/ apuntes de Javier Mateo Hidalgo sobre la presentación de Au hasard Balthazar («Al azar, Baltasar», Robert Bresson, 1966) /
Una creación de cualquier tipo —literaria, pictórica, musical, cinematográfica— se podrá considerar más redonda o próxima a la perfección cuanto mayor número de interpretaciones sugiera en el público potencial. Esto es, cuando su mensaje no sea unívoco sino que dé lugar a múltiples interpretaciones, tantas como personas haya de espectadores. Así, a lo largo de la historia de la cultura, se han producido diversas obras desde diferentes ámbitos que continúan estando vivas, pues su mensaje sigue causando interés y se mantiene como universal. En el caso del séptimo arte, han existido cineastas dotados para ello en sus distintas épocas. Uno de ellos es, sin duda, el francés Robert Bresson. La calidad de sus films se mide por los propósitos que este autor buscó a la hora de construir su personalidad cinematográfica. Son ejemplos clave de su cine títulos como Journal d’un curé de campagne («Diario de un cura rural», 1951), Un condamné à mort s’est échappé ou Le vent souffle où il veut («Un condenado a muerte se ha escapado», 1956), Pickpocket (1959) o Au hasard Balthazar («Al azar, Baltasar», 1966).
Cuando Javier Tolentino me invitó a conversar con él durante el coloquio previo a la proyección del último filme citado —en el espacio de cine de Babel Torrelodones el pasado 26 de enero—, se presentó la oportunidad de reflexionar acerca, no de esta película, sino del universo bressoniano, tan complejo como estimulante y —como decíamos de las grandes creaciones— inacabable.
De alguna forma, el cine representaba para Bresson una forma de ensayo, de estudio teórico. En Notes sur le cinématographe («Notas sobre cinematógrafo», 1975) declaró: «El cinematógrafo es una escritura con imágenes en movimiento y con sonidos». Palabras estas que parecen reflejar la filosofía enunciada por Alexander Astruc a través de su concepto de caméra-stylo en su manifiesto-ensayo titulado Une Certaine Tendence Du Cinéma Française («Una cierta tendencia del cine francés», 1954): «El autor escribe con su cámara de la misma manera que el escritor escribe con una estilográfica». Pues bien, Bresson intenta romper con los convencionalismos establecidos en el cine tradicional para inaugurar un nuevo tipo de imágenes en movimiento, alejadas de la ficción clásica. Para él, el artificio y el empleo de actores profesionales pertenecían al mundo del teatro, del que querrá desmarcarse. «Cada vez que el teatro mete su nariz en el cinema, se produce una catástrofe», declaró. Así, la búsqueda de la innovación —algo inédito hasta entonces— podía plasmarse en su propia definición de originalidad, consistente en «querer hacer lo mismo que los demás sin conseguirlo». Es, en esencia, lo que confirma el progreso: partir de patrones existentes o de caminos ya andados para, a través del error —o, lo que injustamente llamamos fracaso—, descubrir nuevas alternativas ocultas o veladas al ojo humano.
Para Bresson, el cinematógrafo necesitaba ahondar todavía más en ese misterio de la vida, del mismo modo que los grandes pensadores reflexionaron sobre ella a lo largo de todos los tiempos. Más allá de lo material importaba lo espiritual, lo que a primera vista no se ve y se escapa a la razón. Es por ello que las películas bressonianas tienen esa atmósfera telúrica que las hace tan reconocibles. A ello se debe el carácter perfeccionista del realizador, que le impidió tener una profusa filmografía —en total, 14 títulos—. No obstante, esto mismo hizo que cada título pudiera considerarse una obra maestra. Para él, existía en el séptimo arte una forma de ahondar en «lo desconocido» que quedaba «registrado», gracias «a una mecánica» que lo hacía «surgir»: «no porque hayamos querido encontrar primero lo desconocido, que no se puede encontrar, sino porque lo desconocido se descubre pero no se encuentra». En sus propias palabras: «El cinema copia la vida, o la fotografía, mientras que yo recreo la vida a partir de elementos tan naturales, tan reales como es posible». Su cine se encuentra vinculado a la poesía. Estableciendo un paralelismo con esta, su forma de trabajo tomaba «elementos lo más distintos posibles» para unirlos en un «cierto orden» que no era el «habitual», sino «un orden de acuerdo con uno mismo». Alejarse de lo frío y calculado, lo esperable, para encontrarse con la verdadera naturaleza y esencia de las cosas. Aquí entrará lo azaroso, lo impredecible: «Un azar nos hace escoger el ir a la derecha en vez de ir a la izquierda. En seguida, se llega a otra encrucijada, que constituye nuestra meta, y otro azar nos hace ir en otra dirección, etcétera». Ese azar tenía que quedar reflejado en un tratamiento visual y argumental, rompiendo los corsés que impedían la libertad de acción de las cosas fuera y dentro de cámara.
En gran parte, lo que permitiría ese milagro debería venir de los encargados de encarnar estas nuevas historias. En este sentido, Bresson se refería a los intérpretes de sus películas no como actores o actrices sino como «modelos». La idea de trabajar con personas no profesionales añadía si cabe más realismo a sus argumentos. Una práctica que iniciarían los neorrealistas, desde Rossellini hasta Pasolini. Rizando el rizo y por primera vez en la filmografía de Bresson, el protagonista que da nombre al filme que aquí nos convoca no será humano sino animal. Concretamente un asno o burro, llamado Balthazar.
