Cerca del cielo

Diario de Cabrones, I

Sergio Fernández Salvador retoma sus crónicas montañeras para contar, en tres partes, una expedición al Picu de los Cabrones, en el macizo central de los Picos de Europa.

/ Cerca del cielo / Sergio Fernández Salvador /

Salgo a las 6:30. Como el radio-cd del Ford Fiesta está bloqueado, echo al asiento del copiloto un reproductor portátil con un pincho cuya música he seleccionado la noche anterior. Importante, porque es un viaje de tres horas. La idea es dejar el coche en Fuente Dé, dormir hoy en el refugio de Cabrones, mañana en el de Urriellu y pasado en Celorio, rematando la escapada a Picos en las playas del Oriente asturiano, y pasando el domingo tranquilamente en Llanes antes de volver a Valladolid.

El viaje es pesadete hasta Herrera de Pisuerga. Ahí se coge una carretera provincial que pasa por Cervera de Pisuerga y Potes. El tramo hasta Cervera está salpicado de iglesias románicas como la de Moarves de Ojeda, a cuya rojiza portada se refirió Unamuno como «encendida encarnadura». Leo en un panel informativo que su color se debe a que sus constructores sumergían los sillares en cal mezclada con óxido de hierro, lo que contribuía a su mejor conservación.

Iglesia de piedra

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Tras Cervera y su embalse, aún en Palencia, se entra en el Parque de las Fuentes Carrionas. La carretera atraviesa un cerrado bosque de hayas y robles. Apago la música y bajo las ventanillas, que enhebran los cantos de pájaros desconocidos, acaso sólo traducibles por el androide R2-D2. Comienza luego la subida al interminable puerto de Piedrasluengas, ya frontera con Cantabria.

Aparco en Fuente Dé y tomo el teleférico con algo de retraso sobre el horario previsto. Nada importante, son los días más largos del año y tengo hasta las ocho, hora a la que se sirve la cena, para llegar al refugio. Esos 700 metros que salva el cable evitan una incómoda subida por la Canal de la Jenduda. Cuando el expendedor de los billetes, lo que se dice un optimista, pregunta a la pareja que me precede si sacan ida y vuelta y, consultado por estos, les informa de que se puede bajar andando por dicho sedo, les miro el calzado. No olvidarán en su vida ese caminejo en el que destrozaron él sus zapatos castellanos y ella sus bonitas sandalias. Si sólo es eso… Desde luego, se puede informar mejor, pero tengo visto que la gente se mete por Picos de Europa de cualquier manera, y la montaña, que se da entera y por nada, se cobra caras las faltas de respeto.

Ya en marcha, con el circo de la Remoña y la Padiorna a mi izquierda y la mole de la Peña Olvidada a mi derecha, voy recitando un romancillo que escribí aquí mismo, bajando de la Collada Blanca con Sara. Y aquí en su casa, claro, me gusta más: «el pedrero recostado/ a los pies de Santa Ana,/ el camino preguntando,/ la laguna en que aún temblaba/ la risa triste de un niño/ con su padre en la montaña». Cuando el camino empieza a empinarse, se van dando la vuelta los que subieron sólo por contemplar las vistas y vivir la experiencia del funicular. De repente me adelanta una pareja corriendo. Llevan una pajita que les permite beber sin detenerse, y el artefacto ese que se ponen ahora en el brazo los que salen a correr. Por supuesto que no se fijarán en la clavellina que brota entre las piedras, en cómo va cambiando la perspectiva de las cumbres, ni les acompañará como a mí, que la hago caso, una mariposa ortiguera (¿será la misma siempre?). Lo importante es su reto, ese onanismo. Cuando llego a La Vueltona, los encuentro sentados en una roca, reponiendo líquido, satisfechos. Me piden que les saque una foto y me preguntan por la altura de los picos que nos rodean. «El más alto es Peña Vieja, 2613, aunque desde aquí no se ve la cima. El del fondo es el Tesorero, 2570, y separa Cantabria, Asturias y León. El rojizo que hay a su derecha, Horcados Rojos, 2506». Tienen suficiente. «Vaya memoria, ¿no? ¿Te sabes la altura de todos los picos?». «Qué va. Sólo algunas que me aprendí de niño. Como las capitales».

Llego al collado de Horcados Rojos en hora y media. Desde aquí ya se ve el Naranjo de Bulnes, que los asturianos llaman Picu Urriellu. Se dice que los marinos, a la hora del atardecer y en los días claros, veían el sol desangrarse sobre su cara Oeste, y que por eso le llamaban el Naranjo. Parece mentira que, en línea recta, el mar esté a apenas 25 kilómetros. 

