/ por Jónatham F. Moriche /
El pasado 25 de septiembre, apenas seis meses antes de la extinción natural de la legislatura ―quinquenal en el modelo institucional italiano―, y tras el colapso del ejecutivo multipartito presidido por el expresidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi ―el tercero emanado de la distribución de fuerzas parlamentarias establecida en la anterior llamada a urnas de 2018―, Italia celebró elecciones anticipadas. Participó en la convocatoria un 63,9% de los 46 millones de electores censados, un 9% menos que en 2018, la caída más abrupta de una serie histórica en constante descenso desde el 87,4% de las elecciones de 1992 que inauguran el nuevo sistema político italiano de la posguerra fría. La participación tuvo un fuerte sesgo geográfico, más alta en el más rico, urbano e industrializado norte del país, con varias regiones rozando o ligeramente por encima del 70% de los electores, y drásticamente más baja en el más pobre, rural y primario sur, con otras tantas regiones entre el 50 y el 55%.
En el intrincado modelo electoral italiano, los partidos reunidos en coaliciones deben registrar un programa común, pero los votantes pueden optar entre sus respectivas candidaturas, decidiendo así cuál detenta su liderazgo. Estas elecciones han sido las segundas en que el reglamento Rosatellum bis corrige parcialmente esta norma: en dos quintos de las circunscripciones, sus electos lo son ahora por mayoría simple, siquiera de un solo voto, y las coaliciones deben presentar en ellas candidaturas uninominales, lo que supone una importante corrección mayoritarista del sistema y un igualmente fuerte incentivo a la concentración de partidos en coaliciones. Y han sido también las primeras elecciones tras el drástico recorte, aprobado en la legislatura precedente, de las plantillas parlamentarias, que pasan de 630 a 400 asientos en la Cámara de Diputados y de 315 a 200 asientos en el Senado, lo que convierte a Italia, relativamente a su población, en el país con la representación parlamentaria más reducida de todo el continente europeo.
Como todas las encuestas anunciaban, la formación ultraderechista Hermanos de Italia liderada por Giorgia Meloni ―heredera ideológica y orgánica, a través de la Alianza Nacional de Gianfranco Fini, del Movimiento Social Italiano fundado por los supervivientes del directorio fascista mussoliniano tras la segunda guerra mundial― fue el partido más votado del país, con un 26% de los sufragios (119 diputados y 65 senadores). La coalición de la que Hermanos de Italia forma parte, junto a la también ultraderechista Liga del exviceprimer ministro Matteo Salvini (8,8%, 66 diputados y 30 senadores), la destropopulista-neoconservadora Forza Italia del magnate y varias veces primer ministro Silvio Berlusconi (8,1%, 45 diputados y 18 senadores) y otros partidos menores, ganó los comicios con una mayoría popular relativa del 43,8% de los sufragios, que el sesgo mayoritarista del Rosatellum bis tradujo en una mayoría parlamentaria absoluta de 237 diputados y 115 senadores ―entre ellos 121 de los 146 diputados y 59 de los 74 senadores elegidos en los distritos uninominales―. Sumando los efectos del Rosatellum bis y la abstención, la coalición dispondrá de una holgada mayoría absoluta parlamentaria con la confianza expresa de menos de un tercio del censo, una inequívoca pero no arrolladora victoria, sensiblemente por debajo de la mayoría popular absoluta que algunas encuestas auguraban, muy lejos de la soñada mayoría parlamentaria de tres quintos cualificada para introducir reformas constitucionales sin refrendo popular directo y que otorga a ambos socios menores de la coalición, a los que muchos daban por amortizados a la vista el fulgurante crecimiento de Hermanos de Italia, la llave de la mayoría parlamentaria y en consecuencia de la gobernabilidad del país.
