Creación

El jugador de damas, 3: «Egipto»

Continuamos la publicación por entregas de una novela de Antonio Aledo Sarabia.

/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /

El jugador de damas, 2

De ella solo salimos un verano para ir a Egipto, y fue peor. En Egipto hace calor. Por un módico precio, la agencia de viajes te ofrece el ensueño: las pirámides al atardecer, el suave murmullo del Nilo, las enigmáticas esfinges. Olvidan mentar los inconvenientes que se producen inevitablemente: el calor del desierto (las pirámides parecían la llama de un fogón), las moscas que zumban en un idioma extraño, la cama del hotel, siempre demasiado dura o demasiado blanda. Nada ocurre como uno lo ha pensado y la frustración es el souvenir primero que te traes en la maleta.

Agustín

—Vaya —interviene Chitina—, me recuerdas a mi primer marido.

Chitina me cuenta que a ella le encantan los viajes. Su cuerpo tiene la facultad de adaptarse a cualquier cama, ya sea dura o blanda, grande o pequeña. Se hace su sitio y se duerme inmune al calor o al frío, al ruido o a ese silencio excesivo que ahueca su mano sobre el oído y te hace escuchar el oleaje del diminuto mar que acecha en el fondo de las caracolas. No la espantan insectos ni tortugas. Una vez entró en su habitación una manada de lobos y ella ni se inmutó. Al despertar los echó del cuarto con una escoba. Creo que exagera.

Su primer marido, sin embargo, era tremendamente aprensivo. En un viaje que hicieron a la sierra, observados por las mil hojas glaucas de las encinas que rodeaban como un murallón la casa donde se alojaban, a veces custodias, pues los protegían de los rayos del sol del verano, a veces torres de asalto desde donde autillos de afilados picos lanzaban el penetrante dardo de su canto metálico que acunaba a la mujer y desvelaba al marido, encinas que fueron testigos involuntarios porque en realidad qué les importaba a ellas esos seres inquietos que carecían de raíces y que aplastaban o intentaban aplastar cualquier insecto que se posaba sobre su piel, ¿cómo, se preguntaban, podían reproducirse si rehuían de semejante manera a los portadores de las semillas?, el desencuentro alcanzó el máximo nivel entre ellos y empezó a cocerse el divorcio en la caldera de la incapacidad de él para comprender a una mujer a la que todo le parecía bien.

Como las ventanas no tenían mosquiteras y no podían permanecer cerradas por el calor, aspiraban a las moscas como si fueran motas de polvo y, al mediodía, coincidiendo con la hora de comer, costaba moverse por la cocina comedor, como si la hubieran llenado de tarquín. Parecía que hubieran pintado de negro las moléculas del aire. El marido, que se llamaba Agustín para más sorna, se pasaba el día con el frasco de insecticida en la mano, enviándoles una refrescante ducha que las colocaba como si hubieran esnifado pegamento. En lugar de matarlas las volvía adictas y viciosas. «Odio a las moscas», repetía monótonamente como si tratara de batir un record. Chitina le recordaba que los avances de la genética que se han producido en el siglo XX y que con seguridad erradicarán en breve todas las enfermedades se deben en gran medida a los experimentos realizados en los cromosomas de las moscas. Dicho lo cual apartaba con un gesto casi de bendición papal a los utilísimos insectos y comía con apetito. Agustín, que más que nunca hubiera necesitado un aliado (hay que estar con los amigos con razón o sin ella) no podía aceptar que su mujer se pusiera del lado del enemigo, y la frase «odio a las moscas» era la punta de un iceberg que prolongaba su masa bajo la lengua y que entera rezaba: «Odio a las moscas y a todos aquellos que no odian a las moscas».

De noche las moscas, animales diurnos, desaparecían dejando su sitio a los mosquitos de largas patas y largas alas y, se suponía, de largos aguijones, que los miraban relamiéndose como una mira el bistec que va a cenar. Eran tigres en la jungla de la habitación. Los elefantes eran grandes escarabajos del tamaño de huevos de codorniz que aterrizaban sin miramientos, así estaban de acorazados, sobre las paredes haciéndolas retumbar. Inofensivos si excluimos la posibilidad de la colisión. Preciosos escarabajos negros adorados por los egipcios. Chitina se había lacado con repelente de insectos para evitar picaduras y disfrutaba de los ruidos de la noche, la brisa bareando las encinas, el romántico autillo incansable, la música de la esfera de las estrellas fijas, como dirían los antiguos, ¿pero no era allí antiguo el mundo? Sí. Y ella estaba en armonía con él. Había cerrado un pacto con los escarabajos que, por si acaso el repelente no funcionaba, vigilaban a los mosquitos tigre, seres maléficos venidos directamente del infierno, pues en la naturaleza, para que todo marche correctamente, el bien es continuamente cicateado por el mal.

