/ por Avelino Fierro /
Madrid (3)
Viernes, mediodía. Berenjenas rellenas y otras delicias primo hermanas. Yo subí de la pastelería unos tortells con cabello de ángel, por eso de seguir entre mundos celestes, como en El Prado. Esta tarde sí nos acompañó Cecilia a la exposición de fotografías de Ilse Bing en las salas de Mapfre. Esas fotos en blanco y negro —como muchas de París o Nueva York de los años cuarenta—, hechas con su Leica, son muy agradables de ver. Había también algunas para revistas de moda, como Harper’s Bazaar, de finura incuestionable.
En el mismo edificio se exponían esculturas y dibujos de Gargallo y Picasso. Ya he manifestado por escrito varias veces mi admiración desde la adolescencia por el pintor malagueño. No me la quitaré nunca de encima, voy con ella para siempre como si un tizón me hubiera manchado. Una mancha indeleble, ni la limpio ni la raspo. Su valentía, su facilidad, su generosidad para con la Pintura, ahí están. Ahí están también ahora los tontos macartistas y mojigatos poniendo pegas —a cuento de las relaciones del pintor con las mujeres— a los fastos de un aniversario que el año próximo se celebrará. Ya desde Santo Tomás sabemos que las obras de arte no tienen que ver con la moral.
Aquí estaban la cabeza de toro, el loco, la escultura del hombre con el cordero y algunos dibujos de colecciones particulares que incluso Cecilia no conocía. Y eso que lo ha visto todo de él. Pasó tiempo y tiempo documentándose (recuerdo que consiguió ver miles de obras en los archivos gráficos de un museo francés), recorriendo los lugares en los que vivió el pintor. Toda esa labor le sirvió de inspiración para publicar su libro de fotografías Los paisajes españoles de Picasso.
Al salir, miré hacia la terraza del Teide (en su sotanillo escribía Ruano con una estilográfica gorda y negra sus artículos para el Abc) y hacia el Paseo del Prado (la gran rampa para el espíritu, le dijo Gómez de la Serna). Y como si allí siguieran sus espíritus plumíferos, triste, frunciendo un poco el ceño, me despedí.
Paramos un taxi. La luz se fatigaba y teníamos que ir a casa de Mila para ver la puesta de sol. Pensaba yo que sería manía suya, porque pasa meses en Ibiza y allí se estila eso de ver al sol meterse en cama, mientras uno se toma una copa y se oye el zunzún del chill out. Pero aquello resultó impactante: desde una terraza del piso dieciocho de un edificio del barrio de Argüelles pudimos ver la sangre roja en el horizonte. Yo nunca había estado en estos cielos. De joven sí frecuenté ese barrio. Me alojaba en el albergue que dirigía Fernando Gil en Santa Cruz de Marcenado. Me gustaba pasear y frecuentaba los bares de la zona. Recuerdo que iba a menudo por Gaztambide, donde Mariano Ayuso había abierto una tienda de tebeos y editaba el fanzine Sunday. Pero ahora era distinto, desde estas alturas, más de cuarenta años después, no me sentía una hormiga sino un pájaro, casi un ángel.
Estuvimos un rato sin decir nada. La luz iba menguando en el mar de la noche. Empezaron a titilar miles de estrellas a ras de suelo. En los cincuenta, esto que ahora veíamos debía de ser un enorme barrio de chabolas. De ahí salen algunos de los personajes de Aldecoa, que tuvo su primera casa con Josefina en el Paseo de la Florida.
Umbral —que también vivió por aquí— tiene un artículo bonito sobre la verbena de San Antonio en su libro Amar en Madrid. Hice en aquellas páginas un dibujo a lápiz de un sillón orejero volando por los aires, y recuerdo bien su frase final: «Por el cielo, cometa rojo de los tiempos nuevos, cruza el teleférico».
No ha podido venir Pablo Andrés Escapa a la cena. Está su antigua jefa, María Luisa, a la que habíamos saludado el jueves en la ópera, directora que fue de la Biblioteca del Palacio Real y que cuenta —«sin ponerse moños»— bonitas historias sobre sus libros. Es muy partidaria del prosecco, dice, y ha traído algunas botellas de ese vino italiano. Luego vendrá el cava, que Mila ha enfriado bajo control termométrico para ofrecerlo a la noche y al recuerdo de nuestro encuentro en Ibiza.
