Creación

El jugador de damas, 15: «Una mujer abandona su cuerpo»

Nueva entrega de una novela de Antonio Aledo Sarabia.

/ una novela por entregas de Antonio Aledo Sarabia /

El jugador de damas, 14

La pareja

—Fue algo extrañísimo desde el comienzo hasta final. A pesar de tener por costumbre arriesgarnos en la vorágine del tráfico de Murcia para meternos en un cine o ir de compras se puede considerar extravagante acudir cada dos meses a esa ciudad para entrar en una peluquería, sentarte en un sillón y que te corten el pelo. ¿Qué quieres? Me acostumbré a esa peluquería en concreto cuando era estudiante y después no he encontrado otra que me satisfaga.

Aparqué bastante lejos, en las Atalayas, cerca de la Universidad, en la acera colindante con un jardín tan abandonado que aún contiene, como un resto arqueológico, una mesa de ping-pong de cemento. Hace veinte años el ping-pong era un lugar común; y no sólo en los billares. No había sociedad recreativa que no tuviera uno. En nuestro club la mesa de ping-pong era como la balsa donde uno se refugia para salvarse de las aguas heladas del aburrimiento. Estaba tan de moda que los ayuntamientos sembraron los parques de mesas de cemento imaginando el espectáculo bucólico de multitudes de adolescentes sacrificando su inclinación al tabaco, al alcohol y a otras drogas peores en esos altares deportivos. En el parque del Malecón había tres mesas bajo la sombra de grandes eucaliptos que aromaban el aire con un perfume de remedio para la tos. Nunca nadie, que se sepa, jugó en una de esas mesas, y el ayuntamiento las fue quitando por inútiles. También desaparecieron, por falta de espacio, de los billares y de los club sociales, eran más rentables las máquinas de matar marcianos. Su presencia pues en ese jardín habla bien a las claras de su dejadez.

La peluquería me quedaba al otro extremo de Murcia pero nunca he sentido, como otros, miedo de servirme de mis piernas. A mitad de camino me abordó un inmigrante que por su aspecto debía ser peruano o colombiano, uno de esos hombres achaparrados de la altiplanicie americana que no ha crecido más, me llegaba por la barbilla, a causa de la proximidad del techo de las nubes. Para compensar era ancho y oscuro como el envés de una ficha de dominó. Antes de encontrármelo había visto a un niño en un carricoche que tenía la misma cara que Woody Allen. Ya sé que eso es imposible, por eso no le di demasiada importancia. Pero tenerla la tenía. Aquella aparición desconfiguró un poco la realidad. Quizá por eso no vi demasiado extraño que el peruano quisiera ser mi escudero. Porque si no lo entendí mal era más o menos eso lo que pretendía. Sabía que entre nosotros no podía existir la amistad íntima que nace entre dos iguales después de muchos años. Tampoco quería servirme por un sueldo. No me explicó los abismos de soledad y abandono que lo habían llevado a ofrecerse como criado por la migaja de una palabra afectuosa o por un signo equivoco de amistad ni yo le pedí que lo hiciera. Rechacé su ofrecimiento con energía pero él me siguió como un perro a su amo, con la cabeza gacha. Cuando entré en la peluquería me esperó fuera.

En la peluquería me recibieron con los agasajos de costumbre. Cuando me senté en el sillón fui yo quien inclinó la cabeza y con el suave arrullo del sonido de las tijeras y el masaje del peine me quedé adormilado. Al terminar me miré en el espejo y vi detrás de mí a una muchacha con una máscara. La máscara era de piel vuelta, sin curtir, y le bajaba desde el lado izquierdo de la frente hasta el lado derecho de la barbilla dejándole fuera la nariz y toda la parte izquierda de la cara. El ojo derecho se le veía y veía por una abertura. Era pequeña y ancha y no demasiado fea. Dos grandes tetas ocupaban un porcentaje elevado de su superficie frontal. Su pelo era áspero y tan espeso como el mocho de una fregona. También debía ser peruana porque era idéntica, en mujer, al hombre que me esperaba fuera. Ella, sin ambages, dijo que me quería y que deseaba ser mi amante. Eso es imposible, repuse. ¿Por qué? Preguntó. Consideré que su pregunta era una pregunta retórica, que realmente no esperaba una contestación, y no le contesté.

Salí de la peluquería. Allí me esperaba el hombre que miró sorprendido a la muchacha, exactamente a la parte más prominente de su anatomía, y luego a la máscara. Mi coche quedaba lejísimos. Armado de paciencia empecé a desandar el camino custodiado, uno a cada lado, por los dos sudamericanos. Se habían convertido en parte de mí mismo y no creía que llegar al coche solucionara nada. Debía actuar de otra forma para sacármelos de encima. Con una leve idea de lo que iba a hacer le pedí a la chica que se quitara la máscara. Se despojó de ella sin protestas. No apareció allá abajo algo horrible como había temido sino simplemente una mancha blanca, una despigmentación de la piel como el residuo que queda en una herida después de desprendida la concha.

—¿A ti te parece que la afea esa mancha? —le pregunté al hombre.