Agustín, sin comprender que los escarabajos eran sus ángeles de la guarda disfrazados, se dispuso a rociarlos con insecticida. El techo de la casa era abuhardillado, descendiendo abruptamente hacia las ventanas. En la oscuridad de la noche, habiéndose olvidado de ello, se pegó en la frente con una viga. Casi se abre la cabeza. Buscó hielo en el frigorífico, pero no encontró cubito alguno. Chitina oyó su grito desesperado desde la cocina como el eco retardado del que había dado en la habitación. Desesperado, con una toalla húmeda cubriéndole la cabeza a modo de turbante, quitándole el seguro al frasco de insecticida, buscó a los escarabajos para asperjarlos a distancia, pues matarlos mediante el contacto directo de su zapato le daba demasiado asco. Encontró a uno y cuando fue a disparar, ¡oh, milagro!, el insecticida se había acabado. Vencido se retiró a la cocina comedor, desplegó el incómodo sofá cama y, tras una inspección satisfactoria (cadáveres de moscas, cadáveres de mosquitos, no en vano el frasco estaba lleno por la mañana), con las ventanas cerradas a cal y canto, trató de conciliar un sueño necesariamente húmedo. A las tres de la madrugada, mosquitos, escarabajos, Chitinas, todo dormía en la casa. Incluso el autillo dormía, aunque seguía cantando dormido. Sólo la luz de la luna y Agustín velaban.

—Chitina —dijo zarandeándola—, hay algo en la chimenea.

Ella se levantó solícita, como cuando un hijo está enfermo y llora. Tiene el sueño profundo, pero cuando despierta sale de la cama sin dificultad, como si el mundo no hubiera sido desmontado pieza a pieza durante su ausencia y guardado en una caja que tiene que abrirse otra vez para ser reconstruido. Quizá sus muchos años de turno de noche en el Hospital le hayan enseñado que la vida continúa y que dormir es un aplazamiento y no una abolición. 

—¿Qué pasa?

—Hay un fantasma en la chimenea.

Agustín estaba asustado. Como si de un camaleón se tratase o, lo que la gente ignora más, un pez del fondo marino, lenguado o rodaballo, también maestros en el arte del camuflaje, había adoptado la tonalidad cadavérica de las paredes del salón que la débil luz eléctrica no ayudaba a tonificar.

La falta de mosquiteras en las ventanas (que por el contrario tenían doble hoja), unida a la calefacción central y a la estufa de leña forjada en hierro negro cuya puerta de cristal recordaba la pantalla de una televisión y que se encontraba haciendo chaflán en un ángulo del salón, demostraba a las claras que ese refugio estaba acondicionado sobre todo para el invierno, cuando las temperaturas bajan y, esporádicamente, aparece la nieve. Allí, en esa chimenea, arderían entonces troncos, el fuego separaría la ceniza del humo expeliendo este último al exterior por el cañón en un proceso siempre ascendente. En verano, sin embargo, algo podía descender por ese conducto, fantasma, pájaro o murciélago, y quedarse atrapado dentro. Una forma alada parecía agitarse. ¿Qué sería aquello?

—No abras —dice el marido.

Parece mentira, tan grande y tan miedoso. Pero Chitina no tiene miedo. Quizá porque su imaginación no proyecta peligros en el futuro. Una bola peluda del tamaño de un melón con una boca de oreja a oreja cargada de dientes como de tiburón y alas de murciélago recubiertas de escamas de reptil saliendo furiosa de la chimenea y arrancándoles de un solo bocado toda la cara dejando un cráter sanguinolento donde había estado la nariz y los ojos. O quién sabe.

—No abras —insiste Agustín.

Una víbora a la que por una extraña mutación genética le han salido alas, una cucaracha gigante que una vez liberada de su trampa pequeña pugna por liberarse de la grande tropezando contra las paredes como una bola loca. Su corazón ya muy acelerado no podrá resistirlo.

