europa a mantenerse cuerdos, junto con la medicación que los médicos y las enfermeras les administran a diario. Al otro lado del valle, Ioana tiene más de 80 años y corta la hierba para alimentar a sus gallinas con una pequeña hacha sin filo que sujeta entre los dos muñones de las muñecas donde una vez estuvieron sus manos. Ella llama a cada una de sus gallinas por su nombre; incluso hay una llamado Scumpa (la Coja). Los placeres simples de Ioana, cuando la visité por última vez en primavera, consistían en ver crecer sus plantas de tomate, cada una en su pequeño bote de yogur, y cuidarlas hasta que fructificaran en su pequeño jardín. «Todos los alaban», me dijo, «como los más dulces de toda la colonia».

Más abajo en el valle, Costica está ahora completamente ciega. La lepra afecta a cada una de sus víctimas de una manera diferente. Su ojo bueno explotó, me dice con naturalidad, durante la revolución de 1989, y sugiere con humor un vínculo: tantas cosas estaban explotando en ese momento, que ¿por qué no su ojo restante también? La radio junto a su sofá lo mantiene en contacto con el mundo exterior. Más que eso, es su compañera de día y de noche, y evita que se hunda en el olvido total.

Ognjen Spahić traslada el leprosario —suavemente, pero con firmeza, y con la sensibilidad de un poeta tanto para la fealdad como para la belleza— fuera del presente, situándolo de nuevo en el mundo de pesadilla de la Rumanía de Ceaușescu solo unos pocos meses antes de la Revolución que lo cambiaría todo para siempre. Al hacerlo, transforma a los leprosos y su aflicción en una alegoría de los marginados, los extraños, los afligidos a lo largo del tiempo. La lepra puede ser el sida, puede ser la Peste Negra, o puede ser simplemente lo que hace que cualquier minoría sea diferente de la mayoría y que sea odiada por ella. Pero la suya no es una visión romántica de un grupo maldito digno de nuestro respeto. Más bien, es una visión espeluznante de las profundidades hasta las que puede hundirse una comunidad cuando sus miembros se vuelven unos contra otros. Como tal, se hace eco de El señor de las moscas de William Golding, pero en este caso, es un mundo de adultos donde se relajan todas las restricciones externas, no uno de niños.

El baño de sangre de Spahić refleja otro: el de la Revolución rumana y, por extensión, el de la Revolución francesa o la Revolución rusa. Sin embargo, como montenegrino y exinterno de la gran leprosería de Yugoslavia, la alegoría de Spahić —y su pesadilla— va mucho más allá. Como un autor joven que crece en un país que literalmente se desgarra miembro a miembro, da rienda suelta a su imaginación en un leprosario de los Balcanes orientales para producir un Frankenstein digno de la guerra de Kosovo, la macedonia o la croata, o (Dios no lo quiera) incluso de la guerra de Bosnia. Pero todavía no ha terminado. Los supervivientes de su leprosario, los dos, viajan río arriba para infectar al resto de Europa en una visión profundamente oscura de la maldad tanto de la mayoría como de la minoría. La novela es un desafío para que todos nosotros pensemos de manera diferente sobre la naturaleza humana.

Los verdaderos leprosos de Tichilesti —los últimos diecinueve, de una población que alguna vez llegó a casi doscientos— se quedan allí no porque tengan que hacerlo, sino por el compañerismo que han llegado a sentir después de toda una vida de convivencia. Muchos nacieron allí de madres y padres leprosos, heredando la enfermedad (como Spahić ha narrado correctamente). Crecieron unos al lado de otros; algunos se atrevieron a creer por un tiempo que no estaban infectados. Sin embargo, cuando surgieron las señales reveladoras, terminaron en Tichilesti una vez más, y una vez que quedaron atrapados allí, como relata Spahić, no pudieron irse. Sin embargo, aquí la realidad disiente de la ficción. Nicolae Ceaușescu, el dictador demente de Rumania de 1965 a 1989, no quería que el mundo exterior supiera de la existencia de una enfermedad que su peculiar raza nacional comunista no podía curar, tanto más porque su esposa Elena le debía su posición en el Partido Comunista Rumano, y su propio culto a la personalidad como Primera Dama, a su prestigio cuidadosamente cultivado como «la Científica»: un título diseñado para atraer, sin duda, a aquellos que podrían haberse sentido ofendidos por el estatus de su torpe marido, hijo de un humilde zapatero.