La idea de realizar un film en torno a este personaje se originó a través de la lectura de El idiota de Dostoyevski. En concreto, a partir de un momento en el que el protagonista de la novela, el príncipe Myshkin, cuenta cómo se curó de su epilepsia al escuchar «el rebuzno de un asno que se hallaba tendido en el suelo, en la plaza del mercado»: «El asno me impresionó vivamente; verlo me causó, no sé por qué, un placer extraordinario… Y mi cerebro recobró en el acto su lucidez». La mujer con la que habla el personaje reconoce resultarle raro que sea precisamente un burro el causante de la cura, aunque después reconoce que, después de todo, no tiene nada de extraño, pues «muchas personas sienten cariño hacia los asnos», y concluye: «Eso se veía ya en los tiempos mitológicos».
El burro dostoyevskiano posee una especie de aura milagrosa, una naturaleza buena que permite la curación del ser humano. Ese afecto del individuo hacia él le hace merecedor de figurar, como vemos, en manifestaciones culturales de diversas épocas. En el caso del filme de Bresson, el burro Balthazar merece ese afecto, pero también encontramos a otras personas que lo maltratan. De alguna forma, está en la naturaleza del hombre la ambivalencia bondad/maldad y el pollino es testigo y víctima de esto a lo largo de su vida. Porque el público acompañará al burro en las distintas épocas de su desarrollo, pero, frente a lo que se puede pensar a priori, no será el personaje fundamental del filme. En torno a él conoceremos a otros que conformarán el elenco coral de la historia. El burro se cruzará con ellos en distintos momentos pero no será fundamental en el desarrollo de sus historias (ni siquiera hilo conductor).
En su artículo sobre el filme aparecido en el número 75 de la revista Dirigido por (agosto-septiembre de 1980), Miguel Marías apuntaba que lo «interesante» en la película no era «el burro», pues se trata de «una película apasionante con o sin él». La clave de que «este personaje no sea humano» radica en que «en ningún momento puede alterar, prever o determinar el curso de los acontecimientos ni las relaciones que se tejen y destejen entre los restantes protagonistas del film, hecho que permite a Bresson moverse con una libertad de la que ni antes ni después ha disfrutado». Muy acertadamente, Marías destaca la novedad fílmica que supone la imposibilidad de que el animal pueda interferir en las historias que se tejen a su alrededor. De hecho, más que influir en ellas las sufrirá, por lo que explicábamos antes. Si bien en un principio, cuando es pequeño, disfruta del cuidado y del cariño humano, poco a poco este trato va degradándose hasta resultar dañino para él, desencadenando su propio final.
En este sentido, hay quien ha buscado en este animal una metáfora de la propia vida (el dulzor de la infancia, la dureza de la madurez y el desesperanzador ocaso). Incluso, debido a esa inocencia y bondad que se le presupone, se ha establecido un paralelismo con el propio Cristo, que se sacrificó por los demás y sufrió su martirio. No existe, por parte de Bresson, una intención de empatizar con el animal. Al revés: se muestra distante como con el resto de los personajes, dejando que hagan y deshagan a su antojo sin tener por qué justificar sus propias acciones ni explicar las razones de las mismas. Lo que sí está claro es esa búsqueda del viaje y de lo que en él puede ocurrirle tanto al burro como a quienes conoce en su odisea «azarosa», como reza el título. La música del filme subraya esta tesis, pues tiene como motivo recurrente el Andantino de la Sonata D 959 de Franz Schubert. Interesado en la figura del Wanderer (del alemán «caminante»), el compositor ideará el citado tema al final de su vida y, con él, parecerá también marcharse Balthazar de nuestro lado. El empleo de música culta por parte de Bresson será habitual en sus filmes. En este caso, el piano de Schubert quedará incluso intercalado con los rebuznos del burro en los títulos de crédito.
No queda sino esperar que los apuntes aquí propuestos puedan arrojar luz a una película tan interesante y críptica como esta. Tan relevante que llegó a ser descrita por Jean-Luc Godard como «el mundo en una hora y media».

Javier Mateo Hidalgo (Madrid, 1988) es doctor en bellas artes por la Universidad Complutense de Madrid (2019), donde cursó sus estudios de licenciatura en la misma especialidad (2012); titulado asimismo en sucesivos másteres en formación del profesorado en la especialidad de artes plásticas y visuales, guion cinematográfico y lenguajes y manifestaciones artísticas y literarias. Ha publicado diferentes artículos en revistas académicas como Archivos de la Filmoteca, Femeris, Aniav, Re-visiones, Asri o Síneris, así como pronunciado conferencias en espacios como el Instituto Cervantes, las universidades de Salamanca, Huelva, Valencia o la Universidad Complutense y la Autónoma de Madrid, ejerciendo asimismo como profesor de educación plástica, visual y audiovisual y dibujo artístico en varios colegios de Madrid. Debido a su formación multidisciplinar, su trayectoria ha abarcado diversos ámbitos relacionados con la cultura, tales como el arte, el cine, la música, la escritura o el teatro.
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