Pero Chitina no ve más que el presente, y para ella el presente es la vida y la felicidad. Por eso abre la puerta de cristal y mira en el interior de la chimenea. Lo que hace un momento estaba allí ya no está o se ha hecho invisible. Distingue no obstante un pequeño bulto inerte. Lo coge con las tenazas de remover la leña. Lo saca a la luz purulenta de la estancia. Agustín se aproxima con precaución. Es un gorrión muerto. Está rígido y medio putrefacto. Le falta un ojo, en cuya cavidad se ha introducido hollín como si alguien lo hubiera querido restaurar y se hubiese quedado a medias.

—Hace un segundo estaba vivo —dice Agustín—. Debe haberse muerto del susto.

Cree el ladrón que todos son de su condición, piensa Chitina. Pero no lo dice. Sus palabras son más profesionales.

—No, este pájaro lleva muerto muchos días. ¿No ves que está medio podrido?

Agustín no ve más que lo que quiere ver y para él ese es el ser que revoloteaba antes. Chitina lo echa a la basura y sigue registrando. No se sorprende demasiado al distinguir otro cuerpo, más muerto si cabe, más antiguo que el anterior. En él la descomposición orgánica ha actuado hasta el máximo y al tener que seguir avanzando ha empezado a petrificarlo como a una raíz. Cuando saca un tercer cadáver no puede dejar de decirle a su cada vez más asustado marido.

—Mira, este lleva vendas como una momia.

Agustín lo mira y, efectivamente, ve las vendas.

En ese momento, una figura gris, agrandada por la sorpresa, sale como un vómito asqueroso de la boca de la chimenea. Sus alas lo rozan todo: las mejillas de ellos, los cuadros de flores secas de las paredes, los pucheros de bronce bruñidos, el pequeño televisor, las sillas, la mesa, y lo que no es tocado directamente por las plumas es arañado por las garras del viento que estas remueven.

Agustín grita, y su grito potente no se corresponde con sus gestos de mujeruca histérica. A Chitina le dan ganas de darle una bofetada como ve que hacen en las películas, pero no es de naturaleza agresiva y trata de calmarlo con palabras suaves que flotan como naufragadas en el grito mantenido.

—Cálmate, es solo un gorrión.

El gorrión que, como Chitina, no podía adelantar en su imaginación, y por lo tanto estar agradecido por la liberación, la lenta agonía que le esperaba, el hambre, la sed, la desesperación, hasta que por fin la piadosa muerte le dejara descansar junto a sus hermanos, solo ve el peligro de la situación actual. No hay huida posible. Se posa y se entrega al capricho del destino. Chitina lo coge y lo acaricia. Asustado, parece un corazón a punto de estallar. Chitina no trata de consolarlo más, sino que expeditivamente abre la puerta y lo libera.

Al día siguiente bajaron al río. Mientras ella se bañaba en una poza de aguas limpísimas y gélidas, él se divertía cazando moscas con la mano (era hábil en eso) y echándolas en la superficie para que las arañas de agua, cuyas sombras en el fondo asemejaban el contorno de mariposas debido a las burbujas que se formaban alrededor de sus patas (no nadaban sino que andaban sobre el agua), las devoraran. Se tiraban sobre la inesperada presa como jugadores de rugby que disputan un balón. La mosca pasaba de unas fauces a otras hasta que una, más corredora y ágil, la ganaba y la consumía tranquilamente cuando ya sus competidoras luchaban por la siguiente. A Agustín le brillaban los ojos. El señor de las moscas: una de las denominaciones del diablo.

—Báñate, está el agua buenísima.

Después de quince o veinte moscas se aburrió del juego o la venganza que había emprendido y se metió en el agua. Al poco rato se tragó una araña, quizá una de las que se había tragado una mosca. Al salir del agua, escupiendo, asqueado, le picó una avispa en el brazo. Aquello fue la gota que colmó el vaso.

—Nos vamos de aquí —le anunció a Chitina.

—Y os fuisteis ¿verdad? —adelanto el final de la historia.

—Bueno, habíamos pagado diez días y yo estaba encantada con el sitio. No soy exactamente una feminista, ni mucho menos, pero si quisiera que mi marido me diera ordenes me casaría con mi supervisor de planta. Como habíamos ido en mi coche él tuvo que llamar a un taxi. Aquello no le sentó bien. A mi me parecía normal que él quisiera irse, pero a él no le parecía normal que yo quisiera quedarme.

—¿Os divorciasteis enseguida?

—No, aún vivimos juntos ocho años y tuvimos dos hijos. Pero a los ocho años una de las razones que me dio para la ruptura fue que yo me había quedado entonces en la sierra.

—Ah, tienes dos hijos.

—En realidad tres, una niña de mi segundo marido.