Al igual que el VIH/sida, la lepra no es una enfermedad que se pueda contraer «por casualidad» con un simple apretón de manos, en contraste con los temores expresados por los personajes enguantados de Spahić. Los medicamentos distribuidos por los médicos y las enfermeras de Tichilesti, ausentes en el retrato de Spahić, revierten la enfermedad después de un período muy breve de infección. Los medicamentos previenen el contagio de la lepra, pero solo pueden retardar sus efectos, incapaces de revertir su impacto en los cuerpos de las víctimas. Otro hecho extraño sobre la lepra es que, durante décadas, los animales permanecieron inmunes a los esfuerzos de los científicos para infectarlos, aunque ha habido un poco más de éxito en las últimas décadas con el uso de ratones desnudos y armadillos de nueve bandas. Ahora se trata en Rumania, como en todo el mundo, con una combinación de tres medicamentos: rifampicina, dapsona y clofazimina.

No hay una fábrica de fertilizantes junto a la leprosería real; de todos modos, no sería visible desde la mayoría de las casas individuales en este valle protegido donde los últimos leprosos pasan sus últimos años en la Tierra. Sin embargo, había muchas fábricas de fertilizantes en la Rumanía de Ceaușescu, en la Serbia de Milosevic y en la República Democrática Alemana de Honecker. Las representaciones brutales de Spahić no son producto de una imaginación enferma, sino de una sana; tienen mucho en común con las brutalidades de Srebrenica, Stolac, Ruanda, Abu Ghraib, Darfur y Homs.

En la segunda década del siglo XXI, los últimos leprosos se quedan en la colonia de Tichilesti no porque tengan que hacerlo, sino porque quieren: aquí crecieron, aquí se enamoraron, aquí se pelearon y aquí se enterraron unos a otros. Se sentirían extraños viviendo en cualquier otro lugar, aunque disfrutan de sus breves viajes al mundo exterior junto con cada gesto, cada mirada, cada negativa a mirar que sugiere que ellos también son normales, son reales, son tan perfectos, tan iguales como somos todos al morir. «Nunca olvides», advirtió el muy subestimado escritor y ensayista británico Theodore Powys, «que la muerte, cuando llegue, para quienquiera que llegue, es siempre una bendición».

Lea la extraordinaria, hermosa y horrible parodia de Europa, su Europa, mi Europa, de Ognjen Spahić, y tiemble.


Capítulo 1

/ por Ognjen Spahić /

La última leprosería de Europa se encuentra en el sureste de Rumanía, entre los igualmente leprosos paisajes de una tierra oscura, yerma, salpicada de orondas chimeneas de centrales térmicas y restos de bosques, antaño grandes. Hace mucho tiempo que han desaparecido los terruños fértiles que recordaban las pisadas profundas de los caballeros dacios Burebista y Decébalo, siempre dispuestos a clavar el hierro en los bruñidos flancos de los caballos romanos, en los vientres saciados de los fornidos legionarios de Trajano. Vlad III el Empalador y Mircea el Viejo, Esteban el Grande, príncipe de Moldavia y campeón de la fe cristiana, y Miguel el Valiente, fieles apóstoles de la palabra de Dios, eran antaño constelaciones en la noche oscura que los ojos miraban llenos de esperanza mientras los curvos sables otomanos vertían ríos de sangre joven.

Según les gusta decir a muchos, unos leones viejos y malvados cuyas crines están manchadas con los cadáveres de millones de oprimidos despedazan entre sus garras la historia antigua de este país.

