/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /
El marqués
Un hombre mayor entra en el bar y pide un vaso de vino y un botellín de agua. Espera a que Ignacio vuelva a su ensimismamiento y creyendo que nadie lo observa mezcla el vino con el agua y lo bebe. Eficaz o no, es el remedio tradicional contra los sustos. Ha debido pasarle algo gordo. Está blanco y le tiemblan las manos. Él no me conoce pero yo a él sí. La familia de Jesús Mayoral era muy amiga de su familia. Jesús, con un poco de choteo debido a mi famoso terror a los perros, me habló de él como de la persona más medrosa que había conocido.
—Parece que el valor es muy importante para ti —me dice Emilia.
—No únicamente para mí. Los hombres tienen que ser valientes y las mujeres hermosas. Así funciona el mundo desde hace miles de años.
Ejemplificando el dicho de que el dinero no da la felicidad, Antonio Guzmán y Álvarez de Cienfuegos sólo fue feliz, que él recuerde, un día en toda su vida. El resto del tiempo lo pasó preocupado por su falta de valor personal. No necesitó mirar en un diccionario para saber que la palabra valor posee muchos significados. Si oía que un anillo con una gran esmeralda verde engarzada en oro tenía mucho valor sabía que se estaban refiriendo a su precio, si un pequeño camafeo de latón era designado como valioso era seguro que aludían a un importe sentimental, si se contaba de alguien que no tenía valor para decirle a otro algo a la cara, para montar un caballo brioso o para acometer un negocio inseguro ese valor, el más importante a su juicio, era una cualidad del ánimo, algo que la nobleza ha ido transmitiendo junto con las tierras de padres a hijos porque éstas sin el valor necesario para defenderlas se perderían sin remedio. Esa clase de valor era el que a él le faltaba.
Es posible que el día de su bautizo su padre olvidara invitar al hada que concede la valentía. Uno no puede estar en todo. Además el valor a los nobles, como a los soldados, se le supone. Sí estuvo allí el hada de la inteligencia que le concedió un cerebro avispado, y el hada de la bondad que lo hizo un pedazo de pan, tampoco el hada de la justicia le escatimó la dosis. Era pues inteligente, bondadoso y justo ¿qué más podía pedir un padre cristiano? Enseguida lo supo. Quizá el hada de la valentía se enfadara y le sacara al niño del cuerpo hasta el último gramo de la que todos traemos de serie al nacer. ¿No recuerda esto demasiado a un cuento? Cuento o no lo cierto es que Cienfuegos fue un niño pusilánime y asustadizo sin parangón; y esa sustancia de su carácter no hizo sino crecer con el tiempo.
¿Quise alguna vez que mi padre se sintiera orgulloso de mí?
No. Solo temía su ira.
Sacar buenas notas
era sinónimo de apaciguar a la fiera,
pasar desapercibido, no irritarlo.
No recuerdo ni una sola vez en mi vida
haber deseado que mi padre se sintiera orgulloso de mí.
El recuerdo más vivo que tengo de mi infancia
es la soledad y el temor.
Temía a todo, pero sobre todo, temía a mi padre.
En su presencia trataba de confundirme con el fondo,
cambiar de color como un camaleón o un pulpo.
Andaba de perfil pegado a las paredes.
Pero él me olfateaba y se volvía contra mí.
Recuerdo mi niñez
como un continuo miedo a las arañas,
a los conejos muertos.
En una ocasión, medio despellejado,
salió corriendo uno hacia donde yo estaba.
Se tropezaba con su propia piel,
dejaba un rastro de sangre
como un pincel sobre el lienzo del suelo.
A las moscas.
Cuando veía una de ellas
me echaba a llorar de voz en grito.
Mi padre decía que nadie tiene miedo a las moscas
a pesar, como supe luego,
de que son las mensajeras del diablo,
uno de los atributos de Belcebú,
las encargadas de corromper la carne.
Recuerdo mi temor
a los grillos, a los saltamontes y a las lagartijas.
Los otros niños cogían con las manos esas alimañas
y me las embestían riendo.
Sentía pavor por los perros y por los gatos,
y en general por todo lo que tuviera
dientes para morder y garras.
Y pico como los pavos y las gallinas del enorme corral
y las palomas. Un picotazo
puede ser tan doloroso como un mordisco.
Me espantaban las serpientes y los caballos.
Un día, por mi cumpleaños, me regalaron un pony.
Mi padre me obligó a montarlo.
Me ató sobre su grupa y lo azuzó para que cabalgara.
Pasé una semana en la cama con fiebre, deliraba.
Mi madre llamó a mi padre asesino.
Temía a la oscuridad.
El sonido del viento entre los árboles
parecía el festival del canto de las brujas.
El agua era como una tumba líquida,
cuando entrabas en ella unas manos gigantes
te arrastraban al fondo.
Lo sé porque mi padre me tiró un día a la piscina:
decçía que debía aprender a nadar como todos los niños.
Entonces las manos que digo me cogieron.
Temía a los ogros y al hombre del saco
y a todos esos seres que solamente existen,
como decía mi padre, en la imaginación de los tontos.
Sentía horror por los espacios cerrados
porque parecían tumbas y no podía escapar
si alguien o algo me atacaba
y por los espacios abiertos porque el peligro
podía provenir de cualquier parte.
Recuerdo mi niñez como un continuo
asustarme por todo,
pero con mucho lo que más temía
era que los otros niños me pegaran.