Pensé durante unos instantes en los días idos, que parecían ahora puros. Vivir es ir perdiendo; sólo el pasado ha crecido.
La noche recortaba la escena. Más allá de las luminarias de Pozuelo la tierra firme parecía acabarse, hundirse en la nada. Seguíamos en silencio. Nos bastaba esta amistad casi a oscuras, la soledad de cuchillos y vasos, el murmullo que ascendía desde los sótanos de Aurrerá, una luz rosada en el edificio del Ministerio del Aire…
Yo propuse tomar algún gin-tonic en el camino de vuelta, pero no me secundaron. Así que bebí solo en casa. Una ginebra dudosa. Me levanté con la guerra en las entrañas. Y no pude desayunar con la bollería y exquisiteces que había traído Julián, nuestro amigo mexicano, que venía a charlar con nosotros sobre el negocio de los libros, pues quiere abrir —bendito seas, que los dioses te acompañen— una librería en la calle de Luchana.
A eso de las once y media tomamos camino hasta la Lázaro-Galdeano. En Serrano vimos desplegar la cola del vestido de una novia. A su alrededor, los invitados también parecían pavos reales. En la Fundación nos esperaba Félix de la Concha en compañía de Javier Vellés, arquitecto discípulo de Sáenz de Oiza, que le decía: «Eres mejor que Antonio López y pintas bastante más rápido». Al poco llegó Inma —la pareja del pintor—, que nos contó la historia del Museo y la relación de su fundador con otro magnate, Henry Clay Frick. Cuando en aquel recorrido llegamos a la sala en que está el cuadrito El Salvador adolescente atribuido a Boltraffio, discípulo de Leonardo, tuvimos que despedirnos.
Llegamos a eso de las dos de la tarde a la casa de Lolette, en la Avenida de América. Ha cumplido muchos años y no nos deja contarlos. «Me mantiene viva la curiosidad», me dice. Y es que lleva recorriendo los caminos del mundo y de la vida muchísimos años. Al rato llegaron Irene y Cecilia. Arriesgué —sometido por la gula— sirviéndome ají picante de pollo con arroz. Le regalamos a Lolette un abanico comprado en El Prado y un dibujito que yo hice hace años, antes de la crisis sanitaria, cuando la visitamos en París. El dibujo de un café en una de las calles que da a la Plaza Saint Sulpice.
Volvimos a Iglesia caminando. Nos adormilamos en casa viendo en la televisión ese tramo que nos faltaba del Orfeo. Y ahora vamos en el tren de vuelta, las nubes muy hermosas, y los días ya no tan largos.
*
Remiro estos escritos sobre el viaje a la capital. Quizá no estén de acuerdo conmigo algunos de los personajes que describo. Probablemente las acacias no me darán la razón. Y en el tintero se han quedado glosas sobre algunas escenas inanimadas (el edificio de Correos, que Gómez de la Serna saludó como Teatro de Music-hall sin espectáculo) y sobre seres humanos: una madre joven con tatuajes y niña en el tren de vuelta, o una pareja de guapos que enhebraban delicadamente sus manos.
Tampoco conté que veo a diario a Frida al volver a casa, en la puerta del taller de Álex Sáenz de Miera, ese enorme cartel de una Kahlo niña de ojos muy grandes y negros que nos regaló a todos los viandantes Pablo G. Ni que en este medio tiempo me dan la noticia de la muerte de Miguel Suárez, que coeditaba la revista El signo del gorrión, y ganó el premio Hiperión en 1988 con La perseverancia del desaparecido, libro que no conseguí que me dedicara. Ahí lo veo, en su duermevela, enmudecido, apretando las rodillas contra el pecho. Ni nada dije de esta necesidad tonta que a veces siento de escribir. Puede que tenga razón Foucault en esa frase que encontré en un libro de Agamben, sobre la escritura como una práctica indispensable para la felicidad. No quiero negarlo. Algo así dicen esos versos que no recuerdo de quién son y que copié hace tiempo del blog de García Martín: «La vida es dura/ y no hay consuelo./ Saca el pañuelo,/ literatura».

Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en cuatro volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014), La vida a medias (2015-2016) y Contra tiempo (2017-2018) todos ellos publicados por la editorial Eolas. También ha publicado Estatuas de sal: cartas (2020) y Calendario (2021).
0 comments on “Días de 2022 (15)”