Narrativa

El testamento de un estoico

Manuel F. Labrada reseña los 'Epigramas' de Carlos Díaz Dufoo, recién recuperados por la editorial Firmamento; «un acopio de deleitosa lectura que nos acompañará durante muchos días».

/ una reseña de Manuel F. Labrada /

El mexicano Carlos Díaz Dufoo (1888-1932) representa un magnífico ejemplo de esa clase de escritores que en vida permanecieron voluntariamente apartados de los círculos literarios, motivo por el cual su obra no obtuvo ni el reconocimiento ni la difusión merecidos. En ocasiones, el paso del tiempo les hace justicia, los saca del olvido e incluso les restituye, a posteriori, los honores literarios que nunca disfrutaron. O al menos así nos gusta creerlo a nosotros, todavía partícipes de esa ilusión romántica de que la Fama confiere una suerte de inmortalidad. Beethoven fue uno de los primeros artistas que remitió su obra al certero juicio de los siglos venideros, al que contraponía el dictamen extraviado de sus contemporáneos, influido por tantas rémoras coyunturales y una falta de perspectiva. En su novelita Enoch Soames (1919), Max Beerbohm satirizaba la figura de un oscuro literato obsesionado por la Fama, que anhelaba viajar al futuro para descubrir si su nombre se había borrado o no del libro de la historia. Aunque, según parece, Díaz Dufoo no acariciaba tales fantasías de reconocimiento (como buen estoico, las despreciaba), lo cierto es que a nosotros nos encanta leer su obra bajo dicha perspectiva, y celebramos como una suerte de reparación póstuma esta bellísima aparición, auspiciada por la editorial gaditana Firmamento, de un texto que permanecía incomprensiblemente inédito en España, Epigramas (París, 1927). El acto de leerlo se reviste de una cierta solemnidad: ¡formamos parte de esa posteridad atenta a la que el autor quizás apelaba en su amargo aislamiento! Aunque más pequeñas, el lector también alimenta algunas vanidades.

Epigramas es un libro que goza de esa gloriosa consistencia que no permite apurar la belleza de un solo trago. Un libro de pocas páginas, pero favorecidas de una admirable densidad: un acopio de deleitosa lectura que nos acompañará durante muchos días. Unos textos acreedores de la más gozosa relectura, que con cada nuevo examen nos revelan más y más valores y significados. Carlos Díaz Dufoo, hijo (es preciso diferenciarlo de su homónimo padre, de existencia y renombre más dilatados) se acoge a la venerable forma griega del epigrama para brindarnos un conjunto de textos marcados por la brevedad y la agudeza («Larga agonía de un mal imaginario»), en ocasiones cercanos o coincidentes con el aforismo; pero también con la reflexión, la máxima, la definición, la fábula o la minificción de fondo ético o filosófico. En muchas de estas prosas breves, cuidadosamente cinceladas, brilla una ironía inteligente y sutil, nada descarnada, que contribuye a dulcificar la amargura del pensamiento al que sirven («Su vocación es soberana: compone música en un mundo de sordos»). La edición que nos ofrece Firmamento incluye, además de los textos que conforman Epigramas, otras dos interesantes aportaciones del mexicano, Ensayo sobre una estética de lo cursi y Diálogo contra el éxito literario, imprescindibles para completar nuestra visión del que fuera definido como «el aforista desconocido». Un anonimato que no le ha impedido ser reconocido y valorado positivamente por autores tan insignes como Alfonso Reyes, Julio Torri o, en nuestros días, Enrique Vila-Matas.