El camello

—Cuando nació nuestro hijo volvimos a salir de casa —dije yo—. Teníamos que enseñarle el mundo. Íbamos con él a sitios a los que no hubiéramos ido solos. Al circo, por ejemplo. Tenía seis años cuando lo llevé al circo. Él creía que yo lo sabía todo porque yo no desperdiciaba la ocasión de contarle lo que sabía, rutina de profesor o simplemente de padre. En su trasnochado deambular por los pueblos ofreciendo el exotismo de las tres dimensiones de la realidad frente a las dos de la televisión o el cine, el circo prometía auténticos tigres, leones, elefantes, camellos y demás fauna. La verdad, más tarde, era patética. Animales pelados, enfermos, con ronchas, con mataduras, humillados, obligados a hacer cosas antinaturales, arrodillarse, ponerse a dos patas, sentarse en taburetes, vestidos con ropas ridículas, tocados con gorros turcos. De todos el peor encarado era el camello. El tiempo le había ido quitando una capa sí y otra no. No tenía pelo, pero sí pellejo. No tenía carne, pero sí huesos. El único merito del número consistía en que aún estuviera vivo. Apiadado de él, le fui contando a mi hijo sus enormes cualidades.

—El camello condensa en su boca el agua de su aliento y la vuelve a tragar. Es el único animal que lo puede hacer, bueno, y el avestruz.

—En esos momentos los enanos payasos se subían a la joroba del camello y se deslizaban por ella como por un tobogán, le tiraban de las orejas y del rabo, le daban patadas. Él, arrodillado, se dejaba hacer.

—Todos los animales tienen serios problemas si pierden el 20% de su masa corporal. El camello puede perder el 40% y recuperarla en unos minutos.

—Así, mientras el animal famélico era maltratado en la pista, yo iba desgranando sus cualidades en el oído de mi hijo. Y el respeto hacia él fue naciendo entre los dos y contagiándose poco a poco al resto de los espectadores, que dejaron de reír. Hasta empezaron a oírse algunos silbidos cuando le golpearon la joroba con un martillo de plástico de esos que producen un ruido musical. Al final hubo bronca. Supongo que los dueños del circo achacarían el fracaso del número al camello y lo dejarían sin cenar y le darían doble ración de palos.

Detrás de nosotros, como un matrimonio bien avenido, Enrique y Marta guardan silencio. A ambos les interesa más nuestra conversación, de la que les llega de vez en cuando alguna palabra suelta, que la que puedan sostener ellos.

—Cuéntame más cosas de tu hijo, ¿cómo era? ¿Qué le gustaba?

Los patines

—Yo quería que aprendiera a jugar al ajedrez y a las damas. Soy un gran aficionado al tablero. Si bien en ajedrez soy mediocre, en las damas españolas no tengo rival. Pero no llegó a hacerlo, y eso que tenía buena cabeza. Su afición, lo que lo volvía loco, era el fútbol. Sin embargo, era tan torpe que el entrenador de su equipo lo utilizaba solo para recoger los balones que salían del campo.

»Recuerdo que, cuando cumplió nueve años, poco antes del accidente, le regalé unos patines. Una semana antes había acudido a la biblioteca pública, como suelo hacer las tardes de los martes con el objetivo de engrosar la estadística de asistencia y evitar así que terminen cerrándola. Deslizaba mis pies, calzados con zapatos de suela de cuero, con cuidado sobre el parqué del suelo que queda entre las mesas y los estantes para no hacerlo crujir y desconcentrar con el ruido a los jovencitos que se hacían los deberes entre bromas y risas y, como no llegaba a conseguirlo, pues esa madera tiene vocación de instrumento musical y andar sobre ella es como andar sobre el teclado de un piano, me paré delante del anaquel de los libros de divulgación científica y, cogiendo uno al azar, me quedé enganchado en su lectura. Se titulaba: «Zapatos para el pie izquierdo». Entre otras curiosidades, contaba la anécdota que da título al libro, a saber: que hasta el siglo XVII no se fabricaron zapatos diferenciados para cada pie. Que antes de ese siglo nadie se hubiera percatado de la peculiar idiosincrasia de ambos pies es algo que me cuesta creer. Hasta el más paleto se da cuenta de que son distintos y, sin embargo, el autor juraba que a lo largo de la historia solo recientemente se han confeccionado zapatos para el pie izquierdo. Alguien demostrará pronto que eso es falso, desenterrará en unas ruinas aztecas las alpargatas incorruptibles de Moctezuma o encontrará en una pirámide los zapatos de tacón alto de Nefertiti, entonces se verá que cada uno tiene la forma de su pie.