Y a mi padre.
Cienfuegos era hijo único y su padre, si hemos de creer el discurso interior —un tanto poético— con el que se lamenta y se consuela, decepcionado por la debilidad de su carácter, no le hizo la vida precisamente fácil. Incluso pensó desheredarlo a favor de un primo suyo, un animalote que cuando un mulo no se dejaba ensillar le mordía las orejas. ¡Cómo le habría gustado que ese muchacho fuera su vástago! Parece ser que la señora marquesa se quedó inhabilitada para procrear después un parto difícil que la llevó a las puertas de la muerte. Si no hubiera sido así se hubiera negado en redondo a mantener relaciones sexuales, no quería volver a pasar por aquello. El marqués, hombre muy religioso, tuvo que conformarse con desear a escondidas la muerte de su mujer para casar de nuevo pues, según su conciencia, era impensable el adulterio o el divorcio. Ese deseo de enviudar lo llenaba de remordimiento y lo tenía postrado de rodillas ante el confesionario tan a menudo que terminó levantando sospechas. ¿Qué tendrá que reprocharse tanto? pensaba su mujer. Y llegó a la conclusión de que tenía una querida. Su situación era paradójica. Pecaba (pues bien dicen los curas que se puede pecar de pensamiento) como si tuviera una querida, pasaba (debido a sus largas confesiones) por tener una querida y, ciertamente, no la tenía. Por el mismo precio podía haberla tenido. Incluso a un hijo ilegítimo le hubiera legado el total de su patrimonio. ¿Cuánto tiempo duraría este en manos del mequetrefe que le había tocado por hijo?
Rosa Espinosa
A punto estuvo Cienfuegos por primera y única vez en su vida de no defraudar las expectativas de su padre. Muerto el marqués prematuramente debido a su atormentada vida interior y a un cáncer de páncreas fulminante (sobre todo a esto último) sin haber resuelto el problema sucesorio, el joven pasó a disponer a su antojo de la hacienda. Contaba entonces veintisiete años y apenas había salido de su casa.
Entre la avaricia de los administradores de su fortuna que enseguida se dieron cuenta de que robarle era pan comido y sus remilgos espirituales que lo llevaban a donar ingentes sumas de dinero a la iglesia, a la cruz roja o a cualquier otra institución o particular que se lo pidiera, su hacienda empezó a menguar a marchas forzadas. Su padre quería salir de la tumba para coger a su hijo del cuello y evitar a la brava tal dispendio pero habían cerrado bien la tapa del ataúd y tenía que conformarse con revolverse dentro. Por suerte para su eterno descanso apareció una mujer en la vida de Cienfuegos.
Espinosa de apellido sus padres habían escogido para ella el nombre de Rosa. Por cualidad o por empeño se fue amoldando a la frase que resultaba de la conjunción. Era bella como indicaba su nombre y tenía espinas como advertía su apellido. Al poco de conocerlo se declaró al marqués y éste, por temor a enojarla, accedió a un matrimonio que en cierto modo fue su salvación. A partir de ese día su mujer le decía todo lo que tenía que hacer en cada momento y eso era un alivio. La primera orden fue cancelar las donaciones. La segunda despedir a los administradores. Lo hizo sin rechistar.
La dama blanca
La dama blanca, la mía, se ha aproximado a la bien establecida muralla de peones de las fichas negras y desde su altura, por encima de las cabezas calvas de los pequeños defensores, mira a los ojos al monarca contrario, enrocado, escondido como una rata. También el mío, si vamos a eso, está enrocado, escondido como una rata, y también temblaría, como tiembla el negro, si la dama de ese color lo tuviera en su punto de mira. ¿Qué es esto? ¿El mundo al revés? En un juego antiquísimo como el ajedrez y que representa una batalla entre dos ejércitos ¿Cómo ha llegado a ser una mujer la pieza más poderosa? No es que me parezca mal, soy un hombre moderno, estoy por la igualdad. Pero incluso las más recalcitrantes feministas aceptaran que, históricamente, ha sido el hombre el que ha ido a la guerra y no la mujer. Todas las demás piezas tienen su sentido en un campo de batalla. Las torres, esas torres de asalto que ya utilizaban los romanos para asaltar fortificaciones, los caballos, los alfiles (en unos tableros alférez y en otros elefantes), los peones, soldados de a pie. Incluso el rey, general en jefe del ejército. Todo lógico menos la figura de la reina. ¿Por qué la reina? Es una pregunta que se hacen pocos jugadores de ajedrez debido a que las piezas son generalmente de madera. La cosa cambia si como Álvaro Guzmán de Salazar, el padre de Cienfuegos, juegas en el patio de tu palacio con un ajedrez vivo cuyas figuras las componen seres de carne y hueso, entonces el carácter femenino de la dama, sobre todo cuando buscas para ocupar el puesto a las mujeres más hermosas, es evidente.
El ajedrez viviente
En la actualidad, el palacio de Cienfuegos, aun abandonado y dejado de la mano de dios por el Ayuntamiento, tiene un encanto tal que los recién casados van allí para realizar el reportaje fotográfico de la boda. Entre las fotografías obligadas: saliendo o entrando a la casa como si fuera suya, aunque luego vayan a vivir a un piso de mala muerte, junto a una estatua cuyos pechos de piedra nunca se pondrán fláccidos y se caerán, en la piscina en la que las hojas secas han sustituido al agua dándole un aspecto onírico, está la foto de la pareja sobre el tablero de ajedrez del patio. Unos se ponen sin más en medio del tablero. Esos no saben nada de ajedrez. Otros, más entendidos, buscan en la última fila el lugar del rey y la reina, aunque no todos cuidan de colocar a la novia en el escaque blanco. Cuando consiguen esto, la dama en su color, rememoran una pizca de las famosas partidas que el marqués jugaba con su suegro.
