El runrún interior

El runrún interior (63)

Pablo Batalla Cueto registra en su dietario pensamientos propios y notas de libros leídos y cosas vistas en Internet, escribiendo sobre el hallazgo de unos cuadernos escolares de los años cuarenta o una travesía por los Picos de Europa.

/ por Pablo Batalla Cueto /

El runrún interior (62)

Martes, 9/8/2022. Discuto acaloradamente en Twitter con un tipo que me recrimina mis dudas sobre la intencionalidad de Felipe VI al no levantarse al paso de la espada de Bolívar en Colombia, durante la toma de posesión de Gustavo Petro. Me inclino por la tesis del despiste, porque no veo qué interés puede tener de pronto este hombre en desairar a Colombia. Y este tipo me acusa de servil por no suscribir la de que Felipe es, lisa y llanamente, un fascista de tomo y lomo y actúa como tal. Su ira se enciende cuando me pregunta qué interés tenía el soberano en supuestos manejos inconstitucionales —de los que yo no sé, pero que me parecen verosímiles— que acometió entre bambalinas para conseguir que grandes empresas se fueran de Cataluña cuando el Procés y le digo que ahí sí veo un interés para Felipe; el de un rey no quiere que su reino mengüe y tira de los hilos que tiene a mano para dificultarlo. Me acusa de justificarlo. Yo, por supuesto, no justifico nada: simplemente analizo con frialdad los hechos de Felipe con base en sus intereses privados, que son, como para Juan Carlos en 1975, no la democracia, ni el orden constitucional, sino la conservación de la Monarquía, de la dinastía Borbón y de su propio reinado. Cloaquear contra el Procés se adapta, me parece, a ese interés; insultar a Colombia, no. Pero esto que parece tan de cajón resulta inasequible para ese nivel profundo, y sin embargo muy extendido, de tonticie consistente en ser absolutamente incapaz de imaginarse que gente a la que uno desprecia pueda ser inteligente, astuta, precavida, calculadora, habilidosa, seductora; que el enemigo solo pueda ser torpe, ostentosa, atolondrada, caricaturescamente malo como un personaje de guiñol.

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El de los libertadores es un mito nacionalista como cualquier otro; la cosecha de amapolas de la historia objetiva, compleja y claroscura convertida en la adictiva heroína nacionalista, que decía Hobsbawm. Bolívar no era un santo; nadie lo es, y tampoco lo eran aquellos libertadores que en casi todos los casos pertenecían a una élite racista y esclavista. La cuestión con los mitos es que son bastante inevitables. Necesitamos —dijo alguien— mitos para pensar tanto como piernas para caminar. Todos mitificamos; la izquierda internacionalista también. Y no deja de ser mejor un mito liberador que uno imperialista. Hay ese ejemplo que pongo siempre: la dictadura de Pinochet instrumentalizó, por supuesto, a su favor el mito de los libertadores. El tirano se presentaba como un nuevo libertador él mismo; agente de independencia patriótica frente a una tiranía extranjera, la rusa en el relato enfebrecido que hacía de Salvador Allende un títere de Moscú. Los mitos son de sustancia dúctil, maleable; pueden justificar una cosa y la contraria. Pero no son maleables ad infinitum. Diecisiete años después de auparse al poder, Pinochet ya no podía estirar más ese chicle; aquella mitología nacionalista iberoamericana vinculada a revoluciones republicanas, con parlamento, separación de poderes, sufragio y esas cosas. La gente sabía que los libertadores se habían alzado por lo que se habían alzado, y con su mito podía justificarse una dictadura corta, pero no una indefinida. A Pinochet, esa mitología acabó obligándolo de alguna manera a convocar un plebiscito sobre su propia continuidad que acabó perdiendo. El imaginario nacionalista actuó allí como un agente democratizador: no en vano la principal organización antipinochetista, el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que estuvo a punto de ajusticiar al sátrapa en el Cajón del Maipo en 1987, llevaba el nombre de otro libertador, El aparecido de Víctor Jara. En Europa, los mitos nacionalistas suelen ser muy distintos: no historias de liberación e insurrección democrática, sino de formación, limpieza étnica incluida, de monarquías autoritarias e imperios. Son también maleables, no es que del panteón nacionalista de un país como España no pueda extraerse nada provechoso para un discurso de izquierda, pero la inercia es autoritaria en lugar de libertadora.

