Almacén de ambigüedades

De aquellos polvos, estos lodos

Antonio Monterrubio escribe sobre el individualismo neoliberal y cómo «la derrota orgánica fue también interna, íntima. El orgullo desapareció. Ser de clase trabajadora se convirtió en una deshonra, casi una perversión».

/ Almacén de ambigüedades / Antonio Monterrubio /

La ofensiva ultraliberal desencadenada a finales de los setenta debilitó gravemente las organizaciones colectivas populares. Partidos, sindicatos o asociaciones de los trabajadores fueron relegados, socavados, destruidos o transformados en defensores de intereses no ya distintos, sino opuestos a los que les habían dado origen. Privados de alternativas creíbles y hasta de voluntad de tenerlas, se tambalearon ante el empuje de las triunfantes fuerzas del egoísmo y el Capital.

La derrota orgánica fue también interna, íntima. El orgullo desapareció. Ser de clase trabajadora se convirtió en una deshonra, casi una perversión. La horrorizada negativa a identificarse con tan condenable condición llevó consigo el desmoronamiento de una cultura de solidaridad y ayuda mutua. La ruptura de lazos provocada por el espejismo del Eldorado de la clase media disipó redes de colaboración y fraternidad familiares, laborales o vecinales tejidas a lo largo y ancho de una historia común.

Esto no supuso problema alguno en tiempos de vacas gordas, mientras el rampante neoliberalismo prometía que ataríamos los perros con longanizas por los siglos de los siglos. Es a la hora de pagar la cuenta de ese sueño megalómano cuando empezamos a ver las consecuencias del brutal hiperindividualismo que ha entronizado. El «primero yo, luego yo, después yo» y en cuarto lugar, en el mejor de los casos, «mi familia nuclear», ha agostado cualquier escrúpulo. Ancianos con hijos y nietos viven y mueren solos, y su fallecimiento se descubre semanas o meses más tarde. La aporofobia hace estragos. Marginales y sin techo son mirados despectivamente, cuando no insultados y amenazados. Mendigos son agredidos por el hecho de serlo, a veces por niños bien o pijos asilvestrados y otras por quienes apenas son un ápice más prósperos que ellos. Las oficinas que gestionan la situación de los demandantes de asilo no dan abasto, muchos duermen en la calle, y la idea luminosa del ultra ayuntamiento de Madrid es retirar los bancos en los que descansaban. Se procura que las almas distinguidas o con aspiraciones de serlo no tengan que sufrir el oprobio retiniano que les causa la mera vista de los pobres. Esa santa indignación lleva a la proliferación de ciudades dormitorio, suburbios y ghettos destinados a archivar a todo tipo de gentes susceptibles de oscurecer el brillo de la decoración urbana.

Recientemente, oí a un oncólogo lamentarse amargamente de la frecuencia con que mujeres afectadas de cánceres ginecológicos le notificaban en el curso del tratamiento que su marido o pareja las había dejado. La preocupación por el prójimo ha pasado a representar una molestia. No es ya que el infierno sean los otros, sino que se actúa como si no existieran o fueran una pesadilla que viene a interrumpir nuestra sesión continua de gloria y esplendor. Pero está demostrado que el egoísmo no hace a las personas más felices. Por el contrario, es una pendiente por la que se va rodando sin alcanzar jamás el fondo de la miseria moral. Aun así, en algún momento casi todos somos conscientes de que no solo de consumo vive el hombre, por más que se empeñen nuevos predicadores y falsos profetas.

Las clases populares, campesinos, obreros y empleados del montón, nunca han sido particularmente apreciados por quienes se sentían por encima. A lo sumo encontraban condescendencia. La empatía hacia sus problemas e inquietudes era cuestión de unos pocos acomodados, difusamente denominados liberales, progresistas o socialistas según épocas y lugares. También en ciertos ambientes intelectuales y artísticos ardía la llama de la identificación con sus reivindicaciones. Pero el neoliberalismo sembró el caos. Su estrategia, deliberada o no, fue doble. Por un lado, se enarboló el estandarte de La clase media somos todos, y por otro se lanzó el descrédito sobre el proletariado. Empezaron a ser señalados con el dedo los que caían en el paro, más si se prolongaba, y quienes se veían obligados por las circunstancias a navegar de trabajo precario a curre en negro, con paradas temporales en las islas desafortunadas de los Subsidios de desempleo.

