Crónica

Represión, silencio y olvido. Memoria histórica de Hervás y el Alto Ambroz

El Cuaderno pone a disposición de sus lectores la versión digital del libro 'Represión, silencio y olvido. Memoria histórica de Hervás y el Alto Ambroz' de Francisco Moriche (ed. Asamblea de Extremadura, 2008), con un nuevo texto de presentación de Pablo Batalla Cueto.


Un sueño bajo la hojarasca

Introducción de Pablo Batalla Cueto

Hay topónimos que saben. Nombres de lugar de sonoridad especialmente cautivadora, con la cual ocurre lo que con el sabor del buen vino, tomar el cual hace vibrar en el paladar los minerales inconfundibles de la tierra particular en que germinaron sus vides. Son algunos topónimos la «esencia de tempestades» que Julio Camba decía, en un alarde de lírica gastronómica, que eran los oricios asturianos: el recipiente de sus fonemas sabe contener, como el exoesqueleto del erizo de mar, la identidad del sitio; una cata de las borrascas de su paisaje y su paisanaje; de su sociología e historia. Uno lee o escucha, por caso, el topónimo Aceuchal y al instante sabe, retrogusta —lo sabe y lo retrogusta con el saber y el sabor de la intuición— que allí pasaron cosas, y las cosas que allí pasaron; lo eriza el hálito de unos determinados espectros. No hace falta conocer la ubicación pacense de Aceuchal para libar en tal nombre, sin más información, las borrascas del Sur; las del tiempo atmosférico y también las del histórico. Sol ajusticiador y casas blancas, terratenientes y jornaleros. Una violencia sorda, telúrica, entre los acebuches. Puebladas y pueblicidios. Lee uno, escucha, el topónimo Aceuchal y no sabe dónde está, cuál es su extensión, su población, la nómina de sus actividades económicas, pero intuye con vigor que no fueron silenciosas las madrugadas de su verano del año treinta y seis.

Y por supuesto que no lo fueron. Aceuchal —comprobamos— conoció bien, en aquellos meses dantescos que horrorizaron al mundo, el método Yakarta del general Yagüe. Solamente allá fueron baleados ante una tapia, durante la guerra y la posguerra, al menos 69 combatientes republicanos. Dos de los primeros se llamaban Pedro y Vicente Moriche Trujillo. Pedro tenía 43 años; lo fusilaron el 7 de agosto. Vicente, 39: el 30 de agosto lo mataron. La profesión, braceros. El pecado —porque sus asesinos no castigaban crímenes, sino pecados—, haber querido añadir a su bracería de campos literales la del vivero de la revolución. Su suerte es lo primero que conoce el lector que abre las páginas de Represión, silencio y olvido: un libro sobre una comarca extremeña —Hervás y el Alto Ambroz— de la que no forma parte Aceuchal, pero que escribe un autor, Francisco Moriche Mateos, que se lo dedica a aquellos parientes; dos granos de arena en el arenal del martirologio antifascista español.

Nos imaginamos a Pedro y a Vicente muriendo con el mismo orgullo que el asturiano Alfredo Piloñeta, que en 1938 se encaró al pelotón que se disponía a matarlo cantando una tonada que se había convertido en himno informal de la guerrilla astur, en lengua emparentada con el idioma vernáculo de Extremadura: «Una nueche de branu/ eché’l mio caballu al verde./ El caballu morrió,/ el que tien ye’l que pierde». El maquis asturiano había encontrado en ella una codificación de su lucha. Al verde, al prado, de la arena pública habían echado el caballo de su compromiso político y por él morían, pero el que tiene (valor) es el que pierde (la vida); son los cobardes quienes sobreviven. En Alfredo, Pedro, Vicente y tantos otros pensaba Max Aub al escribir este célebre poema:

Estos que ves ahora deshechos, maltrechos, furiosos,
aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sudados, cansados,
mordiéndose, hechos un asco, destrozados, 
son, sin embargo, no lo olvides, hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase,
son lo mejor de España,
los únicos que, de verdad, se han alzado, sin nada, con sus manos, 
contra el fascismo, contra los militares, contra los poderosos, por la sola justicia;
cada uno a su modo, a su manera, como han podido,
sin que les importara su comodidad, su familia, su dinero.
Estos que ves, españoles rotos,
derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos,
esperanzados todavía en escapar,
son, no lo olvides lo mejor del mundo.
No es hermoso.
Pero es lo mejor del mundo.
No lo olvides nunca,
hijo, no lo olvides.