Rumanía, sin embargo, no ha olvidado la gloria de los valientes. Reza un proverbio rumano: «Los ríos discurren, pero quedan las rocas», por lo que aún hoy en día pueden oírse los recuerdos que relatan las hazañas heroicas de las legiones.


El 16 de abril de 1989 me levanto antes que los demás. Tengo la intención de recoger unos narcisos que crecen junto al muro meridional del sanatorio y cuyas flores todavía no se han abierto. Quiero que florezcan en mi cuarto, y bajo los dos tramos de escaleras desde la segunda planta llevando una lata de conserva llena de agua hasta el borde. La noche previa estaba repleta de rodajas de piña que Robert y yo mordisqueábamos con deleite. Esta fruta no solía despertar el interés de los aduaneros y campesinos rumanos muertos de hambre, por lo que —después de que ellos rapiñaran los alimentos más apreciados del paquete de ayuda de la Cruz Roja Internacional— en el fondo de las grandes cajas quedaban solo las latas de la jugosa fruta tropical. Supongo que se trataba de algún tipo de superstición alimentaria: el café de la República de Sudáfrica es radioactivo o las manzanas de Nueva Zelanda están coloreadas artificialmente…

Era agradable observar las laderas nevadas de las montañas lejanas pensando en las manos de las muchachas caribeñas, en los dedos que solo unos pocos meses antes habían acariciado la rugosa cáscara de la fruta con cuyo corazón nos regocijábamos. Mientras devorábamos la piña también lamíamos en nuestros pensamientos las delicadas palmas de esas manos, por lo que no me avergüenza decir que, al saborearla, a menudo experimentaba una ligera erección.

Hay que recoger los narcisos antes de que apriete el sol, cuyos rayos mordisquean ya el elevado penacho de humo sobre la fábrica de fertilizantes. Se recogen mientras duermen con los pétalos cerrados y se llevan a otro lecho. El agua fría hace que permanezcan frescos varias semanas y florezcan cada mañana.

Los separo de la tierra rompiendo los tallos un centímetro por encima de la superficie. Lo importante es no dañar el grueso bulbo porque este esconde muchas flores amarillas para los años venideros. Para las tumbas que guardarán los huesos leprosos de mis amigos.

Desde 1981 nos sepultaban en el recinto de la leprosería para ahorrarse los gastos del transporte hasta el crematorio de Bucarest y evitar el envío de las urnas a las parentelas diseminadas a lo largo y ancho de los continentes. Recuerdo que este cambio no suscitó demasiados resentimientos porque todos —por fin tengo que decir los leprosos— pasaban aquí sus días gracias precisamente a sus parientes asustados por nuestra enfermedad bíblica. Porque la lepra solía evocar dos cosas en la mente de las personas:

1. Escenas del Ben Hur de Wyler —una colonia de leprosos que deambulan por el planeta como condenados por Dios al desprecio y a una muerte dolorosa en cuevas solitarias alejadas de la ciudad—;

2. El miedo a un monstruo biológico, un intruso en el siglo XX, que ha aterrizado en la época moderna por un error fatal de la naturaleza o tal vez gracias a la justicia suprema.

Creían que nuestros bultos de carne pálida, protuberancias coniformes en la espalda, en las manos y el cuello, contenían semillas de enfermedad listas para desperdigarse por el mundo expandiendo democráticamente la más antigua de las enfermedades. Los lerdos campesinos rumanos, con el cerebro carcomido por temores y supersticiones irracionales, nos consideraban unos renegados estigmatizados de la estirpe humana, además de personas muy malvadas, y prohibían a sus feos niños que jugaran incluso a cientos de metros de la verja del recinto de la leprosería.

Siempre tuve la impresión de que nuestro edificio y sus inmediaciones, más que como una institución médica, eran vistos como un viejo cementerio maldito por el que pululaban los espíritus. Creo que a eso también contribuían los largos mantos de lino: indispensable protección del sol y de las miradas de los enfermos. Quiero decir, al menos, de las miradas de aquellos que tenían ojos.

