Arte

Encontrar sin buscar

«En el arte es necesario encontrar sin buscar. Un artículo de Luigi Pirandello sobre la fortuna como herramienta del escritor, publicado en el 'Meridiano di Roma' en 1936.

/ por Luigi Pirandello /

Publicado en el Meridiano di Roma en 1936

[Traducción de Almudena Zapatero]

En el arte es necesario encontrar sin buscar. Esta afirmación no es el principio, sino la conclusión de un largo razonamiento, de un monólogo por el que me he dejado llevar sin saberlo, distrayendo así la vista de estos libros que tengo abiertos sobre mi escritorio, libros que durante estos días me he obligado a leer para poner a punto mi juicio sobre la reciente producción literaria, el cual ha sido solicitado.

¿Encontrar sin buscar? Pues suerte, entonces. Sí. Aquí están, en estas dos mil páginas impresas, los tres o cuatro escritores que acaparan, cada uno por diversos motivos, mi atención, y la mayor parte de ella se dirige instintivamente al que parece más afortunado, como artista, se entiende. En el arte hace falta tener suerte: en este sentido es artista, y tiene la posibilidad de revelarse como un gran artista, solo quien, por tantas señales difícilmente identificables, pero que se advierten continuamente en su obra, y más aun leyendo las primeras páginas —su estado de ánimo, su forma de entretejer, determinadas astucias inocentes o incluso hasta inconvenientes, pero que se perdonan no se sabe cómo ni por qué—, nos da la clara impresión de estar familiarizado con la tan voluble divinidad.* Es decir, de ser un desgraciado.

¡¿Qué?! Sí, señores: de ser un desgraciado, aquel que tiene asuntos pendientes con la suerte.

Como veréis, está muy lejos de mis intenciones que estas palabras puedan incitar en los buenos escritores, los buenos, los serios, pero que no me parece que se merezcan convertirse en «grandes» (esto es cuestión de suerte), sentimientos de envidia ante los favoritos de la suerte. Constatando que en Italia hay una bonita flora de escritores sustanciosos y alguno afortunado, y que todos ellos harán crecer y mantendrán alto el nivel de la literatura patria, he sentido, como por obligación, una gran satisfacción primero y, acto seguido, una gran pena por ese «alguno»: por la vida que le espera. También he sentido las ganas de escribir un par de palabras para aclarar a los otros que, respecto a la vida, los verdaderos afortunados son ellos. Sobre todo porque siempre están a tiempo, si quisieran, de cambiar de oficio, ese que tan bien desempeñan; sin embargo, quien lo ejerce con ese demonio que de vez en cuando le ayuda no podrá cambiarlo jamás, por muy mal que le vaya. No tiene escapatoria. Es su destino.

Es difícil, dificilísimo, que un artista afortunado sea también un hombre afortunado. Esto lo sabéis instintivamente, aunque os parece confusamente que aquí hay una contradicción, pero solo porque no lo habéis pensado bien. Es difícil porque si aparece una buena ocasión para el hombre de carne y hueso, bien armado para la vida, y otra igualmente buena ocasión para el artista, espíritu desnudo en su trabajo desinteresado, entre la suerte y la imagen de la suerte o la suerte de una imagen, no habrá elección, si es un verdadero artista, y elegirá la imagen. ¿Es que no creéis que se dé tan frecuentemente el caso de tener que elegir?, ¿que estas ocasiones se presenten en el mismo momento y de forma contradictoria? Pues es un hecho que sucede, y que solo a un artista puede suceder, como solo a los galanes se les presenta la elección entre el deber y el placer. Además, da igual, supongamos, en el caso de que se presente una sola de estas ocasiones, que se trata de una de verdad: en vez de arrastrarla de los pelos, como suele hacerse, el artista, en su primer movimiento instintivo dará un paso atrás para reflexionar sobre si su arte no sufriría si lo hiciera y, mientras tanto, esta ocasión pasa de largo: está dispuesto a aferrarse a ella y, sin embargo, aparece entonces otra. La suerte es necesaria. Es una herramienta del oficio. Y en una suerte que por definición es necesaria, que es sine qua non, es fácil descubrir que habrá perdido todo su sentido. Pensadlo. ¿Dónde han ido a parar todas las características agradables de la fortuna, de la suerte normal y corriente, esa propia de los mortales que no están marcados por la señal de haber nacido para el arte, cuando, por el contrario, uno no puede hacer otra cosa que estar precisamente a su merced? La suerte es hermosa, es suerte, cuando va unida a lo superfluo, cuando es un regalo inesperado de la vida, un lujo, una bondad que tiene la suerte con nosotros, un además, como he dicho antes, sin el cual no es cierto que no hubiéramos podido seguir adelante. Pero ¿qué ocurre cuando el poder seguir adelante depende de ser afortunados siempre, cada vez, o al menos dos veces de tres? Es decir, ¿qué ocurre cuando la suerte es como el agua y el pan, cuando es lo necesario para comenzar el día, la materia prima de la jornada de trabajo, pero nada más que eso, materia prima, porque el resto —es decir, todo, lo que más importa— hay que obtenerlo después a fuerza de fatigas extenuantes, sin las cuales esa suerte tan necesaria en un principio, esencial, se queda en nada, como si jamás hubiera existido? Dejémoslo correr. No puedo negar que suerte hay y que se maneja mucha, pero mirad qué queda de ella en las manos: su anhelo, como les sucede a las cajeras con los billetes de mil (hablo, se entiende, de artistas y cajeros honestos).

