/ dos reseñas de Ricardo Martínez-Conde /
Baltasar (una autobiografía), de Sławomir Mrożek
Lo precioso de una vida contada unido, en sí, a la obra de uno de los autores más destacados (por su finura estilística, por su ontológico sentido del humor) de la literatura polaca actual constituye un reclamo difícil de eludir por cualquier lector atento. El autor, reconocido por su condición de dramático, se siente tentado de comenzar por el final (una forma de final) cuando escribe: «Terminé el nuevo drama (Los invitados de Abraham) en 1999 y hasta la fecha no ha sido representado en ningún teatro de Polonia —su tierra natal— ni de otro país del mundo».
Él murió en 2013, fecha de la edición de este libro, y tiene tiempo de escribir todavía; prevé en su decepción como una forma de muerte literaria, pero escribe «afortunadamente no me he muerto todavía» y especula acerca de este hipotético final en dos explicaciones: «La primera, que mi tiempo se había agotado, y esto no habría tenido nada de extraño si no hubiera escrito dramas durante cincuenta años […] Había notado los primeros indicios del declive todavía en México, donde residía».
«La otra explicación, continúa, es más sutil. Cuando me marché (de Polonia), mi mundo se amplió considerablemente y empecé a percibir su diversidad». Piensa, desde luego, que la Polonia de entonces era sustancialmente distinta de los países de Occidente, unas características de las que muestra ahora que es miembro de la Unión Europea. «Por lo tanto, tengo el derecho a escribir que Polonia estaba limitada. Puedo también aventurar la tesis de que Polonia está limitada, tenga el régimen que tenga». La capacidad crítica de un autor desarraigado de su realidad política y social es algo que marcará definitivamente su trayectoria y visión hacia su propio país.
Pronto, no obstante, aclara: «Volvamos al presente, del que va a tratar este libro». Si bien añade, no sin ironía: «Pero antes de seguir la narración, permitan que me adentre en el pasado» (pensemos: es como cultivar la planta a través de la raíz). Y es que resulta muy explícito en su trayectoria y reconocimiento personal algo que subraya:
«Blonski opinó de mí mientras yo estaba en el extranjero que tenía a mis espaldas siete piezas dramáticas, pero solo una era capaz de llenar una velada entera en un teatro. Y había escrito también que escribo como si no fuera capaz de soportar el contenido en su estado, por así decirlo, natural, sino que necesito una carga sobrenatural. Es decir, tengo que elevarme al nivel de lo absurdo, de lo grotesco, de la esperpéntico y estrafalario. Solo cuando percibo algo peculiar y enigmático soy capaz de desarrollar un tema».
¿Lo resolvió en sus estancias fuera de su país? Tal vez, aún así, «tengo que reconocer que mis últimos años en Polonia (sus últimos años de vida) no he notado una muestra de odio o siquiera de envidia […] Siento, por ello, una enorme gratitud hacia los polacos».
En adelante (del libro) revisa su pasado: «Cracovia fue la primera ciudad de mi vida. El mero hecho de pisar los adoquines o el asfalto y no un camino vecinal fue para mí un descubrimiento inolvidable. Debo añadir que, en la época de mi infancia, en las aldeas no había electricidad Corría el año de 1935. Mi padre seguía trabajando de ambulante, es decir, era un empleado de ferrocarriles que recorría toda Polonia con la tripulación de un vagón de correos».
Como actitud cívica personal señala: «Yo también gritaba, igual que mi padre. No militaba en ninguna organización política. Toda mi política se reducía a sentirme vagamente polaco y, como todos notábamos la creciente presión de los rusos, intentábamos contrarrestarla».