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Las derechas corren a aplaudir a Felipe VI por lo de la espada, y entre ellas se incluye el ala derecha del PSOE; esa colección de insolentes versos sueltos, los Page y los Lambán, que jamás parecen de acuerdo en nada con su partido y solo alzan la voz para propinarle algún rejonazo, sin que ello acabe nunca de conducirlos al gesto de dignidad de abandonarlo. Dice hoy Lambán: «Que Petro, el nuevo presidente de Colombia, decida de manera improvisada homenajear a la supuesta espada de Bolívar en un homenaje a sí mismo no significa que el Jefe del Estado de España tenga que secundar el número. Felipe VI estuvo a la altura e hizo lo correcto». Yo, con estos tipos, me acuerdo de aquella viñeta mítica de la Transición. Carrillo da una rueda de prensa y dice: «Sí a la Monarquía, sí a la bandera, sí a la Iglesia, sí a las bases, sí a la unidad de la patria». Le responden desde el público: «¡Macho, deja algo para Fraga!».


Miércoles, 10/8/2022. La senilidad adviene muy sutilmente. Sus atisbos primeros son destellos evanescentes en el rostro lúcido, lozano todavía, del anciano del que se adueña. Es un fulgor nuevo y efímero en los ojos, un mínimo trastabillo en el equilibrio de la sintaxis, la casi imperceptible palpitación de un desacierto difuso. Todo sigue igual, pero el desalmado dios de la caducidad ha dictado sentencia; se ha escrito el primer punto del primer trazo de la primera letra del epílogo de una vida; la rendija del Hades ha comenzado a abrirse, y toda la inteligencia mancomunada del género humano no lograría impedir su ensanche inexorable.

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En un mundo lógico, la conciencia del cambio climático sería algo eminentemente de derechas; de un conservadurismo que viera en él desde un castigo divino por los pecados de la modernidad hasta una realidad percibida y confirmada —fiable por lo tanto— por los campesinos sobre el terreno: aquello de Miguel Ángel Revilla y su hermano labriego que le decía, viendo los florecimientos desbarajustados de sus cosechas, que aquí está pasando algo «mu gordu». O una consecuencia de la democratización de las sociedades: si todos queremos un coche, si todos queremos comer carne cada día… Sin embargo, veo hasta a reaccionarios, católicos integristas de los que uno esperaría que viesen en todo esto un castigo de Yavé veterotestamentario por la putrefacción de la modernidad contra la que claman todos los días, abonarse a la negación y al «en verano siempre hizo calor». Lo cual confirma para mí una vieja tesis: el conservador es ante todo un antiizquierdista; su identidad se construye, no positiva, sino negativamente, como un espejo invertido de las fuerzas democratizadoras, voz cantante de la marcha de la historia. Quiere que en la sociedad exista una jerarquía y no le importa qué privilegios e imaginarios la configuren: solo que exista. Si la religión santifica la jerarquía, será religioso ese conservadurismo que se volverá ateo en cuanto deje de santificarla. Todo es instrumental en un ideario conservador que hoy se subleva contra un ecologismo que se presenta como un democratismo decrecentista: reclama que todos pringuemos en el combate contra el desastre y un desmantelamiento de los principios capitalistas que nos han conducido a él. Que los currantes reciclemos y los magnates no emprendan vuelos de seis minutos en sus jets privados.

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Leemos hoy que «Abel Caballero descarta eliminar el alumbrado navideño en Vigo: “Si quitáramos la Navidad, ganaría Putin”». Esta no la vimos venir. This trineo de renos de bombillitas kills fascists.