Ningún partido a la derecha de la coalición ganadora ha obtenido representación parlamentaria. De la coalición ganadora hacia la izquierda se suceden tres grandes bancadas. En primer lugar, el autodenominado terzo polo formado por los nuevos partidos Italia Viva y Azione, escisiones por la derecha del socioliberal Partido Democrático lideradas por su exsecretario general y exprimer ministro Matteo Renzi y su exministro Carlo Calenda, a la que se sumaron un puñado de desertores de Forza Italia, entre ellos algunos exministros (7,8%, 21 diputados y 9 senadores). En segundo, la coalición de centroizquierda entre el Partido Democrático de Enrico Letta e Izquierda Italiana, Europa Verde y otros pequeños partidos progresistas, incluyendo a Empeño Cívico, escisión del Movimiento Cinco Estrellas liderada por el exviceprimer ministro Luigi Di Maio (26,1%, 85 diputados y 44 senadores). Finalmente, el Movimiento Cinco Estrellas, liderado por Giuseppe Conte, dos veces primer ministro durante la pasada legislatura, primero con la Lega entre 2018 y 2019 y luego con el Partido Democrático desde 2019 hasta la formación del ejecutivo de concentración de Draghi en 2021 (15,4%, 52 diputados y 28 senadores). A la cabeza del pelotón extraparlamentario quedan Italexit, propuesta eurofóbica reaccionaria impulsada por Gianluigi Paragone y otros escindidos del Movimiento Cinco Estrellas al calor de las movilizaciones conspiranoicas durante la pandemia (1,9%), la movimentista de izquierdas Unión Popular, liderada por el exalcalde de Nápoles Luigi de Magistris (1,4%) y el experimento rojipardo Italia Soberana y Popular, dirigido por antiguos exponentes de las izquierdas comunista ortodoxa como Marco Rizzo o movimentista como Antonio Ingroia (1,2%).
Conviene atemperar estas cifras electorales brutas con las trayectorias y expectativas desde las que cada uno de los partidos concurría a las urnas. No cabe duda de que el ganador absoluto del envite es Hermanos de Italia (que en 2018 sumó un modestísimo 4,3% de los votos, 32 diputados y 18 senadores sobre una plantilla parlamentaria un tercio mayor que la actual), pero aún muy lejos de la posición abrumadoramente hegemónica en el campo conservador de que antaño gozase Berlusconi y, en tanto que extremo derecho del mismo, sin en principio más socios posibles que los que ahora tiene, lo que obligará a Meloni a comportarse como una monarca limitada de su coalición, permanentemente sujeta a las demandas y humores de sus aliados. Para la Liga, fuerza hegemónica de la coalición derechista durante la legislatura anterior (con un 17,6%, 125 diputados y 58 senadores en las elecciones de 2018 y un imponente 34,3% en las urnas europeas de 2019), que pierde la mitad larga de su electorado y es sobrepasada por Hermanos de Italia en muchos de sus tradicionales feudos norteños, estas elecciones suponen un durísimo correctivo, solo consolado por su acción de oro en la nueva mayoría parlamentaria. Comparativamente mucho mejor parado en su más modesto empeño de preservar su posición minoritaria pero decisiva en la coalición que él mismo fundo hace treinta años, Berlusconi también pierde la mitad de su electorado, pero a la vez resulta, con apenas un cuarto de millón de votos menos que Salvini, moralmente mucho menos damnificado por las urnas que él.
Del lado opositor, Renzi y Calenda, aunque por ahora alejados por la mayoría parlamentaria conservadora de su objetivo de abrochar un nuevo gobierno de concentración multipartito con Draghi u otra figura similar a la cabeza, consiguen bancadas suficientes para prorrogar su presencia en la escena política. El Partido Democrático marca un nuevo mínimo histórico tras perder casi una décima parte de su ya muy mutilado cuerpo electoral de 2018, queda lejísimos de su doble objetivo de imponerse a Hermanos de Italia como primer partido del país y reocupar el espacio electoral que cediese a lo largo de la pasada década al Movimiento Cinco Estrellas y, tras la renuncia de Letta a disputar la reelección, queda huérfano de liderazgo efectivo hasta su próximo y previsiblemente tormentoso congreso. En cambio Conte, aún con un millón de votos menos que el Partido Democrático, ve consolidado su liderazgo al frente del Movimiento Cinco Estrellas (primer partido del país en las elecciones de 2018, con un 32,7% de los votos, 227 diputados y 111 senadores) al esquivar su reiteradamente profetizada extinción, reteniendo tras una notable remontada y pese a la oportunista escisión de Di Maio más de un tercio de sus votantes absolutos y casi la mitad de su voto porcentual de 2018, gracias sobre todo a su fuerte asiento en el depauperado sur del país, donde la instauración y defensa pentaestrellada del Ingreso de Ciudadanía (aproximado equivalente al Ingreso Mínimo Vital español) goza de comprensible reconocimiento entre las clases populares.