Los días de partida (en los buenos tiempos eran casi semanales) los jardines se abrían a la plebe que se tomaba el evento como una fiesta. En verano los concurrentes eran invitados a granizado de limón y en invierno a chocolate caliente. A falta de conocimientos y de perspectiva, pues la mayoría desconocía las reglas y las estrategias del juegos y los pocos que no las ignoraban por completo no podían, desde el suelo, hacerse una idea cabal de la situación de las fichas, se dedicaban a admirar la suntuosidad de los trajes y la belleza de las reinas, ambas cosas escogidas personalmente por el marqués. La materia prima de los trajes provenía de la fábrica de seda que poseía en Orihuela y el tejido se había hilado en sus fábricas de Alcoy. Telas fuertes de sarga para los aguerridos soldados, tafetán y terciopelo para el rey, satén y raso para la dama. Álvaro había aceptado a la primera todos los diseños menos este último. El traje de la reina le parecía demasiado coqueto, demasiado femenino. Pidió otros y ninguno le cuadraba. Debería, pensaba en momentos de desesperación, vestirla con armadura completa, celada incluida, escudo y espada. ¿No es la pieza más fuerte del tablero? Un día, en la terraza de palacio, durante una partida, le comentó esto mismo a su suegro.
—No comprendo, querido suegro, cómo, en un juego de guerra como este, la pieza más poderosa es una mujer.
—Sencillo, querido yerno, ya se sabe que tiran más dos tetas que dos carretas.
La broma desde luego no solucionaba el enigma. Como no solucionaban los sastres el problema del traje de la reina. Al final el marqués buscó inspiración en una de sus figuras históricas preferidas: Isabel la Católica.
Álvaro Guzmán, al igual que muchos nobles, era gran aficionado a la historia. Admiraba a Isabel I de Castilla, entre otras cosas, porque llegó a ser reina contra todo pronóstico. Siendo la segunda hija -y además hembra- del segundo matrimonio de Juan II de Castilla sus posibilidades eran remotas. Primero estaba Enrique, hijo del primer matrimonio de Juan con María de Aragón, que reinó con el nombre de Enrique IV, luego los hijos de este que, afortunadamente no eran muchos, Juana, llamada la Beltraneja porque se suponía que su verdadero padre no era el rey sino un noble llamado Beltrán de la Cueva, después venía el hermano mayor de Isabel, Álvaro, y por último ella a gran distancia. Entre fortuna y astucia llegó al trono. Entonces tuvo que habérselas con la jauría desbocada que por aquel entonces era la nobleza. Cada uno tenía una parcela de poder y un propósito distinto. La Península parecía un tablero de ajedrez donde las piezas se atacaban con encono. Isabel se las comió a todas. Y aun tuvo fuerzas para expulsar a los judíos (pieza comida y sacada del tablero) y a los moriscos (otra pieza fuera).
Sus modistos confeccionaron un traje inspirado en el que luce la soberana en el cuadro de Francisco Pradilla La rendición de Granada. Elegante y femenino como exige su género pero también, como manda la circunstancia, ya que iba a recibir la capitulación de una ciudad vencida, con cierto aire guerrero. Desde que tuvo el traje le fue más fácil encontrar el relleno; la hermosura, ya sea entre las aprendices de cocina o entre las criadas de la casa, entre las muchachas de la familia o entre las jóvenes del pueblo para las cuales ser escogidas suponía un título de belleza, la hermosura, digo, arbitraria e injusta siempre, avara y mezquina con la mayoría de los mortales, cuando se encapricha de un cuerpo de mujer se vuelve loca y en un ataque de generosidad extrema le dona de todo lo que ha ido escatimando a los otros. No hace falta tener un gusto exquisito para encontrar a la escogida. Entre una multitud de mujeres, incluso tapadas con velos, el cien por cien de hombres se fijan en la misma. Para Álvaro designar a las dos muchachas que habrían de ser las damas del tablero era una forma de sublimar su sexualidad. En la antigüedad los nobles teníamos el derecho de la primera noche, se decía. Se relamía con esa idea, la dejaba desarrollarse en su interior aunque luego, inevitablemente, tuviera que confesarse.
Pero, aunque todos los hombres asistentes a las partidas cayeran muertos de deseo ante la visión de las damas, no considerando el marqués esa arma apropiada para una batalla, las había dotado, al cinto, de una espada. Una cosa es el amor y otra la guerra.
