Narrativa

El negro sino de los desamparados

Eugenio Fuentes reseña 'Malaventura', de Fernando Navarro, un «western de aquí mismo» salpicado de topónimos almerienses, granadinos, sevillanos, sobre el cual gravitan Lorca, Morente o Lagartija Nick.

/ una reseña de Eugenio Fuentes /

Fotografía de portada: Amanecer en el desierto de Tabernas (Almería), fotografiado por David Galán

Matar se convierte en algo que uno hace como si bebiera anís: calienta el cuerpo porque lo alimenta. Pónganle comillas, porque la frase reluce como una bala de plata en la página 102 de Malaventura, la novela que está convirtiendo al granadino Fernando Navarro en la más potente revelación de la temporada que ahora llega a su traca final de ferias y ferias. O dejen las palabras tal cual, sin entrecomillar, y tendrán una rápida vía de acceso al espacio áspero y cortante que Navarro, reputado guionista, ha abierto en esos desiertos de la Andalucía oriental donde hace medio siglo se rodaba western tras western. La vía se llama muerte, muerte violenta, muy violenta a veces, y también se llama venganza, miseria, cortijo. Además de belleza y cante. Y el territorio que atraviesa desprende un hálito que desdibuja contornos, diluye anclajes temporales y, entre hilos de sangre y hambre, reviste a sus moradores de una pátina fantasmal que no les exime de llevar marcada en la piel la desgracia y el infortunio. La malaventura.

Cuando el lector se encuentra con un artefacto tan original como Malaventura se le desencadenan todas las alarmas que acompañan a una búsqueda frenética de etiquetas. ¿Western de aquí mismo? Sí, y salpicado de algunos topónimos almerienses, granadinos y hasta sevillanos. ¿Lorca lírico y trágico? Sí, de Romancero y de Bernarda Alba, aunque también surreal, de Poeta en Nueva York pasado por Morente y Lagartija Nick. ¿Gótico? Pues claro, con fantasmas y cementerios, tal vez con zombis, y con ese leve temblor oniroide que la luz le imprime al aire cuando el cielo empieza a confundirse con la arena del desierto. ¿Lovecraftiano? Por supuesto, pero no de pulpos sino de presencias ominosas que enloquecen. ¿Giallo? También, con todo su suspense y con los colores del terror algo más matizados que en las cintas italianas. ¿Posmoderno? Como mínimo. Y, por ende, metaliterario. Y, además, jondo. Mucho más jondo de lo que parece y no solo por lorquiano. Muevan las etiquetas hasta que encajen y tendrán, si les place, «un neowestern ácido y lorquiano donde el auténtico protagonista es un territorio por el que se arrastran, siempre a compás, la muerte, el amor y la miseria». Son buenas pistas, por supuesto, pensadas como para una faja de las que no mienten. Pero les falta algo. Y ese algo, cuya ausencia deja sin ánima el rompecabezas de marbetes, conceptos y apellidos, es un lenguaje propio y poderoso.

Alforjas llenas de oficio

Fernando Navarro tiene tras de sí una larga carrera de guionista que, por solo hablar de cine, incluye desde la terrorífica y vallecana Verónica, por la que fue nominado al Goya en 2017, a los dos films que él mismo califica de western andaluz (Toro, 2016) y western helado (Bajocero, 2021), pasando por ese thriller tutelado por superhéroes, Orígenes secretos, que sacudió Netflix en 2020 y le valió otra nominación a los Goya el año pasado. Así que de estructuras y quiebros de guion, del viejo arte de dosificar, anunciar, replegar, despistar y rematar, Navarro tiene las alforjas llenas. Sin embargo, aunque un guion se haga solo con palabras, es un texto semiprivado que nace y crece para convertirse en imágenes salpicadas de diálogos y, para bien o para mal, es un crudo provisional e indefenso, siempre a merced de directores, productores, actores y de cuantas reescrituras se precisen. Son muy pocos, además, los guiones que culminan sus metamorfosis de partera siendo ofrecidos al público en forma de libro. De modo que lo literario, tan cuidado por el Navarro guionista, no es en ellos cualidad irrenunciable. Las palabras del libreto habrán cumplido su misión si han servido de puente para alcanzar la otra orilla, el reino gobernado por la imagen. 