Con tres grandes partidos en el bloque de gobierno y otros tres en la oposición, la profunda asimetría funcional entre ambos campos ha sido el fundamento estructural de estas elecciones y, en tanto siga resultando operativa, lo será de la legislatura que ahora comienza. Durante la legislatura anterior, la Liga formó parte del primer gobierno Conte y del gobierno multipartito de Draghi, Forza Italia solo del gobierno multipartito de Draghi y Hermanos de Italia de ninguno de los tres. Cada uno de ellos se integra en una bancada distinta del Parlamento Europeo, han sostenido discursos significativamente disonantes en torno a la gestión de los fondos europeos de recuperación pospandémica, las reformas fiscal y de pensiones, la invasión rusa de Ucrania y otros tantos temas capitales de política nacional e internacional, y por añadidura el entendimiento personal entre Meloni, Salvini y Berlusconi es a menudo y públicamente escarpado. Pero a pesar de todo ello, en cuanto el ejecutivo Draghi cayó y se convocaron elecciones, se reactivó el persistente automatismo de cooperación electoral entre las tres fuerzas vigente desde que en 1992 la discesa in campo de Berlusconi reestructurase la derecha italiana, tras el colapso de la vieja Democracia Cristiana por los macroescándalos de corrupción y connivencia mafiosa de Tangentopoli. Un automatismo que tras las elecciones ha vuelto a demostrar su eficacia en la que terminaría siendo, pese a la sonora bronca entre los socios conservadores en las horas inmediatamente precedentes a su confirmación, una de las formaciones de nuevo gabinete más rápidas de la reciente historia política italiana.
Muy en cambio, la caída de Draghi y llamada a urnas desencadenó un pandemonio de pasos en falso y reproches cruzados entre el Partido Democrático y sus socios de coalición, los partidos del terzo polo, el Movimiento Cinco Estrellas y Unión Popular, que arruinó cualquier expectativa de composición de un campo largo competitivo frente a las derechas de un modo tan estrepitoso y desalentador que Meloni retrasó su propia entrada en campaña para que los ecos de la discordia entre sus oponentes protagonizasen semanas enteras de informativos y tertulias. La de los desencuentros entre las izquierdas italianas es historia larga. En su fase moderna, se remonta a la confrontación en la década de 1970 entre el histórico Partido Comunista y las izquierdas alternativas extraparlamentarias y parlamentarias, y señala nuevos hitos en la década de 1990, con la puja entre partidarios y detractores de la transformación del Partido Comunista en Partido Democrático de la Izquierda, luego Partido Democrático a secas, y en la década de 2010, con el distanciamiento del Partido Democrático del ciclo de movilizaciones contra la austeridad que permitió el exitoso salto de las calles a las urnas del Movimiento Cinco Estrellas. Sin embargo, el desencuentro en estas últimas y cruciales elecciones no era un destino ineluctable: la catástrofe del 25 de septiembre pudo haberse impedido o, cuando menos, amortiguado. En 2019, tras año y medio de gobierno de coalición con la Lega en sórdida e inestable amalgama rojiparda entre el ensanchamiento de la protección social y medioambiental de los pentaestrellados y el punitivismo y la xenofobia liguista, el primer ministro Conte, de consuno con el presidente de la República Sergio Mattarella, expulsó a Salvini y los suyos del gabinete y puso en pie un nuevo ejecutivo junto al Partido Democrático y la extinta coalición socialdemócrata Libres e Iguales, que encaró con entereza el brutal impacto de la pandemia, de la que Italia fue el primer y más duramente golpeado país europeo, y luego, de la mano de los gobiernos centroizquierdistas de España y Portugal, impulsó los ambiciosos planes de recuperación económica de la Unión Europea ―de los que hasta 200.000 millones de euros se invertirán en Italia―, gozando hacia el abrupto final de su mandato de índices de aprobación social superiores al 60%.
