/ una reseña de Carlos Alcorta /
De todos es conocida la revisión que Ezra Pound realizó sobre el manuscrito de La tierra baldía de Eliot. Redujo los más de 800 versos iniciales a 434. Eliot, a quien venía apoyando desde 1914, le agradeció el trabajo dedicándole el libro: «Il miglior fabbro» (el mejor maestro). Menos conocida, sin embargo, es la ayuda económica que le prestó, al parecer sin conocimiento de Eliot. Pero la generosidad de Pound ―quien, conviene recordar, no gozaba precisamente de una situación boyante y abogaba por subvencionar de artistas para que pudieran «seguir sus más elevadas ambiciones sin necesidad de conciliar al ignorante “en route”»― no se redujo a un solo autor, ni a un solo artista. Otro de los beneficiados fue, tanto en el aspecto editorial como el económico, James Joyce, el autor de Ulises (resulta algo más que anecdótico que detrás de la publicación de dos de obras cumbres de la literatura en lengua inglesa estuviera el mismo hombre). De los esfuerzos por ayudar a Joyce, de su función como agente literario del autor, por supuesto sin ganar un céntimo, de los consejos para reducir gastos y vivir de forma modesta, de los artículos ensalzando su obra e, incluso, de las recomendaciones en torno a sus problemas oculares dan cuenta las cartas y ensayos que contiene este volumen cuya edición debemos al especialista poundiano Forrest Read.
Pound y Joyce se conocieron gracias a la intervención de Yeats, para quien Pound ejercía de secretario en 1913. Joyce, residente en Trieste desde hacia varios años, recibió las primeras cartas del norteamericano con verdadero entusiasmo. Por fin alguien se interesaba por sus escritos: de ahí que le enviara de inmediato copias del libro de relatos Dublineses, que estaba intentando publicar desde 1905, y de la novela que tenía entre manos: Retrato del artista adolescente. Joyce, mientras vivió en Irlanda, solo había publicado algunos poemas, otros tantos ensayos y reseñas, era casi un desconocido que vivía estrechamente en Trieste ejerciendo como profesor de inglés, amargado por sus continuos intentos fracasados. Pound ―«el ministro de las artes sin cargo», como lo apodó Horace Gregory― apareció en su vida de forma providencial. Con su temperamento arrollador, su vasta cultura y su fortaleza volcánica, actuaba como profeta, pero también como redentor. Estaba intentando fusionar la cultura europea con la norteamericana, insuflar la vitalidad des esta última a la decaída tradición de la vieja Europa y vio en Joyce uno de los pilares de esa fusión, de la modernidad que preconizaba. La ayuda que presto al irlandés fue económica, aunque es muy probable que viviera más desahogado que el propio Pound, pero, como demuestran las cartas que contiene este volumen, su generosidad se dirigió fundamentalmente a que se reconociera el talento de Joyce y se publicaran sus obras, que tantas cortapisas encontraban, no solo financieramente hablando, sino con la censura. Como escribe Read,
«fue en gran parte gracias a Pound que Joyce se mantuvo en contacto con su propia literatura e idioma durante el aislamiento de los años de la guerra [se refiere a la primera guerra mundial]. Asimismo, Pound fue capaz de obtener apoyo financiero en momentos críticos de fuentes tan diversas como el Royal Literary Fund, la Society of Authors, el Parlamento del Reino Unido y el abogado neoyorquino John Quinn. Para ayudar a Joyce con una de sus operaciones del ojo, incluso llegó a intentar vender documentos manuscritos auténticos de los Reyes Católicos».
La confianza que Pound depositó en la calidad de la obra de Joyce no la tenía ni el propio autor, siempre necesitado del elogio y de la aprobación de los demás. No se trata de hacer especulaciones, pero es muy probable que, sin el empuje y la defensa a ultranza que llevó a cabo durante varios años, la obra de Joyce no hubiera alcanzado la relevancia que adquirió a raíz de conocerse. Fue también imprescindible su apoyo, su determinación y sus consejos literarios para que terminara Ulises. «El propio Joyce se cuestionaba si habría sido capaz de terminar y publicar sus libros sin el esfuerzo de Pound», escribe Read. Los elogios que dispensó a obras como Dublineses o Retrato del artista no le impidieron, sin embargo, mostrar objeciones respecto a Exiliados, pese a lo cual también avaló esta obra en sus ensayos críticos y las desavenencias sobre Finnegans Wake. Por el contrario, apenas quedan registros de los comentarios de Joyce a la obra de Pound.
Por otra parte, y como suele ocurrir cuando la relación amistosa se prolonga en el tiempo, esta sufrió altibajos. Del entusiasmo de los primeros años (recordemos que la primera carta que se cruzaron data de diciembre de 1913 y la correspondencia se prolongó durante casi tres décadas más), Pound pasó a criticar la obra de Joyce porque solo se dedicaba a explorar las derivas de la conciencia, sin prestar atención a la economía, a la política, a la sociedad, una opción esta por la que Pound había apostado en los últimos años. Pese a ello, como dan fe los numerosos ensayos sobre Joyce incluidos en el libro, Pound nunca dejó de reconocer la grandeza de su obra primera: «Considero un necio a todo aquel que ha leído por placer Dublineses, Retrato del artista y Ulises […] Creo que quien no ha leído estos libros no está capacitado para enseñar literatura en ninguna escuela secundaria o universidad», afirmó en «Historia pasada», uno de los ensayos incluidos en esta esmerada edición, para continuar diciendo: «No creo que la última obra del Sr. Joyce le interese a más de unos cuantos especialistas y tampoco puedo ver en ella una comprensión, o una gran preocupación, acerca del presente».
Como vemos, lo que cambió fueron los principios en los que basaba la literatura Pound, no la escritura de Joyce. Las cartas y ensayos que contiene este libro desvelan, por una parte, la generosidad sin límites de un Pound consagrado a reivindicar la nueva literatura y una nueva crítica basada en el conocimiento de la poesía universal, un nuevo Renacimiento en suma, y, por otra, aportan una visión privilegiada sobre la personalidad de quien, sobre todo en los últimos años pasados en Europa, pretendía ejercer de profeta, de apóstol de los nuevos tiempos. Su propio ofuscamiento le condujo a un callejón sin salida. Los pretendidos nuevos tiempos que él defendía estaban, sin embargo, ya fuera del tiempo y el presente en el que vivía se encargó de hacérselo pagar muy caro.

Ezra Pound
Forrest Read (ed. y coment.)
Alicia García Ferreras y David Alcaraz Millán (trads.)
512 páginas
26,90 €

Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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