/ un relato de Fernando Prado Eirin /
Fotografía de portada de Becky Matsubara
Miré el paisaje distorsionado a través de la ventana de cristales empañados. Comenzaba a amanecer y el cielo estaba salpicado de pequeñas nubes anaranjadas que se movían con parsimonia hacia el sur. Las chimeneas escupían un humo blanquecino que ascendía lentamente y se desvanecía. No sé cuánto tiempo estuve despierto antes de levantarme ni recuerdo cómo llegué a la cocina. Llevaba algunos días tomando somníferos para intentar solucionar un largo episodio de insomnio y eso me producía lagunas, especialmente por las mañanas, y hacía que la realidad a veces pareciera confusa; de alguna manera era como tener resaca, solo que, en lugar de arrastrar dos grandes piedras al caminar y notar el cráneo lleno de espuma de poliuretano, intentaba avanzar deslizando mis pies sobre el suelo cubierto de aceite y notaba una corriente de aire circulando dentro de mi cabeza.
Me tomé el café de dos grandes tragos consecutivos y dejé la taza en el fregadero. Mis tripas se movieron anunciando que era el momento de ir al lavabo, y eso hice, sentarme en la fría taza del váter y defecar. Fue una operación rápida. Después abrí el grifo, me desvestí y me metí debajo de la alcachofa. El agua estaba muy caliente y el baño se llenó de vapor enseguida. Ese momento, el de la ducha matutina, es casi lo mejor del día; esos minutos debajo del agua hirviendo me ayudan a recordar que soy un ser humano, o al menos, algo parecido. Sequé mi cuerpo tembloroso lo más rápido posible, la rigidez y la contracción de los músculos me hacía parecer torpe. Me puse el calzoncillo, el jean negro, la camiseta de manga larga gris, la gruesa camisa de cuadros verdes y negros y solo entonces dejé de temblar. Me pasé la toalla por la cabeza y me alboroté el pelo con las manos. Al abrir la puerta del baño se escapó todo el vapor y se esparció por el pasillo. Yo salí tras él sujetando la toalla mojada en una mano y un par de calcetines en la otra. Caminé descalzo hasta el salón y me senté en el sofá después de tirar la toalla al suelo. Me puse los calcetines con dificultad porque mis pies aún estaban húmedos y me calcé las botas. Estaba anudando los cordones cuando escuché un sonido agudo y repetitivo, como si alguien estuviera transmitiendo un mensaje en clave morse desde la habitación de al lado. Miré hacia la ventana del salón. La luz de los primeros rayos de sol la atravesaba y se posaba en la pared del fondo iluminando los lomos de los libros. El sonido continuaba sin que pudiera reconocerlo. Al terminar de atarme las botas cogí la toalla del suelo y salí al balcón, donde la colgué de la cuerda para que se secara. De nuevo dentro, en el salón, me detuve en silencio porque aquel sonido inaudito estaba comenzando a ponerme nervioso. Caminé sigilosamente, medio encorvado y de puntillas hacia la habitación de la que, según mi oído, provenía el dichoso sonido. Abrí la puerta despacio, empujándola con la yema de los dedos como en las películas de terror, y se hizo el silencio.
Un gorrión se movía nervioso sin salirse del cuadrado de luz que brillaba en el suelo y miraba en todas las direcciones como si buscara una salida. Por un momento imaginé que sería absorbido por el haz de luz y que acabaría dentro de una nave alienígena rumbo a otro sistema planetario. Me pregunté cómo habría entrado, obviamente, y cómo podría sacarlo sin hacerle daño, pero no se me ocurría otra opción que la de perseguir al pájaro -que volaría por todo el apartamento golpeándose contra los cristales, cayendo al suelo aturdido y volviendo a alzar el vuelo, así estancia tras estancia esparciendo sus heces- hasta que, extenuado, se dejara atrapar. Di un paso al frente y arrimé la puerta. Me fui acercando muy poco a poco a la ventana sin apartar la vista del ave que huía de mí dando saltos con sus cortas patas. Abrí la ventana y regresé a la puerta, el gorrión hizo el camino contrario y se situó nuevamente en el cuadrado de luz. Yo comencé a agitar los brazos como si estuviera guiando a un 737 hacia la puerta asignada por la torre de control; mi propósito era asustarlo, claro, para que saliera volando por la ventana, y funcionó en parte porque el ave inició una maniobra de vuelo fallida y se golpeó aparatosamente con el cristal, pues yo solo abrí un paño de la ventana en lugar de los dos sin prever que se estamparía contra ese obstáculo invisible. El pobre animal cayó deslizándose por el cristal y la pared y acabó en el suelo con las alas entreabiertas, sacudiendo la cabeza como si intentara recuperarse de lo inexplicable. Ahora o nunca, pensé, así que me quité la camisa y me acerqué al gorrión que respiraba agitadamente. Lancé la camisa como quien lanza una red de pesca con la intención de que esta cubriera al pájaro y yo pudiera capturarlo. Me agaché deprisa, pero como tenía miedo de hacerle daño no actué con la suficiente determinación y el ave se escapó por una manga de la camisa. Me sentí ridículo.