Pero en las narraciones las palabras se someten a otras reglas. Impreso el texto, los cambios se acantonan en la recepción: un lector, una lectura. El narrador, consciente de que va a desnudar su prosa sin enmienda ante un público de mil rostros ocultos, tiene que sortear algunas trampas que no acechan al guionista. Entre ellas, y tal vez sea la mayor, colocar el estilo en el punto de partida, buscar el ejercicio literario, beberse espejismos de belleza. Navarro se ha enfrentado a ese veneno con dos antídotos de probada eficacia: precisión y ritmo. Tratar de escribir como habla él mismo, y como hablan quienes le rodean y todas las gentes que alimentan a sus personajes. Embridar con ritmo, con obsesión por el ritmo, la hojarasca que arrastran las palabras al pasar de la boca al lápiz. Y aquí, en ese logrado intento de evitarle a una prosa rica los detalles que no cuentan, es donde intervienen las músicas. Muchas músicas de muchos sitios, como corresponde a alguien nacido en 1980, pero sobre todo el cante, su compás y las letras que lo cabalgan.

La cita que abre las puertas de Malaventura orienta sobre la importancia que Navarro otorga a esas letras: «Cuando canto, me sabe la boca a sangre». La frase es de una cantaora jerezana, Tía Añica la Piriñaca, una gitana ochavona que nació con el siglo XX, murió en 1987 y sostenía que el cante güeno es el que nace de la pena. «Como yo he estao doloría porque mi marío m’ha faltao, como yo he estao doloría porque he pasao muchas fatigas con mis hijos, como yo he estao doloría con toas esas cosas, pos yo he cantao siempre acordándome de esas fatigas. Y hay letras que me jacen llorar de verdá. Y me tengo que asujetá porque me se caen las lágrimas, de lo que me entra en el corazón, del desgollipamiento que me entra; porque es verdá, porque hay letras que llegan a esa cruz que yo tengo en el corazón, o esa cosa que yo tenía en mi cuerpo. Y he salío cantando y he salío llorando», puso en su boca Ángel Álvarez Caballero en una necrológica en El País.

Miseria de dientes verdes

Pues ya está: tras la voluntad de habla común y la brida rítmica, ya tienen el barro con el que se modelan los personajes de esta novela en quince estampas, de este retrato de un territorio y de un modo de encarar la vida. Pero hay más. Hasta aquí el utillaje y la materia prima, cuyas huellas más nítidas pueden rastrearse en un lenguaje moteado de localismos que orientan sin aturdir. Como esos diminutivos en –ico, reflejo tanto de un habla como de la piedad del arquitecto por el negro sino de los desposeídos, de los pobrecicos, de los nacidos bajo un mal signo, que diría el gigantesco Albert King. Porque en la base de Malaventura, a pie de arena, está una miseria secular cuya expresión bebe del Lorca de las sordas tormentas rurales pero también del Cela de La familia de Pascual Duarte y del Delibes de Los santos inocentes. Extremeña, castellana, andaluza. Da igual. Es la miseria de cortijo y latifundio. De dientes picaos y verdes. De cueva. La que ceba uno de los dos vientos que soplan sobre el desierto de Malaventura. El viento hispano. Aire antiguo y pesado, ceñido al suelo, que encadena a su destino a personajes como el narrador infantil de «Fui piedra»: un zagal «feíco, blancucho, siempre con mocos y piojos, enano y tímido» en cuya voz cristaliza una estampa de niños que juegan al miedo de cementerio y a los amores chicos.