El papel viciosamente mezquino, desleal y corrosivo jugado por Renzi, primero en la demolición de aquel segundo ejecutivo Conte, dos años después en la imposibilidad de componer el campo largo progresista frente a Meloni, no explica ni justifica por sí solo la incapacidad de las direcciones demócrata y pentaestrellada para, al menos, haber articulado un mecanismo de cooperación en los distritos uninominales, que, con los resultados de septiembre a la vista, bien podrían haber debilitado la mayoría legislativa conservadora y robustecido su oposición o incluso, en el mejor de los casos, haber impedido el acceso de Meloni al poder. Pero no se trata ahora de llorar por la leche derramada sino de tomar lección de lo ocurrido y dar respuesta a sus consecuencias. Del mismo modo que el Movimiento Cinco Estrellas aprendió del primer al segundo gobierno Conte que debía elegir una declinación definitivamente reaccionaria o progresista, soberanista o europeísta, a la indeterminación antisistémica de sus orígenes, y optó correctamente por desembarazarse de la Liga y aliarse al Partido Democrático, en estas elecciones el Partido Democrático ha aprendido dos cosas: que la radicalización de las derechas hace inviable una estrategia centrista que a la vez le impide crecer por la izquierda, y que deberá seguir compartiendo el espacio progresista a largo plazo con los pentaestrellados.
Sobre la radicalidad con que haya de desempeñarse el nuevo ejecutivo de Meloni solo cabe de momento especular, pero, por mucho que la nueva primera ministra decida atemperar sus propias pulsiones y las de sus socios en aras de una cohabitación sostenible con la Unión Europea, la OTAN y los propios poderes de Estado y mercado italianos ―operación para la que parece estar contando con el consejo del exprimer ministro Draghi y la aquiescencia del presidente Mattarella―, de seguro no serán buenos tiempos ni para los derechos civiles, prioridad mayoritaria de los votantes del Partido Democrático, ni para los sociales y medioambientales, prioridad mayoritaria de los votantes del Movimiento Cinco Estrellas, abocados ahora, por la incapacidad de sus partidos para constituirse en alternativa a las derechas, a encontrarse en su contestación. Las desavenencias entre los socios de la coalición reaccionaria u otros factores podrían terminar desestabilizando su gobierno y propiciando una nueva operación tecnocrática, que sería presumiblemente la opción preferida de los poteri forti autóctonos e internacionales si Meloni, como Salvini en 2019, transgrede demasiadas líneas rojas, y que necesariamente requeriría del tóxico acompañamiento del terzo polo de Renzi y al menos uno de los dos actuales socios de la coalición reaccionaria. Un recambio que podría aliviar momentáneamente la situación desalojando a Hermanos de Italia del Palacio Chigi, pero que dejaría intactas las causas de su ascenso y aún podría agravarlas, allanando el camino a Meloni hacia una mayoría electoral aún más contundente en el futuro.
Frente a esta disyuntiva catastrófica, el Partido Democrático y el Movimiento Cinco Estrellas deberán levantar, y solo pueden hacerlo juntos, tomando como punto de partida los mejores logros del segundo gobierno Conte y corrigiendo las debilidades que provocaron su defenestración, una genuina, ambiciosa y consistente alternativa progresista de país, capaz de congregar a sus propios electorados y a una porción suficiente de los dieciséis millones y medio de abstencionistas del 25 de septiembre. Pese al aparentemente pronunciado desnivel entre ambos bloques inducido por el Rosatellum bis y —dato mucho más difícil de operacionalizar pero en absoluto menor— el muy diferente humor social de sus bases, apenas 600.000 votos les han separado en las urnas. Hermanos de Italia ha ganado las elecciones sobre todo canibalizando a sus socios y solo muy complementariamente por la transferencia de votantes del centro hacia la izquierda; el principal enemigo del campo largo no es, todavía, la extrema derecha, sino la abstención. Una diferencia, en conclusión, tan pequeña, tan poco consolidada y en consecuencia tan fácilmente remontable que, de tambalearse por una u otra causa el gabinete de Meloni, no tendría sentido alguno para el Partido Democrático y el Movimiento Cinco Estrellas dejarse entrampar en un nuevo commissariamento tecnocrático obstinado en el caduco paradigma austeritario neoliberal, multiplicador del malestar social y el descrédito de la política. Su opción debería ser, muy en cambio, imponer una nueva llamada a urnas, concurrir a ellas reunidas en el campo largo progresista que no fue posible en septiembre, ganarlas y gobernar el país.