Personas en una montaña de roca

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Hacia la izquierda queda Cabaña Verónica, el refugio guardado de mayor altitud de la Península (2325 m.), construido a partir de la cúpula metálica de la batería antiaérea de un portaaviones estadounidense. Subo en dirección al Tesorero, pero me desvío hacia un pequeño collado que hay en su cresta derecha, antes de las Peñas Urrieles. Desde él debo ir llaneando por la falda de los Picos de Arenizas hasta dar con otro collado, tras la última de sus cinco cotas, que me permita pasar a la horcada de Don Carlos, y de ahí al circo de Torrecerredo, desde donde ya todo será bajada. Esta es la parte de la ruta que no conozco, y hay siempre en ello mucho de ilusión y algo de incertidumbre, y por momentos de congoja. Piso algún nevero (nunca había visto tan poca nieve en este tiempo) y voy siguiendo sin problema los hitos (o jitos, que es como se pronuncia), unos montones de piedras a modo de señal, ganando altura, hasta que veo sobre mí una horcada muy estrecha y monda que puede ser la mía. La última parte es muy pindia. Llegar a un collado o una horcada supone para el montañero un momento de satisfacción a pocos comparable: de repente se divisa lo que la peña tapaba, y esa alegría de horizonte viene refrendada por un aire vivificador. Pero esta vez el viento casi me tira. Me quedo agachado. No me resisto a hacer la foto, porque por primera vez se divisa, en segundo plano, el macizo occidental, presidido por la aguileña silueta de Peña Santa de Castilla. 

Vista de una montaña

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Una montaña de roca

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La horcada, del otro lado, es impracticable, casi vertical. Ello unido al viento, que tomo por mal agüero, me hace advertir que debo volver ya sobre mis pasos. No se baja bien, porque la piedra está muy rota. Las chinas pequeñas sobre las lajas hacen que se resbale. Me parece una pena perder altura e intento bordear lo más arriba posible. Buscando el mejor sitio me enrisco y pierdo mucho tiempo y muchas fuerzas. Con la tontería, he perdido el camino. Hasta que a la vuelta de una peña veo un hito un poco más abajo. Sin más aventuras, bajo hasta él y como algo. Ya con la tranquilidad de estar en el camino, sigo subiendo por él hasta llegar al collado de Arenizas, más ancho de lo que había pensado.

Otro elemento ineludible en estos pasos son los vivacs, círculos de piedra en torno a un suelo de tierra levantados para cortar el viento por quien tuvo que pasar la noche al raso. 

Una montaña de roca

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Ya veo Torrecerredo, el techo de Picos de Europa con sus 2648 metros. Tomo otra barrita energética y acabo el segundo litro de agua. Me tumbo un rato apoyado sobre la mochila, a la sombra de una peña. Me entra un delicioso sopor al que me abandono unos minutos antes de continuar bordeando el hoyo al que da el collado, hasta llegar a la horcada de Caín, final de la canal de Dobresengros. Otro vivac y otra parada para mirar con los prismáticos antes de continuar hasta la horcada de Don Carlos con su nevero perpetuo, terreno ya conocido. No se sabe cómo, son casi las seis. A pesar de estar a tiro, renuncio a la idea inicial de subir a la Torre Bermeja, a la izquierda de Torrecerredo. Debo bordear el hoyo de Cerredo en dirección a esta cima. Atravieso dos neveros cortos asegurando cuatro o cinco veces cada pisada. La nieve, ni dura ni blanda, da mucha confianza, pero es inevitable mirar hacia abajo y pensar en qué pararía un resbalón. La mano izquierda, apoyada en la nieve, queda insensible. Salvados estos neveros, hay que ir buscando el mejor camino, probando, subiendo y bajando, en lo que se pierde mucho tiempo. Así que al llegar a otro nevero menos pendiente, bajo de a hecho por él hasta el fondo del hoyo, sabiendo que aunque luego me toque subir voy a tardar menos y me lo voy a pasar como un indio en la bajada.

Ya en la parte alta del jou, bordeo por la derecha el siguiente, el mermado glaciar del hoyo Negro, en la cara norte de Torrecerredo. 

Montaña rocosa con nieve

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A su derecha ya se ve la sombría mole del pico Cabrones, que da nombre al refugio del que me separa media hora de bajada. Llego justo para la cena. Saludo a una pareja joven y al guarda. Al ir a dejar el saco en la litera veo que ya hay tres personas acostadas (en el monte se lleva la hora vieja). Pocos placeres como el de quitarse las botas y cambiarse de ropa. Cenamos ensalada de tomate, sopa y pasta con mejillones. El plátano lo guardo para mañana. Daría igual una cosa que otra, aquí todo sabe rico. Tras la cena, subo en deportivas hasta la collada del Agua a contemplar la puesta de sol sobre el macizo occidental, que enmarca el mar de nubes. Doy con una zona donde hay cobertura y hago los deberes. De vuelta en el refugio tomo estas notas. Temo ser demasiado prolijo, pero entonces llega en mi auxilio un topónimo, y quedo tranquilo, confiado a su poesía. Cuando me acuesto aún hay luz.


Sergio Fernández Salvador (León, 1975) es autor de los libros de poesía Quietud (2011), Lo breve eterno (2012) e Hilo de nada (2020), así como de la miscelánea Mitos y flautas (2013), selección de textos de su blog homónimo. Desde 1996 reside en Valladolid, de cuyo conservatorio de música es profesor.

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