Los peones eran reclutados entre niños de diez a doce años procurando que su estatura fuera equivalente. Estaban encantados con sus vestidos de seda gruesa, sus correajes, sus cascos y demás aditamentos metálicos. No hubieran aspirado a otra cosa que a permanecer el mayor tiempo posible sin que se los comieran (algunos cuando eran sacados del tablero lloraban y se apegaban a sus madres) si no hubiera sido porque un suceso imprevisto obligó al marqués a adoptar una solución definitiva que les concernía directamente. Hasta ese momento, cuando uno de los niños, un peón, llegaba a la última fila en la dirección de su avance, teniendo en cuenta que para esas alturas de la partida la dama ya había sido cambiada, se retiraba del tablero, no con el disgusto de la derrota pero sí un tanto mohíno, para que ella ocupara su puesto. Nunca había habido problemas. Pero ese día en concreto un peón negro coronó dama con la dama negra aún en el juego. Eso causó tal desconcierto que la partida tuvo que suspenderse con el consiguiente regocijo del blanco que, más o menos, estaba perdido. Para que no volviera a ocurrir se acordó encargar, sino los vestidos, al menos dos mantos y dos coronas iguales a los de las reinas para que los niños, así ataviados y subidos en dos zancos, pudieran hacer sus funciones. Desde entonces el equilibrio sobre los zancos pasó a ser, entre la algarabía de los pequeños, uno de los ensayos obligados antes de cada partida, pues los mayores habían llegado con ellos al compromiso de hacerlos actuar incluso en el caso de que la dama estuviera ya muerta. Los más torpes eran desechados. Cienfuegos nunca se caía y esperaba ilusionado, como todos, poder llegar a reina.
Ya he dicho que Cienfuegos, que él recuerde, en estos casos se suele exagerar, sólo fue feliz un día en toda su vida. Ese día fue una mañana soleada del mes de octubre. A él, vestido de peón negro, lo habían situado delante de la torre de la derecha. Su padre, que conducía las negras, había hecho un fianchetto en el flanco de dama sacando el alfil a dos caballo y el peón de torre estaba destinado a la inmovilidad. Cienfuegos se pasó dos horas tieso como un palo. Todo las piezas se habían movido al menos una vez mientras él permanecía varado. Afortunadamente no hacía calor. Una brisa fresca mecía las hojas de los árboles y estas a su vez hacían de abanicos. Y de repente, cuando aún quedaban bastantes fichas en pie, el peón de torre dama empezó a avanzar inexorablemente. Todas las piezas negras defendían a Cienfuegos como su padre, en la vida real, nunca lo había hecho. Y llegó. Lo pusieron encima de los zancos, lo vistieron con el manto que brillaba como el pelo liso, recién lavado, de una muchacha y le colocaron en la cabeza la corona.
Don Álvaro comento con su suegro desde la terraza:
—Niños y mujeres. No lo comprendo. En un juego que simboliza la guerra el cargo más importante lo ostentan niños y mujeres.
Años más tarde, cuando el marqués hacía ya tiempo que había fallecido (en los últimos momentos, seamos sinceros, ese enigma le importaba un pimiento y ahora que está criando malvas aún menos) leí en una revista de ajedrez las siguientes palabras que, en vida y con salud, lo habrían maravillado: «Según un estudio del historiador holandés Govert Westerveld, la reina Isabel la Católica inspiró la mayor revolución del ajedrez y el nacimiento del juego de damas. El trabajo de Westerveld no sólo refrenda el origen hispano del ajedrez moderno, sino que atribuye al inmenso poder de Isabel La Católica, experta jugadora de ajedrez, la conversión de la figura de la dama (la reina) en la pieza más importante del tablero».
Los pájaros
Hoy, sin embargo, parece ser el día más desgraciado de su vida. Bebe de la botella que le ha pedido al camarero y cada vez le echa menos agua al vino. Se queda embobado contemplado una litografía que se encuentra en la pared. Es una reproducción de una pintura románica cuyo original se encuentra en el museo de Barcelona. De allí se la trajo Ignacio como una reliquia. En ella San Miguel y el diablo pesan las almas durante el juicio final. Detrás de las figuras se puede ver un sicómoro en cuyas ramas los pájaros picotean higos. San Miguel es dorado y ocre, el diablo verde oscuro sobre el claro del fondo. La cara del diablo está de perfil, quizás para recordar el origen egipcio del mito. Cienfuegos, hombre culto, sabe que la madera del sicómoro, por ser incorruptible, era empleada por los antiguos egipcios para hacer ataúdes. Todo lo que ve le sugiere el momento de la comparecencia ante un juez. ¿El supremo o uno de carne y hueso que puede mandarte a la cárcel? Sí, también.
Él es cobarde desde que tiene uso de razón. Si eso se pudiera explicar así, sin más, y fueran a comprenderlo, se entregaría ahora mismo. Me distraje un momento buscando una emisora en la radio del coche, les diría, y entonces apareció la bicicleta ahí delante como caída del cielo. Yo iba a sesenta o setenta por hora en una vía de noventa, no me gusta correr, aun así el golpe fue terrible. No paré porque un miedo invencible me impidió parar. De todas formas comprende que no vale de nada ser cobarde, que terminarán encontrando el coche, el suyo, un coche abollado con manchas de pintura roja sobre el verde metalizado de la carrocería. Tendrá que empezar por explicárselo a su mujer. Incluso a ella, que se supone que debería conocerlo, le resulta difícil contarle algo tan sencillo como el miedo. Perplejo entre el deber y el temor, pide una señal, cualquier cosa, aunque sea falsa, que le indique el camino. Vuelve a mirar el cuadro. Los pájaros han saciado su hambre y, livianos, sin peso, han emprendido el vuelo. Entonces lo sabe. Saca su móvil y llama a la policía. Tras un breve intercambio de frases, que escucho perfectamente dado mi buen oído, paga y sale del bar.