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Me topo por ahí con una reivindicación de nada menos que José María Pemán como parte de la tercera España. Pemán, el autor de aquel himno falangista de España: «Arriba España, alzad los brazos hijos del pueblo español…». Mexan por nós e din que chove. A Enrique Líster o Buenaventura Durruti nadie va a reivindicarlos jamás como tercera España. Porque no lo eran, pero sobre todo porque la ventana Overton nunca se desplaza hacia la izquierda con la facilidad y la profundidad con que se despeña hacia la derecha.

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Recuerda hoy Edgar Straehle una cita genial: aquello de Hegel de que nadie es un héroe para su ayudante de cámara. Reflexiona Edgar que «en las redes pasa igual: tenemos tanta información de los otros que es fácil hallar excusas para despreciarlos. La admiración depende en gran medida de la distancia».

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La última tontería del fasciocostumbrismo es promover el lavadero de pueblo como lugar de encuentro comunitario y celebración de los vínculos sociales. Sí: en un lavadero se anudaban lazos de comunidad, claro que se anudaban; y se cnataban canciones, y se contaban chistes, y se reía, y las lavanderas se contaban sus duelos y quebrantos. También se destrozaban reputaciones. Pero también se anudan lazos y se canta y se ríe en una plantación esclavista de algodón, sin que a nadie se le ocurra romantizarla. Crítica feroz de los desquicies de la civilización de la máquina, al modo de mi admirado Michel Suárez, sí. Propósito de sostenibilidad y cierre de los ciclos de la energía, también. Romanticismo preindustrial de las manos agrietadas, las rodillas peladas y el espinazo partido, no, oiga, no. La lavadora es una conquista civilizatoria irrenunciable. Y si nos individualiza un poquito, pues que nos individualice. También podemos hacerlas comunitarias.


Jueves, 11/8/2022. Echado en la cama en mi habitación de Gijón, con la ventana abierta para que entre el fresco, de pronto, entre el ruido de los coches, me llega nítido de la calle un jirón de conversación; la voz de una anciana: «A mi matóseme un fíu con ventisiete años. Matóse él. Tenía problemas cola muyer y fue a la psicóloga, mandélu yo…». No escucho más; tal vez la persona que hablaba lo hiciera caminando, charlando con otra, y haya dado la vuelta a la esquina, enfilando la calle perpendicular a la mía, donde ya no puedo oírla. Miro hacia la ventana, algo turbado por lo que acabo de oír, y me fijo en la brisa que mece suavemente las cortinas; ese ventezuelo que arrastra con ecuánime ligereza las cosas volanderas: el aroma a salitre de la mar convecina, la contaminación de la térmica de Aboño, los pesares y desconsuelos de nuestra especie maldita. «Suave brisa. La sombra de la glicinia apenas tiembla», escribió Basho.

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El billetín de hoy de Pedro de Silva en La Nueva España se titula «Así no traerán la república» y dice así:

«Es indiscutible el derecho de todo republicano tanto a mostrar su credo como a defender un cambio institucional por medios legítimos. Además, aunque la pulquérrima figura de Felipe VI parezca casi un cambio de dinastía, la de los Borbones ha mostrado en la historia una tendencia a salirse de madre que aconseja al demócrata una actitud vigilante. Pero ser republicano obliga mucho en el orden de la educación cívica y a estar siempre, aquí y allá, del lado de las libertades públicas. Por eso el llamado “bolivarismo” y el putinismo velado nada tienen que ver con el republicanismo, e incluso son su negación. Esa indigencia republicana de algunos sedicentes republicanos se intenta sanear con pequeñas zancadillas, a modo de “pellizcos de monja”, en cuanto ven ocasión de incordiar al Monarca. No me preocupa por él, sino por el republicanismo español, que merece estar en mejores manos».

