Creación

El acantilado

«Una noche, después de cenar, bebiéndose un Mortlach en el sofá, decidió que lo mejor que podía hacer era optar por una manera de vivir más alternativa, acercarse a la naturaleza y prescindir de lujos innecesarios». Un relato de Fernando Prado Eirin.

/ un relato de Fernando Prado Eirin /

Una noche, después de cenar, bebiéndose un Mortlach en el sofá, decidió que lo mejor que podía hacer era optar por una manera de vivir más alternativa, acercarse a la naturaleza y prescindir de lujos innecesarios. Fue como ver un cuerpo, algo con forma definida, emergiendo del fondo de un lago y elevándose por encima de la superficie del agua, reconocible; algo que sospechaba que siempre había estado allí, sumergido y oculto, que de pronto se hacía evidente. Cuando se acabó el güisqui pensó que tal vez se trataba de una majadería, pero se dijo que no —estaba segurísimo—, que no era otro capricho. Necesitaba desprenderse de la opulencia y la vanidad, abandonar el aburrido estilo de vida que llevaba –de pronto le pareció tremendamente aburrido— y que se resumía en trabajar y gastarse el dinero en cosas que ahora no tenían ningún valor para él: ropa de los mejores diseñadores, relojes suizos, coches deportivos, productos gourmet, muebles de diseño, tecnología de última generación. No, la vida debía ser diferente. Humildad, sencillez; eso era. Se sirvió otro Mortlach. Al día siguiente fue al concesionario y encargó la furgoneta, una Volkswagen California Ocean, color Mojave Beige metalizado, completamente equipada. Dejó de vestirse de niño bien, es decir, camisa blanca, jersey de cuello pico y chinos —para trabajar continuaba vistiendo traje y corbata, el atuendo requerido dado su cargo— y se compró ropa técnica y zapatillas deportivas –todas las prendas debían llevar el sello de producto sostenible—. Comenzó a flirtear con el veganismo —compraba platos preparados que calentaba en el microondas— pero lo descartó definitivamente a los pocos días. Se le despertó algo remotamente parecido a la conciencia ecológica, motivo por el cual se deshizo del SUV coupé de 600 CV, aunque mantuvo como utilitario el Fiat 595 Abarth. Al principio, como es lógico, le costó acostumbrarse a la conducción de la furgoneta, un vehículo aparatoso, lento, pesado y nada ágil. El confort, la calidad de los materiales, el equipo de audio de alta fidelidad, la potencia del motor, el agarre, por supuesto que echaba de menos el SUV, pero no había vuelta atrás.
La primera noche en la furgoneta fue una experiencia inolvidable. Tan pronto como oscureció se preparó una cena frugal –una bolsa de ensalada de brotes tiernos a la que añadió frutos secos, una manzana verde cortada, una lata de atún, aceite de oliva virgen extra y vinagre balsámico de Módena—. El estruendo que producían los insectos, aves y quién sabe qué otras especies de animales nocturnos aterradores, era insoportable. Nunca había dormido en medio de la naturaleza, o al menos no tan cerca de ella, y le sorprendió la falta de silencio. Todo eso que hablaban de la paz que brindaba adentrarse en ella, de la tranquilidad y la calma no se ajustaba nada a la realidad; al contrario, lo que había era un barullo inquietante que no cesaba. La cama —por llamarla de alguna manera— resultó ser incómoda y fue incapaz de regular la temperatura del habitáculo, eso hizo que se tapara y destapara intermitentemente. Abandonó cualquier esperanza de dormir y pasó las horas presenciando el movimiento de las estrellas, observando las diminutas y amenazantes luces que se encendían entre los árboles y leyendo la biografía de un gurú tecnológico. Amaneció despacio, la luz se extendió por el mundo con una pereza asombrosa. Se bajó del vehículo y se acercó a unos arbustos, mientras orinaba se percató de que le dolía todo el cuerpo. «Al menos hace una temperatura agradable», exclamó rociando las zarzas como si estuviera apagando un incendio. Echó un vistazo a la prensa económica —el día anterior se había encontrado en el buzón dos de los periódicos a los que estaba suscrito— mientras daba tragos a un tetrabrik de zumo de melocotón sin azúcares añadidos y al terminar pensó que sería buena idea darse un chapuzón para despejarse. El mar estaba en calma, parecía una masa gelatinosa aun sin cuajar. El agua estaba fría; más bien dolorosamente helada. Comenzó a nadar de inmediato para evitar el choque térmico y el colapso, pero después de unas cuantas brazadas vigorosas regresó a la orilla y corrió, temblando, hasta la furgoneta. Se secó y se vistió todo lo rápido que pudo y una vez vestido, tras recuperar la temperatura, reconoció que el baño le había ido bien para desentumecer el cuerpo después de una noche de tortura e insomnio. Esa noche, de hecho, fue también la última que durmió en la furgoneta. Se dijo que un buen descanso era imprescindible, así que, decidió buscar un hotel donde pasar la próxima noche. Comprobó por enésima vez que no había cobertura; eso lo obligó a ir al pueblo. Se puso en marcha y condujo por la estrecha carretera que discurría paralela a la costa.
