/ por Rodolfo Elías /
Imagen de portada: Teseo y el Minotauro, del maestro di Tavarnelle (s. XVI)
El minotauro en el laberinto de Borges
Su nombre era Isauro Medina. En la cárcel donde se encontraba recluido de por vida, le decían el Minotauro; por su tozudez, su cabeza que semejaba la de un toro y su pasión por la mitología griega. Veinte años tenía purgando su condena por crímenes que nadie sabía.
El día de más suerte en su vida llegó cuando le ofrecieron la libertad incondicional, siempre y cuando encontrara la salida en un laberinto. El Minotauro aceptó el reto y para eso lo llevaron a las catacumbas de la prisión, que tenían varias puertas que conducían a túneles abajo de la ciudad. Por tres días el Minotauro intentó diferentes opciones, hasta que encontró milagrosamente (porque sólo un milagro explicaba su suerte) la que lo condujo a la salida. Un largo rato caminó por un extenso túnel que parecía no tener fin. Al fin salió a la calle por una alcantarilla y lo esperaba un hombre de cierto misterio, mismo que le proporcionó una suma considerable de dinero, con las instrucciones de que abandonara la ciudad al instante.
Como estaba sediento, el Minotauro decidió entrar primero a una taberna, a tomarse un buen tarro de cerveza; al que le siguieron varios más. Cuando salió de la taberna, ya ebrio, se extravió entre las callejuelas de la ciudad. Tras deambular sin rumbo por unas horas, se encontró caminando por un túnel que lo condujo a una puerta. Abrió la puerta, y al cruzar el umbral lo esperaban los custodios para regresarlo a su celda.
El saltimbanqui
Chuckilón pisó las calles de la ciudad por primera vez, después de quince años preso por las muertes de su esposa y del presunto amante. Tenía la casa de su padre para pernoctar, pero fuera de ahí no tenía a dónde ir. En la bolsa solo traía trescientos pesos que le dio un amigo al salir. Cuando contactó al dueño del circo, este ya no le quiso dar trabajo, por la muerte de sus dos estrellas: los trapecistas. Él también fue trapecista, pero una caída de altura le rompió la espalda y lo imposibilitó para trabajar en lo que más amaba. Fue así como nació el payaso Chuckilón. Como payaso carecía de talento, porque a raíz de la caída se convirtió en un gruñón que no toleraba a la gente; pero de algo tenía que vivir.
Pasaba las horas pensando (como si los quince años ahí adentro no hubieran sido suficientes) en todo lo que pasó. Todo empezó con la llegada de los anónimos, donde le decían que su esposa lo engañaba con su compañero trapecista. Un día salió a libar con sus amigos y, contrario a su costumbre de pasarse toda la noche fuera, regresó a casa (en las instalaciones del circo) un par de horas más tarde, en el preciso momento en que el trapecista iba entrando a la habitación de su esposa. Sacó un puñal y con él se encargó de los dos. La sentencia fue unánime y contundente.
Pensaba en formas de ganarse la vida y de pronto lo acometió el deseo de revivir a Chuckilón de alguna forma. El verano llegó en unas semanas y junto con el verano vino el circo ambulante para el que trabajó Chuckilón. En un acto de valor, quiso hablar con el dueño en persona, a ver si así lo podía convencer de que lo empleara otra vez. El hombre se negó a verlo y ordenó que lo echaran fuera de los terrenos del circo.
Derrotado, salió a caminar por la ciudad y en su deambular llegó al panteón donde estaba sepultada su esposa. Preguntó y lo dirigieron hacia la tumba. Cuando llegó allí se encontró con uno de los saltimbanquis del circo, un enano que lloraba a moco tendido sobre la tumba de su mujer. En los días en que Chuckilón fue apresado, el diminuto hombre era un joven de diecisiete años. Hoy era un hombre de treinta y dos, que lloraba como un niño.
Conmovido, Chuckilón le preguntó porqué estaba tan afectado. Lo que el enano le contó lo dejó helado. Le confesó que, de hecho, él había sido el amante de su esposa, ya que al trapecista no le apetecían las mujeres. Pero una vez lo sorprendió con la esposa de Chuckilón y comenzó el chantaje. Primero le pidió que lo dejara verlos en el acto. Mas, al ver los atributos del enano, quiso que también a él lo complaciera. Fue entonces que el enano empezó a enviar los anónimos, para deshacerse de él. Y fue también así como Chuckilón vio al trapecista entrar a la habitación de su esposa, aquel fatídico día.