—No. Está muy guapa.

—¿Por qué no os hacéis novios vosotros dos? —le dije cogiéndolo por los hombros y poniéndolo en medio, al lado de ella.

—Por mí, sí —dijo él.

La muchacha se sonrió como una muchacha cortejada que aún guarda un as en la manga.

Estábamos pasando en esos momentos por la plaza de la catedral. Su enorme mole condicionaba gravitatoriamente cualquier decisión humana mucho más que la posición de los planetas de la que habla la astrología.

—Si me quieres —dijo ella—, tírate desde el campanario de la catedral.

El hombre se sintió encantado, se llenó de júbilo como si eso hubiera sido un sí. Salió corriendo hacia la catedral. Antes de que yo pudiera reaccionar con algo más que un «estáis locos» y se había perdido dentro del templo.

No podrá subir al campanario, pensé. Pero me equivoqué. Bien fuera porque alguien dejara una puerta abierta o porque el empuje del deseo la tirara abajo apareció en lo alto del campanario y sin pensárselo dos veces, como un paracaidista intrépido, se arrojó al vacío. Yo no quise mirar más. En el suelo, la mujer se fundió con él en un abrazo mientras yo huía. No quería saber nada más de sudamericanos locos ni de niños que tienen la cara de Woody Allen. Hasta estoy pensando no volver a esa peluquería. Todo esto pasó ayer. Esta mañana he leído en el periódico: un inmigrante se tira desde el campanario de la catedral y sólo se fractura el dedo gordo de un pie. ¿Extraño, verdad?

La mujer comprende que es una pregunta retórica, que realmente no espera respuesta y no responde nada.

—Vaya —dice Emilia—. No eres el único trolero de este bar.

—Ignoraré ese comentario.

Un artista

Mariano Jiménez García, el hombre del paquete de fotos, tiene un temperamento artístico muy marcado. Hasta el más inocente de sus pasatiempos es concebido por él como una gran obra que ayudará a la humanidad, como toda gran obra, a encontrar las respuestas. Su principal contribución al desarrollo del Espíritu es una tragedia en tres actos guardada en un cajón en espera de que, como dice el refrán del buen paño, alguien la descubra. La obra la concibió a los veinte años y lleva exactamente quince escribiéndola, la toca y la retoca, la corrige una y otra vez dando lugar a versiones cíclicas: cada equis años el texto se repite.

Mariano se considera a sí mismo un gran artista, un talento privilegiado a modo de los grandes del Renacimiento que tocaban todos los instrumentos. Él también escribe poesía, pinta y con el tiempo, piensa, escribirá la gran novela del siglo XXI.

Un científico como yo, que jamás ha tenido pretensiones literarias pero que ha leído mucho y cree conocer a la humanidad, sospecha que la aceptación del artista por parte del público se fundamenta en el gran vacío que éste intuye en el interior de aquel, un hueco enorme, un anhelo insondable en el alma que trata de llenar a consta de un sufrimiento sin esperanza; sólo así puede perdonarle sus aires de grandeza y, lo que es peor, su búsqueda de la felicidad. El arte no tiene nada que ver con la recién casada que nos enseña su casa, lo bonito que lo tiene todo, el específico jaspeado de las cortinas. La tragedia de Mariano, que no es una tragedia, es no tener ese hueco en el alma. Sus poemas, como su obra de teatro o los cuadros que le dio por pintar hace dos años, son fatuos, puro adorno de su vanidad y por lo tanto inaceptables. También se podría decir que Mariano Jiménez es un ser superficial.

El año pasado su mujer le regaló por Navidad una cámara de fotos casi profesional.

A falta de cualidades artísticas, Mariano tenía la virtud vital de encontrarle a todo el lado bueno. Yo no tengo ninguna de las dos cosas, pero si tuviera que escoger elegiría la segunda. Es más fácil acercar la banqueta al piano que el piano a la banqueta. Mucha mejor opción querer lo que se tiene que tener lo que se quiere. Por eso no se preguntó para qué quiero yo una cámara de fotos, sino que directamente se propuso llevar a sus inquietudes artísticas a pastar también en el campo de la fotografía. Su primer álbum se tituló: cúpulas y palmeras. Nació de la interferencia pertinaz de esa representante de la familia de las Palmáceas, especie Phoenix, que como fiel pariente del ave que renace de sus cenizas resurgía en el encuadre por más que Mariano trataba de quitarla. Al final hizo, como se suele decir, de la necesidad virtud y, después de dos cúpulas a las que no había podido hurtarle el dichoso árbol, postuló, en esa ciudad repleta de iglesias y conventos, la hipótesis de que siempre, junto a una cúpula aislada habría, necesariamente, como mínimo, una palmera.