El hermano
El hombre al que Cienfuegos ha atropellado se llama Moisés Díaz Prieto.
—¿Cómo lo sa…?
—Lo sé, mi querida jovencita, porque su hermano Simón se ha cruzado con el marqués, uno salía y el otro entraba, y ha empezado a largarlo todo.
Moisés ha caído rodando por un terraplén y debido al nivel más bajo que ocupa el descampado donde yace con respecto a la carretera, por otra parte muy poco frecuentada a estas horas de la tarde, y a que ésta está flanqueada por matojos de mediana estatura, agoniza fuera de las miradas de los conductores que por allí transitan. También la bicicleta ha quedado oculta.
El motivo por el que Moisés sale a correr en bicicleta a las cuatro de la tarde un día caluroso de primavera con su culote ajustado y un casco acanalado que no le ha servido de nada hay que buscarlo en la fantasía del notario, pues notario es, un tanto excéntrica, de imitar a su padre. Su padre, que se ganaba la vida como ciclista profesional antes de retirarse y, al amparo de su fama, poner un taller de venta y reparación de bicicletas en la ciudad, corrió varias veces el Tour de Francia alcanzando en 1955 un meritorio noveno puesto. Moisés, más dotado de cabeza que de piernas -fue número uno de su promoción y sacó la notaría en un tiempo record-, por aquello de que siempre se añora lo que no se tiene, una vez establecido, soñaba con ser profesional de la bicicleta y correr el Tour como su padre. Era demasiado inteligente para creer que eso fuera posible, pero como soñar no cuesta nada se imaginaba unas veces escapado en las rampas más duras del Turmalet, otras veces, cortado por una inoportuna caída, tratando de conectar con el grupo, otras luchando en solitario contra el reloj. Y para que esas ensoñaciones tuvieran cierta verosimilitud había decidido salir a correr a la misma hora en que lo hacen los esforzados de la ruta en las grandes pruebas por etapas. Lástima que los coches y las cámaras de televisión que habitaban en su mente no estuvieran también allí de verdad pues, trasladado de urgencias en un helicóptero a un hospital, algo se habría podido hacer. Pero no, está solo en medio del yermo. Y se muere.
Los gemelos
Dicen que cuando uno va a morir ve circular toda su vida por delante de sus ojos, cosa absurda porque si el sujeto en cuestión ha vivido para contarlo no era antes de morir y si era antes de morir no ha vivido para contarlo, pero, si aun así fuera verdad, Moisés vería con desagrado al inoportuno de su hermano Simón, idéntico y siniestro como una imagen especula, hermano que siempre ha sido para él una carga.
En las antiguas culturas cuando nacían gemelos se abandonaba a uno en el bosque. Tenía cierta lógica ¿por qué habría de cargar el poblado con dos seres iguales? Cuando yo coleccionaba estampas de futbolistas y tenía repetidas algunas que no había forma de cambiar las rompía. Lo malo es que los seres humanos no son estampas y el cerebro de cada uno de ellos es diferente. Hubiera estado bien que hubieran abandonado a su hermano Simón en el bosque porque era un patán, pero ¿y si lo hubieran abandonado a él? Él era listo. Ante la imposibilidad de distinguirlos se quedaron con los dos.
Su vida no fue una divertida sucesión de intercambios como ocurre en algunas películas sino las plagas de Egipto. Si al tonto de su hermano le pegaban a él se le ponían los ojos morados. Si el tonto de su hermano se meaba en la cama, estuvo haciéndolo hasta los catorce años, él se levantaba mojado, aunque dormían en camas distintas. Y peor fue cuando se espabiló. A los diecinueve años Simón se fue de putas y Moisés cogió unas purgaciones tan inexplicables como dolorosas. Contaba estas cosas y la gente no lo creía, lo achacaban a su imaginación y al odio que sentía hacia su gemelo. A pesar de todo, cuando sus padres le pidieron que lo colocara en la notaría, pues como vendedor y reparador de bicicletas era un desastre, no tuvo más remedio que ceder. Como no servía para nada lo tenía como una especie de conserje, para traer y llevar papeles de un lado a otro, sin mirarlos. La notaría desde ese momento empezó a ir mal. No es que Simón hiciera algo malo porque simplemente no hacía nada, es que la gente se sentía desconcertada cuando veía al notario fuera del despacho con una indumentaria y un peinado y después lo veía en el despacho con otra indumentaria y otro peinado diferente, se asustaba, y a la gente cuando va a escriturar no le gusta asustarse más de lo que ya están. Tuvo que forzarlo para que se tomara una baja indefinida y mandarle el sueldo a casa. Era eso, la ruina o pelearse con sus padres. Lo malo es que, con tiempo libre, a Simón le dio por beber. ¿No estaba de baja? En lo sucesivo pondría en el parte: enolismo. Los efectos para el hígado de Moisés fueron desastrosos, cogió una cirrosis, estuvo años sin poder salir a correr en bicicleta.
Lika
Si a Moisés, en el túnel de su muerte, le hubiera sido dado contemplar en un instante todo su vida se habría acordado también de su mujer y de sus nueve hijos. De su mujer individualmente, con su rostro abotargado por el embarazo y su nombre, nombre que a decir verdad escuchó por primera vez el día de su boda cuando el cura le pidió que amara, protegiera y respetara a una tal María Angélica a la que hasta entonces había conocido como Lika. De sus nueve hijos en grupo, como una plaga de langostas o un banco de atunes, igual que había hecho todo su vida. Cuando, por algún entuerto o alguna pelea, tenía que castigarlos, había sacado a uno al azar del montón y a ése, fuera o no responsable, le había zurrado.