Vivió gracias a una ayuda estatal, en París, y resume: «Desde un cierto punto de vista, la vida de clochard tiene sus ventajas. Es muy variada y crea situaciones divertidas». ¿Acaso está respondiendo a aquel comentario-crítica de Blonski acerca de su naturaleza de autor? Desde luego, la ampliación de su mundo físico como extranjero, como observador privilegiado, lo puso de manifiesto en todo momento por razón de sus viajes: «Debo decir que Venecia superó todas mis expectativas, No era de extrañar. Me hallaba en un lugar único, irrepetible, separado del mundo, incluso del mundo occidental. Aunque esto iba a comprenderlo más tarde. Caminé por Venecia preso de un frenesí. Parte de aquel frenesí se trasluce en algunos fragmentos de mi relato Moniza Clavier».
Había nacido en un pequeño pueblo de Polonia, Borzeçin, en 1930. Es de señalar que, a partir de 1957 (después de iniciarse como periodista y dibujante satírico, cualidad muy manifiesta en sus magníficos relatos cortos), su carrera se desdobla en dos: la de autor dramático (La vida difícil, Dos cartas, El pequeño verano, La vida para principiantes) y la de narrador (Juego de azar, El elefante, por ejemplo)
Tras haber sufrido un ictus, y por recomendación de sus médicos, inició el recuerdo de su vida para redescubrir su voz y su identidad, algo que supo plasmar con afinada prosa, capacidad observadora y lúcido sentido crítico con humor, y ello es la muestra que el lector tiene ahora delante.
«En este libro —escribe su traductor— Baltasar, alias Sławomir Mrożek hace balance de su vida y se valora a sí mismo. Como no posee ningún reino que dar a nadie, reparte lo que tiene, es decir, su sabiduría. Según ella, lo que nos une es la memoria y la palabra. ¡He aquí el único reino del hombre!».
Pues sea, lector

Sławomir Mrożek
Acantilado, 2014
256 páginas
23 €
La oficina de la nada, de Felipe Cussen
Una datación para la poética de la nada sería como una poética transmudada, falsa. Una falsa farsa. Poética intemporal de la nada es su domicilio real; allí donde se comprende, o puede comprender, el todo de los significados.
Un canto a la esencia de las cosas, a su naturalidad. La nada como la omnipresente generosa, que todo lo abarca en el sentido de la imaginación, la materia del arte.
La Nada, pues, como un reclamo precioso para una inteligencia atenta a la realidad, despierta, viva.
En las primeras páginas de este sugerente texto leemos: «La única exposición a la que he tenido la suerte de asistir fue Una cierta oscuridad el año 2018, organizada en un recorrido muy atractivo a partir de ese espacio en negro y vacío que deja en la sala expositiva el cuadro robado de La Gioconda para especular sobre la cuestión de la imagen y la mirada en relación con la práctica artística; allí se reunieron piezas vinculadas a la ideas de opacidad, ocultación y ausencia, así como conceptos relacionados con las formas de ver, la tecnología de la representación y la condición del espectador».
Es así, entonces, que —podríamos deducir— el interés de la exposición nos exige un viaje imaginario, real en la medida en que el espacio es ocupado por nuestra invención u ocupación por el mirar, y en ello obtenemos, al fin, la realización más etérea y equilibrada: la representación de nuestro imaginario dotado de una de las cualidades más excelsas y representativas, nuestra propia identidad.
Resulta, lo comprendo, esta realidad virtual un ejercicio arriesgado de inteligencia, pero la libertad de que se dota la posibilidad de dar vida a un espacio en negro vacío no solo puede evocar la idea de belleza, sino que pudiera resultar incluso conmovedor.
Leemos un poco más adelante: «Este crítico (el autor) considera que, dentro de la sociedad del espectáculo en que vivimos, la negación de la mirada es una de las pocas escapatorias que quedan». Un ejercicio irrenunciable, pensemos, de libertad. Y continúa, al poco:
«Parece que ya no queremos —no podemos—, ver más: hemos visto demasiado y ahora hemos devenido ciegos. Ciegos histéricos, ciegos por exceso de visión, ciegos por haber mantenido demasiado tiempo los ojos abiertos. Unos ojos que se han colmado de imágenes, tanto que ya no les es posible ver nada. En los últimos años, este reclamo se ha hecho frecuente. Norval Baitello también se refiere a la fatiga de la mirada: nuestros ojos fueron anestesiados, sedados, para no ver más los escenarios catastróficos que el hombre construyó en su afán de apropiación ilimitada del mundo».