Todas las personas serias entienden eso de que la vida del artista es una mala vida, una vida de riesgo: demasiado riesgo y por demasiado poco, ya que, según nosotros mismos, solo se vive una vez. Por consiguiente, el artista se guarda como de la peste de ser una persona seria.

Le conviene más dar ejemplo de virtudes heroicas. Es más, quizá él sea el único para quien la virtud heroica —él, que ya está en riesgo, a merced de la suerte como está su vida— resulte ser siempre un buen negocio.

Pero ¿por qué entonces toda esta necesidad de encontrar sin buscar?

Un ejemplo. Hace unos cuantos años venía a mi casa un joven a leerme relatillos que él escribía. Cuando acababa la lectura, discutíamos punto por punto y yo me esforzaba en dejar claro primero el «punto vivo» de la composición y luego el modo de llegar a él por el camino más directo, aunque a él le pareciese —y yo me daba cuenta— que mirando las cosas desde ese punto de vista todo se empequeñecía, una mortificación es lo que le parecía aquello, como si sus relatillos, después del tratamiento, se convirtieran… cómo decirlo, los relatillos acababan siendo más relatillos aun. Lo cierto es que eran poca cosa, pero ¿qué podíamos hacer, él y yo, si tan poca cosa eran? En cualquier caso eran algo. (Todavía me acuerdo de uno: el caso de uno que sabía que tenía una cara antipática… un bonito relato). Le mostraba cómo tratar a la suerte, la suerte de haber encontrado alguna cosilla, eso ya es una gran suerte: una anécdota, una pequeña contradicción en los sentimientos, el espejismo de una embestida del espíritu. ¡Cuánta paciencia hace falta para contemplar todo esto! Hay que estar callados, sin chistar, sin moverse o mirando alrededor, circunspectos, los ojos quietos y bien abiertos, el corazón en la garganta, atentos para entenderlo, para estamparlo en la mente, para grabarlo a fuego, para poder meterse después en discursos, para poder cogerlo cuando esté bien estudiado y sea ya conocido, ya «nuestro». Entonces, tiene que darse el desinterés de no usarlo con vicio, más aún, hace falta cortesía, gentileza para invitar a la suerte a entrar, para acogerla en la fantasía, y santidad de anacoreta para dejarla crecer libremente y manifestarse, jamás tocarla con otras intenciones, jamás apresarla en los prejuicios. Hace falta amor para servirla con todas nuestras facultades, aunque sean poca cosa, y humildad ante el fantasma que vemos y que debe ser nuestro señor, nuestro tirano, no nosotros, por la buena razón de que somos de carne y hueso, de que estamos vivos, nosotros, que tenemos nuestros intereses, que ningún juez nos meterá en vereda si nos comportamos como prepotentes: nosotros no somos los patrones. Estas son, en resumen, las formas elementales, los modales básicos que tiene que conocer al dedillo quien se estime digno de ciertos encuentros, el protocolo de este caballero errante, descabalgado, que es el artista.

Aparte está la resignación preventiva ante los errores.

