/ por Arturo Caballero /
La reciente visita al Chillida Leku había estado precedida por la estimulante lectura del libro de Juan Tallón Obra maestra (Anagrama, 2022), que, además de punto de partida para un creativo ejercicio cultural, plantea los interrogantes, no resueltos, de la desaparición de Equal-Parallel/Guernica-Bengasi (1986) de Richard Serra (1939), que fue rehecha en 2006 con la categoría de original. Era lógico, por tanto que mientras caminaba por el cuidado espacio en el que se ubican las piezas de Eduardo Chillida (1924-2002) estableciese relaciones y diferencias entre ambos artistas y cómo se relacionan sus esculturas con el amplio y difuso entorno tanto natural y urbano como técnico e ideológico del que surgen y en el que se ubican. Estas comparaciones no podía realizarlas sin que me asaltase obsesiva y recurrentemente la presencia de otros dos escultores con los que mi mente no paraba de relacionarlos: Henry Moore (1898-1986) y Jorge de Oteiza (1908-2003). Los cuatro suelen vincularse a manifestaciones no figurativas, aunque hablamos de escultura y, subsidiariamente, de arte, aplicando ambos conceptos a estas obras con una ligereza asombrosa, porque en nuestra burbuja cultural estas expresiones tienen un valor unívoco, y ello es un asunto discutible como muestra de forma palmaria la obra de Tallón.



Salto por encima de cualquier reflexión sobre el término arte porque exigiría andar y desandar un laberíntico camino que, generalmente, tiene entrada y casi nunca una consensuada salida. Rudolf Wittkower, en su obra clásica sobre el tema (La escultura: procesos y principios, Alianza, 1980, cita a Plinio, quien dice que hay tres tipos de artes plásticas: fusoria (fundición), plastica (modelado) y scultura. Los materiales (bronce, barro y cera y piedra, a los que habría que añadir la madera) dan origen a formas diversas de enfrentar la creatividad. Tradicionalmente se considera que los escultores se han dedicado a añadir materiales a un núcleo o a desbastar ese núcleo. Y la concepción es totalmente distinta. Wittkower analiza El beso, de Auguste Rodin, y gracias a ello podemos valorar en su justa medida cómo es en la práctica del modelado y no en la de talla (que ejemplifica en la obra de Hildebrand), donde reside la concepción escultórica moderna en la que va a jugar un papel decisivo la idea del espacio.
Es evidente que, desde las vanguardias del XX, la dicotomía entre talla y modelado fue alterada por la aparición de otros materiales y otras técnicas (primero el hierro y la soldadura desarrolladas, fundamentalmente, por Julio González y a partir de ahí todo lo que podamos imaginar, incluyendo los ready made). El propio Serra, quien usó el plomo salpicándolo contra las paredes (Splash, 1969-95) convirtiendo en obra de arte tanto la acción como el resultado, había referido las formas en las que el artista podía afrontar el trabajo con los diversos materiales:
«Rodar, plegar, doblar, almacenar, curvar, acortar, torcer, motear, arrugar, rasurar, rasgar, hacer virutas, hender, cortar, cercenar, caer, quitar, simplificar, diferenciar, desordenar, abrir, mezclar, esparcir, anudar, derramar, inclinar, fluir, retorcer, levantar, incrustar, impresionar, encender, desbordar, untar, girar, arremolinar, apoyar, enganchar, suspender, extender, colgar, reunir, de tensión, de gravedad, de entropía, de naturaleza, de agrupación, de capas, de fieltro, agarrar, apretar, atar, amontonar, juntar, dispersar, arreglar, reparar, desechar, emparejar, distribuir, exceder, elogiar, incluir, rodear, cercar, agujerear, cubrir, abrigar, cavar, atar, ligar, tejer, juntar, equiparar, laminar, vincular, unir, marcar , ampliar, diluir, alumbrar, modular, destilar, de ondas, de electromagnetismo, de inercia, de ionización, de polarización, de refracción, de mareas, de reflexión, de equilibrio, de simetría, de fricción, estirar, saltar, borrar, rociar, sistematizar, referir, forzar, de mapa, de posición, de contexto, de tiempo, de carbonización. Continuar…».