De muy variada extensión y conformación, los textos que integran Epigramas andan lejos de ofrecer una monótona e invariable uniformidad. En muchas ocasiones adoptan la forma de una descripción en tercera persona de un tipo humano que ejemplifica una carencia esencial. También puede tratarse de un personaje mitológico interpretado bajo una nueva luz. Es el caso de Prometeo, una figura heroica para Dufoo («Para Prometeo el castigo es la sujeción, no el buitre»), que reaparece en varios de sus textos encarnando los valores humanos más preciados y perdidos; o el de Sísifo, cuyo castigo manifiesta una nobleza que ya no somos capaces de apreciar. Otras veces encontramos en Epigramas breves textos dialogados, a modo de debate filosófico o ético; en ocasiones reducidos al enunciado de una tesis seguida de una escueta refutación, obra de una segunda voz anónima que corresponde al autor. En Epitafio Dufoo parodia la célebre forma griega para transmitirnos un testamento ético y estético: el desprecio de las vanidades de la fama y el poder. No dejar huella, desaparecer como «una música lejana en un oído inatento» constituye su última voluntad. El pensamiento del autor también puede disfrazarse de una fábula distópica en la que nos retrata una humanidad futura despersonalizada. Dos de los textos más extensos de Epigramas adoptan dicha forma: «El vendedor de inquietudes» y «En los tiempos futuros»; dos visiones complementarias de una misma sociedad futura donde las emociones humanas, o bien es preciso comprarlas, o bien son despreciadas. El rechazo a la cómoda medianía de las emociones es un tema que reaparece en otros textos del autor, pues «el dolor y la alegría deben tomarse a chorros».

Si los epigramas de Dufoo manifiestan formas muy variadas, también sus asuntos son diversos en similar medida. Aunque encontramos algunas reflexiones sobre la literatura, la lectura («El mal lector») o incluso sobre la música, predominan las de índole filosófica y ética. Disquisiciones sobre el libre albedrío, el noúmeno o la paradoja de Aquiles y la tortuga se codean con textos que ponen el acento en las contradicciones y limitaciones de la condición humana. «Nunca entraremos en un río nuevo», afirma Dufoo, rectificando la famosa aserción de Heráclito. Nuestra debilidad es tan aguda que necesitamos comprar, a cualquier precio, certezas que nos permitan vivir, ya sea construyéndonos «un pequeño refugio, animal y seguro», o bien dulcificando la realidad mediante una luz engañosa («Contempla su alma a la luz de la luna»). La invariable postergación del cumplimiento de nuestros deseos es otra de las miserias que arrastramos en nuestra lucha diaria, así como el fútil anhelo de una longevidad estéril (satirizado como «Back to Methuselah»; no olvidemos que Dufoo puso voluntario fin a su vida a los 44 años). También soportamos una equivocada noción de la bondad, o una gratitud sujeta a cálculo que no es sino «caridad reducida a proporciones comerciales, el bien hecho teneduría de libros». Otro tema de meditación para el mexicano es la defensa de los valores individuales: la dificultad que entraña en el mundo actual desarrollar una humanidad propia y no impostada. Esta alabanza a lo subjetivo, estrechamente relacionada con el desprecio a la fama (una especie de medalla que nos imponen los demás), conlleva también la crítica al concepto de autoridad, así como la repulsa del pensamiento acomodaticio, de las componendas morales, religiosas o filosóficas que nos inventamos para construir «un puerto seguro, al abrigo de los vientos de la fortuna». Todas estas carencias Dufoo las resume en una crítica general al pensamiento del hombre moderno, que se ciñe al detalle ignorando el conjunto, depositario de un conocimiento sin alma («sabio de un mundo sin música»), víctima inconsciente del «desastre de la perfección minuciosa».

Como ya anticipamos, el libro de Epigramas se completa con dos textos más extensos y de gran interés. El primero de ellos, «Ensayo sobre una estética de lo cursi» (La Nave, 1916), configura una reflexión de primer orden sobre el concepto de belleza: un mundo de valores subjetivos del que somos «demiurgos inconscientes». La indagación sobre un fenómeno aparentemente negativo, como es el de lo cursi, le permite al autor una aproximación indirecta, pero fructífera y muy fundamentada, a los valores estéticos. Lo cursi es básicamente aquello que degrada una forma estética más elevada, pero sin apartarse demasiado de ella. Sentimientos como el dolor o el amor a la naturaleza, que tan excelentes recreaciones artísticas han merecido a lo largo de los siglos, son habituales desencadenantes del discurso cursi, cifrado en una especie de querer y no poder estéticos. Algo similar a lo que sucede cuando se pretende presumir de una elegancia que se desconoce y se persigue por medios inadecuados. Como todos los valores estéticos, también lo cursi es subjetivo, y no todos lo perciben como tal. Porque, a diferencia del «arte vulgar» que «nada oculta», lo cursi es «la moneda falsa de la estética», y el desagrado que nos provoca solo cesa cuando una degradación excesiva «le quita toda posibilidad de producir un efecto estético». Díaz Dufoo surte su ensayo de sabrosos ejemplos literarios y musicales de la más palmaria cursilería, así como de alusiones nada inocentes a escritores como Campoamor, los Álvarez Quintero o Vargas Vila.