Orgullosos de tan buenos principios y perdiendo la salud para ponerlos en práctica, demasiadas veces nos damos cuenta, cuando el trabajo está terminado, de que no hemos concluido nada (o puede que no nos demos cuenta nosotros y se den cuenta los demás). También están los que hacen todo lo contrario, es decir, con ánimo prepotente y ambicioso, ciegos a la simpatía por la luz efímera y poética de las cosas vivas, gobiernan cementerios de luciérnagas o, como prefectos de los colegios de otra época, usan la vara contra la humillación asustada de las ideas niñas que han atrapado, huérfanas, y las mantienen a raya y presentan en «ensayos» de muestra cómo han sabido educarlas (y que Dios nos guarde de imaginar lo que habrá sucedido en el secreto de los dormitorios), estas personas —quiero decir, ciertos literatos— no se equivocan nunca, no corren ningún riesgo, concluyen siempre algo: después de escribir palabras sobre el papel y de publicar libros como los artistas, no ganan otra cosa que confusión: el crédito que el ejercicio del oficio cuesta en realidad sudor y sangre y es un verdadero sacerdocio. Sin embargo, les ocurre incluso que se consideran y son considerados mejores, que escriben mejor: como si el bigote de un brigadista pudiera ser mejor que unos higadillos de salmonete o que el color verde del número cinco.

Ponía en guardia a aquel joven también sobre este punto: se sabe que siempre he tenido la lengua envenenada contra los literatos, yo, por aquella bendita historia del «escribir mal».

Resumiendo, me temo que fui un gran pelmazo porque de repente aquel joven se esfumó. Entonces no lo sospeché, tan ferviente y obcecado me puse por su bien que pensé que se había ofendido, o que estaba abatido. Cuando volvió, después de unos cuantos meses, estaba lleno de coraje, era un león: había escrito ciertas cosas. Las mismas, reescritas de arriba a abajo.

«Pero ¿cómo?, ¿usted?, ¿las ha escrito usted?, ¿así?». Él en persona. Pero ¡ay, Dios!, eran ya una cosa muy distinta. Qué relatillos: habían crecido en pretensión. Descarados, maquillados, con un aire de modestia, casi de descuido, de indigencia, de dejarle a uno pasmado: se veía cómo estrujaba el guiño al Misterio, al Destino. Me dijo:

«Qué se cree, al final lo he entendido. Hoy se escribe así. Usted no podía enseñármelo, usted es de otra generación».

¿Quién escribe así? Todos, decía, todos los jóvenes de su generación. Decía que, ahora, ellos «sentían así». Quizá aquello fuera exacto: eran muchos los que, no digo sentir, pero sí que escribían en aquella jerga, como en cooperativa; todos ellos, a priori, pero sin confesárselo, naturalmente, habían renunciado a correr el gran riesgo del arte. La fuerza que le faltaba a cada uno, la fuerza de ser él mismo, solo, desnudo y libre, a merced de la suerte, hacían como si la hubieran conquistado con aquel tácito acuerdo. Debo confesar que le salvaba, al menos, su ingenuidad, que era muchísima. Qué podía decirle. ¿Que yo no me lo tragaba? Eso ya lo sabía él.

Efectivamente, ante mí había alguien que al final había encontrado, pero buscando, como reza el dicho. Se las había ingeniado siendo un poco listillo. Pero a su favor añadiré que no tuvo la cara dura de perseverar (de otro modo a estas alturas se habría hecho un nombre y yo, por delicadeza, no habría traído su caso a esta plaza). Ha encontrado un buen puesto, que requería de un hombre de buen gusto, que es lo que es él; y el arte se quedó en un anhelo o en un capricho de juventud, según el humor con que se levante cada día.

Lo que quiere decir que era una persona de bien. Y que mis fatigas y esfuerzos no fueron baldíos: he salvado a la patria de un literato más.