Aparcó en un pequeño descampado. Pensó que sería mala idea entrar en el pueblo con la furgoneta, pues seguramente las calles serían estrechas y muchas de ellas peatonales. El buscador decía que había una pensión y un hotel de 4 estrellas. Descartó la pensión, por supuesto, y llamó inmediatamente al hotel para reservar una habitación. Le contestó una voz melodiosa de contralto; su nombre era Jon –fue la primera información que transmitió después de dar los buenos días animosamente— y demostró una eficacia que a Mario le resultó insólita. Una vez hecha la reserva apagó el motor y se bajó de la furgoneta. Se adentró en el casco antiguo dispuesto a buscar un lugar donde tomarse un café. Ya había desayunado en la furgoneta –si se le podía llamar desayuno a dos magdalenas industriales y un poco de zumo—, pero necesitaba un café, definitivamente, para dar por iniciado el día. Caminó, como había previsto, por estrechas callejuelas que convergían indefectiblemente en una calle algo más ancha que conducía a la plaza, donde estaba la iglesia, el ayuntamiento, el hotel en el que había hecho la reserva y varios cafés que a esa hora aun no estaban concurridos. Eligió uno de ellos, llamado San Elías, no por algún motivo en especial sino por ser el único que tenía desplegada una terraza en la que, con un poco de suerte, daría el sol en breve. En efecto, el sol asomó al cabo de unos minutos, pero desapareció enseguida bajo un amenazante manto de nubes. El camarero llegó, pálido y ojeroso, a tomar nota y regresó al cabo de una eternidad con un café largo acompañado por una diminuta galleta de canela y un vaso de agua. El café estaba prácticamente frío, pero Mario prefirió no reclamar; su cuerpo aún estaba relajado después del chapuzón en el mar helado y le apetecía seguir así el mayor tiempo posible.
Después de pagar se dedicó a recorrer el casco antiguo. Visitó la iglesia de estilo gótico que albergaba, según la web de turismo del pueblo, unos interesantes vitrales restaurados por un importante artista local. El interior era claustrofóbico y olía a humedad, había filas de bancos de madera demasiado pegadas entre sí; encima del modesto altar colgaba una figura tallada en madera de Jesús crucificado, estaba visiblemente deteriorada y descolorida; además, su cuerpo era desproporcionado: tenía la cabeza enorme, el torso y las piernas pequeñas, como de niño, y los brazos, que se extendían a los lados, larguísimos. Los famosos vitrales representaban las escenas de las estaciones del viacrucis; Mario nunca había entendido bien la inquietante obsesión del cristianismo por el gore. Escuchó un chirrido de bisagras y un sacerdote salió del confesionario; vestía completamente de negro y caminaba sobre unos zuecos parecidos a los que utiliza el personal sanitario. Su cabeza era enorme, como la del Cristo de madera, y de las mangas de la sotana asomaban unas manos grandes y venosas de dedos carnosos. Mario se preguntó si se trataría de un caso de mimetismo. Salió de la iglesia al borde de la hipoxia. Afuera, en la plaza, la temperatura era agradable, aunque casi hacía frío y el cielo se había cubierto completamente de oscuras nubes. Se acercó a la casa natal de un cardenal ilustre del siglo pasado que por lo visto poseía una valiosa colección de cucharillas de plata, pero no pudo entrar al estar cerrada por obras de conservación. Algunos comercios comenzaban a abrir. « ¿Por qué todo abre tan tarde?», se preguntó, molesto. Una panadería con horno de leña que regentaba la quinta generación familiar, un taller de cerámica artesanal que cocía piezas que posteriormente eran pintadas a mano, una charcutería que vendía productos locales, un antiguo ultramarinos convertido en tienda delicatessen que conservaba los muebles originales hechos a medida e instalados hacía más de ochenta años. Todo era viejo, pero había sido renovado con mayor o menor acierto, con más o menos gusto por hijos, nietos o biznietos. Al mediodía comió en un restaurante que tenía buena valoración en internet; la carta era un poco presuntuosa y los precios tal vez algo elevados, pero la comida resultó estar a la altura, el vino correcto y el postre exquisito.
Jon le atendió en el hotel. Resultó ser tan agradable en persona como por teléfono, aunque le molestó ligeramente la manera en que lo miraba mientras hacía el registro, como si estuviera flirteando tímidamente con él. La decoración era hortera para su gusto, el pequeño hall estaba insuficientemente iluminado y los muebles –varios grupos de sillones alrededor de mesas de madera— parecían cutres. Agradeció a Jon por su excelente atención y subió por las escaleras alfombradas hasta el tercer piso. La habitación era amplia, tenía una moqueta mullida, lavabo con bañera y una gran ventana con vistas a la plaza. Dejó la mochila en una silla. Había pensado en quedarse a descansar y, con un poco de suerte, dormir una pequeña siesta, pero cambió de idea súbitamente. Regresó a la furgoneta. Creía recordar que la guía recomendaba visitar una aldea cercana ubicada sobre unos acantilados de vértigo. Dejó atrás el pueblo conduciendo por una carretera de curvas. A pesar de que el día amenazaba lluvia estaba llena de ciclistas y el trayecto se le hizo pesado nada más comenzar. Definitivamente, no era agradable conducir la furgoneta por carreteras así. Se imaginó en el Fiat 595 Abarth, aquel coche era pura diversión. Encendió la radio en un intento por hacer más ameno el trayecto, pero en la única emisora que se sintonizaba sin interferencias un locutor casi afónico narraba un partido de fútbol utilizando un lenguaje bélico que hacía referencia a las gestas heroicas del equipo rival y a una remontada histórica.
