/ Laberinto con vistas / Antonio Monterrubio /
El concepto de industria cultural, que debería ser un ejemplo de libro de oxímoron, esconde una realidad de cultura industrial, y por ende nula. Los conglomerados de editoriales, periódicos, radios, televisiones y productos cinematográficos en manos de unos mismos propietarios acaban tejiendo una red que atrapa en su interior a la mayoría de la pesca del mercado, dejando unos pocos peces en el mar. Cuando promocionan sus intelectualmente escuálidas creaciones, se atreven a llamar a esos subproductos cultura europea. Y nosotros creyendo que eso eran Leonardo, Shakespeare, Mozart o Bergman. Pero al parecer, tal sintagma nominal se refiere a un conjunto infumable de bodrios peliculeros a base de terrores y bufonadas aptos para aficionados a los puros, la caza y los toros. Semejante humus favorece la proliferación de cerebros transparentes, permeables a todo tipo de radiaciones, disponibles para ser parasitados por los más peligrosos azotes de la humanidad. Gracias a esta preparación del terreno, aseveraciones inverificables por la muy buena razón de que son falsas pasan por certezas a ojos de ovejunos seguidores. Amén de negada, la realidad es concienzudamente volada, y en su lugar se fabrica otra completamente artificial. No es casual que en su propaganda política, los nacionalpopulistas hablen el lenguaje de la publicidad, es decir el idioma universal de la sociedad de consumo. Un discurso paranoicamente narcisista induce pseudoorgasmos tanto en el satisfecho emisor como en sus apasionados receptores. Y todo ese soufflé retórico no afirma nada, porque de hecho no tiene nada que afirmar. Solo cuenta descargar tormentas de furia sobre adversarios reales o inventados, mejor si no pueden defenderse. No importa lo que se diga, sino contra quién. Lo que se busca no es que las arengas contengan un mínimo de verdad, sino un máximo de bilis.
Un problema básico de las redes sociales es que su propia estructura alienta la difusión de los mensajes más simples y obtusos en detrimento de los críticos y razonados. Eslóganes e improperios, calumnias y terrorismo verbal llevan las de ganar en ese juego. A la hora de marginar, minimizar y si es necesario eliminar del tablero a los alborotadores, el Sistema ha encontrado con suma facilidad quien le haga el trabajo sucio. Esas Secciones de Asalto 2.0 que nos inundan con fétidas peroratas ocultan todo atisbo de visión crítica bajo toneladas de vómitos, pus y deyecciones. Se hace planear sobre nosotros la amenaza de los afilados dientes de los dobermann para que seamos conscientes de lo bien que vivimos bajo el paraguas de un Tinglado tan maravillosamente diseñado. Las redes atomizan e individualizan, aislando al elemento del conjunto, pero al mismo tiempo mantienen un ejército cohesionado por la idea obsesiva de agredir con saña a cualquiera que discrepe del Orden realmente existente. La jauría está compuesta de sujetos a los que se les deja creer que son unos, grandes y libres, cuando son los últimos y menos preciados esclavos de un Poder que ni imaginan. Credulidad, ignorancia, abyección y odio violento infestan el espacio virtual, de Twitter a Facebook pasando por Instagram o TikTok. Y esto es así porque están ampliamente difundidos en la sociedad. Las redes no crean esas aberraciones mentales y morales, se limitan a revelarlas.
Lo más terrible de este espectáculo mediático es lo fácilmente que los verdugos se disfrazan de víctimas y los perseguidos son presentados como perseguidores. Cuando alguien con acceso a la tribuna pública tiene la osadía de señalar la Gran Farsa con el dedo, sus minutos en antena tienden a escasear –cosas que pasan–. La canción que cerraba la versión de Tábano de La ópera del mendigo de John Gay, «Corren malos tiempos hoy/ para decir la verdad/ Si es que algo se ha escapado/ será por casualidad», parece el himno de los informativos de las cadenas de radio y televisión, incluyendo las más rompedoras. Recordemos, a beneficio de inventario, que esta función se estrenó en abril de 1975. Desde entonces ha llovido mucho, pero los charcos han cambiado menos de lo que se asegura. Los medios de comunicación de masas con sus ritos, liturgias y sacerdotes, más allá de su papel de creadores de consenso, son una maquinaria perfectamente engrasada de control social. Sus productos abarcan la homogeneización sociopolítica, la uniformización cultural a la baja y la destrucción progresiva de cualquier disidencia. La subclase charlatana es una fracción decisiva del servicio doméstico de las clases dominantes. Su patológica devoción a sus amos los lleva a profesar toda suerte de barbaridades con el único objetivo de mantener incólumes los barrotes de la jaula. Pero la violencia verbal es no pocas veces el prólogo de la física. Es fácil pasar de la inseguridad a la agresividad cuando se nada en el caldo de cultivo de la inopia. Estos oradores pirómanos solo necesitan encender la chispa. El combustible está preparado. Los vociferantes oficiales del Sistema no tienen el menor interés en la verdad profunda, ni siquiera en describir mal que bien las realidades superficiales. Prefieren la mentira y el fraude. Puesto que no les gusta el mundo tal y como es, optan por disolverlo y nombrar uno nuevo, por ficticio que sea, mientras se acomode a su delirio.