¡Ay! El hombre y sus acaparaciones.
Es curioso. Ahítos de error, de horror, encegecimos y ahora, paradójicamente, necesitamos el negro, una forma de negro, para ver significativamente. Hemos pasado del paciente que ve al ser ontológico que ve y construye una nueva forma de representación, de armonía. Vemos mejor, más claramente, y nos vemos mejor, liberados del dominio de un exceso de imaginería vacua. Paradojas de la modernidad tecnológica, alimentada por el exceso.
¿No ha sido el gran Marcel Duchamp, ese artista de lo distinto e íntimamente real, quien ha dicho: «Lo importante es no hacer nada, pero, sobre todo, hacerlo muy despacio». Algo así como una invitación a que quien haya de ver no sea nuestro ser externo, superficial, alimentado de materia sin valor, para pasar a ver desde dentro, desde lo verdaderamente real por significativo, propiciador de una forma de inteligencia, de sueño incluso.
Felipe Cussen, el autor de este libro, es doctor en humanidades, se nos informa oportunamente. «Sus investigaciones académicas y creativas abarcan las relaciones entre literatura, música y artes visuales (grados distintos de representación, digamos, de visualización estética); la poesía experimental, las tecnologías digitales, la mística y el pop». Convengamos, niveles de transmisión de un discurso, de comunicación.
Y concluye el aporte crítico e informativo: «La oficina de la nada, el título de este viaje artístico, es la expresión de Miguel de Molinos escogida como metáfora de este libro; un espacio en el que se reúnen, analizan y clasifican numerosas obras literarias y visuales producidas principalmente en la segunda mitad del siglo XX y los inicios del XXI que intentan representar, materializar o producir el efecto de la nada». En este período se dieron buena parte de las manifestaciones más visuales y radicales respecto de la imagen y su valoración. Se nos introdujo en un mundo hipotético, posible. Y, acaso, de la nada, de la catarsis derivada, se obtiene ahora esta reflexión explicativa, liberadora (confiemos).

Felipe Cussen
Siruela, 2022
340 páginas
26 €

Ricardo Martínez realizó los estudios de filosofía y letras en las universidades de La Laguna y Valladolid, concluyendo su carrera universitaria con los estudios de doctorado en la Universidad Complutense de Madrid. Su obra como escritor es bilingüe, habiendo publicado tanto en gallego como en castellano. Como ensayista y crítico literario ha colaborado tanto en prensa (La Voz de Galicia, El País) como en revistas especializadas (Clarín, Revista de Occidente). Ha cultivado distintos géneros como autor. En poesía podemos citar: Lento esvaece o tempo (Milladoiro, 1990), Los argumentos de la tarde (A.G., 1991), De cuanto nos es dado (Calima, 2006) y Na terra desluada (Espiral Maior, 2009). Su obra Orballo nas camelias pasa por ser la primera obra de haikus en la literatura gallega. En prosa ha publicado varios libros de aforismos: Debullar (Galaxia, 1996), Cuentas del tiempo (Pre-textos, 2004), Alusión al paisaje (Calima, 2006), Ecos da néboa (Trifolium, 2012). Es autor, asimismo, del libro de relatos La luz en el cristal (Calima, 2011). Ha obtenido el premio Benasque de poesía y diploma de honor en el concurso internacional de relatos breves Jorge Luis Borges y en 1997 le fue otorgado el premio Reimóndez Portela de periodismo. Colabora en prensa y revistas especializadas. Desde el año 2014, la Fundación Jorge Guillén es la depositaria de la obra del autor. Dispone de su propia página web.
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