Escenario

La duración

Jorge Praga reseña 'Extraña forma de vida', la última película de Pedro Almodóvar, quien, «ya que no pudo hacer 'Brokeback Mountain', primer western gay, se refugia en esta propina que se permite incluso un guiño a 'Grupo salvaje'».

/ por Jorge Praga /

El estreno de la última obra de Almodóvar, Extraña forma de vida, ha vuelto a subrayar una cualidad que también llamó la atención hace tres años en La voz humana: su duración atípica de treinta minutos, con difícil encaje en los horarios comerciales y en las costumbres de los espectadores. Las dos películas se han proyectado aisladamente en sesiones sin complementos ni añadidos, lo que deja en el espectador una sensación final de extrañeza, obligado a abandonar su butaca a la media hora, frente a las casi dos horas que en promedio duran las demás películas.

Medimos el tiempo con nuestros relojes, ahora también con el móvil. Antes de la proyección sabemos ya la duración de la sesión, aunque la señalamos con una palabra, metraje (cortometraje, largometraje…), proveniente de la longitud de los rollos cuando el cine comenzaba y la capacidad de las cámaras y proyectores era pequeña. Una película de dos bobinas, de cuatro, se decía en el cine mudo en otro registro que marcaba la duración según la longitud de la cinta. Sin reloj ni móvil, sin información previa del metraje, seguramente nuestras sensaciones serían mucho más imprecisas. El hombre ha vivido durante miles de años sin más guía temporal que los cambios de luz durante la jornada y la posición de los planetas que marcan la semana, el mes (los ciclos lunares) y el año (el ciclo solar). «El tiempo ha nacido con el cielo», señalaba Platón en el Timeo. La percepción humana del tiempo cambia cuando se inventan artilugios y máquinas que reducen su fluido a números que pasan a ser de dominio social (se cuenta que el primer registro público lo organizó en Francia el rey Carlos V, en 1370, cuando ordenó que todas las campanas de París se acompasasen al reloj del Palacio Real).

El estreno de La voz humana, en plena pandemia, se acompañaba de una intervención previa de Almodóvar solicitando del espectador su visión en una sala de cine. Estas líneas se piensan desde las consecuencias de esa premisa: el espectador que acude a la proyección (inamovible él en su butaca, sin pausa la película en la gran pantalla), pertrechado en su tiempo objetivo, alertado de una duración que controlará con su reloj o su móvil, sujetado al segmento de una programación comercial entre dos cifras. Números, tramos de un cómputo que en la proyección se enfrentarán al despliegue temporal propio de la película. Estalla un conflicto entre el tiempo objetivo y el que proviene del arte y penetra en el receptor. Cada obra pide al espectador su inmersión en un universo nuevo en el que para entrar debe entregar, como si de un control de seguridad se tratara, sus instrumentos de medida del tiempo. Fuera relojes. El espectador se ve empujado a un transporte, casi a una disolución semejante a la hipnosis o al sueño, guiado por la seducción de la obra. Si esa seducción flaquea, o no se produce, rescataremos nuestro reloj. Carlos Boyero suele introducir ese registro en sus crónicas («miré el reloj a los veinte minutos», «antes de la primera hora ya había consultado el reloj varias veces»…) como muestra de aburrimiento, de distancia con la pantalla. De fracaso.