Era la primera vez que vivía una situación así; además, nunca antes había tenido un pájaro entre manos, así que no tenía ni idea de cómo cogerlo o de cuánta presión debía ejercer con las manos, pues de eso dependía que el gorrión se escabullera o muriera estrujado. Me incorporé y abrí la ventana de par en par. Caminé hacia el pájaro y este me evitó yéndose hacia la ventana dando saltos. Me cuestioné por qué saltaba si volar era mucho más rápido y concluí que no estaba lo suficientemente asustado como para hacerlo. Es decir, por lo visto, mi presencia no le resultaba amenazadora; era como si me estuviera tomando el pelo, como si quisiera quedarse dentro de la habitación porque afuera hacía demasiado frío. Y lo cierto es que sí, que hacía un frío terrible. Los tejados estaban completamente blancos, cubiertos de una gruesa capa de hielo. Avancé hacia el gorrión con los brazos extendidos y este salió volando dubitativamente por la ventana abierta. Se posó en la baranda del balcón y yo cerré la ventana de inmediato. Lo miré con una expresión de triunfo y una sonrisa de satisfacción. Él levantó la cola y se cagó en la barandilla; la mierda líquida y caliente abrió un agujerito en la escarcha que la cubría. Me lo tomé como un insulto. El maldito pájaro me estaba desafiando y yo no podía hacer nada. Al menos lo había echado de casa.
¿Hay algo más importante que la consciencia de ser único? me cuestioné entonces. Ese gorrión posado sobre la barandilla congelada del balcón se estaba reafirmando como individuo, estaba tirando por tierra mi lógica reduccionista tan típica del ser humano y me estaba transmitiendo un mensaje revelador: soy único, y soy muchos. Yo lo veía a través de la ventana, con sus delgadas patas de reptil en contacto con la escarcha y solo podía sentir frío. Me agaché a recoger la camisa y temí que al incorporarme el pájaro ya hubiera desaparecido, pero no, ahí continuaba. Al verme emitió un chirrido. Y luego otro, y otro. Levantaba la cabeza, abría el pico y expresaba algo ininteligible para mí. Con el inicio de cada frase salía de su interior un vaho apenas perceptible que desaparecía en milésimas de segundo. El pájaro se convirtió inesperadamente en el centro de atención, quitando importancia a todo lo que sucedía a mi alrededor. Con su plumaje parduzco de tonos marrones y algún que otro destello granate y cobrizo en sus alas, y su pecho hinchado, permanecía ahí orgulloso y soberbio, desafiante. Comenzó a acomodarse las plumas de las alas, repasándolas una por una de manera exhaustiva. Decidí ignorarlo, no tanto por hacerle un feo, sino porque tenía que irme. Me puse la camisa y la abotoné hasta el penúltimo botón. Abandoné la habitación, cogí las llaves y la chaqueta y me fui a trabajar envuelto aun en una especie de bruma.
Tomé el autobús 19. Iba lleno, algo habitual a esas horas, así que tuve que quedarme de pie. Colgué mi brazo derecho de la barra para sujetarme, ya no quedaban anillas libres, y guardé la mano izquierda en el bolsillo del pantalón, cubriendo el móvil por precaución. Estábamos todos tan apretujados que apenas nos movíamos con el vaivén del autobús y si lo hacíamos, era como una masa uniforme de cuerpos que exhalaban los olores resultantes de rutinas precarias y frustración. El vehículo circuló por las calles congestionadas a un ritmo penoso. Tardé unos 35 minutos en llegar a mi parada y tuve que abrirme paso a empujones para poder bajar. Me sorprendió el contraste entre la temperatura que había dentro del autobús, que era insoportablemente alta, y la de la calle. Soplaba una brisa helada que se colaba a través de la ropa y aumentaba la sensación de frío, pero al menos los días comenzaban a ser más largos en aquella época del año. Caminé las dos manzanas que separaban la parada de autobús de mi casa a paso rápido con las manos en los bolsillos y la capucha de la chaqueta puesta.