Trató de exponer su colección de fotos en algún local apropiado, pero, a pesar de ser director de una sucursal bancaria, nadie le debía un favor tan grande

Lejos de amilanarse por el fracaso de las cúpulas decidió comenzar una nueva serie con la que, esta vez sí, triunfaría. La titularía «multitudes», título nada alegórico, al contrario, meramente descriptivo, pues era eso lo que pretendía fotografiar, aglomeraciones de gente. El resultado de meses de trabajo lo tiene ahora delante. Empieza a mirar las fotos por una que había nacido como homenaje a la primera filmación de la historia del cine que, como todo el mundo sabe, reprodujo la salida de los obreros de una fábrica. Como en la ciudad no hay una fábrica suficientemente grande para que sus empleados, al terminar la jornada, parezcan un enjambre, ni siquiera pequeño, se apostó a las puertas de un Instituto de secundaria y allí disparó a los chavales que recobraban la libertad. Sus caras comunicaban eso. Corrían para que el tedio que habían dejado atrás no los alcanzara. Eran chicos aniñados de entre quince y diecisiete años con pelusa en la cara  y muchachas de la misma edad que no hubieran desentonado en un anuncio de lencería femenina. Pero todos tenían la misma expresión de gozo. Mariano había escogido un Viernes para resaltarla. Entre ellos, con los libros bajo un brazo rotundo pegado a un torso ancho de hombre corpulento, uno parecía mayor. Estaba en segundo plano y no se veía muy bien pero la calva, que reflejaba la luz del sol como una luna, era evidente. También parecía tener un bigote espeso, se diría pelirrojo, y perilla. Debía de ser el abuelo de la clase, un repetidor empedernido a punto de licenciarse. En la segunda foto había capturado a los feligreses saliendo de misa de una. En primer plano, eso lo aclaraba todo, se veía al hombre calvo de la perilla y el bigote pelirrojo al lado de una mujer embarazada y una niña de cuatro años. A pesar del traje azul y la corbata roja, un pendiente de aro en la oreja izquierda le daba el aspecto de un pirata. Seguro que era un profesor o un bedel del Instituto que había salido mezclado en los alumnos. ¡Qué curiosa coincidencia que estuviera también en esa foto!

Para la tercera fotografía tuvo que acudir al campo de fútbol para sacar a los aficionados en las gradas. Después quiso quedarse a ver el partido pero se agobió y se marchó. Un grupo de seguidores del equipo local exhibía una pancarta grande donde iban pintados, con un lenguaje jeroglífico, una serie de signos, entre ellos un escorpión. Sosteniendo uno de los palos de la pancarta, los inconfundibles hombros anchos y una panza cervecera mal embutida en una camiseta amarilla demasiado estrecha, la calva mate por la zona de sombra, estaba otra vez Vicente. Mariano le acababa de poner ese nombre porque se acordaba del dicho: ¿Dónde va Vicente? Donde va la gente. Por pura ley de probabilidades era imposible que estuviera en todas las fotos. En la siguiente seguro que no porque plasmaba una carrera de bicicletas de niños de diez años. Lo primero que hizo fue busca allí, entre las bicicletas, y lo encontró, llevaba un casco blanco parecido a su propia calva, coderas y rodilleras negras para, en caso de caerse, no hacerse daño, sus padres estarían por allí vigilándolo, parecía un mono en un triciclo. ¿Qué broma era aquella? ¿Quién había trucado sus fotos? En la cola de un circo pasaba vestido de domador de fieras, durante la procesión de las mantillas iba vestido de seminarista.

Una de las fotos no la había disparado directamente Mariano, como un turista en viaje de bodas había pedido a un transeúnte que se la hiciera. Quería, como Hitchcock en sus películas, salir él mismo en su obra. Para ello escogió un campeonato de partidas de ajedrez rápidas que se celebró en los Andenes un domingo. Se inscribió como participante y, como tenía un juego normal tirando a mediocre, resistió tres rondas antes de caer en la cuarta. En la foto del evento, no demasiado concurrido, se le ve jugando contra un hombre ancho de hombros, calvo y con un pendiente de oro en la oreja izquierda. Esa foto de él mismo jugando contra Vicente lo asusta. Nervioso repasa las restantes y en todas, unas veces más nítido que otras, aparece. Incluso en una va vestido de mujer. Cierra el paquete y mira receloso a derecha e izquierda pensando que mientras no haya testigos siempre puede ocultar las fotos debajo de alguna de las alfombras de la mente.

—¿No vas a preguntarme cómo he podido ver las fotos?

—Me interesa más la historia del muchacho rubio.

—¿Qué historia? ¿Qué muchacho rubio?

—¿No has dicho que al salir del aseo has visto en una de las mesas, concretamente en la más alejada, un muchacho rubio con una coleta, una camisa de franela y una guitarra?

—Vaya, qué buena memoria tenemos para lo que nos interesa. Si fueras tan aplicada para los números no tendría que amañarte las notas. Pues que sepas que el muchacho tiene la cara picada de viruela, la coleta es postiza, es homosexual y no tiene ni pajolera idea de tocar la guitarra. Además aquí no pinta nada.

—Si cuando nos casemos vas a ser tan celoso tendré que replanteármelo.

—¿Celoso yo? 

Una mujer abandona su cuerpo

Tú no sabes lo que son celos.