Por qué es necesario encontrar sin buscar lo he dicho ya entre líneas: es la única salvación posible de esa naturalidad a la que está sometida toda obra de arte. No me refiero a la naturalidad en la retórica, en la «elección» del discurso o la construcción del entramado (lógica, verosimilitud, proporciones: reglas exteriores que un artista debería «aplicar» sin perder precisamente la naturalidad a la que pretenden conducirlo), sino a aquella naturalidad íntima, a la de los movimientos del espíritu que se abandona a una mecánica espontánea. Entendámonos, no digo que no se pueda buscar también un «asunto» en la crónica de sucesos de un periódico, por ejemplo (Shakespeare los buscaba en los cuentos italianos y en la historia). Sin embargo, no es la fantasía creadora quien los busca. Lo buscará nuestra curiosidad, nuestra necesidad práctica de tener una excusa, un pretexto, o qué sé yo. Y este buscar no perjudicará, siempre que, una vez aceptado ese pretexto para la fantasía, cese, como debe cesar toda búsqueda externa. La sagrada matriz creadora no tiene terminaciones nerviosas que la estimulen para que busque un germen que criar: esta, si es fecunda, debe ser en cierto sentido estúpida, ensimismada, absorta. Así como el germen y los alimentos para nutrirlo llegarán a ella según la necesidad, la fantasía debe encontrarlos por sí misma, ignorando felizmente cómo los posee: si es que acaso fueron encontrados con otra facultad del espíritu o si es que han caído casualmente en ella, o si proporcionarlos a las otras facultades del espíritu cuesta poco o muchísimo, para la fantasía creadora da igual, no tiene importancia. Lo importante es que en el momento de la fecundación se dé ese instante de felicidad por el que el artista tiene la sensación de haber «encontrado», y que quizá pueda explicarse por la correspondencia secreta de la cualidad del germen, de las posibilidades de su desarrollo, con las aptitudes particulares de la fantasía en la que ha quedado fijado. Entonces no habrá peligro de que el artista corrompa sus facultades trabajando laboriosamente para hacer crecer un fruto que espontáneamente no podría dar. Este es el punto. Se salva la naturalidad: es posible la perfección de la obra, el encuentro con la suerte, al menos en el acto de concepción, porque, después, la naturalidad todavía tendrá que salvarse y la suerte habrá que reencontrarla a cada paso durante el proceso de creación, en el que el desarrollo de la obra no se sostiene por las leyes ni las necesidades de la vida orgánica como para poder llevarlo a cabo y poder protegerlo de cada peligro naturalmente, sino que permanece expuesto y sujeto a miles de influencias externas, peor aún, a la extrema movilidad del espíritu, el cual no es más dueño de su criatura que el cuerpo esclavo lo es del feto o el árbol de su fruto.

Por hacer otro símil, lo que debe ocurrir en el arte es como lo que les sucede a las bestias en libertad, las que nosotros llamamos salvajes: ¿cómo aprenden a vivir? Tirando del hilo misterioso del instinto. Al principio se reduce a ser obedientes al instinto, extrayendo razones y experiencias de muchos dolores de cabeza y de tropiezos temerosos contra los límites; después, una vez afinado, educado, a costa de mucha disciplina, verdaderamente, y de quién sabe cuántas renuncias, el resultado es una obediencia incondicional al propio instinto ya aclarado, desvelado, revelado. Secundándolo con este servilismo serán libres. Solo entonces y de este modo podrán encontrar todo lo que necesitan y ser asistidos por la suerte. Una vida de riesgo. A merced de la suerte. Una vida pura. Que parece libre, pero está ligada momento a momento a miles de condiciones; pero esto es la libertad. Una vida de poder, de majestad. ¿Creéis que el león y el tigre buscan a su presa? No buscan jamás. En un momento dado la presa aparece clara ante ellos, en la pureza de su instinto, una pureza mantenida de hecho por las obediencias de las que hemos hablado, por una regla inflexible de la vida: es entonces cuando van derechos a la presa, con todas las cautelas necesarias para apropiársela. Saben esperar a la suerte, pero son dignos de la suerte. Y solo viven de la suerte.

Pero nosotros domesticamos a las bestias salvajes. Eso hacen los malos artistas, los que han corrompido su instinto, han perdido la naturalidad, su naturaleza, osos y leones amaestrados. Mejor sería hablar de monos. Pero es triste saber que no solo hay monos amaestrados, también hay leones. Vico, por ejemplo, libera una magnífica bestia en Ciencia Nueva, es un pobre león amaestrado en sus obras más solemnes, como Tasso en Jerusalén conquistada. Para escribir estas obras, buscaron, y algo encontraron, hombres de ingenio. Se encuentra malamente cuando se busca y, a menudo, son cosas perdidas por otros. Cuando no es peor aún: cuando encontramos… en bolsillos ajenos.


* La palabra fortuna en el original hace referencia directa a la diosa Fortuna.


Luigi Pirandello (Agrigento [Italia], 1867 – Roma, 1936) fue profesor de literatura y un reconocido dramaturgo, novelista y escritor de relatos cortos italiano, ganador, en 1934, del Premio Nobel de Literatura. Su obra dramática, por la que es más conocido, extrema los elementos en plena disolución de un realismo en crisis y la ficción teatral en varios planos para romper el espacio escénico tradicional.

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