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Días de 2022 (7)

Nueva página de un diario no diario de Avelino Fierro, que relata en esta entrega sus cuitas hospitalarias.

/ por Avelino Fierro /

Uno asciende en años, en sabiduría y en la planta del ambulatorio. Al menos en mi centro, en el que el servicio de salud mental está en lo más alto, en el piso cuarto. Allí había estado yo hacía unos días, si bien en el primer piso, narrándole a mi doctora —A. D., una profesional excelente— mis últimas disfunciones fisiológicas. Previamente, tuvimos una pequeña charla en la que me comunicó que los indicadores del colesterol habían rebasado lo razonable. Siempre me había dicho que mis análisis eran perfectos, para poner en un marco. «¿A qué viene esto ahora?», le pregunté un poco malhumorado. «No he cambiado ni mi vida ni mis horarios, ni mis maneras. Ya lo sé, no soy un ejemplo de virtudes ni cuidados, pero todo ha estado siempre compensado». «A veces, estas cosas suceden», me contestó. Me recetó una pastillita diaria durante un mes.

Luego pasamos a lo importante. Me dio un volante para Neurología cuando le hablé de mis mareos recurrentes. Y otro para el servicio de Digestivo del hospital, cuando le revelé mis desarreglos en las partes bajas.

Me citaron a la semana siguiente en Neurología. En la sala de espera todos eran de más edad que yo, eso parecía. Salvo una chica bien vestida que se quitaba la mascarilla para morderse las uñas. La enfermera, que hablaba a toda aquella banda de desastrados muy alto, me dijo que sería el siguiente en pasar, tras aquel viejito que ahora se arrastraba hacia la puerta.

La doctora era una mujer de mediana edad. Se había dejado el pelo sin teñir aprovechando el relajamiento de costumbres que ha impuesto el virus. Lo tenía muy bien cortado, media melena, volumen perfecto. Me dio cita para un electroencefalograma y una resonancia.

El electro llegó muy rápido, a los dos o tres días. Una cita telefónica me llevó al hospital. Una enfermera jovencita me explicó en qué consistía aquello. Me llenó de cables y pegatinas el pecho, me roció la cabeza con un líquido y se dispuso a enfundarme un gorrito de goma con muchos tubitos de plástico. Había varios en un panel con perchas, que podían servir para colgar las batas de los chicos de la limpieza o las bandoleras con el bocadillo o artículos de ferretería; no tenía nada especial, no parecía un artilugio muy técnico.

Me dio un poco de asco ver aquellos sombreros de goma, flácidos, con sus melenas colgando. Le dije que el que había elegido no me lo pusiera, por favor: los colores eras azules y granas. Le pedí uno de los más claritos. Pasé sonriendo toda la prueba. La muchacha pensaría que aquel examen era innecesario, que mi estado de desnortado era evidente viendo mi sonrisa bobalicona. No sabía que a mí aquel artilugio me había transportado a los años de mi juventud. Al recuerdo de un personaje de comic de los ochenta, Makoki. Hace dos o tres meses ha muerto su dibujante, Gallardo. Makoki era un demente que huyó del manicomio para escapar del electroshock. Iba vestido siempre con la camisa de fuerza y un sombrerito como el que yo ahora portaba con los cables arrancados. Lideraba una banda de cretinos que montaban broncas en la Barcelona preolímpica. Tengo las publicaciones originales, pero hace años compré un tomo encuadernado con tapa dura, prólogo de David Costa y una Breve guía jergal de la basca para entendernos.

La resonancia magnética tuvo lugar unos días después. Me citaron a las ocho y media de la tarde, también en el hospital. Llegué justito, porque mi RM1 estaba como en un aparte del edificio, en tierra de nadie, no como la RM2, que atravesé un par de veces y donde todo parecía funcionar a la perfección.

Solo había otra persona esperando. Una mujer elegante, como la que yo vi en la consulta del ambulatorio. Esta no se mordía las uñas, sino que los nervios se habían apoderado de sus piernas y taconeaba de manera incesante. Tenía puesta una mascarilla muy grande que le favorecía poco. Una gran melena también blanca. Una melena de unos cuarenta y tantos años. Le dije algunas tonterías para calmarla, incluso que si ella no ponía objeción yo podría pedir que nos hicieran la prueba a la vez, juntos, cogidos de la mano.