—Y como he descubierto que no puedo vivir sin ella —chilló el saltimbanqui—, quiero que me mates a mí también. Porque yo no soy capaz de matarme.
Enardecido, Chuckilón tomó al enano en los brazos y lo arrojó a una tumba sin lapida. Carcajeándose, salió corriendo como poseído fuera del panteón, hacia la calle. Sin importarle los carros que iban y venían, se metió entre el tráfico.
Pasajes
Voy entrando a la ciudad por la avenida Juárez, sintiendo la ausencia de mi madre —en la ciudad y en el mundo— a unas cuantas semanas de su muerte. En mi caminar, todos los lugares (antes tan familiares) se me antojan hoy distantes, fríos y carentes de significancia. La añoranza es un calidoscopio que me hace ver los tonos y matices en los colores de los ánimos de la gente que encuentro a mi paso; un juego cromático de sentimientos y emociones. Unos se ven contentos, otros se ven atribulados y otros indiferentes; pero todos con el mismo destino.
Camino de norte a sur y estoy pasando junto a la salida del túnel que viene de la avenida 16 de Septiembre. Veo un carro salir, enigmático, con un solo pasajero; como si acabara de salir del túnel del tiempo. El guiador, ensimismado y grave, sin edad, se ve tan solo como yo. Es en ese mismo instante que empiezan a pasar junto a mí personas que tuvieron que ver con mi madre, cuyo recuerdo evoco ahora yo solo, porque ella ya no los piensa junto conmigo: mi tía Facunda y mi tío Pancho Flores, que nos acogieron en su casa en los años que vivimos alejados de mi padre y mis hermanos; el artista hippie de North Hollywood que trabajaba para los estudios, cuya casa limpiaba mi madre, y que me compartió a Pink Floyd por primera vez a mis cinco años; Inés Herrera, la anciana amiga de mi madre que me decía «mi novio», y que era una presencia reconfortante en mi niñez llena de ansiedad; la tía Rita (tía de mi padre), soldadera villista malediciente, que hablaba como soldado y me bajaba de las piernas de mi madre cuando yo tenía dos años; el peluquero beodo que me cortaba el pelo «natural oscuro» o «pelo de novio», como él decía; el hombre que nos llevó en su auto a Los Ángeles por primera vez; el tío Min (Benjamín Soto) y mi tía Nena, su hija, que me quisieron bien y me trataron con mucho cariño; César, Martín y Javi, los primos que, para bien o para mal, tienen un lugar significativo en esos años de mi infancia. Todos ellos pasan junto a mí esbozando una sonrisa apenas perceptible, pero cálida.
Me siento abrumado y me detengo un momento para recobrar los bríos. Un anciano, indigente y alcoholizado, se para junto a mí y me dice: «No se asuste. Yo también los vi». Saco un billete y se lo doy sin fijarme en la denominación, para luego seguir mi camino.
De pronto me encuentro caminando en el atrio de la catedral de Ciudad Juárez, la misma que visitaron Jack Kerouac y su madre. Volteo hacia atrás y a lo lejos miro, en el oriente, una rueda de la fortuna. Al entrar al templo me acongojo, porque ahí entré por primera vez, de niño, con mi madre. Siento como si estuviera compartiendo un momento sacramental con Kerouac. Pero, a diferencia de él cuando estuvo aquí, yo soy un ser incompleto.

Rodolfo Elías, escritor en ciernes nacido en Ciudad Juárez y criado en ambos lados de la frontera, colaboraba con la revista bilingüe digital, hoy extinta, El Diablito, del área de Seattle. Sus textos han sido publicados en la revista SLAM (una de las revistas literarias universitarias más prominentes de Estados Unidos), La Linterna Mágica y Ombligo. En la actualidad trabaja en dos novelas, una en inglés y otra en español.
Una interesante versión del mito y del cuento borgiano
Excelentes relatos
Tienen brío y agilidad narrativa