Esa mujer que entra ahora en el bar fue hace tiempo mi vecina. Vivíamos puerta con puerta en el cuarto piso de un edificio vulgar. Más de una vez subimos juntos en el ascensor y entonces me contaba historias cortas sobre sus quehaceres domésticos, su marido o su hijo de pocos meses que por el momento le impedía trabajar. Sus historias, como aquella vez que corrió detrás de una araña hasta darle caza y dejarla aplastada como una hoja metida entre las páginas de un libro, empesgada es la palabra exacta, se planteaban en el primer piso, se desarrollaban entre el segundo y el tercero y terminaban justo a tiempo para abrir la puerta y despedirnos. Yo, que siempre me he arrogado la obligación de empezar las conversaciones, me sentía cómodo dejándola hablar. Cada día me daba una pieza del puzle de su vida y la llegué a conocer bastante bien. Amaba a su marido, un hombre bajito y calvo cuyo único atractivo mensurable era el brillo de sus ojos, con toda su alma y a su hijo de la misma forma apasionada; ellos dos cubrían todas las necesidades psíquicas de un temperamento sencillo que, al menos eso creía yo, no le pedía al universo más explicaciones.

El extraordinario ajuste de su conversación con el tiempo de subida del ascensor, como un poeta que domina su arte clava una idea con la forma métrica escogida, me hizo pensar que era una mujer equilibrada. Y quizá lo fuera. Uno puede estar en equilibrio un tiempo indeterminado sin prejuicio de que en un momento dado un mal viento lo haga trastabillar y lo tire al suelo.

En la actualidad vive encerrada en un manicomio, entregada a fuertes crisis de culpabilidad que la llevan a autolesionarse, debido a lo cual los médicos no tienen más remedio que mandar embalumarla dentro de una camisa de fuerza. Así constreñida es cuando alcanza su mayor libertad, su espíritu se desdobla de la materia y una Mely (así se llama) igual pero hecha de luz sale del cuerpo de la Mely (de Melisa, supongo, o de María Elisa) que queda aprisionada, y atravesando los muros de su cárcel sale a pasear por la ciudad. Busca los sitios donde antaño fue feliz sin excluir esta cafetería donde solía tomar café con su marido los sábados por la tarde. Cómo se vuelve tangible conforme pasan las horas es un misterio. Quizá el polvo que hay suspendido en el aire, el polen, los diminutos organismos vivos como ácaros o bacterias, o cualquier otra partícula invisible se adhieran a su contorno dándole consistencia, vistiéndola, por eso puede abrir la puerta del bar y tomar con la mano el café que le ofrecen. Otra cosa será cuando tenga que volver a atravesar los muros del manicomio para volver a su cuerpo. Deberá, pienso yo, purificarse bajo un aguacero, esperar a que llueva. Si es así le espera un largo vagabundeo.

Su tragedia debió ser instantánea, su locura, repentina. Desde que se produjo la llamada que lo desencadenó todo hasta que ensangrentada llamó a mi puerta no debieron de pasar más de cinco minutos. En ese breve periodo de tiempo fue poseída por Medea, la Hechicera.

Ella, que no ha leído mitología clásica, no lo diría así. Si pudiera acordarse referiría lo siguiente:

Por la tarde fui al supermercado a hacer algunas compras. Al entrar la puerta se abrió sola. A nadie sorprende hoy en día que las puertas se abran solas, pero en otro tiempo hubiera parecido brujería. Me vino bien porque iba con el carricoche. El niño semidormido se afanaba con el chupete. Maquinalmente eché la mano a la cartera y saqué una moneda de cien pesetas. Volví a guardarla. Siempre que voy con el carrito del niño meto las compras en la bandeja de abajo.

Conducía con la seguridad que da la experiencia entre estantes repletos de conservas y legumbres secas. Primero cargué el agua. En la pescadería seres extraterrestres de ojos redondos, sin pestañas, admiraban el trajín de los clientes desde sus camas de madera tapados con extrañas colchas de hielo. Compré cuatro lenguados frescos sorprendiéndome, como la semana anterior y la otra, de su elevado precio. Solo había traído un billete de dos mil pesetas y el jamón y el queso que había cogido al pasar y la leche me hacían ser prudente. Cuando me dirigía a la caja donde sabía que la cola era menos abultada me acordé de que necesitaba fruta. Quizá para unos plátanos me llegue.

En la cola de la caja un grupo de magrebíes festejaba sus compras. Se les veía felices con sus paquetes de galletas de oferta. Como nada me habían hecho sostuve hacia ellos la prevención genérica por lo extraño.

La cajera, una chica mona y diligente, pasaba maquinalmente los productos por el ojo electrónico. Los moros contaban el dinero como quien tiene poco, con la mano muy cerca de la cara y pescando las monedas con los dedos rígidos. Yo pensé en mi billete y volví a repasar mentalmente mis compras.