En su libro de imprescindible lectura Chavs: la demonización de la clase obrera, Owen Jones expone de forma impecable e implacable cómo se ha caído tan bajo en el Reino Unido y las consecuencias que tal mentalidad acarrea. Sus diagnósticos y conclusiones son extrapolables a cualquier país. «El cambio llegó con el advenimiento del thatcherismo y su asalto a lo que podrías llamarse “ser de clase trabajadora”: valores, instituciones, industrias y comunidades de clase obrera». Lo que esa guerra relámpago contra los estamentos populares propició se ve reflejado en una cita de David Kynastan recogida en el mismo volumen. «A partir de los años ochenta, empieza a ser posible despreciar a la clase trabajadora en los medios de comunicación […] de un modo irrespetuoso y absolutamente cruel». Resultado: ya nadie se definiría como perteneciente a este colectivo.

Pero el ficticio engrosamiento de los estratos intermedios a base de insuflarles aire entraña un serio peligro. Ni siquiera es una suma de individuos, sino una colección de elementos separados. Cada uno tiene sus propios intereses, a menudo incompatibles con los de otros, y se mueve solo en función de ellos. La comunidad ha dejado de existir. Los grandes han aprendido bien la lección de César: «Divide y vencerás». Los inevitables perdedores quedan agrupados en una subclase marginada y excluida. Objeto del desdén de los demás, hasta de quienes salieron de su seno y han logrado subir un escalón, el resentimiento les va haciendo mella. El desamparo al que los condenan autoridades, instituciones y partidos es el abono ideal para la siembra del odio. Si quienes deberían ocuparse de ellos no reaccionan, acabarán convertidos en fiel clientela de los demagogos del nacionalpopulismo. Mostrarles con el dedo a otros aún más desgraciados a los que pueden odiar sin complejos es tarea que miserables desalmados siempre estarán dispuestos a asumir. Desorientados y resentidos, muchos no han tenido inconveniente en dejarse seducir por los malignos profetas que enarbolan el espantajo del racismo, el machismo y la superstición.

Las ideas de cambio social, de reforma y mejora de lo existente, están atrapadas entre las dos patas de una pinza trituradora. Tenemos a la pseudomoderna máquina globalizadora con su culto a los triunfadores que salen del pantano por sí solos tirando de sus propios cabellos, como el barón de Münchausen. A su lado el nacionalpopulismo rampante, teñido o no de socialnativismo, para quien la causa de todos los males es el otro. Encuadradas así las capas más altas y más bajas de la sociedad, la base electoral de los partidos del progreso ha quedado reducida a una porción de la clase media con sólida preparación, inquietudes intelectuales y conciencia social. Constituye la izquierda brahmánica, fenómeno examinado por Piketty en Capital e ideología.

El hiperindividualismo posmoderno y el antirracionalismo galopante son las guadañas que han ido segando la hierba bajo los pies de estas fuerzas políticas. Pese a la superabundancia de hipertitulados universitarios en las sociedades desarrolladas, no puede esperarse que engrosen las filas de la izquierda. Programas de estudios hábilmente diseñados están dando lugar a que de los establecimientos de enseñanza salgan sujetos extremadamente cerrados de mollera, moralmente poco edificantes y profundamente ignorantes. Pillada entre dos polos con clara vocación antiintelectual, descarada en un caso y sibilina en el otro, la izquierda brahmánica corre el riesgo de convertirse en un conventículo de predicadores sin influencia efectiva o, lo que es aún más grave para el futuro de la humanidad, en la voz de la Razón que clama en el desierto.


Antonio Monterrubio Prada nació en una aldea de las montañas de Sanabria y ha residido casi siempre en Zamora. Formado en la Universidad de Salamanca, ha dedicado varias décadas a la enseñanza. Recientemente se ha publicado en un volumen la trilogía de La verdad del cuentista (La verdad del cuentista, Almacén de ambigüedades y Laberinto con vistas) en la editorial Semuret.

1 comment on “De aquellos polvos, estos lodos

  1. Agustín Villalba

    Texto alucinante que intenta probar con mucha verborrea vácua y mucho sinónimo sonoro que el Mal apareció sobre este planeta a partir de “la ofensiva ultraliberal desencadenada a finales de los setenta”. Antes todo el mundo se entendía bien y no había la mínima injusticia. Todo era solidaridad y amor al prójimo, incluso pobre. Todas las familias se entendían a la perfección. El egoísmo no existía.

    Y cuando mejor estábamos en el Edén de los años 60 y principios de los 70, llegó el neoliberalismo (anglosajón, por supuesto) y “sembró el caos”.

    Recordémosle al autor de ese texto disparatado (¿cómo se puede escribir que “ser de clase trabajadora se convirtió en […] casi una perversión”) la famosa frase de Talleyrand: «Todo lo que es excesivo est insignificante».

    PS. Si alguien sabe en qué consiste una estrategia no deliberada (“su estrategia, deliberada o no, fue doble”), me gustaría que me lo explicara.

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