Respecto a la cuestión del espacio, podría parecer que escultura y espacio son consustanciales. Pero no es el espacio pasivo en el que se inserta el volumen al que me refiero. Ni siquiera el que se intuye en los grupos escultóricos, ni a las búsquedas de Lisipo (Apoxiomenos, 320 a.C.) o a El baño de Afrodita de mediados del s. III A., atribuido a Doidalsas de Bitinia. Me refiero al espacio activo que se integra en la creación escultórica contemporánea y que llega a ser él mismo la materia de la obra dialogando, desplazando y hasta sustituyendo a la antigua forma escultórica.
Nadie puede dudar de la absoluta modernidad de los cuatro escultores citados. No pretendo que sean el resumen de la segunda mitad del XX, aunque lo son en buena parte. Y como buenos artistas modernos que son, solo pueden compararse con categorías semejantes a su proceso creativo: la naturaleza, el hombre como ser racional, Dios mismo.
Moore, el mayor y el más cercano a planteamientos clásicos dentro de la modernidad, alcanzó significación para mí a partir de su exposición madrileña de 1981. La admiración por su trabajo creció a medida que me encontraba con su obra en Londres, Lisboa, Nueva York e incluso en exposiciones itinerantes como la que recaló en mi ciudad, Valladolid, en la que se le enfrentó —con éxito— con el entorno aristocrático de la plaza de San Pablo y del Colegio de san Gregorio, puntos en cuyo recorrido se encuentra una de las versiones de Lo profundo es el aire, de Chillida, inspirada en un verso de Jorge Guillén. Moore había iniciado su andadura vanguardista en el entorno del surrealismo para después volver a una figuración esencial y, más tarde, dar el salto a interpretaciones libres de los frontones del Partenón y de la escultura de la América prehispánica. Incomprensiblemente se minusvalora su obra, especialmente la última, por haberse centrado en el dibujo y el abocetamiento de unos modelos que eran llevados a su materia y forma definitiva por numerosos ayudantes de taller (Edward Lucie-Smith: Vidas de los grandes artistas del siglo XX, Barcelona: Polígrafa, 1999). Y esta crítica, supongo, después de saber cómo trabajaban Rodin, Bernini y el propio Fidias.
Moore afronta el trabajo de la madera, la piedra, el bronce y, por supuesto, al yeso, paso previo a empeños menos perecederos. Muchas de sus figuras reclinadas, compuestas de dos o tres piezas, nos obligan a continuarlas a través de un vacío que ya no es tal; sus enormes volúmenes ajenos a la geometría regular nos remiten a ignotas formas naturales que, como la aparición de un paraguas en una mesa de operaciones, se enseñorean del espacio en el que se ubican, sea el aire libre, una plaza o incluso la sala de un museo. Moore prolonga la actividad creativa de la naturaleza y sus obras parecen haber estado allí siempre. Ellas no se cuestionan a sí mismas, no nos cuestionan a nosotros, no nos exigen ningún cuestionamiento. Son. Y ya está.
En mi recuerdo, la primera cosa que me impresionó de Eduardo Chillida fue su Lugar de encuentros III (1972), denominada también Sirena varada por su retirada del emplazamiento en la Castellana de Madrid (1973) alegando problemas de sustentación hasta que, por presiones del mundo cultural, fue repuesta en 1978. Elaborada en hormigón, supuso una absoluta novedad y un atrevimiento por el recurso a un material de construcción básico trabajado por medio de un encofrado que no trataba de ocultarse. Había peleado, también, con la madera, la piedra, el acero corten… Antiguo portero de la Real Sociedad retirado por una lesión, realizó estudios de arquitectura hasta terminar descubriendo una vocación escultórica vinculable a los materiales y a las técnicas artesanales e industriales de su tierra porque «Los hombres somos de un lugar. Es muy importante que tengamos las raíces en un lugar, pero lo ideal es que nuestros brazos lleguen a todo el mundo, que nos valgan las ideas de cualquier cultura. Los hombres somos como árboles con los brazos abiertos. Como soy de aquí, mi obra tendrá algunos tintes particulares, una luz negra que es la nuestra» decía respecto a su Peine del viento. Acercarse sin prejuicios a su obra permite notar en ella el desasosiego, casi la agonía unamuniana, provocada por el enfrentamiento del hombre ante una naturaleza creada por un dios en el que cree («creo en Dios. Tengo fe. Dios me la dio. La razón quiso quitármela en muchas ocasiones, pero no lo consiguió») y al que intenta emular a través de la trascendencia de su obra.
