/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
El enfrentamiento con las convenciones colectivas reinantes es un esfuerzo y un riesgo que no todo científico está dispuesto a asumir. Además, él mismo puede compartir prejuicios retrógrados sin que esto le suponga un quebradero de cabeza. La disonancia cognitiva no es monopolio de gentes incultas o que no han recibido suficientes dosis de educación y civilización. Tycho Brahe era un fervoroso adepto de la alquimia, se entregaba a la astrología y en sus ratos libres confeccionaba horóscopos, en ocasiones espléndidamente remunerados. Neper, que en un intento por aligerar y acelerar los cálculos complejos, inventó los logaritmos que llevan su nombre, se dedicó a desentrañar los secretos del Apocalipsis y determinar la fecha del fin del mundo. Pasteur realizó su prueba del matraz esterilizado, que demostró la inexistencia de la generación espontánea, con el objetivo de probar que solo Dios engendraba vida. Los motivos que latían en el fondo de las preocupaciones astronómicas de Kepler eran de lo más teológico. «El Dios Kepleriano era un matemático que había creado el mundo según armonías geométricas y aritméticas, de manera que la indagación matemática podía revelarnos los planes de Dios en la creación, pues habría una razón de todos los detalles cósmicos» (Solís, Sellés: Historia de la ciencia).
El caso más llamativo es el de Newton. Aunque estamos acostumbrados a imaginarlo en plena contemplación de la caída de las manzanas, su mente presentaba una notable variedad de intereses. La inmensa mayoría de los documentos conservados tratan de alquimia y teología, no de ciencia. Desde 1678 llevó a cabo experimentos de alquimia en el laboratorio, los cuales probablemente tuvieron que ver con su acceso de demencia paranoica en 1693. Sus investigaciones teológicas lo condujeron a averiguar que el concepto de Trinidad era una corrupción de la verdadera revelación, pergeñada por la Puta de Babilonia (o sea la Iglesia de Roma). Asimismo llegó a la conclusión de que afirmar la divinidad de Cristo era incurrir en el politeísmo, para lo cual se apoyaba en la muy empírica prueba de la Epístola de San Pablo a Timoteo. Esto es solo una muestra de lo que podemos denominar los otros principios de Newton. Siglos antes de Groucho Marx, descubrió la frase «estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros».
El choque de los hallazgos con las certezas íntimas del científico puede provocar conflictos de difícil resolución. Es conocida la reticencia que Einstein mantuvo siempre frente a las implicaciones filosóficas de la física cuántica, que él mismo había contribuido a desarrollar. Su rechazo estaba ligado a la creencia del genio en la existencia, o al menos en la necesidad de orden en el Cosmos. No podía concebir una realidad presidida por el azar, por la aleatoriedad de los fenómenos. Esta negativa está en el origen de su famosa sentencia «Dios no juega a los dados», contestada por Hawking décadas después con la casi tan popular «No solo juega a los dados, sino que no nos dice dónde los tira». También presentó objeciones a la expansión del universo o los agujeros negros que se deducían de su teoría de la relatividad. Incluso en un área alejada de la Física, prologó un libro cuya tesis central era una férrea oposición a la Teoría de la deriva continental elaborada por Wegener.
El afán de tranquilizar la conciencia incita a tomar caminos equivocados en el ámbito científico. Tener la mente abierta, dejarte ir hasta donde la razón te lleve, por oscuro que sea el lugar, y seguir allí, intentando poner luz, puede ser muy duro y suponer un alto coste personal y social. Por eso el caso de Darwin es ejemplar. Cabe sintetizar sus descubrimientos en la idea de que el mundo tal como lo conocemos, y en concreto los seres vivos, no son resultado de un plan preconcebido, antes bien de mecanismos de adaptación y selección que no son teleológicos. En otras palabras, la fijeza no existe, ni el origen ni el fin de las especies están predeterminados. Esto chocaba no solo con el paradigma reinante en su época, dominada aún por la cosmovisión religiosa cristiana, sino con sus propias convicciones. Aunque a veces se pretende desdramatizarlo, el proceso que condujo a Darwin desde la fe anglicana al teísmo que conservaba al escribir El origen de las especies, y luego al agnosticismo, debió de ser duro. Así lo relata en su Autobiografía: «De este modo, la incredulidad me invadió muy lentamente y finalmente se hizo total». Fueron sus hallazgos científicos los que lo abocaron a esas conclusiones. Fiel a su razón y a la libertad que le otorgaba, llegó un momento en el cual tuvo que decidir, y al profundizar en el conocimiento renunció a la fe.
Si Darwin no se encaró abiertamente con la intolerancia religiosa, como sí hizo su compañero y amigo Huxley, no fue por miedo a las repercusiones sociales. El problema era la devoción de su esposa Emma Wedgwood, a la que de ninguna manera quería disgustar. Esta se mostraba angustiada por las posiciones de su marido, que presentía lo llevarían al infierno de cabeza, provocando su separación por toda la eternidad. Cuando la Autobiografía de Darwin vio la luz en 1887, apareció mutilada a iniciativa de su familia, que la consideraba escrita con demasiada libertad. La cuasi totalidad de los párrafos censurados son críticas a la religión en general y al cristianismo en particular. En uno de ellos, defiende con vehemencia la superfluidad de la fe para la existencia de una conciencia ética. Sobre sí mismo afirma:
«En cuanto a mí, creo que he actuado de forma correcta al marchar constantemente tras la ciencia y dedicarle mi vida. No siento el remordimiento de haber cometido ningún gran pecado, aunque he lamentado a menudo no haber hecho el bien más directamente a las demás criaturas». Algo más tarde, añade: «Nada hay más importante que la difusión del escepticismo o el racionalismo durante la segunda mitad de mi vida».
Una anécdota protagonizada por Hans Bethe y Leo Szilard puede iluminarnos acerca del sentido que los conceptos de realidad y verdad han adquirido a los ojos de la ciencia actual (cit. en Bryson Una breve historia de casi todo). Szilard comentó a Bethe que iba a escribir un diario, y con esa pasmosa facilidad con que los físicos, sean creyentes, agnósticos o ateos, usan la idea de Dios como referente, le dijo: «No pienso publicarlo. Solo registraré los hechos para que Dios se informe». A lo que Bethe replicó: «¿Tú crees que Dios no conoce los hechos?», y Szilard sentenció: «Sí, Él conoce los hechos. Pero no conoce esta versión de los hechos». Ahí radica la gloria del intelecto humano. Hemos construido, contra viento y marea, nuestra propia versión de los fenómenos. No es la verdad absoluta ni la real realidad; es lo que podemos conocer, nada más y nada menos. Y aunque un día la especie se extinga, nuestro planeta y nuestra estrella mueran e incluso el universo entero colapse, una vez habrán existido seres que quisieron saber, que lucharon por ir más allá.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
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