Lo primero que hice al llegar fue orinar. Luego me quité la chaqueta y la dejé sobre una de las sillas del comedor. Salí al balcón a buscar la toalla que, como era de esperar, estaba húmeda y fría; permanecí diez segundos contemplando el incendio del atardecer y volví a entrar en el salón. Escuché un “chip-chip” y me detuve en seco. El gorrión estaba posado en el aro de la pantalla de la lámpara de pie. No me lo podía creer. Me senté en el sofá para observarlo y pensar. Teníamos un problema y debíamos solucionarlo cuanto antes, pues yo no estaba dispuesto a convivir con un pájaro y él parecía decidido a colonizar mi casa. Me miraba moviendo su cabeza, abriendo y cerrando los párpados. Comprobé las ventanas del apartamento, todas estaban cerradas y era casi imposible que una fuerte ráfaga de viento pudiera abrirlas. Volví al salón y me tiré en el sofá. El gorrión seguía en la lámpara sin inmutarse. Llegué a la conclusión de que se había colado en casa cuando salí al balcón. No había otra explicación lógica. Me dio mucha pereza pelearme con el pájaro y protagonizar otro espectáculo lamentable para echarlo, así que, en un gesto diplomático, abrí la puerta del balcón y lo invité a marcharse. Un momento después dio unos cuantos aleteos y salió volando como si nada. Se posó en la barandilla del balcón y yo cerré la puerta de inmediato. Su silueta se veía, redonda, con un borde de luz difusa. Por un segundo creí que empezábamos a entendernos, pero mi ilusión estalló como un globo al contacto con una afilada aguja cuando el dichoso gorrión levantó la cola y defecó sobre la baranda. Otra vez. El deseo de matarlo brotó de mis entrañas y se me atragantó en la garganta. Fui a la nevera a por una cerveza. Me la bebí pensando en cómo deshacerme del ave, pero todas las ideas que se me ocurrieron me parecieron estúpidas o inefectivas.
La mañana siguiente abrí la puerta del balcón sigilosamente y asomé la cabeza. Comenzaba a amanecer y densos nubarrones de color lila cubrían el cielo casi por completo. Miré a un lado y otro, incluso comprobé el techo, y no había rastro del gorrión. Entonces salí y cogí la toalla de la cuerda lo más rápido que pude y volví a cerrar la puerta. El pájaro no entró esta vez. Repetí, como cada día, la rutina de la ducha. El cuerpo me pesaba, me sentía lento y torpe y los párpados se me cerraban; tenia que dejar los somníferos cuanto antes y solucionar mis problemas para dormir de otra manera. Salí del baño, ya vestido, lavándome los dientes; todo un alivio, pues notaba la boca pastosa. Entré en la habitación para coger el móvil de la mesita de noche, donde lo había dejado cargando. Toda la espuma de mi boca salió despedida a presión cuando vi al gorrión posado en una esquina de la cama aún sin hacer. En un arrebato de ira le tiré el cepillo de dientes con todas mis fuerzas, pero lo esquivó. Chip. El condenado parecía reírse de mí y yo no estaba dispuesto a tolerar las burlas. Me puse a gritar como un poseso y le lancé una almohada, un libro que estaba en el suelo, el pantalón del pijama, otra almohada. Estaba furioso. El pájaro, evitó mis ataques volando por toda la habitación mientras piaba chip-chip. Abrí la ventana violentamente y continué, desquiciado, con la persecución, hasta que me enredé en las sábanas que colgaban de la cama y me fui al suelo. Fue una caída aparatosa. Me golpeé el codo izquierdo con un borde del canapé y caí de bruces sin poder evitar que mi cara impactara contra el suelo. Me puse boca arriba para intentar respirar pero estaba tan adolorido que la maniobra, además de costosa, se me hizo eterna. Chip, escuché, y luego un aleteo que duró dos segundos. Noté un peso ligerísimo sobre la barriga. Estiré el cuello y el gorrión estaba ahí, subiendo y bajando con el movimiento producido por mi agitada respiración. No tenía fuerzas para intentar nada más. El pájaro, mirándome con la cabeza ladeada proclamó su victoria levantando la cola y defecando encima de mi vientre. Yo solo pude apretar los dientes. Un instante después el gorrión salió volando por la ventana.
Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.
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