Un paseo por los reabiertos prados del Chillida Leku nos pone en evidencia la disimilitud con respecto a Moore en cuanto a la relación de la obra con el entorno. No hay comunión entre ambos, sino la voluntad humana de ordenar el caos de la naturaleza a través de la razón. En sus trabajos se plasma, al menos para mí, la esencial dignidad del hombre que, ante el fatalismo, se cuestiona su lugar en el mundo generando obras heroicas a partir de su vinculación con el entorno del que procede. Y así no hay diálogo posible, sino discusión en la que el creador asume su esencia polémica condenado primero a la derrota y, más tarde, a la aniquilación.
Chillida, que ha sido requerido nacional e internacionalmente para la erección de significativos monumentos, no se ha llevado bien con las instituciones… Problemas derivados de un fatal accidente en la plaza de los fueros de Vitoria, inauguración de tapadillo del Peine de los vientos («una obra que tiene encima una vocación de interrogación […] ante lo desconocido, ante el horizonte, ante el futuro»), cierre del Chillida Leku por dificultades de financiación para su funcionamiento y, por último, el abandono definitivo del su proyecto de Tindaya, en Tenerife, acusado de antiecológico. Chillida había ido profundizando, otorgando cada vez más importancia al vacío al que atribuye profundidad plástica, y en Tindaya se terminaría por transmutar la escultura-bloque de la que había partido en sus orígenes en etérea y espiritual escultura-vacío. Y siendo antiecológica, no es menos cierto que precisamente esa había sido la base de todo su trabajo: la oposición y transformación a y de la naturaleza por medio de la razón y de la técnica, cualidades propias del hombre.

El caso de Richard Serra me resulta complejo. Hay mucha teoría detrás de sus creaciones. Y en su base están hasta las enseñanzas de la Bauhaus de la mano de Josep Albers, con quien trabajó en un libro de obligada lectura: La interacción del color, 1963. Luego vino su relación con los movimientos de vanguardia posteriores al expresionismo abstracto hasta convertirse en una de las figuras más reconocidas del minimal art, tendencia —confesémoslo ya— con la que nunca he podido establecer una vinculación afectiva. Y quizá porque muchos de sus creadores son obsesos del ángulo de 90 grados y, como decía respecto a él Chillida: «admite con dificultad el diálogo con otros ángulos, solo dialoga con ángulos rectos». Así ocurre con las creaciones minimalistas. Son pura tautología.
No recuerdo si la primera de sus obras en la que me fijé fue Equal-Parallel/Guernica-Bengasi o la Serpiente (1996) del Guggenheim. Serra podría perfectamente decir, como Carl Andre, que sus obras son ateas, materialistas y comunistas porque carecen de trascendencia, porque sus materiales son los que son y no pretenden ser otros y porque son accesibles para todo el mundo. Pero nada más lejos de la realidad. Han sustituido la trascendencia de un Ser supremo (Dios, el Espíritu, lo que queramos) por otra entelequia igual de vana que es la del Arte; respecto a los materiales ya han dejado de ser lo que son desde el momento en el que han sido elevados a la categoría de objeto estético y respecto a la accesibilidad universal de sus obras, esto no es cierto ni desde el punto de vista del hecho en sí ni desde el acercamiento a la obra de un espectador a quien se exige una predisposición favorable.
Los trabajos más reconocibles de Serra, las planchas de acero corten de su periodo minimalista, me arrastran hasta el célebre monolito de 2001. Una odisea del espacio (Stanley Kubrick, 1968) presente en la evolución de los simios. Del mismo modo, Serra, nuevo sumo sacerdote de una fe a la que algunos (no aquellos quienes no creemos ni en la nuestra que es la única verdadera) se convierten sin cuestionamiento alguno. Sus obras son la nueva teología de una religión sin trascendencia y que tienen también detractores —herejes filisteos— como los ciudadanos que consiguieron que se retirase una obra (Tilted arc, en Foley Square, en Manhattan, un muro de acero de 3,84 metros de altura por 38 metros de longitud) a la que consideraban limitadora de su libertad. Y es que es lo que tiene la salvación eterna: que exige sacrificios a los que no todos pueden, o quieren, someterse.
La escultura de Serra se vende, por su parte y la de sus partidarios, como superior a la arquitectura que la cobija (Serpiente en el Guggenheim, por ejemplo) o con la que se relaciona. Sin embargo, si comparamos ambas, esto no se sostiene para los visitantes versados, o no, en las artes de la creatividad contemporánea. En parte porque de una arquitectura valoramos técnica, espacio, luz, creatividad, uso. Una escultura queda muy por debajo de todas esas expectativas. Es verdad que también resulta más barata; o al menos eso debiera.