La muchacha seguía pasando productos con gesto displicente, como si todos los productos fueran iguales, todos los clientes iguales y sólo quisiera irse a su casa a ver la televisión. Cuando acabó con los míos anunció: mil setecientas treinta y tres. Lo dijo sin la más mínima de las sonrisas. Yo, aliviada, sonreí por las dos. La chica cogió el billete que le tendí opulenta y me devolvió tres mil doscientas sesenta y siete pesetas junto con el ticket.

No se dio cuenta de que me daba tres mil pesetas de más. Había confundido el billete de dos mil con uno de cinco mil. Me guardé el dinero en la cartera imitando la sangre fría de un ladrón de película y caminé despacio hacia la salida empujando el carricoche. En último extremo siempre podría responder a la distracción de la cajera con mi propia distracción. No fue necesario. Llegué a mi casa sin ningún contratiempo y deseé la inmediata presencia de mi marido para contarle mi buena suerte. Pero él aún tardaría. Metí los pescados en el frigorífico, puse los plátanos en el frutero y el agua y la leche en la despensa. Cambié los pañales al niño. Se durmió enseguida. Se diría que el paseo lo había dado a pie.

Nunca he podido concebir las tareas del hogar como un trabajo. Al no tener a nadie detrás de mí azuzándome las voy dejando siempre para otro día. El polvo se acumula y cuanto más gruesa es la capa menos ganas tengo de quitarla. La casa estaba sucia y desarreglada, peor aún que cuando yo trabajaba mañana y tarde, y sin ninguna excusa. Me senté cansada en un sillón. Tenía montañas de ropa que lavar, montañas de ropa que planchar, montañas de ropa que doblar y guardar en los armarios, una cordillera de ropa infranqueable. Llevaba algunos días con los nervios a flor de piel. El equívoco de la cajera no había hecho más que cambiar el signo de mi nerviosismo emborrachándome con un triunfo igualmente neurótico. Como consecuencia no podía hacer nada hasta que no viniera Manuel y se lo contara.

La tarde con su silencio vacío empezó a pesar sobre mi ánimo. Contemplé la posibilidad de que yo no existiera y vi con horror que el mundo no variaba, todo seguía igual. Yo era superflua como nadie hasta entonces lo había sido. Pensé que si me mirara en un espejo, como un vampiro, no me vería reflejada. Mi hijo era parte de mí y había heredado directamente esa vacuidad. Quizá no existiera y estuviera acunando a un muñeco, a un cabolón de goma. Pero eso no podía ser, estaba Manuel. Manuel nos insuflaba a los dos el ánimo, nos llenaba de aire como un globo. Manuel era nuestro nexo de unión con el mundo. Así lo sentía antes de tener a su hijo y mucho más después. Si él no existiera yo no querría vivir. Últimamente lo notaba distante, como si sentirse tan necesario lo disgustara, lo cargara con unas cadenas que no podía soportar. Yo me había propuesto no atosigarlo, pero cada vez el vacío de mi interior conquistaba más y más territorios y amenazaba con volverme totalmente hueca, entonces no tenía más remedio que aferrarme a él como alguien que se ahoga se aferra a su salvador amenazando con hundirlo.

La televisión que había encendido no lograba distraerme. Las tres mil pesetas que había conseguido con mi silencio culpable se habían agriado en mi monedero y empezaba a pensar en las consecuencias que tendrían para la pobre cajera cuando al final del día hicieran recuento y vieran que no cuadraba la caja. ¿Tendría que ponerlas ella de su bolsillo? ¡Tantas horas de pie, que ni una mala silla para sentarse les dejan, por un sueldo miserable y encima tendría que reponerlas! Quizá hasta la despidieran por eso. La alegría se me volvió disgusto. El piso me apretaba el alma como un zapato.

Entonces sonó el teléfono.

Desde aquí sigo contándote yo porque su pensamiento se torna confuso.

Lo cogió y una voz de mujer, de mujer joven, preguntó por Manolo.

—¿Está Manolo? —dijo.

—No, no está —repuso Mely.

—Dile que es un cerdo, que hemos terminado y que no quiero saber nada más de él —y colgó.

Antes de explicar la tempestad que esta llamada desató en el alma de mi vecina quiero aclarar algunos puntos sobre la misma. La mujer que llamaba estaba furiosa y no controló la situación porque olvidó identificarse. Cargada de un discurso para el oído de Manuel que, evidentemente, reconocería su voz, lo desembuchó tal cual en el oído de su mujer sin darse cuenta del anonimato inintencionado en que dejaba su enfado. Sólo una amante despechada se expresa en esos términos y es lógico que Mely lo recibiera como una ruptura amorosa, incidiendo por otra parte más en la parte de amorosa que en la de ruptura. No quiso saber nada del antídoto que llevaba el veneno, de la suerte de haberse enterado del engaño cuando este había acabado, sino que se volvió literalmente loca y pensó en una venganza terrible.