»En esos trascendentales pensamientos tenía ocupada mi mente cuando, justo la víspera del cumpleaños de mi hijo, se presentó la urgencia de ir a comprarle los patines. Nada más sencillo, pensé: uno va a una tienda de deportes y elige unos patines entre los cientos de modelos y marcas que te ofrecen. La teoría se complica si, tienda tras tienda, te van diciendo que no tienen patines o, lo que es lo mismo, que no tienen la talla que buscas. Conforme iba visitando comercios, mi esperanza de encontrar patines se iba gastando como la gasolina de un coche. Cuando alcancé la última tienda disponible ya la iba empujando, de tal forma que no llegué a entrar del todo en la juguetería desierta, a punto de cerrar, donde una cajera rubia bostezaba tratando de comprender por qué no pasaban los diez últimos minutos de su jornada, sino que desde la puerta le pregunté, sin necesidad de alzar la voz porque, aunque estábamos alejados, el silencio del local me servía de megáfono, si tenía patines.

—¿Para qué pie? —me preguntó ella.

Yo, que aún tenía la puerta de cristal de la calle cogida, estaba preparado para un no y un adiós, pero esa pregunta me desconcertó.

—Para el pie izquierdo —contesté sin pensarlo.

Estaba cansado y desanimado. La chica puso cara de susto, como si hubiera entrado un loco en la tienda precisamente ahora que todos se habían marchado y estaba sola. Pero era valiente y se repuso enseguida, mirándome con gesto hosco mientras buscaba objetos contundentes con los que golpearme. Yo, a mi vez, también reaccioné inmediatamente.

—Y también para el derecho —dije—. Quiero decir para los dos pies. Un patín para cada pie.

—¿Para qué talla de pie? —inquirió de nuevo la dependienta, esta vez de forma más clara.

—El treinta y cuatro.

—No.

Al día siguiente, sábado, me acerqué a Murcia y allí, en la gran urbe, después de deambular durante horas, los compré. Se los puso un solo día y no llegó a aguantar en posición vertical ni cinco segundos. Quedaron arrumbados en el trastero. Luego pensé divertido que la respuesta tonta que le di a la dependienta de la juguetería cuando me preguntó para qué pie quería los patines era la correcta, mi hijo tenía dos pies izquierdos.

Los patines no lo mataron ese día, aunque ya pronosticaron que moriría sobre ruedas.

—Perder a un hijo de esa edad es la mayor desgracia que a nadie le puede ocurrir —dice Chitina.

—Yo pienso que también lo añoraría si en lugar de morir hubiera simplemente crecido y se hubiera convertido en un adolescente lleno de granos. Ahora tendría quince años. ¿No te ocurre a ti eso con los tuyos? ¿No echas de menos su niñez?

—No es lo mismo. Los hijos en cada etapa te quitan lo mismo que te dan y al final la cuenta se equilibra. Y si vienen nietos vuelves a tenerlos otra vez pequeños, haciendo las mismas monerías y diciendo las mismas gracias.

—Hablemos de otra cosa, nos estamos poniendo tristes.

—¿Sabes aquel que…?

—Chistes no, por favor. ¿No sabes ningún chisme? ¿Alguna anécdota hospitalaria?

Leyendas urbanas

—Las mejores anécdotas hospitalarias son las que nunca han ocurrido. Hay algunas muy famosas. En cierta ocasión cuentan que pasó en el Hospital de La Vega Baja. Una mujer blanca tuvo un hijo negro y antes de cortarle el cordón umbilical el médico llamó al padre para que comprobara la unión con sus propios ojos y después no pudiera llamarse a engaño. Luego eso mismo se decía que había sucedido en La Arrixaca de Murcia. Y en el hospital general de Alicante. Y en Barcelona. En todos sitios y en ninguno. Otra de ellas tiene como protagonista a un celador. En los Hospitales a la defunción de un paciente se le denomina exitus, de una palabra latina que significa «salir». En el lenguaje común sólo ha quedado la variante positiva de esa palabra y se dice éxito cuando se sale con bien de algún negocio o menester. Por eso se cuenta que los familiares de un paciente que estaba siendo operado a vida o muerte preguntaron a un celador cómo había ido la cosa y aquel respondió apesadumbrado que había sido un exitus. Los familiares, indiferentes a las muestras de congoja del celador, respiraron aliviados. Hasta que se enteraron de la muerte de su ser querido y armaron un escándalo. El celador fue suspendido de empleo y sueldo o guillotinado, según versiones.


Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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