Los cuadernos pálidos

Los cuadernos pálidos (52)

Del murmullo del mundo registra en esta ocasión Tomás Sánchez Santiago el temblor del agua en las piscinas abandonadas, un hombre solitario en un banco público o la luz de melocotones rubios de septiembre.

texto de Tomás Sánchez Santiago · fotografías de Luis Marigómez (serie Hilos)

Tiembla el agua en las piscinas abandonadas. El picoteo tenaz de la lluvia ha dejado desde el amanecer susto y sigilo en la superficie, lisa y engañosa como el mantel azul de una mesa donde no se espera a nadie ya. Septiembre: ese juego de llegadas sin aviso y de bruscos abandonos. Otro orden se impone ahora en las tramas de la vida. Es el bufido gris de la melancolía. De pronto han desaparecido las costumbres. Se retiran las sillas de las puertas y a los niños se les esconde antes en las casas. Pierden prisa las cosas. De lo alto de los parques caen las primeras campanadas de las castañas. Es que viene el otoño a hacerse sitio entre nosotros.


Para expresar que algo que se le ha perdido no aparece por parte ninguna, el pequeño Álex dice con un tono de irremediable conformidad: «Bueno, estará en el mundo ciego». El mundo ciego. Es asombrosa la precisión no buscada del lenguaje de los niños.



Mi centro es el afuera. Soy capaz de escribir esto así, pero no tan capaz de decirlo en voz alta, a las claras. Mientras no me atreva a ello, no habrá verdad completa en esa proclamación. Habrá trampa. Lo que se escribe hay que atreverse a decirlo y luego a hacerlo. Signo, palabra, hecho. Ese es el orden. Contra el famoso aserto («scripta manent, verba volant»), escribir no es decir totalmente. Mientras no aleteen en la carnosidad de lo dicho, las palabras escritas no saben del todo. No son cosa de amor. Y es que el acto de hablar es el que está más cerca del beso: exige labios vivos y un otro inmediato para cumplirse. Sí, hablar es besar a ciegas con la carne caliente de las palabras.


Mira el deterioro de los utensilios y la quietud de los gatos. Ellos sí saben envejecer sin ruido.


No puedo evitarlo: cuando empaqueto libros una vez al año para subirlos al trastero à tout jamais, un cosquilleo morboso me agita la sangre. Primero es la elección de la población señalada: libros que ya no volveré a leer porque no me interesan o no los alcanzo, autores cuya estima he perdido por alguna razón. Lo cierto es que los elegidos -novelas, poesía, biografías, tesis doctorales- van cayendo implacablemente al pozo ciego. Poco después de sellar con cinta adhesiva el paquete —como si pudieran escaparse—, ya ni me acuerdo de cuáles quedaron ahí amortajados. Y luego eso otro: ¿cuándo, dónde se abrirán de nuevo estos sepulcros, que ya van por la treintena? Lo ignoro. Yo ya no estaré por aquí para saberlo. Otras manos lo manejarán todo. Solo tengo por cierto que nunca más volveré a verlos delante de mí aunque ellos sigan respirando furtivamente en la oscuridad polvorienta de un trastero. Pero hay algo más: sé de fijo que mis palabras estarán así también, en la mazmorra de otros trasteros. Eso me plantea un sentimiento de humildad. Y también algo parecido a un ciego ajuste de cuentas.


El cuerpo de hojas del castaño de esta calle madrileña. Resistieron la dentera atroz del calor y aún se sostienen así, con sus colores chamuscados de oro viejo y la última tiritona en la rama, esperando el bandazo del aire que las estrellará contra el suelo. Así lo nuestro, hermana hoja.



LA ESTATURA DEL POEMA

No subir el poema a la altura de la nubes, más bien ponerlo a rodar entre las piedras para que la gente se tropiece con él. Es allí donde hace falta, entre lo suficiente. Y nada más. Jesús Aguado lo dice mejor: «Es aquí abajo donde se encuentra lo más alto, que nunca lo es más que un niño, un palo, una raya en la arena, una rana, un gato, cualquier persona, cualquier objeto».


En el banco público, dejándose llevar por el atardecer, el hombre solitario del barrio parece vigilar con la mirada el peso de las cosas. De trato misterioso, sea quien sea este hombre parece querer habitar siempre en las afueras de las molestias. Vuelvo la vista y ahí sigue, parando sin saberlo el vértigo del mundo. Suave y solo.