La llamaron antes que a mí y tardó poco, unos quince minutos. No entendí entonces a qué venía aquella preocupación, en ese tiempo no le habrían escaneado ni los tobillos.

Entremedias llegó otra elegante, digo, elegantísima. No sé cómo apareció allí porque sólo había máquinas para un paciente. Entró en los aseos; estuvo un buen rato. Salió reacomodándose el pelo, también blanco, y con los labios muy pintados. Con traje de chaqueta y pantalón negro, tacones. Tendría una cena o algún evento, como dicen los pazguatos ahora. Sería una doctora que acababa su turno o una vecina de la urbanización de al lado con prisas, y a la que su hija de dieciséis le había ocupado el baño.

Una enfermera joven y guapa —porque yo completé mentalmente la parte del rostro que tapaba la mascarilla quirúrgica— me mandó pasar a un cuartito. Me pidió que me desvistiera, que me pusiera una bata escasa abierta por detrás y que dejara allí los efectos personales. También me dio unas calzas.

Como mi RM1 estaba en una zona que podíamos calificar de extramuros o extrarradio (yo había visto en la calle, a cuatro metros escasos, fumar a dos nerviosos malencarados), cogí las gafas. Me pareció lo único imprescindible. Vino a buscarme la enfermera guapa. Pensé que precisamente en aquel instante no iba a enamorarse de mí. La batita me quedaba justa, sobresalía la barriguilla, los pelos de las piernas y me había dejado puestos los calcetines negros de tiro alto que conjuntaban mal con las calzas de plástico transparentes y verdes. Afortunadamente, por allí no había nadie. Recordé un paseíllo de esta guisa de hace unos años, pero en horario de máxima audiencia, al mediodía, cruzando toda una planta, con los pacientes sentados en los pasillos a la espera de su consulta, enseñando un servidor el culo. De haber sido yo uno de ellos, hubiera pedido una ovación, un aplauso sentido y cerrado para aquel espectáculo que mi menda estaba protagonizando.

Esta vez, en aquel lugar frío y a desmano, a horas inciertas ya, todo iba a transcurrir de forma anodina, anónima. Pero tuve un momento inspirado: escondí las gafas y le dije a la enfermera que mis dioptrías necesitaban de un lazarillo y le pedí que me llevara de su mano. Fue un trayecto corto y al rato estaba acostado en aquel tubo tan estrecho, en el que el agobio puede llegar a cotas extremas cuando percibes que las cejas te rozan con su parte alta. Te dan una pera de goma para pulsar por si no aguantas el maltrato.

Antes de entrar en aquel cilindro desazonante había estado leyendo en la sala de espera el libro de Perfecto Andrés Ibáñez sobre la justicia penal. No había llevado lápiz como acostumbro y trataba de memorizar sus adecuadas críticas al principio de inmediación judicial. Eso me sirvió para soportar los primeros instantes de la prueba. Pero no era necesario: aquel arcaduz esmerilado empezó a emitir sonidos, sólo con seguir los ruiditos del aparato no tenía que hacer juegos mentales ni buscar entretenimiento. Era un privilegiado, estaba asistiendo a un concierto de música electrónica para mí solo. Traté de identificar las piezas. Pensé en Iannis Xenakis y en Yvonne Trossler. Por fin, reconocí algunas canciones de Aphex Twin: Curve Falling, Wagon Christ, Kinesthesia y otras.

De la música de ese alemán guapetón dijo una vez John Frusciante —exguitarrista de Red Hot Chili Peppers— que era lo mejor que le ha pasado a la humanidad desde la invención del pan de molde. Aunque a veces aquello tomaba otro rumbo y los sintetizadores pasaban a convertirse en crujidos y zumbidos de émbolos, pistones y otras partes nobles de los motores de un viejo carguero navegando a la deriva. Pensé en el funcionario del Ministerio de Sanidad que programa estas máquinas, estas cápsulas infernales, y tiene la gentileza de regalarnos esas músicas para complacencia del enfermo.