Leo siempre con placer, y admiro en muchas cosas, al hombre culto y virtuoso que es Pedro de Silva, pero este artículo me desagrada, como lo hace siempre, por habilidosamente que se formule, esa idea de que la Monarquía pueda ser imperfecta para ser válida, pero la República solo sea admisible si es excelsa, intachable, diamantina; que nos valga Juan Carlos para rey (si nos vale el hijo, nos vale el padre que lo engendró y del que obtuvo su legitimidad), pero solo nos valga Cicerón como presidente. No sé cuál es la pulcritud de Felipe: creímos durante muchísimo tiempo en la de Juan Carlos, antes de que la prensa comenzara a contarnos las trapacerías que antes había silenciado. Quizás dentro de treinta años sepamos que Felipe fue un corrupto de tomo y lomo y el discurso accidentalista pase a decir «pelillos a la mar» y a ensalzar la «figura pulquérrima» de Leonor. Tampoco sé cuál sería la pulcritud de una Tercera República española, pero sí que tenemos derecho a una República imperfecta, cuya arquitectura constitucional pueda ser mejorable y sus presidentes poco ejemplares, pero vean siempre, como no lo ve un rey, planear sobre sí la espada de Damocles de la primicia mediática, la derrota electoral, el juzgado y la cárcel. El último presidente del Gobierno español que dimitió por un caso de corrupción fue Alejandro Lerroux.

En la convicción de que una República española derivaría necesariamente en bolivarismo o putinismo veo por lo demás la refacción de aquella visión aciaga, tremendista, de España que fue discurso de legitimación del tardofranquismo: otros países podían tener democracia, partidos políticos, sindicatos, esas cosas bonitas, pero no España, cuya fibra cainita y fratricida arruinaría necesariamente cualquier aperturismo, y hacía falta por tanto «palo largo y mano dura». Yo, que tengo una visión mucho más amable de mi país, creo que lo que funciona en Francia o Portugal también puede funcionar en España, igual que funcionó, mal que bien, esta democracia de la que los agoreros del setenta y cinco pronosticaron la brevedad. Y que aquellas personas del partido socialista a quienes preocupe que la supuesta inmoralidad de nosotros, sus defensores, signifique la de la causa republicana tienen fácil evitarlo: basta con que se sumen a ella y, con la fuerza del número, determinen su rumbo.

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Leo sobre H. H. Ewers, autor de La mandrágora, olvidado escritor inglés que simpatizó con los nazis. Se preguntan aquellos en quienes me topo la reivindicación de su figura si una obra merece quedar en el olvido por los ideales políticos de su autor. Mi posición en este debate recurrente es la siguiente: no, la obra no merece quedar en el olvido, pero el nazismo del autor, tampoco. Puede leerse y hasta disfrutarse de la obra, pero la conciencia de que el autor simpatizó con las fuerzas más siniestras de la historia humana debe permanecer encendida en todo momento, iluminando con luz intensa cada pasaje.

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Un titular de El Comercio: «Hay empresarios que daríamos trabajo ahora mismo, pero no sobran dificultades». Cuando los pides por Aliexpress, los empresarios son aventureros geniales, abnegados y resolutivos en pugna temeraria con las dificultades; guerreros taoístas; capitanes heroicos del barco de una idea contra todas las tempestades del océano. Cuando te llegan, son estos llorones.


Viernes, 12/8/2022. Inicio hoy con cinco amigos una travesía de tres días por el macizo occidental de los Picos de Europa. La ruta del día nos conduce de Soto de Valdeón a Vegahuerta por la Canal del Perro, y de allí, a Vegarredonda por un dédalo de caliza en el entorno de las Peñas Santas. Acampamos al lado del refugio viejo y, de noche, contemplamos desde su privilegiado balcón un atardecer espectacular, salpimentado de perseidas. Yo he traído la cámara de fotos y un pequeño trípode. Y en un momento dado, los dioses me premian con una pasmosa casualidad. Estando el obturador abierto para capturar los últimos colores del crepúsculo, una perseida atraviesa el encuadre, quedando en su centro exacto. Una estrella fugaz que, además, nos sorprende por su enormidad: es mucho más brillante de lo normal; un resplandor primero blanco y después azul que nos ciega durante una fracción de segundo. Más tarde me dará rabia no haberme acordado de pedir el preceptivo deseo.