El propio cine ha hecho en ocasiones de su mecanismo de seducción y absorción su propio tema, su argumento, construyéndose como una metanarración. El comienzo de Europa (1991), de Lars Von Trier, puede ser un buen ejemplo: va enumerando una serie de mandatos que el espectador debe cumplir para acceder al universo del relato, que no es otro que la Alemania destruida tras la segunda guerra mundial. La poderosa voz de Max von Sydow, encabalgada sobre el traqueteo de un tren en la noche y el golpeo rítmico de un arco de violonchelo, va desgranando instrucciones para que el espectador se abandone: «Relájate», «Te hundes», «Tu cuerpo no pesa». El final del viaje es el despertar, en un estado semejante a la hipnosis, en la Alemania de posguerra en la que discurrirá la acción fílmica. La hipnosis como metáfora de la atención extrema del espectador. Otra es el sueño, señalado explícitamente en una joya casi centenaria de Buster Keaton, Sherlock, Jr. (1924). Su protagonista se queda dormido mientras proyecta una película en un cine. La parte de su cuerpo que participa del sueño, tal vez su inconsciente, se baja al patio de butacas, contempla la película, y reconoce en ella el conflicto amoroso que le atormenta. Sube entonces a la pantalla con la habitual decisión keatoniana y se involucra a fondo entre los personajes de ficción para aclarar su problema. Cuando descubre y castiga al culpable la película concluye con su final feliz. El protagonista despierta entonces de su sueño, vuelve al mundo real enriquecido por una revelación que se ha producido en la pantalla y que le premiará con la conquista de la chica. El precio de esa riqueza ha sido su entrega absoluta como espectador, su disolución temporal en el metafórico sueño.

La duración no es entonces importante en una obra cinematográfica, pues su metraje debe olvidarse y diluirse en el nuevo tiempo que propone la pantalla. Buster Keaton lo consigue en apenas tres cuartos de hora. ¿Y cuánto dura Un perro andaluz (1929), el debut cinematográfico de Luis Buñuel? Bien poco importa cuando nada más comenzar el espectador es arrebatado por el plano más brutal de la historia del cine. En la cadena surrealista de imágenes que se abren a continuación el tiempo de la narración es un desvarío jalonado por títulos: «Huit ans après», «Vers trois heures du matin», «Seize ans avant». Qué más da que en el olvidado reloj las manecillas solo recorran veinte minutos.

Volvamos finalmente a Almodóvar y los mediometrajes que suscitaron esta reflexión. ¿Son capaces de embriagar al espectador hasta derrotar su anómala duración comercial? La voz humana parte de un texto teatral de Jean Cocteau de 1930, llevado al cine en varias ocasiones. En él una mujer habla por teléfono tratando de salvar su relación amorosa, extendiéndola, recreándola, inventándola si es necesario. Es un texto denso y dramático, que Almodóvar viste con la complicidad fotográfica de José Luis Alcaine. Planos cargados de formas y colores, composiciones de belleza y soledad, desolación creciente en el cuerpo de la actriz, Tilda Swinton. Pero la necesaria simbiosis de imagen y texto no se produce, y menos cuando los necesarios y abundantes subtítulos fustigan la visión. En Extraña forma de vida se produce un choque parecido de agua y aceite. El canon del western se da de bruces nada más comenzar con un fado de Amália Rodrigues cantado por Caetano Veloso que da título a la película. Almodóvar quiere hacer suyo el género sin renunciar a su personalidad, construyendo un horizonte de cuidados y amores entre dos pistoleros que antes se disparan de acuerdo co n los rigores del canon. Ya que no pudo hacer Brokeback Mountain, primer western gay, se refugia en esta propina que se permite incluso un guiño a Grupo salvaje. Tiene el sabor de un ensayo, de un experimento breve, igual que el otro mediometraje. En ninguno de ellos la seducción vuela muy lejos, aunque siempre es interesante explorar los límites, y las limitaciones, de un autor con poder y libertad.


Jorge Praga Terente (Sama de Langreo [Asturias], 1952) es matemático de profesión y crítico de cine. Como escritor ha publicado los libros Biografías del tiempo (1999), Cartas desde Omedines (2017) y Tierra de Campos infinitamente (2021), y participado en libros colectivos de orientación predominantemente cinematográfica. Sus colaboraciones en prensa y revistas culturales son muy numerosas. En la actualidad publica regularmente en el suplemento cultural de El Norte de CastillaLa Sombra del Ciprés. También imparte seminarios en el Curso de Cinematografía que organiza la Cátedra de Cine de la Universidad de Valladolid.

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