Una operación así enfrentaría no pocas resistencias internas en ambos actores, y es justo constatar que se anticipan más pesadas las correspondientes al Partido Democrático. De la mano de Conte, los pentaestrellados han enmendado muchas de las pulsiones demagógicas, eurofóbicas o conspiranoicas de sus orígenes, desembarazándose de figuras nefastas como Paragone o Alessandro Di Battista. Es cierto que el Movimiento Cinco Estrellas fue a menudo el socio más litigioso del gobierno multipartito de Draghi, pero lo fue por fundadas razones de política social y medioambiental. Contra el infundio habitual, constantemente atizado por Renzi e inexplicablemente asumido por Letta, no fue Conte, sino Salvini y Berlusconi, quienes maniobraron para tumbar a Draghi, con la inestimable cooperación del propio tecnócrata y su bien conocido desdén por el diálogo político. Ante la sanguinaria agresión imperialista rusa contra Ucrania, frente a las pulsiones prorrusas y antiatlantistas dentro y en las inmediaciones de su propio partido y de nuevo contra las martilleantes insidias de Renzi, Conte ha dibujado una posición equilibrada de condena inequívoca y rotunda al agresor, respaldo político al agredido, crítica no obstructiva al respaldo militar y demanda de un horizonte de resolución dialogada del conflicto; equilibrio felizmente decepcionante para el sector rojipardo y putinista del pentaestrellismo, bien representado por el tan fotogénico como ponzoñoso youtuber Di Battista. La zigzagueante trayectoria del Movimiento Cinco Estrellas en su ya década larga de existencia incluye incontables pasos en falso y no pocos desastres flagrantes, coronados por su espantoso experimento de gobierno con la Lega, pero el partido que se ha presentado a estas elecciones lo ha hecho inequívocamente por la izquierda, y nada indica ni alienta hoy, ni a su interna ni en el escenario social y político del país, una desviación de esa trayectoria.
No puede, por desgracia, decirse lo mismo del Partido Democrático. En el gobierno ocho de los pasados diez años, bien con liderazgos propios, bien bajo el paraguas de las sucesivas concertaciones tecnocráticas, el partido ha transitado de la socialdemocracia al socioliberalismo y del socioliberalismo al más crudo neoliberalismo finalmente encarnado por Renzi y apenas matizado por Letta, e incluso ha tolerado en su seno pulsiones agresivamente xenófobas y punitivistas como las encarnadas por el exministro de interior Marco Minniti, a menudo y con toda razón acusado de haber abierto con sus políticas camino a las de Salvini. El fallido candidato Letta, antiguo democristiano, anclado a un centro político cada vez más desierto, carente de toda elocuencia o audacia, víctima una y otra vez de los enredos de Renzi a la vez que incapaz de sacudirse de encima la asfixiante sombra ideológica del renzismo, expresa todo lo que va mal en el anquilosado aparato del partido, que su inminente congreso debería encarar con ánimo no continuista ni reformista, sino abiertamente refundacional, con la mirada puesta en los giros a la izquierda de sus pares progresistas norteamericano o español, que han conseguido así forjar coaliciones sociopolíticas amplias capaces de imponerse a sus adversarios reaccionarios. El nuevo liderazgo del Partido Democrático deberá abdicar de la pretensión de sacar del tablero al Movimiento Cinco Estrellas y disponerse a mantener con Conte la relación constructiva que hoy mantiene Joe Biden con Bernie Sanders en Estados Unidos o Pedro Sánchez con Yolanda Díaz en España. En sentido contrario, una sostenida hostilidad del centroizquierda sí podría terminar socavando el liderazgo de Conte y arrastrado al pentaestrellismo a la vía rojiparda representada por Di Battista. Solo un Partido Democrático decididamente escorado a la izquierda, capaz de asumir el programa de redistribución socioeconómica y protección ambiental de los pentaestrellados, puede a la vez comprometerles a largo plazo en las posiciones más institucionalistas, garantistas y europeístas hacia las que, bajo la conducción de Conte, estos han evolucionado. Ni que decir tiene que ninguna de estas tareas históricas será consumable mientras los ululantes espectros del renzismo no sean definitivamente exorcizados hasta del último rincón del alma del partido. El alejamiento de Renzi de sus filas es quizás la única buena noticia de la que el centroizquierda italiano pueda congratularse en su trayectoria reciente, y será el más claro signo de feliz resolución de su próximo congreso que de este salga un nuevo Partido Democrático al que Renzi ni desee ni se le consienta volver jamás.