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En un breve chispazo de cobertura, leo que un integrista islámico ha apuñalado a Salman Rushdie, treinta y tres años después de la célebre fetua del ayatolá Jomeini. Tremendo, terrible. No hay jamás descanso para los sentenciados por el fanatismo. El cartero del fundamentalismo siempre llama dos veces. Y me temo que cabe reconocer que, desde la izquierda, estamos condenando este ataque aberrante con la boca más pequeña de lo que deberíamos, supongo que preocupados por la posibilidad de alimentar una islamofobia que no distinga tirios de troyanos, eche a todos los musulmanes al mismo saco y avive siniestras pulsiones de pogromo. Es una preocupación noble, legítima y necesaria, pero no debería hacernos —pienso— diluir la condena al ataque a Rushdie en un rechazo genérico del «fanatismo religioso» o envolverla en cien paños calientes de insistencia en que «esto no es el islam». El yihadismo no es el islam, y es importante decirlo frente al repugnante interés de la ultraderecha de que lo pensemos, pero este otro es uno y los musulmanes tienen una responsabilidad especial de condenarlo y de prevenirlo, como los comunistas tenemos una responsabilidad especial de condenar a Stalin o Pol Pot, por más intachablemente antiestalinistas o antipolpotianos que seamos. Desentenderse de esa condena pretextando que «Stalin, en realidad, no era comunista» es tan deshonesto como la proclama macarthista de que «los principios comunistas conducen necesaria e inexorablemente a Stalin». Enrico Berlinguer era comunista, Stalin también, también Trotski o Bujarin y todos los bolcheviques que perecieron a manos del sátrapa georgiano. Ninguna iglesia literal o laica es un plantel de robots programados con un código único, sino un magma heterogéneo, cambiante y complejo, como todas las cosas humanas. Y cuando uno pertenece a una, debe hacerse cargo de sus comarcas siniestras aunque nunca las haya visitado, porque hubo un camino hacia ellas desde el corazón de sus propios principios. Ese camino pudo no seguirse, pero se siguió, y, por ende, puede volver a seguirse, y los arrieros de la red de carreteras de la que forma parte, aquellos que mejor conocen sus meandros y peraltes, tienen más deber que nadie de velar por que permanezca cegado.


Sábado, 13/8/2022. La ruta de hoy es algo más corta. Nos conduce de Vegarredonda a Vega de Ario. Inicialmente, sopesamos subir al Jou Santu y bajar a Ario desde allí, pero lo descartamos por el inestable pronóstico meteorológico, porque tenemos que llegar a Ario antes de las seis para poder pedir allá unos bocatas para cenar (las cenas propiamente dichas estaban todas reservadas) y porque una de las guardesas del refugio nos describe la ruta como «entretenida», lo que en el argot de estas gentes significa un galimatías geológico y la altísima posibilidad de acabar más perdidos que un pedo en un jacuzzi. Tomamos finalmente el rumbo, también peliagudo pero más directo y jitáu, de Vega de Aliseda, y llegamos a Ario en hora. Allá nos encontramos a los guardeses preocupados: la fuente del refugio lleva varios días seca, y la obligación de todo refugio de suministrar agua se resuelve con depósitos, supongo que subidos en helicóptero, de los que nos suplican que los utilicemos con prudencia. El cambio climático también flagela a estos parajes de cuya hermosura sobrecogedora disfruto como no recuerdo quién dijo que cabe disfrutar de la naturaleza en estos tiempos: al modo como visitamos a un familiar o un amigo enfermo. Sigue sin haber atardeceres como los de Ario, con la vista majestuosa del macizo central al otro lado de la garganta del Cares, pero tal vez no los haya durante mucho tiempo. Gocémoslos mientras podamos.