Con todo, aquello comenzó a parecerme angustioso, interminable. No podía mover un músculo para no arruinar la prueba. Me corrían hormigas por las manos; la garganta me picaba y me vi obligado a practicar quiebros y gorjeos para fabricar saliva, tragar y evitar que la tos me convulsionara. Pensé en la vida, en el paso del tiempo, en la muerte, en una puesta de sol (nada sexual para evitar protuberancias en la pelvis que emergieran ante el asombro de las expertas profesionales que me atendían). También en todo lo que estarían desprendiendo mis neuronas: me estaban confesando sin remedio. ¿Qué estarían viendo en la pantalla las enfermeras? Me daba vergüenza. Era un interrogatorio con el suero de la verdad. Recordé aquella canción de iglesia y comencé a tararearla: «Al atardecer de la vida te examinarán del amor».

Cuando repetía el sonsonete eclesial en un tono bien audible, aquello acabó. Silencio. Intercesión divina, sin duda. Sentí cómo me desplazaban desde aquel tubo de ensayo al exterior. Había estado (fue lo primero que me dijeron a la vez que me felicitaban por mi comportamiento) cuarenta y cinco minutos. Tenía los brazos totalmente dormidos. Me tuvieron que separar los dedos de la mano derecha para arrancarme el avisador. Estuve así un par de minutos. Seguía noqueado. Una enfermera nueva —habría cambiado el turno— me depositó en aquel cuartito donde me esperaban mis pertenencias, respetadas por los cacos.

Estaba anocheciendo. Me volvieron a llamar —y allí fui a medio vestir— para decirme que en un mes me citarían para darme los resultados. Eso me volvió a hundir —si no en la puta tubería— en el desánimo. Era mucho tiempo para seguir angustiado. No sé, puede que todo vaya bien. Pero ya voy teniendo años. Y empiezo a percibir señales preocupantes por otros lados: cada vez me crecen más deprisa las uñas y los pelos de las orejas, como a los cadáveres. Mi estómago no responde con razones cuando lo interpelo, y se va por su lado. Y está el hígado, víscera a la que tengo olvidada.

Hace un mes compré un libro de Francisco Umbral en una librería de viejo. Allí habla del hígado, que trabaja dentro de nosotros como una turbina. Dice que el suyo ha cumplido siempre, como un obrero de Perkins. El libro es de 1985. En la fábrica de motores Perkins se constituyó allá por los sesenta el primer sindicato de trabajadores (allí coincidieron Marcelino Camacho y Julián Ariza). No sé quiénes laboran ahora en mis entrañas, pero para Umbral, el hígado es la máquina afinada y atea de nuestro vivir, el instrumento musical que toca las notas de fondo de nuestra felicidad. El hígado proletario, dice.

Recogí el coche en el aparcamiento. Entre las chimeneas de las viejas tejeras se colaba el último rayo de luz. Golpeaba en una pared roja de la que parecía brotar un coágulo de sangre. Puse un disco del Bach Collegium Japan; Bach nunca defrauda. Era una manera indirecta de encomendarme al Señor de las Alturas, por si acaso. Al menos hasta que en un mes me dieran los resultados.

Fui hasta el bar donde algunos amigos estaban viendo el fútbol. En menos de diez minutos el equipo de nuestros colores les metió tres goles a los ingleses. Hacia mí vino y me achuchó ostentóreamente una chica enorme de pelo rojo que estaba en el grupo de hinchas de al lado. Le debí de recordar a su padre. Mis manos ya habían recuperado el fluir de su sangre y pude devolverle el abrazo. Mi corazón latía rápido y certero, la cerveza se iba filtrando a ritmo de pasodoble por el hígado, el píloro e inundaba los bajos; mi cerebro lo entendía todo, sabía lo que estaba pasando y emitía destellos propicios, ruiditos sinérgicos hacia el resto de los órganos.

En aquellos momentos no me acongojaba esperar un mes, o varios, por los resultados.


Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012)Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016)Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).

2 comments on “Días de 2022 (7)

  1. Francisco Mas-Magro Magro

    Gracias por el buen rato pasado con la lectura de sus días de 2022. Como diría el clásico, vuela la pluma en el recuerdo de una experiencia difícil de contar.

  2. Gran lector de Diarios (entre los cuales los de Tomás Sánchez Santiago y Pablo Batalla Cueto en este mismo sitio, ambos excelentes), sólo conozco otro Diario menos interesante aún que éste: el de un tal Agustín Rivera en zendalibros.com.

    No entiendo tanto narcisismo.

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