Laberinto con vistas

Coup de cœur

«En los ardientes instantes del sentimiento naciente, cada cual se cree inventor y dueño del copyright de actos o palabras que muchos otros han repetido a lo largo de la historia. El enamorado transfigura todo lo que dice o hace el ser amado, otorgándole un estatus casi sagrado». Un artículo de Antonio Monterrubio.

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En los ardientes instantes del sentimiento naciente, cada cual se cree inventor y dueño del copyright de actos o palabras que muchos otros han repetido a lo largo de la historia. El enamorado transfigura todo lo que dice o hace el ser amado, otorgándole un estatus casi sagrado. A veces esto se achaca a una pérdida del sentido de la realidad, a una supresión temporal del razonamiento claro y distinto. Sin embargo «es erróneo hablar de idealización. Es una transmutación» (Alberoni: El erotismo). Cualquier objeto se torna mágico.

Un pañuelo, un collar de abalorios, una nota, un mechón de pelo, son talismanes que nos vuelven invulnerables. La relación que mantenemos con esos símbolos de la persona amada es tan íntima que su pérdida nos supondría un conflicto psicológico no menor que la del aborigen australiano que extraviara una churinga. Acciones aparentemente anodinas adquieren una coloración secreta, esotérica y redentora para el amante. Se ha dicho que el primero que comparó los labios deseados con el coral era un poeta, mientras que el segundo, y a fortiori todos los demás, era un imbécil. Pero esta afirmación no puede sostenerse seriamente. En El mono gramático, Octavio Paz escribe que «el poeta no es el que nombra las cosas, sino el que disuelve sus nombres». Voilà. Lo mismo y por las mismas razones cabe decir del enamorado. Ambos están poseídos por una fuerza que los desborda y eleva, que los pone al abrigo de la humana coyuntura.

Incluso si el que acude aquí y ahora a tal o cual metáfora o signo es consciente de que se ha usado miles de veces, seguirá sintiéndose heraldo de una nueva época, explorador de horizontes desconocidos y prometedores. Y si lo vive como un descubrimiento suyo, es porque en cierto modo así es. Al reactualizar y renovar ese discurso, está independizándolo de su pasado, haciéndolo tan suyo o más que su nombre. Así ocurre, por ejemplo, con ese curioso ritual consistente en beber del mismo vaso, cuidando de acertar el exacto lugar por el que pasó el ser amado. Liturgia de venerable antigüedad, aparece siempre nueva y distinta.

Leucipa y Clitofonte es una de esas novelas de amor y aventuras que florecieron con el helenismo tardío. Fue escrita por el alejandrino Aquiles Tacio en el siglo II. El protagonista cae perdidamente prendado de su prima desde que la ve. En plena comida, se las arregla para hacerse con la copa de la muchacha. Delicadamente, coloca sus labios sobre la huella dejada por los de Leucipa, que no pierde detalle de sus movimientos. Cuando vuelve a sus manos, ella actúa de idéntica guisa. Para ellos, el resto del borde del vaso es superfluo. Como Clitofonte narrará luego, «nos bebimos nuestros besos el uno a la salud del otro». Estos son gestos íntimamente ligados a la fascinación y el hechizo del enamoramiento, pero su significado es muy relativo si se agotan en ellos, si la llama se extingue apenas encendida. Lo que les confiere sentido es que se perpetúen con la intensidad de los comienzos, sentir el ardor de ese contacto furtivo como si cada vez fuera aquella«porque yo he vivido siempre esperándote/ y mi alma no ha sido sino tuya» (Paul Valéry: Charmes).

«Ochenta años más tarde, Van recordaba aún, con el frescor punzante de la primera alegría, cómo se había enamorado de Ada […]. A los noventa y cuatro años seguía encontrando placer en rememorar aquel primer verano de amor no como un mero ensueño, sino como una recopilación de la conciencia que le ayudaba a vivir en las horas grises que separaban su frágil sueño de la primera píldora cotidiana».

Ada o el ardor es para mi gusto la mejor novela de Nabokov. Publicada cuando contaba más de setenta años, es un destilado de toda su sabiduría de observador agudo de la naturaleza humana. Percibimos un juego irónico con la geografía y la historia, casi un ajedrez en cuatro dimensiones, así como sutiles parodias del género novelístico, de la literatura erótica y hasta de su propio estilo y obra. Contiene incluso un pequeño tratado sobre la textura del tiempo, supuesta creación del protagonista, que en principio iba a ser una obra autónoma. El título original del libro era Cartas desde Terra, lo cual da una idea de su aproximación a una ciencia-ficción paródica. Es un canto al hedonismo, al gozo de cada instante por sí mismo, de paladear cada gota de vida, uno de los textos cumbre del epicureísmo en el siglo XX.

Pero el gran tema de la novela es el amor irredimible e imperecedero de Van y Ada. Él tenía catorce años y ella doce el día que se conocieron, y entre ellos fue surgiendo un lazo indestructible. Teóricamente primos, en realidad eran hermanos, y por esa razón las presiones familiares acabaron por alejarlos. Lo que leemos son las memorias de Van, puntuadas por las anotaciones de Ada, escritas cuando ambos han llegado a la vejez. Ahora, al fin, están juntos y pueden descansar del combate interminable que han librado para mantener vivos sus sentimientos. Del rosa de la adolescencia han pasado al amarillo de la ancianidad sin haber podido disfrutar a fondo del rojo de la pasión madura. En esta reconstrucción de sus vidas iluminadas por un deseo imposible, ven cómo su amor respira entre los intersticios del tiempo. La voz narrativa externa se une a la de Van para celebrar cada gesto, movimiento o palabra de Ada, detenida y eterna. Los cientos de páginas forman un continuum espacio-tiempo en el que se agolpan instantes cenitales y otros triviales, si bien cargados de sentido. Hay grandeza épica en un relato que no tiene principio ni fin; no hallamos introducción, nudo y desenlace, porque nos las habemos con un presente continuo. Los viejos amantes vivirán su pasión desde, para y por siempre resguardados de miradas indiscretas entre las páginas del libro. Simplemente añadir unas palabras a la atención de aquellos que ven en Ada una Lolita 2.0. Su historia de amor la liga a un hombre de su edad, y no a un adulto enfermo, y además se prolonga. La Ada de noventa años sigue siendo una mujer inteligente y aguda que encandila a Van. Lolita estaba acabada y consumida a los diecisiete, víctima del delirio de un abusador sin escrúpulos. Ada es, de hecho, la Anti-Lolita.


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Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

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