Domingo, 14/8/2022. Tercer y último día de ruta. Nuevamente, reconducimos nuestros planes iniciales. Eran estos descender al Cares por Vega Maor y Culiembro, pero la niebla que tapiza la garganta nos hace decidirnos por la ruta más directa y mejor indicada: Trea. Conozco, pues, por fin esta canal vertiginosa y bellísima que da nombre a mi editorial. De su logo, una T cuyo trazo vertical es la palabra «Trea», yo siempre pensé que era una plasmación logotípica de la propia canal, y que su nombre tenía la explicación de una metáfora del duro pero hermoso esfuerzo ascendente que es la conquista de la cultura; de la editorial como un camino de libros hacia el sol del conocimiento. Un día se lo comenté a Á. y, riéndose, me dijo que no; que la explicación era mucho más prosaica: allá por el año noventa y uno, en el proceso de fundarla, durante una cena, alguien comentó que aquel fin de semana había subido la canal de Trea, el nombre les pareció bonito y no hubo más criterio que ese para ponérselo a la editorial. Yo, de todos modos, me agarro a mi interpretación, se non vera, ben trovata, y me acuerdo de ella mientras bajo esta canal y atravieso sus variados paisajes, que incluyen senderos imposibles por las anfractuosidades de la caliza, numinosas avellanedas o el manantial de uno de los afluentes del Cares, donde acabamos el día bañándonos.

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La última astracanada de Abel Caballero es retar a Martínez Almeida, el alcalde de Madrid, a una batalla de break dance. Nadie quintaesencia todo el absurdo de este tiempo grotesco tan acabadamente como él.


Lunes, 15/8/2022. A principios del siglo XX, quedaban nada más que unas pocas decenas de rebecos en los Picos de Europa; la caza (del rey Alfonso XIII entre otros) los había diezmado. Hoy la población es de varios miles y es fácil verlos y aproximarse bastante a ellos, como pude hacer yo estos días de travesía, en que logré hacerles fotos bastante cercanas. Una noticia feliz entre tantas nuevas aciagas.

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En casa de mis padres, hojeo unos cuadernos escolares que encontraron el otro día en casa de mi difunta abuela, y que les sorprendieron, y también a mí, por el mérito y belleza de sus dibujos y caligrafía. Años cuarenta. Aquella niña sensible e inteligente, que una vez ganó un diploma de matemáticas que conservó enmarcado en casa toda su vida, estudiaba por ejemplo —entre otras cosas algo más edificantes— que «los Ángeles son unos espíritus bienaventurados que están gozando de Dios en el cielo. Dios creó a los Ángeles para que eternamente le alaben y bendigan y para que gobiernen la Iglesia y guarden [a] los hombres. Todos tenemos Ángel de la guarda y cada uno de los hombres tiene el suyo». También esto:

«La Patria es la tierra [en la] que hemos nacido. Mi Patria es España. Yo adoro a mi Patria como si fuera mi segunda madre. Cuando pienso en mi Patria, pienso en los Santos que hemos tenido, y en los capitanes que la han defendido, y en los soldados que han muerto en el campo de batalla. Si es necesario defender a mi Patria, yo estoy dispuesta a dar mi sangre por ella. Pero en tiempos de paz también se engrandece a la Patria trabajando, estudiando y siendo uno cada día mejor».

El runrún interior (64)


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Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca, pero ha venido desempeñándose como periodista y corrector de estilo. Ha sido o es colaborador de los periódicos y revistas Asturias24, La Voz de Asturias, Atlántica XXII, NevilleCrítica.cl, La Soga, Nortes, LaU, La Marea, CTXT y Público; dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de EL CUADERNO. Ha publicado los libros Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’ (2017), La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista (2019) y Los nuevos odres del nacionalismo español (2021).

3 comments on “El runrún interior (63)

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  2. Agustín Villalba

    “La senilidad adviene muy sutilmente. Sus atisbos primeros son destellos evanescentes en el rostro lúcido, lozano todavía, del anciano del que se adueña. Es un fulgor nuevo y efímero en los ojos, un mínimo trastabillo en el equilibrio de la sintaxis, la casi imperceptible palpitación de un desacierto difuso. Todo sigue igual, pero el desalmado dios de la caducidad ha dictado sentencia; se ha escrito el primer punto del primer trazo de la primera letra del epílogo de una vida; la rendija del Hades ha comenzado a abrirse, y toda la inteligencia mancomunada del género humano no lograría impedir su ensanche inexorable.”

    Si yo conociera al autor de estas líneas le diría que su pasión por la historia y la política perjudica a su talento para la literatura.

    (Y le daría enhorabuena por las fotos, sobre todo por la de la perseida).

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