/ un cuento de Alberto R. Torices /
Con un abrazo para Juan Carlos Pajares, que un día en Paradilla de Gordón me contó esta su historia… o al menos una historia que se parecía un poco a esta.
La casa es pequeña, aunque yo podría conformarme incluso con menos. De planta rectangular, casi cuadrada, la completa un trastero o bodega en el flanco norte y un leñero al este, todo igualmente pequeño y suficiente, lo mismo que el zaguán de la entrada, con mi mecedora y mis madreñas, que nunca faltan a su labor. Decididamente orientada al sur, con un ventanal que es como una boca siempre abierta, una gran boca de luz, tiene el suelo escalonado en tres niveles —la cocina, el más alto; el salón, el más bajo—, lo cual podría parecer una extravagancia pero es mera adaptación a la pendiente natural del terreno. Y poco más: un pequeño baño, algunos cuadros, películas y libros, una butaca azul, bastante cómoda. Ah, y la cama en el doble techo al que me encaramo cada noche como un perezoso; la arbórea guarida (parece excesivo hablar de «dormitorio») con su pequeña ventana y su pequeña mesita, su pequeña lámpara, todo más que suficiente y perfecto para mí.
Es —se supondrá— una bonita casa, podría decir incluso encantadora, que me envidian los amigos cuando vienen de visita y los senderistas que se quedan mirando al pasar, mientras atraviesan la herbosa y soleada ladera. Asentada en el tramo más verde y amable de la falda de la peña, en la misma entrada del pueblo, hecha con piedra y madera del lugar, recia, oscura, es una casa con buenos cimientos, porte robusto y tejado quizá algo sencillo, quizá no todo lo sólido y firme que requerirían las peores inclemencias del tiempo, los duros avatares invernales, pero aún así una buena y bella casa, sencilla y suficiente, ya lo he dicho, que descansa sobre la pradera como una res plácida y oronda en su majada, como una odalisca en su lecho, si se quiere, descuidada y soñolienta hasta que llega la noche del terror…
Porque hay días y sobre todo hay noches… Hay noches terribles, es así, noches en las que pasamos miedo, la casa y yo. Noches de invierno, de cólera, largas noches de espera y angustia. Son noches de nieve y ventisca, noches que casi he aprendido a adivinar, que predigo escudriñando las montañas, el aire invisible y duro que se concita y se apiña en el macizo algunas tardes, que nos mira y se perfecciona, lentamente. Podría irme en ese momento, coger el coche y bajar a la ciudad, ser prudente. Nunca lo he hecho, nunca la he dejado sola, en noches así. La gran bola de viento y furia y nieve crece y crece, endureciéndose como el hielo, como la misma peña, hasta que se le antoja. Nunca tiene prisa, incluso parece que le gusta hacerse esperar y anunciarse formalmente por sus heraldos, esos vientos más pequeños y rabiosos que desmelenan los árboles y sacuden y azotan, rompiendo cuanto pueden y llenando la negritud con sus risas sibilantes y su frío desorden. Así hasta que por fin ella, suficientemente inmensa, debidamente agigantada, se alza y se abandona valle abajo, adviene como la riada, como la calamidad. Monumental, inconcebible, se eleva sobre su trono de agudas cumbres y sin piedad se arroja a una carrera que ni la cansa ni la merma, al contrario: cada vez más grande y veloz, acrecienta su furia, eleva y afila su rugido mientras yo, tendido en mi colchón, los ojos muy abiertos a pocos palmos del techo quizá algo frágil, algo insuficiente, llevo horas esperando, fabulando… Visualizo en la oscuridad el lejano origen de nuestro enemigo formidable, escucho el rumor de su horrenda gestación y siento con cada órgano, con cada célula, su aproximación enloquecida, la siento crecer y empoderarse tan desproporcionadamente… Sé que por el camino se deleita en arrancar vallas y árboles, sé que parte y destroza, que desmadeja el bosque entero y su alarido se agudiza como el del guerrero en la matanza, es un cuchillo que se hunde en la profundidad del manso valle, una flecha de terror que nos atraviesa de lado a lado. Y cuando ya está a punto de embestirnos, cuando ya casi desea uno que llegue el fin, me aferro al colchón y miro al techo que podría no bastar, la cubierta quizá algo frágil (debí escoger vigas más gruesas, anclarlo mejor, pero las circunstancias, la oportunidad…), el tejado que podría o debería salir despedido como un tapón de corcho, como si una mano gigante abriera un tarro en cuyo interior se encoge y padece un pequeño insecto asustado. Aprieto fuerte los dientes y los puños y cierro los ojos cuando por fin la gran bola impacta contra la casa, la arrolla y sacude cada tabla y gime cada clavo, las vigas crujen, la casa entera tiembla y acusa el duro latigazo que hace restallar todas nuestras junturas, el durísimo y fugaz azote que pasa rápido y se aleja gritando valle abajo, y una vez más hemos resistido y respiramos, me seco la frente o las lágrimas, por esta vez hemos librado, querida y frágil, pequeña morada mía, seguimos vivos, hasta la próxima.
Este texto fue publicado en una edición casera y papirofléxica realizada con motivo del cincuenta aniversario del natalicio del autor (¡que todavía no ha muerto, eh!).





Alberto Rodríguez Torices (Guernica [Vizcaya], 1972) ha publicado los libros de cuentos Yo, el monstruo (2002), Los sueños apócrifos (2009) y Trata de olvidarlas (2017), y las novelas Piel todavía muy blanca (Premio Tierras de León, 2004), Sacrificio (Premio Fundación MonteLeón, 2015) y Como un perro en la tumba de un cruzado (Trea, 2019). Ha recibido asimismo el Premio de Narración Breve UNED (2009) y el Premio de Relatos La Puerta de Tannhäuser (2017), entre otros. Fue miembro del equipo editor de las revistas Otras Voces y The Children’s Book of American Birds. Reside en Valdefresno (León) y se dedica a tareas de preimpresión y diseño editorial.
Bellísima prosa, y muy emotiva.