La mujer que había llamado sólo tenía de joven la voz. Ya no cumpliría los cincuenta años y para compensar que su voz había guardado el timbre de la juventud el resto de su cuerpo se había deteriorado bastante. Los años y su mal carácter habían trabajado su aspecto como una mano arruga un papel inservible. Si mi vecina la hubiera visto al otro lado del teléfono hubiera comprendido que el contencioso con su marido jamás podría ser de carácter erótico. La explicación era sencilla. Manuel estaba encargado de recoger el dinero para comprar la lotería de manos de sus compañeros de fábrica. Llevaban mucho tiempo jugando y debido a la morosidad causada por la dejadez o el olvido se decidió que el que no pagara antes del sorteo no entraría en el mismo. La mujer con cara de bruja se puso enferma con la gripe y nadie cumplimentó su cuota. Esa semana, precisamente, cayó un pellizco, unas cuarenta mil pesetas para cada uno, y ella, que llevaba, es cierto, veinte años jugando sin fallar una sola vez, reclamó su parte. Manuel se mostró inflexible, no había jugado no le correspondía nada. Eran las reglas. El enfado de la otra fue monumental.

Para Mely suponía algo más que un enfado. Ya antes había tenido crisis de celos. Para la mayoría de las personas las relaciones sexuales suele tener una fuerte carga de exclusividad, sustentada, por una parte, en la necesidad biológica de atender a la cría y, por otra, en el secretismo del acto, que lo barniza con una capa de sectarismo, como si los amantes fueran los dos únicos miembros de un club que ha inventado y tiene en su poder la fórmula del placer. Cuesta imaginar que lo que hacemos en la cama lo hagan también otros y, sobre todo, cuesta imaginar que lo haga nuestra pareja. Todos tenemos un punto de celosos como tenemos un punto de megalómanos o de locos. Mely llevaba ese punto a su extremo. Imaginarse a su marido con otra le causaba un trastorno mental y físico. Primero sentía como si la vaciaran, empezando por el pecho, con una cuchara. La vaciaban por completo y luego la rellenaban con algo ácido y muy caliente. Dos veces le había pasado ya, sin motivo o por cosas sin importancia. No lo podía soportar. La primera vez se peleó con una vecina. Le arrancó de raíz matas de cabello, le mordió en el pómulo. Cuando las separaron, la sangre de la otra le caía por la comisura de los labios. Naturalmente hubo una denuncia y el juez la obligó a ir a un psiquiatra. Con tratamiento y todo, en una cafetería, armó un escándalo de órdago. Le dio por romper cosas y por autolesionarse. Quizá fuera el efecto de las pastillas, en lugar de agredir, agredirse. Buenas pastillas. De eso hacía ya tres años y no había vuelto a reincidir.

Hay enfermedades que no se curan. Al alcohólico le basta un vaso de vino después de muchos años de abstinencia para caer en las garras del vicio. Mely, después de que esa llamada tan inoportuna como equivoca hubo concluido, se quedó sin aire. Era como si una mano le impidiera respirar y lo que hizo entonces fue debido a la urgencia por llenar sus pulmones, de otra forma hubiese esperado a que llegara su marido y le hubiese clavado un cuchillo en el pecho. Eso hubiera sido justo y, sobre todo, hubiera tenido sentido. Pero ella quería venganza y la quería ya. Pensó, si se puede llamar pensar a lo que hizo, en su hijo. Recordó, si se puede llamar recordar, que Manuel se sentía tan satisfecho de él porque la única palabra que había aprendido, después de que ella lo hubiera llevado nueve meses en el vientre, después de que se levantara todas las noches a darle el pecho, después de haber dejado su trabajo para ocuparse de él a tiempo completo, la única palabra que había aprendido a decir el muy cabrón era papá. Yo sigo pensando que la invadió el espíritu de Medea. Hay ideas que bajan y suben por los peldaños de la escalera de los genes como un instinto. No hace falta haber leído a los griegos para saber que Medea, para vengarse de la infidelidad de Jasón, mató a sus hijas. Ciertas ideas están escritas en algo más que en los libros. Mely actuó maquinalmente. Era como una marioneta cuyos hilos manejaran fuerzas invisibles. Sacó una de esas tablas de madera que se utilizan para cortar carne, puso en ella a su hijo, que no llegó a despertarse por completo y, con un hacha afilada, de un solo tajo, le cortó la cabeza.

En el mismísimo instante en que la cabeza se separó del cuerpo, Elvira despertó del trance. El cuerpo del niño parecía una botella de champán  que alguien ha agitado antes de abrirla y ella trató de parar la sangría con la propia cabeza como quien trata de volver a poner en su lugar el corcho. Emergió del fondo de su locura, contempló lo que había hecho y volvió a sumergirse para siempre. Con su juicio trastornado pretendía, si se daba prisa, que los cirujanos del hospital cosieran la cabeza con el tronco y así deshacer su jugada. Pero las reglas del ajedrez son estrictas en ese sentido. Yo lo sé bien porque he jugado torneos. Una vez que se ha tocado una pieza hay que moverla y una vez que se ha dejado en un escaque ya no se puede retirar de allí. ¡Cuántas veces he visto el peligro inmediatamente después de jugar la pieza!

