/ Mirar al retrovisor / Joan Santacana /
¿Saben ustedes lo que es el Tratado de la Carta de la Energía, o ECT? Yo tampoco lo sabía, pero se firmó en 1991 y estableció un acuerdo internacional que, si lo buscan en Wikipedia, descubrirán que
«establece un marco multilateral para la cooperación transfronteriza en la industria energética, principalmente la industria de los combustibles fósiles. El tratado abarca todos los aspectos de las actividades energéticas comerciales, incluidos el comercio, el tránsito, las inversiones y la eficiencia energética. El tratado contiene procedimientos de solución de controversias tanto para los Estados Parte en el Tratado (frente a otros Estados) como entre los Estados y los inversores de otros Estados, que han realizado inversiones en el territorio de los primeros».
En realidad, mediante este tratado las grandes compañías petrolíferas pueden reclamar daños a los gobiernos, si cambian su política energética, perjudicando sus beneficios. Es decir: es un tratado para proteger a las compañías, no a los ciudadanos o a los países firmantes. En el fondo, esconde acuerdos secretos ideados por las compañías en contra de las políticas de sustitución de combustibles fósiles; si ello ocurriera, podrían pedir, en virtud del tratado, cuantiosas indemnizaciones a los Estados que se atrevieran a hacerlo de forma eficaz. Según Enrique Dans, «las compañías petrolíferas calculan que el tratado podría proporcionarles, en función de la evolución de los avances la legislación medioambiental de los países, más de un billón de dólares en ingresos derivados de la cancelación progresiva de sus planes de explotación».
O sea, que cuando un país por intereses del medio ambiente actúa en contra de los intereses de petroleros o gaseros, ellos invocan el tratado y ya solo les resta esperar a recibir la indemnización. El tratado, aun cuando aparentemente puede parecer público, debería incluirse dentro de lo que se denominó en el siglo XIX diplomacia secreta. Se trataba de acuerdos entre gobiernos cuyas cláusulas no se desvelaban en su totalidad, o que contenían artículos de gran ambigüedad que, previo acuerdo, podían cambiar el sentido de un tratado. Uno de los periodos mas florecientes de este tipo de actuación fue el último tercio del siglo XIX y fue Otto von Bismarck uno de los políticos que mas redes secretas mediante este tipo de tratados tejió en Europa. A principios del siglo XX, la diplomacia secreta tenía un desarrollo tan notable que fue uno de los factores que impulsó las políticas armamentísticas que condujeron a que en 1914 estallara la primera guerra mundial.
Por ello, después de la guerra, en presidente americano Woodrow Wilson atacó esta práctica como responsable del conflicto, cuando en uno de sus famosos 14 puntos decía que «la diplomacia debe actuar siempre con franqueza y a la luz del público».
La idea dominante después de la Gran Guerra era realizar acuerdos políticos con franqueza, sin clausulas secretas que eran nocivas para la mayoría de los ciudadanos y tan solo beneficiaban a unos pocos. No se trataba de prohibir negociaciones sin luz y taquígrafos, ya que ello puede ser importante para llegar a acuerdos, pero sí que se esperaba que, una vez alcanzado el acuerdo, este fuera público, transparente y comprensible para la mayoría de los ciudadanos. Cuando lo que es objeto de negociación no puede ser expuesto de forma clara para los ciudadanos, claramente se entra en el concepto de «diplomacia secreta».
Cuando vemos este vergonzoso tratado, nos damos cuenta de que forma los intereses de unos pocos poderosos se impone sobre inmensas mayorías; de cómo los actores políticos que firman, defienden o promocionan estos tratados son auténticas células cancerosas de sus propios cuerpos sociales. ¿Qué hacer ante tanta maldad? En primer lugar, divulgarlo, para que muchos ciudadanos de cualquier parte del mundo sepan donde está el mal absoluto, de dónde provienen sus problemas, cuáles son sus enemigos. En segundo lugar, empezar a tomar iniciativas para denunciar los tratados y salir de ellos. Finalmente, cabe preguntarnos cómo ha sido posible que gestores políticos que deberían estar al servicio de su país y de sus ciudadanos alguna vez firmaran semejantes barbaridades en favor de compañías que actúan tan solo en beneficio propio y de sus accionistas.
Hoy, cuando analizamos nuestra situación como sociedad, los problemas graves que deberemos afrontar nosotros y nuestros nietos, hay que tener presente que la tecnología que se esconde detrás de estos combustibles, obsoleta y dañina, además de antieconómica es reversible, ya que, si no fuera así, no se empeñarían en mantener tratados como el que aquí comentamos. Toda ayuda pública a estas empresas es una inyección de veneno para los ciudadanos de cualquier parte del mundo.

Joan Santacana Mestre (Calafell, 1948) es arqueólogo, especialista en museografía y patrimonio y una referencia fundamental en el campo de la museografía didáctica e interactiva. Fue miembro fundador del grupo Historia 13-16 de investigación sobre didáctica de la historia, y su obra científica y divulgativa comprende más de seiscientas publicaciones. Entre sus trabajos como arqueólogo destacan los llevados a cabo en el yacimiento fenicio de Aldovesta y la ciudadela ibérica y el castillo de la Santa Cruz de Calafell. En el campo de la museología, es responsable de numerosos proyectos de intervención a museos, centros de interpretación, conjuntos patrimoniales y yacimientos arqueológicos. Entre ellos destaca el proyecto museológico del Museo de Historia de Cataluña, que fue considerado un ejemplo paradigmático de museología didáctica.
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