/ Palo y astilla / Francisco José Faraldo /
Entre nosotros la música es, sin duda, la peor tratada de las artes. Las enseñanzas musicales nunca han ocupado un lugar importante en los programas educativos y ha habido intelectuales —Unamuno, por ejemplo— que a pesar de su condición humanista no han tenido inconveniente en alardear de su ignorancia y nulo interés hacia la música. Difìcilmente ocurrirá por estos pagos que, como en muchos países europeos padres, hijos, sobrinos y demás familia sepan tañer instrumentos y toquen juntos durante las reuniones de los fines de semana, obteniendo así un evidente placer estético que, además, tiene el valor añadido de mantener las mentes y las manos ocupadas para que dichos encuentros no deriven hacia la trifulca o la tragedia, como ocurre a menudo entre los no melómanos.
También aquí hubo un tiempo en que se oía música en directo en los hogares. Me refiero a cuando hombres y mujeres cultivaban la afición a cantar dentro de sus casas. Con mayor o menor afinación, ellas se arrancaban por pasodobles o boleros mientras aireaban las sábanas o preparaban el cocido y, a través de las ventanas, la música inundaba el barrio entero. Los hombres, más comedidos, practicaban en el baño mientras se enjabonan la cara antes de rasurarse y parecía que, al compás de arias y zarzuelas, la hoja de afeitar se deslizaba con más suavidad y eficacia sobre el cutis. En aquel entonces, lo único que hacía callar por unos días a los ciudadanos era la llegada de la Semana Santa, porque la pasión y muerte de Cristo llevaban aparejadas la prohibición de cantar y hasta de silbar, de modo que las voces de vecinas y vecinos enmudecían y las jotas y soleares de la radio eran sustituidas por música clásica que, como se sabe, siempre va unida a sucesos lamentables: funerales, golpes de Estado y duelos diversos. En efecto, por alguna razón misteriosa, en las situaciones desgraciadas el poder se dedica a inyectar en los oídos ingentes cantidades de música clásica, con lo cual crea un rechazo insuperable en el inconsciente colectivo y el personal acaba asociando esa manifestación artística al aburrimiento, los desastres y la matraca eclesiástica. Las muertes de los papas, por ejemplo, son acompañados por el repertorio clásico de los últimos ocho siglos, que suena durante centenares de horas de emisión televisiva al fondo de las infinitas imágenes funerarias del doloroso acontecimiento.
Los malos tratos infligidos a la música clásica son continuos y hay abundantes pruebas de la confabulación existente para que los ciudadanos lleguen detestarla. La situación se agravó aún más cuando se inventó una de las formas más perversas para alimentar el rechazo. Telefoneamos a la compañía de seguros para comunicar que tenemos el cuarto de baño inundado, al concesionario del coche para pedir cita en el taller, a cualquier organismo público o privado donde tengamos algo que resolver, y siempre recibimos la misma respuesta: una sintonía musical que se repite una y otra vez mientras nos desesperamos pensando en el coste de la llamada y el tiempo perdido. Al cabo de unos minutos interminables, sentimos que en nuestro corazón comienza a crecer un odio desconocido hacia Vivaldi y nos espantamos ante la posibilitad de que a continuación nos coloquen íntegras las otras tres estaciones sin que una voz humana se avenga a decir una palabra, cualquier palabra.
En este clima de desprecio total hacia la música, resulta milagroso que todavía no se haya declarado enemigos públicos a Chopin, Mozart o Chaikovski y que algunos miembros de nuestra especie se hagan intérpretes o directores de orquesta. La única música que parece interesar ahora, y más en el verano, es la destinada al precalentamiento en las discotecas; la que ayuda a flexibilizar la pelvis o la que perfora los tímpanos de los más jóvenes con cuatro compases idénticos percutidos hasta el infinito. Mientras tanto, en la enseñanza obligatoria se sigue cultivando con aplicación el analfabetismo musical y se obliga a los niños a comprarse una flauta para demostrar que los ensayos del Frère Jacques tienen efectos letales para la convivencia vecinal.
Entre los mejores recuerdos de mi infancia está el de aquella vecina a la que oía cantar por el patio de luces su repertorio de coplas y pasodobles, una dádiva gratuita y alegre que entraba por la ventana y, no sé por qué, me ayudaba con los deberes de matemáticas. Si no fuera por ella, también yo habría odiado la música. Que santa Cecilia la bendiga.

Francisco José Faraldo (Ferrol, 1947) estudió magisterio y filosofía y letras en Madrid. Ejerció la enseñanza en Asturias y, durante doce años, en el Instituto Giner de los Ríos (Lisboa), ciudad en la que residió hasta 2018. Es autor de los libros de poemas Prédica del iluso (Premio Trivio) y La mano en el fuego (2017), tres textos teatrales y los ensayos El vecino invisible (2015) y Asociación Amigos de Mieres: cultura popular y lucha por la democracia en Asturias. En 2021 publica la novela Onofre, Raymond Queneau y una mula. En 2022 ha presentado la colección de poemas «Cantos y señas (básicamente es esto)» en Bohodón Ediciones. Colabora en publicaciones periódicas de España y Portugal y ha impartido y coordinado cursos de creatividad destinados a profesores en ambos países. Como traductor ha vertido al portugués la obra teatral del dramaturgo sudafricano Athol Fugard y al castellano la producción del pedagogo y compositor belga Jos Wuytack.
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