Todos los leprosos quieren saber de qué manera están desfigurados los cuerpos de los demás. Es un tema corriente en las conversaciones cara a cara, que, en algunos casos, son media cara a media cara. Los puntos más sensibles son los órganos genitales masculinos, en determinadas fases de la enfermedad muy parecidos a la raíz reseca de la genciana o tal vez a los deformados e impotentes dedos de un anciano. El estado de esta parte del cuerpo establecía tácitamente el estatus del paciente en la colonia.

Yo tuve la insólita suerte de que las «hechicerías del bacilo de Gerhard Armauer Hansen» no afectaran a mi virilidad. Y como ya antes de la enfermedad estaba dotado con unas dimensiones decentes, nada más llegar, a este narrador suyo se le otorgó el estatus de líder, cualquiera que fuera el significado de la palabra en ese lugar.

Cuando había que repartir la limosna que la comunidad católica dejaba en el portón, o había que estipular cuánta leña se necesitaba para la calefacción, o dividir la cosecha de patatas y de cerezas a partes iguales, acudían a mí para que decidiera. En la mayoría de los casos no suponía un problema. Nadie se quejaba, o nadie tenía suficiente fuerza para hacerlo. Los reproches se reducían a murmullos debajo de las capuchas de lino o a pequeñas riñas en los oscuros pasillos del edificio. Pero a veces las cosas escapaban al control, lo que exigía la aplicación de medidas más radicales con el consentimiento de los demás enfermos. Por ejemplo, en una ocasión, Cion Eminescu propinó a Mstislaw Kasiewicz un leñazo en la cabeza, debido a la duda sobre el tamaño de los tomates que se les había asignado. Este suceso requirió una reacción justa y rápida.

Abrí a regañadientes la puerta de la habitación n.º 42, ubicada en el sótano, que por decisión conjunta se había declarado posible calabozo en caso de comportamientos indebidos. Durante mi estancia en la leprosería no se abrió más que en cuatro ocasiones. El desdichado Cion pasó en el número 42 la noche merecida, pero también la mañana siguiente, ya que se negó a salir, ofendido por el castigo. Cuando M. Kasiewicz ofreció generosamente al preso su siguiente asignación de las jugosas bolas rojas, Cion salió entre sollozos. Los enemigos se abrazaron con afecto y todo volvió a la normalidad.

Los abrazos afectuosos de Mstislaw Kasiewicz y Cion Eminescu más adelante se intercambiaban en la intimidad de sus habitaciones de techo alto, sobre colchones rellenos de lana mohosa, en los baños y en los pasillos ciegos de la leprosería. Nunca entendí cómo superaban la monstruosidad de sus cuerpos bastante destrozados. Cion no tenía nariz, y en su lugar se le abría en la cara una cueva oscura y viscosa en la que podían introducirse al menos dos dedos. Tampoco el resto de él era muy atractivo. La pierna derecha, sin pie, se arrastraba por el suelo como un despojo, mientras protuberancias excepcionalmente voluminosas de carne endurecida separaban el lino del manto de su espalda.

Kasiewicz sufría otra forma de mutilación. Sus rasgos faciales estaban intactos, pero la enfermedad le había afectado a todas las articulaciones. Eso hacía que sus pasos evocaran los movimientos de un fantoche gigantesco en las pesadillas infantiles más horribles. Fuera lo que fuese aquello a lo que se pareciera la relación sexual entre estos dos infelices, estoy seguro de que M. K. nunca estuvo de rodillas.