Hubo, entre ellos, muchísimos extremeños; nadies heroicos de una tierra uncida, iluminada, desterrada, enclaustrada, vejada, posternada, también esperanzada; los adjetivos elegidos por Víctor Chamorro para los tomos de su monumental y rebelde Historia de Extremadura. Estas líneas se escriben cuando no hace mucho tiempo de una pequeña polémica protagonizada por una lideresa del nacionalismo conservador catalán, que compartió en una red social su aseveración de que la guerra del treinta y seis había sido ante todo, por encima de todo, una guerra contra Cataluña. Una impertinencia narcisista que ninguneaba el rol, a la hora de espolear el terror golpista de las élites, de los anarquistas aragoneses, los mineros asturianos o el 25 de marzo extremeño: la ocupación, por más de sesenta mil labriegos, de tres mil fincas —250.000 hectáreas— de grandes terratenientes aquel día de 1936. La revista francesa Regards informaba entonces del acontecimiento bajo el titular «60.000 paysans d’Estramadure occupent les terres», acompañando el relato del enviado especial Georges Soria de fotos de los labriegos arando la tierra con sus yuntas de burros y la boina calada o una mucheumbre de asistentes de ambos sexos y todas las edades a un mitin. A estos, los «extremeños de centeno» de la enumeración patriótica del «Vientos del pueblo»de Miguel Hernández, el encuadre nos los muestra mirando hacia arriba, al orador que hablaba, pero al que no vemos, dándonos en consecuencia la multitud la impresión de observar, no a un orador, sino un refulgir celeste; la bíblica aurora de la emancipación. No eran muy distintos de los extremeños de otra parte de Extremadura de los que, en 1922, se había escrito lo siguiente en un periódico: «Lo mejor ha de ser que la raza de los hurdanos de Las Hurdes Altas se extinga dulcemente, rodeada del cariño de todos, pero no del aliento para que se reproduzca y se perpetúe. Con cumplir en seguida el propósito haremos un gran bien al Tesoro español —que estaba seriamente amenazado— y a la Humanidad».

Cuando los falangistas bromeaban con dar la reforma agraria —un pedazo de tierra— a los milicianos, campesinos o no, a los que asesinaban y enterraban en Galicia o Murcia, Navarra o La Mancha, pensaban, sobre todo, en la Extremadura insurgente. En diciembre del cuarenta y cinco anunciaría Franco en Badajoz a los «sufridos labradores de estas tierras pardas extremeñas» que iba a comenzar «la obra de su redención»; redención que en realidad se había iniciado, nueve agostos atrás, con la inconcebible vesania de la masacre de Badajoz. Según algunas estimaciones, el diez por ciento de la ciudad pereció aquel día a manos de un carnicero, Yagüe, entrenado, como Franco, en la primera guerra colonial que utilizó gas contra población civil. La guerra de España fue la aplicación a la metrópoli de lo primeramente ensayado contra el protectorado rifeño. Y el Rif extremeño recibió el mayor castigo. El regionalismo bien entendido del franquismo enaltecería como tierra de conquistadores lo que era, en realidad, una tierra de conquistados. De alguna manera, siempre lo había sido: en no pocos sentidos, los rojos del treinta y seis —a los que el sórdido Vallejo-Nágera consideraba enfermos de una dolencia genética— eran el último avatar de los judíos de 1492, que después del gran pogromo de 1391 habían encontrado uno de sus refugios más bonancibles en Hervás, la hermosa localidad del septentrión extremeño en que se centra el estudio de Francisco Moriche.