Oí en la escalera el cencerro de su llanto antes de los golpes insistentes en mi puerta. Algo muy grave debía ser el motivo de aquel escándalo y, efectivamente, lo era. Un manojo de harapos ensangrentados escondían al niño y yo pensé en un accidente doméstico. Luego me vi conduciendo alocadamente hacia el hospital mientras en el asiento de atrás la poca sangre que quedaba en el diminuto recipiente estampaba la tapicería. Trataba de ayudar. Ese acto me abonaba aunque no sirviera a la postre para nada. Al niño lo enterraron y a ella la metieron en un manicomio.

Mi vecina intercambia conmigo una mirada a modo de saludo. Toda su vida de ahora se concentra en volver al punto en el que, fingiéndose Abraham, levantó el hacha del sacrificio y esperar entonces un dios que la detenga. No piensa en otra cosa. Yo rehuyo su mirada.

Las plantas

En su esfuerzo por parecer auténticas, las plantas de plástico de las jardineras tratan de efectuar la función clorofílica. Apoyadas en la luz que entra por la ventana abierta, pretenden aprisionar el anhídrido carbónico del aire y liberar oxígeno, pero de sus pulmones, secos como los de una momia, no sale nada. Por la noche, para compensar, serán inofensivas. Hasta mi madre, que no hizo siquiera el bachillerato por culpa de la guerra, quizá uno de sus menores efectos catastróficos, sabía que las plantas por la noche invierten su proceso respiratorio y se come el aire, por lo que se cuidaba de tener en las habitaciones macetas con flores y otros vegetales vivos. La recuerdo una mañana angustiada porque se había olvidado de retirar del cuarto de mis hermanas una flor de pascua. Las imaginaba ya muertas, la dulce muerte por asfixia que producen los braseros, tendidas en sus camas como dos bellas durmientes sin remedio. Yo también he participado hasta hace poco de esa creencia, una de esas cosas que uno cree por costumbre, sin pararse a pensarlas, y que constituyen una especie de mitología personal. Es evidente que un gato, un perro o el propio cónyuge consumen más oxígeno que todas las plantas que sea capaz de albergar el recinto donde dormimos y, sin embargo, no tenemos miedo de dormir con ellos. Yo temía más los codos de Herminia.

Una mosca

Le toca tirar a José Luís. Una mosca inspecciona el tablero y misteriosamente ¿casualidad? se posa sobre la pieza que en buena lógica tendría que mover, su mejor opción. José Luís la espanta malhumorado. Posiblemente había decidido mover esa pieza, pero ahora se niega a dejarse aconsejar por una mosca y busca una alternativa.

José Luis

—¿Conoces la historia de aquel árabe que fue a buscar un tesoro al otro lado del mundo y después resulta que el tesoro estaba enterrado en el jardín de su propia casa?

—No. ¿Es de las mil y una noches?

—Quizá. No lo recuerdo. Lo digo porque, por más gente rara que entre por esa puesta, la historia de mi amigo José Luís es la más extraña.

Un biógrafo oficial empezaría por su nacimiento, su contexto social, sus padres. Yo voy saltarme todo eso. A los catorce años José Luís era el primero de su clase, no sólo por el apellido, Abad, sino porque a una inteligencia natural sobresaliente unía una perseverancia que lo llevaba a indagar en un tema hasta comprenderlo por completo. Como no había materia en la que no destacara fue escogido para representar a su colegio en el concurso anual de redacción que organizaba a nivel nacional la marca Coca-Cola. Los profesores tenían puestas grandes esperanzas en él. No ganó. No había segundos ni terceros puestos ni se hacía pública la nota que habían merecido las redacciones perdedoras, por eso se podría pensar que José Luís fue segundo, que no alcanzó el triunfo por una milésima de punto. Lo cierto es que si hubieran baremado todas las redacciones la suya hubiera sido la peor. ¿Qué se le puede dar a un folio en blanco? Nosotros, los profesores, solemos decir que por el hecho de poner el nombre (lo que supone presentarse al examen) los alumnos ya tienen un uno. Un uno pues. El nombre y para de contar.

Desde entonces no fue el mismo. Dejó de sacar buenas notas y pronto abandonó los estudios. A los dieciocho años vendía seguros de casa en casa. ¿Tuvo algo que ver lo que pasara en esa sala repleta de pupitres y de aspirantes a literatos con su comportamiento ulterior? Quizá no. No quiso estudiar ni dedicar su precioso tiempo al voraz mundo de los negocios como una persona que conoce una comarca no elige el camino más largo y fatigoso. Las mujeres hacían cola para conseguir sus favores y llegado el momento le tocaron ciento cincuenta millones en la lotería primitiva, aunque muy bien podría haberse pasado sin ellos. Quizá sí. El concurso consistía en una redacción sobre un tema propuesto. Todos sus rivales esperaban, bolígrafo en mano, la lectura del mismo y cuando esta se produjo (alguno como un atleta impetuoso o un nadador impaciente empezó a escribir incluso antes de oír el pistoletazo) se lanzaron a escribir a toda prisa a borronear el papel. Sólo José Luís parecía anclado en su sitio, calado su motor, encadenados sus pies, amordazada su boca. Quería pedir tiempo muerto, que pararan la prueba. Pero sus contrincantes ya habían dado media vuelta y lo habían doblado. ¿Qué estarían escribiendo? Porque el tema propuesto era imposible. El hombre y la naturaleza. Ahí es nada. El hombre y la naturaleza. El tema parecía una tortuga que se había escondido en su caparazón y él un carnívoro que tratara de hincarle el diente. No sabía por dónde empezar. Entregó el papel en blanco. Aún ahora, después de treinta años, reconoce intentar buscar un enfoque sin conseguirlo. Le pidieron que metiera el mar dentro de un cubo y eso pudo trastocar su mente, confundirlo hasta el extremo de cambiar las aulas por la venta ambulante.