Septiembre es esta luz de melocotones rubios que se precipitan cada mañana desde el cielo y nos empapan como una gran yema regalada. Andamos por septiembre como por una pequeña casa iluminada de sí misma. Es el mes que mejor se sale de la fila en el orden de los calendarios porque en él nada es previsible: conjeturas y pronósticos quedan fuera de sus cancelas.



La periodista Lorena Pacho cuenta en su reportaje, lleno de rigor y rabia, cómo es el escenario:

«A un lado, hay una hilera de embarcaciones de recreo, con los cascos brillantes e impolutos. En algunos se escucha música alegre y entran y salen sin parar turistas en bañador con copas en la mano. Al otro, se hacina una pila de barcazas vacías, algunas de metal oxidadas y otras de madera, todas estropeadas y castigadas por el agua. En este lado destacan las sirenas de las ambulancias y se percibe el trajín de los sanitarios y los voluntarios de organizaciones humanitarias que van de un lado para otro con mantas térmicas de emergencia».

Una fotografía de Alessandro Serrano da cuenta gráfica de eso mismo: una frágil embarcación en primer plano atestada de hombres africanos, muchos de ellos sentados en cubierta con las piernas colgando sobre el agua dando la espalda a la playa y allá, al fondo, otro mundo: el entoldado de sombrillas y la multitud de bañistas felices, ajenos a todo, tumbados sobre la arena o ya metidos sabrosamente en el agua —otra agua— azul mediterránea. Es Lampedusa. El símbolo de una colisión, que nos concierne a todos, entre progreso e historia. El gobierno italiano pide cuentas a Europa, y Europa propone a Túnez esta vez para taponar la salida desesperada de los desposeídos y contenerlos allí a cambio de dinero. No se trata, pues, de querer resolver esta tragedia, se trata de no verla tan de cerca, de que esos bañistas satisfechos no sientan estropeado el bienestar al que tienen derecho, faltaría más. Esos bañistas somos todos nosotros, en la orilla feliz de nuestra vida llena de seguridades. En realidad, esa es la verdadera última frontera que no van a salvar nunca quienes vienen huyendo del desamparo. Nosotros se lo impedimos.


En la desmemoria, la oscura galería de los recuerdos —los remotos y los próximos, los reales y los remodelados por el olvido— se reúne enloquecida en esa sede adverbial e inconcreta del tiempo a la que nombramos con una palabra extraña, alejada de cualquier fijación temporal. La palabra antes.


Como quien visita diariamente a sus pacientes habituales, un hombre va asomándose cada mañana con precisión forense a los contenedores de la calle. Algo verá allá adentro, en el palacio de lo hediondo, que le hace decidir si merece la pena indagar más en la rebusca o cerrar bruscamente la tapadera y seguir adelante. Y hay otros como él. Son los inspectores de lo sobrante. A veces se les ve con algo rescatado entre las manos, algo condenado a la inutilidad pero que vuelve a encenderse para ocupar un lugar en el mundo.


Desde hace unas cuantas semanas dos caballos pastan apaciblemente al atardecer, justo a la orilla de la carretera del norte. Ambos pacen juntos mirando en direcciones opuestas. Alguien me contó una vez que lo hacen así para espantarse uno al otro las moscas. Así los veo ahora, abanicándose mutuamente con un amplio y suave vaivén de la cola, y recuerdo aquel poema de Berceo que ya en el siglo XII utilizaba la palabra aventadero y aclaraba en verso posterior: «que en el seglar lenguaje dícese moscadero». El vocablo abanico, que lo refinó todo aún más, llegaría más adelante por vía portuguesa. Pero yo veo a estos dos caballos en su delicado ballet y solo me viene esta palabra llena de vida vieja: moscadero.



En los primeros días de colegio, las mañanas se llenan de niños con los ojos aún cremosos de sueño interrumpido. Caminan muy callados y arrastran tras ellos mochilas con ruedas, como si les persiguieran las primeras palabras de los mandamientos escolares. No los alcanzarán del todo nunca.


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Tomás Sánchez Santiago nació en Zamora en 1957. Sus últimos libros de poesía son El que desordena (2006) y Pérdida del ahí (2016). En prosa es autor de las novelas Calle Feria (2006) y Años de mayor cuantía (2018). En 2019 ha aparecido su escritura de diarios y anotaciones reunida en El murmullo del mundo. Es coautor, junto a la fotógrafa Encarna Mozas, de Interior Acuario (2016), y miembro del Seminario Permanente Claudio Rodríguez, con sede en Zamora.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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