Pequeño en su entidad numérica pero decisivo por su capacidad de producción de discurso, organización y movilización social, es preciso mencionar para completar la ecuación del campo largo progresista a Unión Popular. Aunque quizás la dispersión del voto propiciada por sus candidaturas haya podido costar algún escaño residual a uno u otro de los dos grandes partidos progresistas, no cabe demasiado reproche moral por ello en el panorama de derrota irremediable inducido por aquellos con su insensata desunión, y sí valorar su mérito de mantener movilizados, siquiera desde el testimonialismo, a decenas de miles de votantes que en su ausencia hubieran probablemente engrosado los contingentes de la abstención, si no los de la deserción al universo paralelo de enajenación y paranoia por el que ya se despeña, jaleado por viejos referentes descarriados como Giorgio Agamben, parte no pequeña del cuerpo social de tradición movimentista. Aunque en general sus posiciones ideológicas estén a la izquierda o muy a la izquierda del Partido Democrático y del Movimiento Cinco Estrellas, la unidad de acción y resultante capacidad de alternativa de ambos partidos frente al gobierno ultraderechista, en las situaciones críticas que Meloni está abocada a provocar en temas fundamentales para el electorado de Unión Popular, sería un potente factor atractivo para refrescar su compromiso con la política pragmática e incorporarlo a su alianza, bien mediante acuerdo orgánico, bien mediante la absorción de sus bases y cuadros, los más cualificados y mejor situados en el tejido social para articular la imprescindible dimensión movimentista del campo largo político. De nuevo en este caso, estas elecciones de resultado calamitoso han tenido la virtud accesoria de depurar la composición política de Unión Popular, remitiendo aquellas sensibilidades magufas y rojipardas que pudieran ser más reactivas al entendimiento con el centroizquierda y los pentaestrellados hacia las escuadras delirantes de Paragone o Rizzo.
Claramente plasmada en la orientación de su campaña electoral y la composición de su ejecutivo, la intención de Meloni es consolidar su liderazgo y ecualizar las tensiones dentro de su coalición, administrar prudentemente sus diferencias con la institucionalidad italiana, europea y atlántica y gozar de una larga presidencia del consejo de ministros, y esas mismas institucionalidades parecen, de momento, más predispuestas a la coexistencia pacífica que a la confrontación con el primer gobierno liderado por la extrema derecha en un país fundador de la Unión Europea. Pero al interior del país, se prevén inminentes batallas sociales y políticas de calado en torno al recorte del Ingreso de Ciudadanía o la restricción del derecho al aborto, y desde el vincolo esterno europeo y atlántico se observan con inquietud los devaneos con Moscú de los dos socios menores de la coalición o su potencial concertación con los gobiernos de la fronda reaccionaria de Visegrado. Cada uno de estos clivajes deberá servir para desgastar el proyecto posfascista y ensanchar y robustecer el campo largo, hasta que llegue la oportunidad de volver a las urnas. En este convulso contexto de policrisis encadenadas, la irrupción de la inestabilidad puede acechar a la vuelta de la más imprevista y repentina de las esquinas, y las fuerzas progresistas italianas deben estar preparadas para aprovecharla, desandar cuanto hasta entonces haya podido avanzar la ultraderecha en su programa de desdemocratización del país y reintegrarlo al bloque progresista europeo llamado a timonear la Unión a través de esta hora crucial y dramática de nuestra historia común.

Jónatham F. Moriche (Plasencia, 1976), activista y escritor extremeño. Ha publicado textos de análisis político y crítica cultural en medios como El Salto, La Marea, Eldiario, Rebelión o Diario Hoy.
Pingback: FOCUS PRESS 295 - Taller de política