/ una reseña de Carlos Alcorta /
El carácter terapéutico de la escritura nadie parece ponerlo ya en duda; un carácter terapéutico que afecta tanto al escritor como al lector, no sé si en igual medida. Lo cierto es que cuando leemos libros como La dejadez, la última entrega de Pablo Fidalgo Lareo (1984) ―un libro en la estela de Mis padres. Romeo y Julieta, que intenta cerrar las grietas emocionales que quedaron abiertas en ese libro, no nos queda ninguna duda al respecto. Si en el primero Fildalgo realizó «un proceso de mitificación y desmitificación» de su historia familiar y de la historia de sus padres, en La dejadez (un libro editado con exquisito cuidado), su continuación, cuatro pilares básicos sustentan los poemas: el colegio, el cuerpo, la venta de la casa familiar y, cómo no, la relación maternofilial, siendo este último el que refuerza los tres anteriores. La madre y la relación amor/odio que mantiene con ella el personaje poético que protagoniza estos poemas acapara la atención de la mayoría, de tal forma que los otros temas mencionados parecen secundarios.
La disyuntiva que se plantea inicialmente se resume en estos tres versos: «¿Cómo voy a elegir/ entre el deseo de tener una casa/ y librarme de esa herencia?». El pasado es visto como un lastre del que es preciso desprenderse, pero, al mismo tiempo, ese pasado, cifrado en la casa familiar, es el puntal sobre el que se construye la identidad; una identidad, como veremos, en permanente proceso de incertidumbre. La infancia, una infancia desmitificada, no demasiado feliz ―algo que humaniza al poeta de cara al lector, acostumbrado este a leer casi siempre sobre infancias felices―, a tenor de los reproches que menudean en los poemas provoca una serie de inseguridades que la escritura trata de minimizar: «He tenido miedo del colegio./ Miedo a no tener amigos./ Miedo a los cumpleaños y las celebraciones./ Miedo a los regalos./ Miedo a defraudar a mi abuelo./ Miedo a que me echen del equipo./ Miedo a la llegada de mi padre…». Esta enumeración ―incompleta― de temores está muy lejos de representar una época paradisíaca («paraíso imperfecto» lo llamó Robert Lowell, un poeta con quien Fidalgo tiene cierto parentesco estético), más bien al contrario. Por eso, si como asegura Rilke la infancia es la patria del hombre, el hombre que crean esas experiencias de desarraigo retrata a un hombre inseguro y dubitativo que busca en las preguntas respuestas que, salvo él mismo, nadie puede darle, por eso escribe: «¿Debo dar por hecho que mi cuerpo/ solo puede pagarle a mi cuerpo,/ que todos han huido/ y que debería parar aquí?», y afirma, unos versos más adelante, que debe «enfriar esas preguntas/ que solo existen para mí».
El desarrollo de los poemas, todos ellos sin título, es circular; envolvente mejor sería decir. Los temas antes aludidos se repiten desde diferentes perspectivas y esas repeticiones van creando una atmosfera opresiva que instintivamente va situando al lector en la posición que el poeta desea. Muchas de esas preguntas van, sin manifestarlo claramente, dirigidas a un tú que solo puede tomar forma en un receptor anónimo, pero otras van dirigidas a la madre y son, más que preguntas, afeamientos: «Madre, ¿yo tenía esta voz entonces?/ ¿O solo podías oír a quien te gritaba?/ Madre, ¿no oyes tampoco hoy?» y decepciones: «Madre es alguien que nunca está./ Madre es alguien que deja pasar las cosas./ Madre es alguien que llega con los brazos cargados de novedades./ Madre sabe que cada novedad es una maldición». Es de ese ambiente de gritos y disputas del que el niño primero, y después el adolescente, quiere huir y, sin embargo, el deseo de regresar al lugar, a la casa natal (una casa al parecer en la que, como escribía José Hierro, «Nunca pulsó nadie el bordón/ del grave acento: “nos queremos,/ te quiero, me quieres, nos quieren…”») no desfallece. Y es que, como decía Bachelard «la casa es uno de los mayores poderes de integración para los pensamientos, los recuerdos y los sueños del hombre […] La casa en la vida del hombre suplanta contingencias, multiplica sus consejos de continuidad […] Es cuerpo y alma». Cuerpo sobre todo para Fidalgo Lareo; un cuerpo del que toma conciencia, un cuerpo desatendido, casi invisible para quienes deberían abrazarle: «Yo no estaba preparado para que el cuerpo,/ así como era, fuese deseado». El escaso sentido maternal que desvelan estos versos nos sugiere precisamente lo contrario, pero debemos recordar que estamos hablando de poesía, y por muy testimonial y autobiográfica que esta sea, no tiene obligatoriamente que ser fiel a la verdad. De hecho, el poeta afirma ser «lo que no pudo ser./ Esa necesidad absoluta/ de cuestionarlo todo./ Esa atención extrema/ a que nadie me toque». No está exento este libro también de ternura. La persona que te muerde y que te cura es la misma y estos vaivenes del comportamiento suscitan innumerables sentimientos encontrados que, en el fluir de los versos, en ocasiones desembocan en contradicciones: «Estamos atrapados por nuestras/ contradicciones y elecciones», escribe. El discurso esta muy fragmentado por los encabalgamientos y por las pausas versales, magníficamente utilizadas por nuestro poeta. Estos recursos, junto a las reiteradas anáforas y un lenguaje directamente denotativo dotan al poema de un tono conversacional que consigue sin esfuerzo la complicidad del lector. Estamos en La dejadez en el segundo capítulo de un proceso de sanación por la palabra y, probablemente, la mayoría de esas preguntas ―interrogantes que pretenden averiguar cómo se ha configurado la identidad y cuáles son los acontecimientos verdaderamente importantes― que han quedado en el aire encontrarán respuesta en una próxima entrega. Pero una cosa es cierta, pese a su magia, ni siquiera las palabras son capaces de restituir lo perdido, menos si se pierde por «por dejadez,/ por indiferencia,/ por exclusión».
En la puerta de la casa
depravación y dictadura.
Todas las puertas son iguales
pero yo elijo la que no se abre.
El día que me quedé sin nada
se me dibujo el gesto
de alguien que está encerrado
y no sabe por qué.
Qué nervios salir de casa.
Qué nervios saber que puedo despertar
o fallar.
Qué larga la infancia.
Qué difícil elegir entre quien te ataca
y quien no te protege.
Recogí como si nos fuéramos a ir pronto
Recogí muchas cosas
sabiendo que no volvería a verlas.
Recogí como un último ajuste de cuentas
con mi cuerpo desordenado.
Después de todo fui obediente.
Recogí mi cuarto tantas veces como pude
hasta que cualquier señal de vida desapareció.
Mi madre me explicaba su dolor
en el único parto que ha vivido.
Me escapé de aquella ciudad
para no oírlo,
para desertar.
Después de mi no nació nadie,
yo lo sé y tú también,
pero, ¿qué pruebas tengo?

Pablo Fidalgo Lareo
Letraversal, 2022
76 páginas
13,90€

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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