Moisés había cometido el error de dar por supuesto que una mujer con el nombre de Lika tendría que ser liberal y abierta a las ideas de contracepción como la píldora, el preservativo o el DIU e incluso más avanzadas como el aborto. No se le ocurrió que podría ser todo lo contrario, una fundamentalista de la maternidad (¿no viene matrimonio de la palabra madre?) que no aceptaba ni siquiera el método Ogino y que tuvo nueve hijos en trece años porque no sabía que amamantar es un anticonceptivo que la naturaleza utiliza por su cuenta sin pedir permiso porque de haberlo sabido —quiera dios que no se entere aunque ahora ya da igual—, hubiera empleado el biberón y tenido uno cada año, como un reloj.
El hecho de tener a la mujer siempre preñada le confería inmunidad moral para buscar, naturalmente por un precio, mujeres con el vientre liso. Era cliente asiduo de La Cometa y muchos de los días que salía a montar en bicicleta, montaba en algo más que en ese artefacto metálico. No le gustaba demasiado viajar, pero como a Lika le encantaba él no tenía más remedio que seguirla igual que la luna sigue a la tierra, ésta al sol y éste a quien quiera que siga porque en cuestión de gravedad el más pequeño sigue el camino del más grande y así como otros en sus viajes no abandonan un sitio sin pasar por la oficina de correos local y pedir una hoja bloque con todos los sellos del año en curso a Moisés le parecía no haber visitado un lugar sin haber recalado en su más afamado prostíbulo las señas de los cuales pedía a los taxistas o conserjes de hotel. Así se hizo una colección de recuerdos en donde cada ciudad se relacionaba con una hembra diferente. Ha tratado de sacar la ciudad de Bangkok de esa colección y, sin embargo, tengo para mí que si su vida le llegara ahora urgente y resumida como un telegrama ese sería el recuerdo que imperaría sobre los otros.
El viaje a Tailandia fue un viaje gafado desde el principio. Llegó para diez días y el primero ya había cogido una descomposición intestinal que le duró ocho a lo largo de los cuales no pudo alejarse más de diez metros de un cuarto de baño; cuando se recuperó, débil y demacrado como estaba pero fiel a sus deberes de coleccionista, poniéndole a su mujer la excusa de siempre -que iba a realizar una visita que ella por su estado no podía hacer- en esta ocasión más falsa que nunca, fue conducido a un lugar que más parecía un domicilio particular que un local de alterne y allí le ofrecieron a una niña de nueve años. Él tenía que haber dicho entonces —lo sabe—: no, esto es un error; pero la niña tenía los ojos grandes y asustados y eso, el miedo que sentía por lo que le iba a hacer, espoleó su deseo, lo embriagó hasta el punto, piensa, de perder la responsabilidad de sus actos, y poseyó ese cuerpo escuálido que gemía con el empuje de un macho cabrío. Después lloró y se pasó los dos días que quedaban vomitando lo que hizo decir a su mujer: vaya viajecito, primero te vas por abajo y ahora te vas por arriba.
Dicen los curas que un momento de contrición salva una vida, que con decir en el último momento: me arrepiento uno puede sin más quedar lavado de sus pecados. Moisés ni tuvo esa visión a cámara rápida que digo ni se acordó, tampoco era demasiado creyente, de arrepentirse de sus pecados. En su último momento, mientras agonizaba, esto es lo que ocupaba su mente:
La agonía del notario
Vi el coche cuando ya lo tenía encima, de pronto se me apareció cuan grande era. El margen de distancia entre mis piernas y su morro era tan pequeño que consideré inútil intentar apartarme. Entonces me recreé con pequeños detalles, su color, por ejemplo. Verde manzana con algunos ribetes en negro. Por la matrícula, que no intenté retener dadas las posibilidades -bastante grandes- de que muriera en el atropello, debía ser nuevo. Recuerdo que el hombre del volante puso cara de espanto. Para las caras tengo buena memoria, nunca olvido una. Podría reconocer en cualquier circunstancia, aun con barba y gafas oscuras, a ese conductor. Le pediría perdón pues su coche ya no sería jamás nuevo. Mis piernas, a pesar de romperse como cañas, mi cadera, a pesar de fracturarse en mil trozos y sobre todo los hierros de la bicicleta, debieron dejar unas abolladuras en el coche cuyas cicatrices perdurarían. Era lógico el temor del pobre hombre por su coche. ¡Y pensar que todo había sido culpa de un derrapaje para escapar de un pelotón ficticio! Sin previo aviso me desvié a la izquierda para pasar a un corredor que sólo existía en mi mente. Desde ese día el propietario del turismo odiaría las carreras. ¡Pobre faro derecho! Se lamentaría al continuar su viaje.
El mío hasta el suelo fue tan rápido que no me dio tiempo a pensar en mis pérdidas: mis piernas, mi cadera, probablemente mi vida. Sólo me extrañaba que no me doliera, rebotaba contra la tierra lindante con el huerto en barbecho en el que fui a parar como un muñeco de goma que tuviera conciencia. Estaba tan lúcido que pensé: morir no es doloroso. Todo se calmó a mi alrededor en unos instantes. El ruido de los huesos al troncharse desapareció, pero aun así no dejó paso al dolor. Mi cuerpo estaba tan machacado que sus diferentes partes no llegaban a un acuerdo para ver cuál de ellas reclamaba primero al cerebro el derecho a ser escuchada. Si un dolor partía por los vericuetos de los nervios hacia la mente, era emboscado por otro que quería tomar su lugar, y este por otro.