Ahora bien, sobre ese cimiento ibérico de pobreza, abandono, ropa sucia y silencio ruge otro aire. Un vendaval que impide a la miseria alzarse como un bosque costumbrista. Una especie de huracán cosmopolita con el que Navarro ha construido una narración violenta y bella que arraiga en sus propios gustos de devorador de historias escritas, filmadas o cantadas. Wéstern porque el género le encanta. Ya ha dado fe como guionista. Gótica porque no puede impedirlo, porque ve el mundo, asegura, como un relato de terrores, matanzas, tiros y mujeres hechiceras. Onírica porque el ensueño difumina el tiempo para que el espacio pueda ser presente, pasado o futuro, aunque en las estampas haya pistas que cruzan el franquismo y se detienen un poco antes del fin de siglo. Y, lo que es muy importante, amoral, pues no en vano son infantiles la mayoría de las voces narradoras. Los niños no juzgan, no les asaltan los olvidos e imprecisiones de los adultos y, además, despojan de morbo la violencia. Solo un zagalico puede asistir a una masacre, quedarse después dormido y no tener pesadillas. En suma, sobre el desierto de Malaventura soplan dos vientos para que en él confluyan la tradición de la lengua y las propias del autor.

Forajidos: la condena de los amos

Son muchos y muy diversos los personajes que se alojan en los textos alumbrados en esa confluencia. Hay mujeres rojo pasión y mujeres insólitas, como la mujer barbero o la adivina Jacinta, una de las cumbres de un volumen con muchas alturas. Hay zagalicos inolvidables. Hay animales totémicos, como el burrico que asiste a la devastadora visita de la muerte en el relato más desolador. Pero, claro, esto es un wéstern y los amos, para condena de otros amos, son los forajidos, con sus pistolas, sus facas y su cortejo de palabras malditas: venganza, maleficio, ejecución, amor loco, desolación, linaje, sangre envenená, venganza otra vez, venganza. No hará falta explicar cómo el odio y el sino convierten a un pobrecico en forajido. Ni adelantar su aspecto con un par de pistolones. Sin embargo, puede ser útil escuchar su rumia: «Pronto, muy pronto, sentí la necesidad de enredar. De fastidiarlo todo. […] No he sido un buen hombre, por qué serlo. Aunque he sabido parecer un buen hombre. […] Una buena sarta de mentiras que llegan a parecer verdades. El telón de terciopelo bajo el que ocultar lo que uno es en el fondo y no sabe no ser y quizá incluso quiere ser más que cualquier otra cosa».

Así se muestran estos forajidos cuando razonan, que no todos lo hacen. Siempre en perpetua huida, siempre fuera del arquetipo. Porque si algo destilan, ellos y todos los personajes de Malaventura, son sentimientos. Buenos, malos e indiferentes, que nacer bajo un mal signo suele criar costras de resignación. Y si revientan, estallan las frialdades. Al fin y al cabo, el pase mágico que se ha inventado Navarro va de personas de carne y hueso, aunque a veces se desvanezcan como espectros. Ha convocado a los extras que hace más de medio siglo se agolpaban en los rodajes de los westerns de acá y los ha convertido en protagonistas de su propio western, que es de más acá. Los verán a todos juntos en la estampa que cierra el libro. En tren pero a caballo entre dos tiempos. Y no se les despistarán. Tienen todos los mismos ojos de «estar esmallaícos de hambre».


Malaventura
Fernando Navarro
Impedimenta, 2022
192 páginas
20 €

Eugenio Fuentes nació en Londres, en el hospital de St. Mary Abbot’s, donde doce años después fallecería el legendario guitarrista Jimi Hendrix. Licenciado en historia y especializado en relaciones internacionales contemporáneas, ejerció la docencia y la investigación en la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña durante cuatro años. En 1988 se integró en la redacción del diario La Nueva España, del que durante casi tres décadas fue responsable de información internacional, analista político, columnista y crítico literario. Fruto de una insana pasión por los libros mantuvo durante 31 años en el suplemento Cultura la sección de novedades «La brújula», alimentada sobre todo por volúmenes huidizos publicados por pequeñas editoriales. Entre 2000 y 2004 quedó embrujado por el pintor Luis Fernández, a quien dedicó numerosos artículos y el documental Los mundos de Luis Fernández.

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