Presumimos de sociedades donde todos tienen acceso al jardín del saber, pero lo que vemos crecer alrededor son las malas hierbas de la ignorancia supina. Aquello que se quiere divulgar, y desde luego lo que no, está estrictamente dictado por los dueños monopolistas de las autopistas de la información. Un signo de cómo funciona el moldeado de conciencias es la importancia desmesurada concedida a nimiedades pueriles. La superinformación de buena parte de la población consiste en estar al tanto de las últimas chorradas de los famosetes de turno, youtubers, influencers y demás ralea. Añádase el conocimiento a fondo de las portentosas vidas y milagros de esos exóticos y casi alienígenas seres que pueblan los reality shows, amén de sus profundas preocupaciones vitales. Salpiméntese el plato con programas de misterio y sucesos, y como toque cultural una inacabable retahíla de empalagosos folletines más falsos que un euro con la cara de Popeye. Mantener a la gente sonámbula mediante chascarrillos y chismorreos es una forma harto eficiente de control ideológico y social. Esto explica la insistencia en bombardearnos con ocurrencias primarias y letales como el negacionismo de la violencia machista o de la covid-19. Se invita a los platós a eximios representantes de estas aberraciones psíquicas con el pretexto de denunciar o ridiculizar sus posiciones. Pero lo que se está haciendo es regalarles minutos de emisión que se racanean a quienes tienen propuestas inteligentes que exponer. La mera presencia de algo en pantalla le da una pátina de verosimilitud y un aura de autoridad intelectual y moral. El televidente no va a discernir lo que hay de verdad aquí o allá, sino que se va a dejar embaucar por el que más grite, el más vehemente, el más insultón o el más sexy. Porque esa es la materia de la que está hecha la audiencia, amigos: la misma de la que están hechas las pesadillas.
El universo de las ideas y los discursos se ha transformado en un gran carnaval donde casi nada es lo que parece. Sometido a las feroces normas del mercado, el trabajo intelectual tiene serias dificultades para escapar de las leyes de la oferta y la demanda. Ante la proliferación de opiniones que se suceden aceleradamente, es fácil caer en la trampa de un pensamiento leve, volátil y efímero. En un mundo donde solo lo que proporciona riqueza y poder es válido y legítimo, la imagen de la Razón desafiando a las fuerzas del Caos tiene bastante de quijotesco. Se necesita el coraje de ir constantemente a contracorriente, y asumir que esa tarea no acarrea dinero, celebridad ni confort, ya que hoy no se busca la verdad, sino el share.

Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.
El panfleto es un ejercicio mucho más difícil de lo que parece. Para escribir panfletos hace falta algo más que simplificar el pensamiento hasta el ridículo, exagerar afirmaciones, adjetivar con violencia, intentar ingenuamente apabullar al lector con fórmulas de periódico sensacionalista y ráfagas de sinónimos aparatosos. No basta exagerar para escribir panfletos. El peligro de la exageración es que se vuelve rápidamente insignificante, como tan bien lo vio Talleyrand.
Dicho eso, el artículo se limita a describir un fenómeno que todo el mundo conoce y sobre el que abundan las críticas por todas partes desde hace años, sin preguntarse nunca por sus causas reales, sin reflexionar jamás sobre su origen último.
Su única “explicación” es la marxista de siempre, tan manoseada desde hace un siglo por lo menos y que tan ineficaz se ha mostrado electoralmente desde hace 30 o 40 años, desde la invasión de la tecnología en nuestras vidas precisamente : “Los medios de comunicación de masas con sus ritos, liturgias y sacerdotes, más allá de su papel de creadores de consenso, son una maquinaria perfectamente engrasada de control social. Sus productos abarcan la homogeneización sociopolítica, la uniformización cultural a la baja y la destrucción progresiva de cualquier disidencia. La subclase charlatana es una fracción decisiva del servicio doméstico de las clases dominantes.”