Se apeó en el mirador que había poco antes de llegar y, en efecto, las vistas eran imponentes. La tierra parecía haber sido cortada como un pastel; la caída era completamente vertical y unos 300 metros más abajo, las olas rompían con violencia en una playa rocosa provocando un estruendo espumoso y una bruma salada que ascendía por la pared del acantilado. Era un paisaje hermoso y a la vez hostil. Mario se preguntó cuántas escenas de películas se habrían rodado allí. Hizo algunas fotos de las vistas. Después separó el móvil todo lo que pudo extendiendo por completo su brazo, movió la cabeza, se apartó el pelo de la frente, juntó los labios ligeramente, entreabrió la boca y disparó varias veces. Dejó la furgoneta aparcada en el mirador y se fue caminando. Paseó por las calles adoquinadas sin rumbo, hasta recorrerlas todas. Entró en la pastelería, pues le apetecía algo dulce. Era un local acogedor, con paredes de piedra vista, fotos en blanco y negro del acantilado y de la aldea antes de que se restauraran las casas, una barra sobre la que había dos tartas cubiertas por campanas de vidrio. No había clientes y se sentó en la mesa que estaba cerca de la ventana. Una mujer menuda detrás de un delantal granate apareció enseguida para tomarle nota; regresó al cabo de tres minutos con un té y una porción generosa de bizcocho de arándanos.
Mario quiso saber por qué habían construido algunas casas prácticamente al borde del abismo. La mujer le explicó con una voz fina y un hablar pausado que el problema era que el acantilado había sufrido varios derrumbes a lo largo de los años y que, según los expertos, la práctica totalidad de las construcciones estaban condenadas a despeñarse algún día. A Mario jamás se le habría ocurrido, pero la explicación le pareció de lo más lógica y evidente. Susana –llevaba un pin con su nombre pinchado en una tira del delantal— prosiguió, parecía animada. Con las manos escondidas en los grandes bolsillos del delantal le contó que la mayoría de los vecinos se habían mudado a pueblos cercanos o a las ciudades, razón por la cual, y en especial al terminar el verano, la aldea tenía una apariencia casi fantasmal. Muchas casas tenían carteles de inmobiliarias anunciando su venta desde hacía meses, incluso años, pero no se vendían. La pastelería funcionaba más o menos bien porque aquel era un lugar de paso entre dos ciudades importantes y los turistas paraban para contemplar las vistas; además, era el único establecimiento en el que se podía beber o comer algo.
Mario apuró el té antes de que se enfriara y se llevó a la boca el último trozo de bizcocho de arándanos. Se escuchó un estruendo similar al de un trueno y todo empezó a temblar. Susana salió corriendo de la pastelería, el cabello cobrizo recogido en una cola dibujaba semicírculos en el aire. Mario, aun masticando, la siguió. Llegaron al final de la calle y desde allí vieron cómo la tierra desaparecía, cómo el vacío engullía el mirador, primero las vallas de madera que delimitaban el abismo, luego los dos bancos que miraban al horizonte y por último la furgoneta de Mario. Se levantó una polvareda blanca y a continuación se hizo el silencio. Se miraron, incrédulos. Mario, acuclillado, se llevó las manos a la cabeza; le preguntó a Susana si tenía algo de alcohol. Susana asintió, la boca apretada, los ojos verdes desorbitados. Los pocos vecinos que quedaban recorrían de arriba abajo las calles arrastrando maletas, abrazando álbumes de fotos, con los gatos y las almohadas debajo del brazo. Ambos regresaron a la pastelería sin hablar. Susana sacó una botella de güisqui de debajo de la barra y sirvió dos tragos. Bebieron. Ella desapareció detrás de una puerta y al cabo de un par de minutos regresó con una mochila que parecía pesada; se quitó el delantal y lo dejó encima de una silla. «Es hora de irse», dijo. Mario cogió la botella y salió del local. Susana apagó las luces, cerró con llave y conectó la alarma. Caminaron calle arriba y se detuvieron ante un viejo Peugeot 205 GTI de color rojo. Mario sonrió levemente al verlo, estaba impecable. Susana abrió el maletero y guardó la mochila. Se subieron al coche. Susana giró el contacto y el motor rugió. Dejaron atrás la veintena de casas y se alejaron del acantilado por la estrecha carretera, rumbo al norte.


Fernando Prado Eirin, nacido en Caracas (Venezuela), siempre ha sentido la necesidad de expresarse a través de la escritura, la música o el dibujo. Ha participado en varios experimentos musicales. Observador nato. Actualmente es colaborador de la web boreal.com.es.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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