Google

—No sé si eres capaz de comprender el problema.

—Un poco no.

—Verás. ¿Cuántos libros se han podido escribir desde que el mundo es mundo, contando hasta la escritura cuneiforme y los jeroglíficos tallados en piedra?

—No sé.

—Pongamos un gúgol.

—¿Qué es un gúgol?

—La pregunta correcta sería cuánto es un gúgol. Un gúgol es un uno seguido de cien ceros. Si lo quieres dicho de otra forma un gúgol equivale a diez mil hexadecillones. Un número bastante alto. Recuérdame que lo comente en clase.

—No creo que a nadie le interese.

—Seguro que os interesa cuando sepáis que el nombre del servidor por antonomasia de Internet, Google, está sacado precisamente ahí. Googol es un número, dicho sea de paso, inventado por un niño de nueve años.

Pero vayamos a lo nuestro. Imagina por un momento todos los libros que se han escrito en el mundo siendo clasificados bajo un solo epígrafe. Una o dos palabras que abarquen e introduzcan todo su contenido. Esas palabras serían: “El hombre y la naturaleza”. Nunca se ha escrito nada que no trate del hombre, de la naturaleza o de ambos. Tú has leído poco, pero reto al más sabio de los sabios que me muestre un solo libro que hable de otra cosa. Es un disparate mayúsculo proponerles a jóvenes de catorce o quince años un dilema cuya respuesta es el contenido de toda la cultura que hay, que ha habido y que alguna vez habrá. ¿Comprendes ahora porque José Luís entregó el papel en blanco?

—Sí, yo le habría dado el premio a él.

—Yo también.

El vendedor

La venta de seguros a domicilio es un negocio ruinoso para el 99´9% de los que se dedican a ella. Entran en la compañía con la promesa de pingües beneficios, un porcentaje anual de los seguros que suscriban mientras estos sigan en vigor. Un alto cargo de la compañía, les relatan (pura mitología o excepcional realidad), renunció a su puesto de directivo porque ganaba mucho más en la calle como agente. El primer mes aseguran a sus familiares y amigos, cuantos más familiares y amigos tenga más seguros hará. El segundo mes, después de comprobar que la gente que quiere contratar un seguro busca una compañía y compara los precios y no espera en su casa a que vengan a tocarle el timbre, se desengañan y renuncian. La compañía capta a otros agentes con bastantes familiares y amigos y así continúan las cosas. Cada siglo más o menos aparece un vendedor que vende. A los que no se les había pasado por la cabeza hacerse un seguro lo consideran imprescindible, los que ya lo tenían recelan de su compañía y lo cambian. Es una cuestión de magnetismo. Un fenómeno, como el amor, para el que los científicos no tienen respuesta. José Luís pertenece a esa clase privilegiada. Unos años más tarde una importante marca de automóviles le hizo una oferta que no pudo rechazar. Cuando en 1960 Kennedy se enfrentó con Nixon con la presidencia de EEUU en juego, una de las frases más demoledoras de la campaña, frase que ha pasado a la historia, fue preguntar a sus compatriotas durante un debate televisivo si ellos le comprarían un coche a ese hombre. Por lo visto el electorado americano miró bien la cara de Nixon y decidió que no. José Luís es todo lo contrario. El que se deja caer por el concesionario donde trabaja raramente sale sin comprar.

Así se gana la vida. El dinero tiene para él escasa importancia porque desde muy joven lo ha ganado sin dificultad. Cuando le tocaron los ciento cincuenta millones en la lotería su vida cambió, pero no en el sentido que cabría esperar. Para comprenderlo tengo que remontarme un poco más atrás en el tiempo, hasta la época en que murió su hermano Clemente.


Antonio Aledo Sarabia (Orihuela, 1956) estudió filosofia en la Facultad de Filosofía y Letras de Murcia y es funcionario del Servicio Valenciano de Salud. Ha publicado relatos en revistas nacionales como Ánfora Nova, Calandrajas, Empireuma o La Lucerna. En 1991 fue primer premio del Concurso Internacional de Poesía Miguel Hernández con el poemario Recuerdos del jardín de las Hespérides (1992). Tiene varios poemarios inéditos (El infiernillo, Sobre fantasmas y Sobre los altos hombros), participa activamente en la obra coral El murmullo, editada en formato digital por M. Susarte y es autor de la novela El jugador de damas.

Acerca de El Cuaderno

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