Las primeras quejas a cuenta de sus relaciones empezaron por motivos pragmáticos, pero ridículos. El número treinta y seis de la Gaceta Médica (enero 1984), impreso en Bucarest y patrocinado por las Naciones Unidas, anunciaba pomposamente una nueva enfermedad que cambiará el rostro del mundo. Los días siguientes todos leyeron las páginas dedicadas al sida, algunos se burlaban, otros manifestaban una incomprensión indiferente. Noté que la aparición de la nueva epidemia biológica provocaba también cierta dosis de envidia. Se podía sentir que la lepra gozaba de un extraño respeto entre sus víctimas. Durante las agitadas discusiones en el patio, saltaban frases absurdas de desdén y odio que acusaban al síndrome de inmunodeficiencia adquirida de ser una farsa mediática destinada a descalificar las plagas famosas de la humanidad, como la peste, el cáncer, la sífilis y, por supuesto, la lepra. A ellos les gustaba su enfermedad y la respetaban como un enemigo digno.

—De sida enferman en su mayoría drogadictos por vía intravenosa, hemofílicos y homosexuales —leía en voz alta Ingemar Zoltán mientras otros asentían elocuentemente con la cabeza intercambiando susurros en los que, no por casualidad, se reconocían los nombres: Cion y Mstislaw. Después de esta noticia, la percepción de los amantes cambió de manera sustancial. Al no comprender la naturaleza de la nueva enfermedad, los demás creían que era el fruto malvado del propio acto sexual. Rehuían a Kasiewicz y a Eminescu como si fueran… Casi se me escapa: leprosos. Era una reacción comprensible.

El que no ha conocido al detalle las sutiles extravagancias del cuerpo y de la mente deformados por la lepra tendrá dificultad para comprender las conductas, en apariencia irracionales, en cuyo fondo se ocultan a menudo impulsos muy diferentes de los que pueden imaginar los habitantes de otro mundo, el mundo de los no leprosos. El diagnóstico es válido también para el caso de la excomunión de Cion y Mstislaw, cuya naturaleza se desvanecía cada vez más en la polvareda levantada por la nueva enfermedad y sus apóstoles, los homosexuales.

La regla que la realidad de los hechos había establecido a lo largo de los años dictaba que en la leprosería no podía y no debería haber emociones. Todos somos un mismo cuerpo que vive la enfermedad, duerme con la enfermedad y muere por ella. Me atrevo a decir que este mecanismo práctico es obra de las fuerzas de un equilibrio natural que tiende al mantenimiento básico de la frágil salud física y mental de la raza humana.

La degeneración del órgano sexual hacía desaparecer los instintos reproductivos y con ello también la posibilidad de engendrar en la comunidad de enfermos.

En mi leprosería, junto a once hombres, residía también una casi mujer.

La imprecisión se debe a la vieja rusa Margareta Rosipóvich, que —desde que tengo memoria de mi estancia en la leprosería— vegetaba en estado de semihibernación. Hacía años que no salía de su habitación, y la muerte no quería llamar a su puerta. El único que llamaba era yo, una vez a la semana; y después de esperar pacientemente que sus cuerdas vocales expulsaran un murmullo apenas audible, entraba para tomarle el pulso y echarle unas pocas cucharadas de sopa en la garganta. Margareta me correspondía con relatos: recuerdos que remitían a los últimos días de la Rusia imperial y los crueles gulags de las tundras siberianas, pero también a la historia temprana de la leprosería justo después de su fundación.

Su voz áspera llegaba desde lo profundo de sus entrañas y se propagaba por la habitación en frecuencias muy bajas. Al cabo de unos diez minutos tenía la sensación de oírla por todas partes. Hablaba con fluidez, en un tono uniforme que recordaba el sonido de un viejo disco de gramófono.


Ognjen Spahić nació en Podgorica (Montenegro) en 1977, donde vive y trabaja como corresponsal de cultura del periódico independiente Vijesti. Ha publicado dos colecciones de cuentos: Sve to (Todo eso), en 2001 y Zimska potraga (Búsqueda de invierno), en 2007. Hansenova djeca (Hijos de Hansen) ganó el prestigioso premio Meša Selimović por su publicación original en 2005, el premio Ovid Festival Prize en 2011 y el Premio de Literatura de la Unión Europea en 2014. La novela se ha publicado hasta el momento en inglés, italiano, francés, esloveno, rumano y macedonio, entre otros idiomas.

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