Franco, por suerte, no logró redimir del todo aquella tierra que años más tarde seguiría organizando puebladas; no pudo cortar el hilo rojo de pertinaz rebeldía que hoy conecta a Pedro y a Vicente con Francisco; ni a Francisco con su hijo Jónatham, gracias al cual conocemos este libro. Contra la memoria histórica claman los herederos de Yagüe que reabre heridas; que mirar al pasado es un error que nos impide mirar hacia el futuro. Saben, siempre lo han sabido las derechas, lo que también sabía el Marx del 18 Brumario: toda revolución convoca en su ayuda espectros del pasado, y ninguna se hace sin ellos. Nos rebelamos —razonaba el siempre luminoso Benjamin— no en pos de la liberación de nuestros nietos, sino de la venganza de los abuelos esclavizados. «La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido», dejó dicho Kundera. Después de la revuelta comunera, la España imperial triunfante demolió, en Toledo, la casa de Padilla y decretó una furiosa damnatio memoriae contra el caudillo rebelde (que no impidió que el solar vacío de la vivienda del héroe continuara siendo conocido informalmente como plaza de Padilla por los toledanos). Sabía, como lo sabe al momento de escribir estas líneas el gobierno ultraderechista de Castilla y León, que acaba de abolir el festivo del 23 de abril, Día de los Comuneros, sabía, decimos, que la memoria es el cuerpo de los muertos, y su olvido, el lago de fuego de la segunda muerte. Decía también Benjamin que «ni siquiera los muertos están a salvo si el enemigo vence. Y el enemigo no ha cesado de vencer». La lucha por el pasado no va en contra de, sino que es consustancial a, la lucha por el porvenir.

Pedro, Vicente y los cientos de miles de otros españoles alzados en pos de cambiar el mundo de base —maltrechos, sudados, cansados, destrozados—  rodean, espectrales, al lector de este libro. «Somos un sueño/ que sobrevive oculto/ en la hojarasca», reza un haiku del placentino Juan Ramón Santos, homenaje a los fugados del valle del Jerte, y podrían decir aquellos. Sus fantasmas traen consigo, imprimen en nosotros, vértigo y luz, arterias de relámpago, fuego, semillas y una germinación desesperada. Vencerán, venceremos.


Índice

· PRESENTACIÓN, por Juan Ramón Ferreira Díaz, presidente de la Asamblea de Extremadura.

· INTRODUCCIÓN, por Julián Chaves Palacios

· PRÓLOGO, por Víctor Chamorro Calzón

· PRIMERA PARTE: Reflexiones breves

1.1 – Sobre la Recuperación de la Memoria Histórica

1.2 – Sobre la Guerra Civil española

1.3 – Sobre Hervás (1936-2007)

· SEGUNDA PARTE: La vida en Hervás durante la II República, la Guerra Civil y la posguerra. Apuntes histórico-sociales (1931-1950)

· TERCERA PARTE: Los represaliados por el franquismo

3.1 – Hervasenses fusilados tras «paseos»

3.2 – Hervasenses fusilados tras Consejos de Guerra

3.3 – Hervasenses condenados a penas de reclusión

3.4 – Hervasenses represaliados residentes fuera de su pueblo natal

3.5 – Otras formas de represión

3.6 – Represaliados singulares: dos «topos»

3.7 – La represión en los pueblos vecinos: Baños de Montemayor y Aldeanueva del Camino

3.8 – Otras víctimas relacionadas con nuestra comarca

· EPÍLOGO

· ANEXOS

Anexo I: Conversación con Justo Jiménez «El Cojo»

Anexo II: «Memoria Histórica de Hervás», por Francisco Moriche Mateos

Anexo III: Homenaje a la República y los hervasenses víctimas de la dictadura (14 de abril de 2007)

Anexo IV: Tablas

· AGRADECIMIENTOS

· BIBLIOGRAFÍA

· IMÁGENES




Francisco Moriche (Villanueva del Fresno, Badajoz, 1952) es maestro jubilado, presidente de la Peña Flamenca La Bulería de Hervás (Cáceres), jurado del Concurso Mayorga – Ciudad de Plasencia y otros concursos flamencos, editor de Er cante y otros escritos. Misa del Cante Grande de Emilio González de Hervás (Institución Cultural El Brocense, 1989) y autor de Represión, silencio y olvido: memoria Histórica de Hervás y el Alto Ambroz (Asamblea de Extremadura, 2008) y Reflexión, memoria, ciudadanía. Artículos y otros escritos (Ediciones del Ambroz, 2014).

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