Ajeno a estas luchas yo me encontraba en paz. Había caído de costado y la posición de mi cabeza me permitía la visión de un buen trozo de campo y otro más de monte. No intentaba mover la cabeza para ampliar este universo de visión. No quería saber nada con mi cuerpo. Aunque temía que eso iba a ser imposible, tarde o temprano tendría que hacer un inventario de lo que quedaba disponible, si es que algo quedaba. No quería pensar en ello. Prefería aguardar la ayuda de alguien que pasara y se asustara por mí, llamara a una ambulancia que recogiera los trozos y me trasladara a un hospital donde yo me desentendería para siempre de mi destino.
Como si mis deseos tuvieran la cualidad de convertirse en actos, aparecieron dos figuras humanas que arrastraban una bicicleta entre los pinos de la falda del monte. Ambas figuras llevaban pantalones anchos de seda negra y unas chaquetillas de algodón que les llegaban a las rodillas. A parte del color —una era roja y la otra verde—, diferían en la cantidad de tela empleada en su confección, pues uno de aquellos hombres era tan gordo que no cabía. Unas largas coletas, negras y brillantes, les caían desde la tocada cabeza hasta la cintura. Eran dos hombres de raza amarilla, dos chinos. Era la primera vez que veía chinos por allí.
El gordo accionó la rama de un pino y una gran parte del monte se abrió dejando al descubierto una especie de hangar repleto de bicicletas. Con la maestría que da la práctica pintaron la bicicleta de amarillo en un abrir y cerrar de ojos. Se veía a primera vista que eran contrabandistas y su juego estaba claro: robaban una bicicleta, le cambiaban el color y la guardaban en su garaje para luego venderla.
Los chinos se apercibieron de mi presencia y procedieron urgentemente a cerrar el monte. Nadie hubiera podido decir que allí había algo más que maleza. Se aproximaron a mí con las manos metidas en las anchas mangas, la mano derecha en la manga izquierda, la mano izquierda en la manga derecha. Sus pasos eran cortos, por lo que tardaron mucho en llegar. Examiné sus rasgos oblicuos y empecé a diferenciarlos más. El pequeño era viejo y poseía una larga barba gris y lacia. El otro rondaría los cuarenta, aunque su cara trabajada por la gordura y la paciencia le daba un aspecto intemporal. Los dos sonreían al acercarse. Se pararon a mi lado. El gordo preguntó al viejo: «Lo ha visto todo ¿qué hacemos?». El viejo respondió: «Vamos a esperar a que muera». Se sentaron en la posición del loto y me miraban fijamente. Estoy delirando, me dije, no hay chinos por estos contornos. Un proverbio dice: Si te imaginas un camión que viene hacia ti apártate no sea que te imagines que has muerto y no puedas volver con los tuyos. Y otro proverbio dice: Si te imaginas que te ataca una jauría de perros imagínate un árbol y súbete a él, pero cuida de imaginarte un árbol alto o perros chicos. Ya pensaba como ellos. Quizá fueran sus palabras las que oía. ¿Y si tratara de establecer una comunicación? Les aseguraría que no iba a decir nada sobre su negocio. Pero temía que si ponía en funcionamiento mi lengua el dolor encontrara un camino y se presentara mi cuerpo como un huésped importuno. Los chinos me miraban a los ojos y yo los miraba a ellos. Se veía que no tenían prisa. Casi no parpadeaban.
Al cabo de un momento bastante largo descubrieron la silueta de un campesino. El gordo me echó una lona por encima y quedé completamente cubierto. Cuando el campesino llegó a su altura, tras intercambiarse educados saludos, preguntó, como es normal, qué había debajo de la lona. «Es un dlomedalio muelto» contestó uno de los chinos. No decía «es un dromedario muerto» como me constaba que podía decir, pues antes les había oído pronunciar perfectamente las erres. Eran unos malditos chinos astutos, no querían pasar por otra cosa. «Yo creía que los dromedarios eran mayores» repuso el huertano. «Es un dlomedalio pequeño» dijo uno. «En realidad recién nacido», dijo el otro que había olvidado las eles. «¿Y cómo es que ha muerto?», preguntó el extraño. «Oh, le viene de familia, su madre también murió», dijo un chino. «Hace años», completó el otro. Ahora sí habían cometido un error, el huertano debería reparar en que era imposible que la madre del recién nacido hubiera muerto años atrás. No lo hizo. Estúpido. «¿Y por qué lo han tapado?». «Tiene flío». ¿Cómo va a tener frío un dromedario muerto? Es absurdo. ¿No se daría cuenta el huertano de que era absurdo? «Bueno, queden con Dios». Se despidió y se fue. Me destaparon. «Mira, se está poniendo verde» se dijeron. Yo pensé que si ellos que eran amarillos se pusieran verdes quedarían de un azul precioso. Me caían bien. Estuvimos mirándonos durante horas. De pronto el gordo empezó a engordar cada vez más y absorbió al otro, siguió creciendo hasta difuminarse en el aire como la claridad de un amanecer. Creo que entonces me dormí.
