/ por Jorge Praga /
Una estudiada simetría muestra en los extremos de Alcarràs (Carla Simón, 2022), en su comienzo y en su final, la irrupción de una misma máquina destructora, una grúa o excavadora con un brazo móvil y dentado. Su primera aparición llega después de los juegos de un grupo de niños en un coche abandonado, con el que viajan imaginariamente entre paisajes y aventuras. Al poco de bajarse del coche, un ruido enorme convoca sus miradas y las de varios familiares hacia el fuera de campo, que tras un tiempo de espera atormentado por el estruendo de un motor, se desvelará: la grúa está levantando el coche abandonado para dejar sitio a unos obreros que instalarán placas solares. En la escena final, un ruido similar y rugiente perturba la comida familiar en el porche. Tardamos en ver lo que la familia observa con preocupación creciente, las miradas concentradas en el fuera de campo: la misma grúa del comienzo está ahora arrancando los árboles frutales que rodean la casa. El plano final de la película, cenital, muestra la mitad de la parcela arrasada, con los árboles tronchados. De nuevo las placas solares ocuparán el espacio liberado, en un tiempo que se escapa de la narración. La película bascula sobre esos dos bordes extremos de cambio: los niños pierden su base de juegos preferida; los adultos se quedan sin la agricultura frutal que les sustenta. En el fondo es una misma transformación que durante la película queda suspendida o aplazada: la llegada de una economía que arrasará la tradicional, y que también se llevará por delante la organización familiar que estructura la obra.
Todo ocurre en un verano de cronología imprecisa, en torno a una familia que vive y cultiva una explotación de frutales. Los días se suceden sin más urgencias que las que marca el calendario de la recolección. Es una familia de estructura piramidal, infeliz a su manera, arbórea; coronada por el abuelo y seguida de parejas que aportan varios niños. Tarda el espectador en enterarse bien, si es que llega a hacerlo del todo, de los vínculos entre adultos, de ubicar la descendencia en los padres adecuados. La familia, como manifiesta la directora en una entrevista en Caimán Cuadernos de cine (número 165, abril 2022), es un «único cuerpo emocional». La película transita por sus miembros en secuencias sin causalidad o distanciadas por elipsis que postergan las tensiones o los problemas. No encontramos un argumento en desarrollo, unos personajes definidos y jerarquizados, un conflicto que tense la atención. Por el contrario, nos vemos inmersos en un entramado que suma días y hechos sin una dirección unívoca, enmarcada en un verano que no parece agotarse. Una sensación de tiempo indiferente que nos sugiere una percepción y una manera de estar en el mundo propio de la infancia, ajena al sometimiento normativo y a la organización adulta. La cámara, que vive en la casa como un habitante más, parece impregnarse de la mirada y la movilidad de los niños, llenos de inocencia pero transgresores en su falta de pudor y en la ausencia de precauciones. Es un ojo registrador que se introduce sin demasiada curiosidad en las disputas de los mayores, que anota relaciones chocantes, afectos rotos, deudas pendientes. Disputas de adultos de las que quedan excluidas los extremos de la pirámide: los niños que solo quieren jugar en un presente absoluto, y el abuelo, fuente más bien olvidada de saber y autoridad. Un abuelo en la estirpe de los que abrían Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976), o del que guiaba los pasos de la nieta en El árbol de los zuecos (Ermanno Olmi, 1978).
Carla Simón ya había construido un verano similar al de este su segundo largometraje. Y con él había nombrado el primero, Verano 1993 (2017). En él reflejó su biografía de huérfana temprana acogida en el hogar de unos tíos. Al igual que en Alcarràs, el argumento se diluye en una sucesión de días estivales gobernados por juegos y tareas de dos niñas, dos primas de pocos años que pugnan por no perder el sitio en la nueva organización familiar. De manera más explícita que en Alcarràs observamos el mundo a través de la atención fragmentada de la niña protagonista, Frida, siempre con la oreja y el ojo abierto a las tensiones de los mayores, a sus susurros y silencios. Lo que de verdad cuenta en la narración es aquello que carece de palabras y de imágenes: la soledad y el desamparo de la huérfana, encerrada en un rostro casi inamovible, una dura máscara que no deja salir la congoja ni penetrar las atenciones de los familiares. Frida en su desconcierto emocional lo prueba todo, incluso un intento de escapada nocturna que recuerda el que culmina trágicamente Ana, la niña de El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973). Al final, cercana ya la entrada en el colegio que cancelará el verano, sabremos de la eficacia de los cuidados en el ánimo de Frida: las lágrimas brotarán de sus ojos secos, lágrimas que se abren al consuelo, a las caricias, al calor. Todo lo que había perdido y ahora vuelve a sentir. Carla Simón llevó con maestría a su primera película el trauma que guardaba en su memoria desde la infancia, siguiendo tal vez la observación de Nietzsche en Genealogía de la moral: «Para que algo permanezca en la memoria se lo graba a fuego; solo lo que no cesa de doler permanece en la memoria».
El espectador de estas dos obras de Carla Simón tiene que buscar su lugar en ellas. Desprovisto de una trama explícita de tensiones, la ubicación y el interés del receptor es de un orden distinto al del avance argumental en pos de un desenlace. Los conflictos básicos de ambas obras permanecen en el tenue espacio de lo invisible, de lo sugerido más allá de las imágenes: el rechazo de Frida a la nueva organización familiar y su bloqueo sentimental en Verano 1993; la vida agrícola tradicional que va a ser sustituida por otra todavía sin decidir en Alcarràs. Y, de forma común en ambas, el agotamiento del tiempo suspendido del verano, disperso en fragmentos sin ilación ni causalidad. La captura del espectador debe orientarse hacia su inmersión en el cosmos particular de cada película, por la ascensión al universo habitable que proponen, en terminología del crítico Noël Burch. Verano 1993 pone a su alcance el tiempo y la sensibilidad de la infancia, en cercanía o complicidad con el cine de Víctor Erice, El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), o la más reciente Petite maman (Céline Sciamma, 2021). Alcarràs invita al espectador a entrañarse en una vida de familia ancha y difusa en la que algún jirón le servirá de apoyo o escalón de entrada, de reconocimiento o pertenencia en épocas pasadas. En ambas está en juego una anagnórisis en la que el espectador pondrá en suerte su bagaje y su memoria. La poeta Olvido García Valdés reflexionaba en un texto, La poesía, ese cuerpo extraño, sobre la capacidad y la intención de los poemas —extendida aquí a estas películas— para conducirnos a zonas propias y a la vez remotas:
«Solo desde lejos se llega a estar dentro; solo por la distancia volvemos a habitar los parajes, las casas y los seres que nos han conformado como somos. Lo hemos vivido entonces, pero llegamos a conocerlo en la memoria y la distancia —la distancia: lo que conserva sustancia y consistencia de las cosas; lo que propicia también cierto trabajo obsesivo, fundante estéticamente, de la memoria—».
En esa distancia y en el trayecto que proponen las dos películas de Carla Simón se forja la emoción del espectador.

Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de Castilla, La Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.
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