El último texto recogido en el libro es un breve diálogo sobre las bondades y desventajas que entraña el éxito en la literatura. De una parte, el éxito es considerado una suerte de traición, un falso bien que degrada la obra del artista; de otra, una anhelada bendición que redime al autor de un exceso de individualismo, afinando su voz en la piedra de toque de la crítica y la difusión generalizada. Conocida la trayectoria del autor y leídos sus Epigramas, la deriva del diálogo no entraña sorpresa alguna. Con tan solo leer el titulo, «Diálogo contra [y no sobre] el éxito literario» (Revista Nueva, 1919) ya adivinamos hacia dónde se inclinan las convicciones del autor (aunque la disyuntiva no la resuelva otro juez que el propio lector). Es verdad que la segunda voz, la defensora del éxito literario, modula un discurso mesurado y razonable, pero la primera resulta más convincente, o al menos se expresa con una mayor vehemencia. En cualquier caso, coincidamos con una o con otra, no dejaremos de admirar la sutileza del diálogo, trufado de ingeniosas argumentaciones y aforismos («quien es demasiado aplaudido es mal interpretado»), como salpicado también de esa finísima ironía a la que antes aludíamos, y que ahora se reparte sobre los dos anónimos interlocutores (¿cómo no verterla sobre dos contendientes tan maximalistas en la defensa de sus respectivos puntos de vista?). Si parece difícil que este diálogo pudiera servir de aviso a los autores consagrados y exitosos ―a fin de que no incurrieran en aquella «incurable vanidad» de la que se burlaba Jonathan Swift―, quizás sí podría ofrecer, al menos, un consuelo a los que no lo son. Para Carlos Díaz Dufoo, en el árbol de la Fama las uvas siempre están verdes.


Extractos del libro:

«El magnífico Cid del Poema, noble, generoso y realísimo actor de la epopeya castellana, se cambia por el éxito en el fanfarrón odioso de las Mocedades, personaje inconsciente cuyo contacto no pudo evitar una obra como el Romancero, cristiano colérico y caballero indigno que ceba su halcón en el palomar de Jimena.»

«Extranjero, yo no tuve un nombre glorioso. Mis abuelos no combatieron en Troya. Quizás en los demos rústicos del Ática, durante los festivales dionisíacos, vendieron a los viñadores lámparas de pico corto, negras y brillantes, y pintados con las heces del vino siguieron alegres la procesión de Eleuterio, hijo de Sémele. Mi voz no resonó en la asamblea para señalar los destinos de la república, ni en los symposia para crear mundos nuevos y sutiles. Mis acciones fueron oscuras y mis palabras insignificantes. Imítame, huye de Mnemosina, enemiga de los hombres, y mientras la hoja cae vivirás la vida de los dioses.» (Epitafio)


Epigramas
Carlos Díaz Dufoo, hijo
Firmamento, 2022
72 páginas
17 €

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Manuel Fernández Labrada es doctor en filología hispánica. Ha colaborado con la Universidad de Granada en el estudio y edición del Teatro completo de Mira de Amescua. Es autor de diversos trabajos de investigación sobre literatura española del Siglo de Oro. Entre sus últimos libros de narrativa publicados figuran: Elrefugio (2014), La mano de nieve (2015), Ciervos en África (Trea, 2018) y Al brillar un relámpago escribimos (Trea, 2022). También escribe en su blog de literatura, Saltus Altus (http://saltusaltus.com).

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