/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
Madrid es el gran laboratorio del neoliberalismo ultrarreaccionario. En su definición a la carta de libertad, la derecha nacionalmadrileñista o madrileñopopulista ha promovido a divisa una versión adulterada del lema del escudo del Reino Unido. En lugar de «Dieu et mon droit», ellos patrocinan el piadoso eslogan «Dieu et mon caprice». Y al parecer, la mayoría de sus moradores están encantados, resignados o despistados. Para quienes consideran esa forma de gobernar y de vivir un atentado a la dignidad humana, no queda más camino que la desesperación. El triunfo de esa ideología se paga, sin embargo, y muy caro. El Madrid de hoy apenas es una sombra del de cuarenta años atrás. No hay rastro de la alegría, la ilusión y las inquietudes que allí bullían. La sensación de vitalidad que desbordaba la villa es cosa del pasado. Espiritualmente, es una comunidad empeñada en dar la razón a Dámaso Alonso.
Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres
(según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo
en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros,
o fluir blandamente la luz de la luna
(Insomnio en Hijos de la ira).
Algo ha cambiado desde 1944. El millón se ha multiplicado. Lejos de mi intención sugerir que todos ellos son zombis. Pero lo que se respira apenas se pisa la urbe son las prisas y el mal humor, el solipsismo, las miradas hoscas, los gestos de desconfianza, los malos modos, los empujones. La circulación es un caos espantoso lleno de ruido y contaminación, una jungla donde cláxones, insultos y amenazas vuelan de vehículo en vehículo. El metro o los trenes de cercanía, amén de ayudarnos a entender cómo se sienten las sardinas dentro de la lata, recuerdan las ciudades sin ley del Far West. Las gentes se atropellan sin miramientos en las colas, la irritación es un valor en alza y el estrés reina en exteriores e interiores. Solo en las urbanizaciones muy selectas el placer de pasear en paz y sosiego está a la vuelta de la esquina. En las envejecidas ciudades de la meseta, vaciadas de sangre joven por ese aspirador centrípeto que es la capital, está al alcance de cualquiera. Justicia poética, que se llama. No sé si el orgullo de sentirse, aunque sea en el campo de lo imaginario, parte de esas clases medias aspiracionales tan halagadas por la ideología dominante compensa la ausencia de vida que exige.
El narcisismo antisocial es la personalidad modelo para el Régimen establecido en el lugar. Puede parecer cosa de arte diabólica convencer a tantos que viven amargados de la mañana a la noche de que habitan el mejor de los mundos. Sin embargo, no hace falta torcerse mucho el mostacho buscando desvelar tamaño misterio. Basta con controlar monopolísticamente todos y cada uno de los aparatos de configuración y formateado mental. Ese es el secreto. Se trata de un totalitarismo cum grano salis. A los réprobos, necesarios pero nunca suficientes, les queda el parvo consuelo de votar en contra ritualmente cada equis años. O para los más activos, de salir de tiempo en tiempo a la calle a clamar tu descontento, por tu cuenta y riesgo, mientras aún sea factible. También, ya en el colmo, puedes publicar tu cuaderno de quejas en algún oscuro rincón, a sabiendas de que solo llegará a un pequeño círculo de irreductibles.
Es, además, el crimen perfecto, pues una porción no minúscula de la ciudadanía, los explotados entre los explotados, no tiene derecho a voto. Son inmigrantes; esos que cargan con las faenas más duras, horarios desmedidos y míseros salarios regateados hasta el último céntimo. De hecho, ni siquiera se atreven a decir esta boca es mía. Sin papeles o con el miedo permanente a perderlos al menor desliz, no hay otra opción que pasar lo más desapercibidos posible. Y a ojos de los demagogos de la xenofobia y el racismo, ellos, esenciales para que la ciudad marche, son menos que nada. Pero a imagen de ese don Quijote que a muchos les pertenece tanto como a los nativos, pueden afirmar «yo sé quién soy». Sus acusadores, en cambio, prestos en toda ocasión al insulto y la burla, cuando no a la violencia, no son sino una mala fotocopia de la sombra de otros.
La dignidad y la justicia estarán siempre del lado de esa madre que consume diez o doce horas en un trabajo por el que le pagan seis, y a eso añade tres o cuatro de transportes. Y nada tienen que decir quienes, sin haber dado un palo al agua en su vida, se permiten dividir a las personas por el color de su pasaporte. Marco Aurelio, emperador y filósofo, anotó en sus Meditaciones: «Mi ciudad y mi patria es Roma, en cuanto que Antonino. En cuanto que hombre, es el universo». El resumen de esto lo dejó muy claro hace décadas la sentencia de un sepulturero-filósofo. «En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo» (Valle-Inclán: Luces de bohemia). Profético el genial autor gallego. El esperpento nacional sigue vivito y coleando.
La falacia ha formado parte de las estrategias políticas y sociales desde que el mundo es mundo. Dominar el arte de engañar era básico para unas élites que aspiraban a contar con la aquiescencia colectiva, ya fuera por razones electorales o simplemente de control social. Los embustes debían ser verosímiles, si bien en ningún caso verificables en el corto plazo. Y ciertamente exigían talento creativo, ya que se imponía renovar continuamente la cartelera. Utilizar una y otra vez los mismos acaba por desgastarlos e inhabilitarlos. Había que emitir con tino promesas y condenas, deslumbrar con proyectos fantasma e imágenes atractivas. Ahora todo es chapuza y barullo. Los pseudointelectuales orgánicos del sistema apenas conocen las reglas elementales del arte de camelar a través de la seducción y la palabrería elegante. Su arma retórica preferida es el bulo, la modalidad más burda de mentira, su especie más degradada. De ahí que la fabricación y divulgación masiva de chismorreos disparatados se haya convertido en la punta de lanza del ilusionismo político. Los mayordomos no han salido todavía de la producción en cadena que sus empleadores abandonaron hace tiempo. Es una muestra más de su indigencia mental, pero no importa mucho, ya que con eso basta para domesticar a la mayoría y tenerla bajo control. A lo largo de la historia, gran número de varones solo han pensado con el órgano cercano al centro de gravedad. Hoy nos encontramos con una elevada proporción de personas, todos los géneros confundidos, que piensan con la vesícula biliar. Eso las deja incapaces no ya de distinguir entre churras y merinas, sino de diferenciar a las ovejas de los lobos.
Un sistema político blando y abierto requiere ciertas dotes de prestidigitación para reunir una masa crítica de partidarios. En un entramado totalitario y totalizante con anhelo de perdurar, se exige la adhesión inquebrantable de una población convencida de hacer lo correcto al someterse a él. Todos esos que llaman libertad a su oscura mezcla de autocomplacencia e hiperyoísmo no vacilan en gritar: «¡Vivan las cadenas!», mientras sean de radio y televisión. Para aquellos que aman el discurso bien armado, modelado por el flujo del espacio y del tiempo, la usurpación a la que asistimos día tras día por parte de los medios, las redes sociales y la ultraderecha es un espectáculo deplorable. La inundación de falsedades, bulos, barbaridades, estrépito y manipulación nos llega al cuello. Sería momento de plantearse la necesidad de un pacto constituyente por el lenguaje entre quienes aún creen en la viabilidad de una palabra libre y veraz.
No he de callar, por más que con el dedo,
Ya tocando la boca o ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
(Quevedo: Epístola satírica y censoria).

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
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