Dado que en el arte moderno lo que otorga la validez artística es la idea y que la realización en sí resulta irrelevante (puede encargarse su producción ad hoc para una exposición y puede ordenarse después su destrucción para evitar gastos de transporte) no deja de ser un acto de cierta justicia poética lo que debió ocurrir con la obra desaparecida, plausiblemente que unos cacharreros con lanza térmica proporcionasen otro uso al objeto en cuestión. Y no lo escribo irónicamente.
¿Y Oteiza? Jorge de Oteiza, creador incomprendido, y hasta vandalizado, de moradas más del espíritu que del cuerpo en las que la mente puede extraviarse en sus configuraciones inestables, juega en mi imaginario el papel del demiurgo cascarrabias que sirve de psicopompo llevando de aquí para allá los síntomas de las nuevas sensibilidades pero que no termina nunca por darles el tono adecuado, lo que sí fue capaz de lograr Chillida, al que acusó de haber aprovechado sus intuiciones en especial respecto al papel del espacio y a su delimitación por planos. Como los grandes artistas ha sido reconocido por sus compañeros de profesión. Antes de ser investido doctor honoris causa por la Universidad de Navarra, Serra dijo refiriéndose a él: «Si alguna vez tuviera que impartir una clase magistral tomaría su ejemplo y, parafraseándolo, afirmaría que la historia de la escultura no está hecha por un solo individuo sino por todos los escultores, al igual que la historia del conocimiento no es fruto de un pensamiento sino el resultado de todos». Y la Dokumenta 12 de Kassel, 2007, reconoció su papel exponiendo su obra de 1957 Conjunción dinámica de dos pares de elementos curvos y livianos y obras de su Laboratorio de tizas (1972-74), inmenso proyecto lleno de ideas germinales puramente minimalistas.

Moore, Oteiza, Chillida, Serra. Cuatro trayectorias que tienden cables a través del tiempo jugando con los materiales y con la construcción de un espacio significativo en sus valores geométricos o emocionales. En nuestra época hemos llegado —quizá erróneamente— a la conclusión de que el aura de las obras de arte subyace en la idea que las genera y no en su forma, que es lo propio de las artes plásticas. Si partimos de este axioma, podemos valorar el fruto de estos cuatro creadores no solo en sus trabajos más excelentes y reconocidos, sino en sus proyectos no realizados, en sus titubeos y hasta en sus fracasos, porque también en lo inconcluso o imperfecto el escultor contemporáneo manifiesta su grandeza artística. O, por lo menos, así me parece.

Arturo Caballero Bastardo (Villanueva de los Caballeros, Valladolid, 1955) es profesor, historiador y crítico de arte, facetas que ha compatibilizado con otras actividades relacionadas con la organización escolar. Autor de diversos artículos científicos (Un itinerario místico por el Cosmos, 1988), estudios sobre pueblos palentinos (especialmente Dueñas, 1987 y 1992), sobre la pintura del siglo XIX en esa provincia, organizador de exposiciones (Eugenio Oliva, 1985; Casado del Alisal y los pintores palentinos del siglo XIX, 1986; Asterio Mañanós, 1988; Ecos de un reinado. Isabel la Católica, los Acuña y la villa de Dueñas, 2004), ha publicado manuales escolares para las editoriales Edelvives y Epígono. Por encima de todo, se ha interesado por las más diversas perspectivas del arte contemporáneo: organizador de ciclos y conferenciante (Fundación Díaz Caneja de Palencia, Museo Patio Herreriano de Valladolid), cursos de formación y actualización didáctica para profesores, comisario de exposiciones de jóvenes artistas. Como culminación de toda esta actividad, en 2007 se publica profusamente ilustrado Arte contemporáneo. Castilla y León, manual que se distribuyó a todos los centros educativos de dicha comunidad y que es posible visitar en versión web en el portal educativo de la Junta de Castilla y León. En la actualidad, y en colaboración con la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valladolid, coordina un proyecto de la misma Junta: el Bachillerato de Investigación/excelencia en Artes del IES Delicias de Valladolid. En 2021 ha publicado en Trea Arte y perversión: apuntes para una poética de la sociedad satisfecha
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