Simón
—Tengo un hermano gemelo —dice Simón—, algunas veces hemos intentado correr en direcciones opuestas y sin embargo un catarro que uno coja hace toser al otro. Lo ha atropellado un coche verde. He sentido un dolor aquí, como si todas las costillas se hubieran convertido en espadas. —Claro —contesta Ignacio con ese aire distraído que utiliza siempre para hablar con borrachos. El hombre paga y se marcha renqueante, como un elefante camino de un cementerio.
Los aseos
Hasta ahora no nos hemos comido más que un peón. El caballo de José Luís ha atacado a la vez mi dama y mi alfil blanco, he tenido que quitar mi dama y ahora la pelota está en su tejado, él decide si cambiamos piezas. Las dos valen lo mismo. José Luís sabe que yo prefiero el alfil al caballo, pero yo sé que él prefiere el caballo al alfil así que estoy tranquilo. Mientras José Luís se decide me levanto al aseo. Una al lado de la otra hay dos sombras chinas sobre las puertas blancas, la de la derecha, bajo la palabra CABALLEROS —aquellos que pueden mantener un caballo—, con esmoquin, chistera y un bastón; la de la izquierda, bajo la palabra DAMAS —dama viene del latín domina que significa «señora», aunque si por mi gusto fuera la haría derivar de domus que significa «hogar»—, con vestido largo, un culo prominente a todas luces postizo, un tocado de paseo campestre y una sombrilla. Son palabras tan anacrónicas como los ropajes que se intuyen en los monigotes. No tardo mucho en salir del aseo, entre otras cosas porque los aseos del Fenómeno tienen un sistema de iluminación consistente en un botón que se aprieta hacia dentro y se queda hundido el breve espacio de tiempo que necesita un resorte interior para sacarlo fuera y devolverlo a su posición original momento en el cual se apaga la luz. Las consecuencias catastróficas que eso puede ocasionar si aún no se ha terminado son evidentes. En las puertas de otros aseos he visto algunas veces figurillas de niños desnudos meando con un chorro curvo dentro de un jarro; si ese niño fuera Cupido con una venda en los ojos, supongo que Cupido también tendrá sus necesidades, describiría muy bien la situación a la que se puede llegar. Cada vez pienso sugerírselo a Ignacio y cada vez lo olvido.
El trasiego
Cuando salgo la situación en el bar ha cambiado drásticamente pues, de vació como estaba, ahora hay tres mesas ocupadas por gentes que hacen movimientos de recién llegados. En la más cercana a nosotros un hombre y una mujer de entre veinticinco y treinta y cinco años. El hombre, malo del estómago, al que le han prohibido el café, el té y el chocolate, además, naturalmente, del alcohol y las bebidas con gas, bebe un gintonic, ella cuyo estómago es capaz de digerir clavos o trozos de madera, un agua sin gas. En la más alejada, cerca de la ventana, un muchacho rubio con una coleta y una camisa de franela excesivamente abrigada para la estación acomoda su guitarra en una silla como si fuera su novia -formas de ello tiene-. En la mesa de en medio un paquete de fotos guarda el sitio del hombre que las acaba de sacar del revelado y que, demasiado impaciente para esperar a llegar a su casa pero no tanto como para verlas sin beber algo fresco, pide una fanta en la barra.
Ésta es la esencia de la existencia, pienso: que unos se vayan y otros ocupen su puesto. Ya el señor Julián, Cienfuegos, Moisés, el notario, y su hermano Simón han salido del bar y de nuestras vidas. Quizá el sonido de una ambulancia a lo largo de la tarde sea el único recuerdo que tendremos de sus historias y ese recuerdo será tan fugaz como un diminuto meteoro que se frota en la atmósfera y se enciende un momento como una cerilla para apagarse al instante. Ahora otros clientes, otras historias que sustituyen a las anteriores como una nueva mujer y nuevos hijos ocupan el lugar de los fallecidos o como otra montaña brota de la tierra cuando la erosión del viento y del agua ha gastado la vieja, reclaman nuestra atención. Y luego también pasarán de largo. Por mucho que el chico de la mesa junto a la ventana haya sacado un papel y quiera inmortalizar en palabras la singularidad efímera que constituye.
—¿Qué ha pasado? —le pregunto a José Luis.
—No sé. Han entrado de golpe. La última vez que Ignacio tuvo tanta gente en el bar aún tenía pelo. Bueno, a lo nuestro.
Tras haber tomado yo asiento, y no antes, me come el alfil con el caballo. Al final ha podido más el fastidio que me puede infringir que el que seguramente se ha causado a sí mismo. Yo como su caballo con mi caballo. Él avanza el peón de rey. Por fin se ha decidido a abrir las puertas del castillo y salir al ataque. Pero por una puerta abierta lo mismo se puede entrar que salir.
Su alfil hace un movimiento largo, una diagonal de punta a punta del tablero para atacar mi torre. Yo no tengo que pensar, retiro mi torre al único espacio libre. Después de meditarlo mucho, y para no verse encerrado, el alfil vuelve a su posición original. Esa demostración inútil de fuerza me ha hecho ganar un tiempo y ahora mi torre está mejor situada que antes. ¿Qué voy a hacer con el tiempo que he ganado? La pareja de la mesa de al lado empieza a hablar, con ese tiempo voy a escuchar lo que dicen.
Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.
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