/ Rescates / Álvaro Acebes Arias /
La del exilio es una historia que nunca se ha contado bien. Digamos, para empezar, que en el ajustado ropero literario español siempre ha habido un gran vacío, el de la trayectoria de aquellos escritores que salieron del país con el fin de la guerra y cuyo relato, cuando llegó la democracia, fue incorporado tardíamente y mal a la sensibilidad de las nuevas generaciones, tal vez porque en aquel momento su memoria incomodaba y no se avenía a las retóricas que hablaban de una España que se quería optimista, moderna, europea, y a la que, Alfonso Guerra dixit, no iba a conocer ni su propia madre. Solo en los últimos años y con evidente retraso han comenzado a aparecer estudios y trabajos que recuperan parte de aquellas voces, si bien es cierto que aún hay muchas figuras sobre las que pesan paladas de tierra.
Hubo, por otro lado, distintos exilios en esos cuarenta años de dictadura, ya que no es la misma la situación de aquel medio millón de «transterrados», según la definición de José Gaos, que salieron del país a toda prisa con la caída republicana, que la de otros que partieron algún tiempo después, incapaces de adaptarse al asfixiante clima del franquismo. A estos últimos la prensa y los organismos oficiales los llamó «emigrados», en una confusión interesada que comprendía por igual al emigrante político que al económico. En realidad, aquel éxodo, que tuvo como principal destino los países industriales europeos entre 1950 y 1960, también fue otra forma de huida y en ella no solo contaban los motivos económicos. El rechazo a la aberrante situación colectiva que habían impuesto los vencedores se combinaba con otra certeza: la de la imposibilidad de vivir bajo su férula. No obstante, la ambigüedad a la hora de designar lo que fue un exilio en toda regla ha propiciado que quienes formaron parte de esta segunda ola se hayan convertido en los más olvidados de todos. Entre ellos, junto a una abultada nómina de artistas e intelectuales que permanecen todavía en un limbo que ha impedido su difusión y reconocimiento, se encuentra el valenciano Vicente Soto.
¿Quién lee hoy a Vicente Soto? Probablemente nadie. La crítica tampoco se ha ocupado mucho de él y la prueba es que, por ejemplo, en su, por otra parte, exhaustivo e indispensable trabajo sobre la narrativa durante el franquismo, el profesor Santos Sanz Villanueva no le dedica una sola línea, si bien atiende a otros autores que formaron parte de aquel segundo exilio como el cuentista Medardo Fraile. No: Vicente Soto, que fue uno de los escritores mejor dotados de su generación, continúa siendo un desconocido para los lectores. Su obra, sin embargo, no solo tiene el mérito de reflejar los cambios y transformaciones que sufrió la literatura española del siglo XX, sino que, además, apunta temas y formas que no se perfilarían hasta muchos años después. Fíjense, a este respecto, en una novela como Tres pesetas de historia, publicada en 1983, y en la que, a partir de una experiencia personal, el autor valenciano indaga en el pasado republicano y recoge los testimonios de varios supervivientes reales de la represión franquista, incorporando sus historias a la propia narración. Con unas mimbres parecidas, pero casi veinte años más tarde, Javier Cercas hará su Soldados de Salamina y se convertirá en uno de los principales exponentes de lo que hemos acostumbrado a llamar «novela de la memoria». Otra cosa es si los resultados son los mismos.
Nacido en Valencia en 1919, Vicente Soto combatió en el frente de Madrid hasta el fin de la guerra y esquivó la cárcel por poco, si bien le tocó, como a otros muchos, abrirse camino en aquella España victoriosa bajo el estigma del perdedor. Antes de alistarse como voluntario, Soto había formado parte del grupo de teatro universitario El Búho, dirigido por Max Aub, y puede que aquella experiencia influyera en sus comienzos literarios, ya en Madrid, pues en los años cuarenta Soto escribió dos obras de teatro infantil que le hicieron merecedor del premio Lope de Rueda. El galardón, sin embargo, estuvo lejos de ser un espaldarazo a una presumible carrera como dramaturgo ya que Vicente Soto no volvería a escribir teatro nunca más. De su interés por las tablas quedan, eso sí, las maravillosas cartas (inéditas hasta hace poco) que cruzó con un gigante como Antonio Buero Vallejo, a quien el escritor valenciano había conocido en las tertulias del café Lisboa de Madrid, y que documentan lo que fue una amistad que se sostuvo durante cuarenta años a pesar de la distancia, ininterrumpida hasta la muerte del autor de Historia de una escalera en el año 2000. Uno se lo pasa en grande leyendo esa correspondencia que, más allá de iluminar aspectos de la vida y obras de ambos autores, supone un extraordinario recorrido por el devenir cultural, social y político de la España y la Gran Bretaña de la segunda mitad del siglo XX, desde la evolución de la dictadura y la tensión que se vivió en Europa durante la Guerra Fría hasta los cambios literarios que se perciben en las letras españolas, pasando por otros aspectos tan curiosos como el interés de Buero por el yoga y la ufología o el imperdonable desprecio del escritor valenciano hacia los Beatles.
Vicente Soto pasó en Londres casi sesenta años de su vida. Fue en 1954 cuando, harto de aquella España autárquica, chata y miserable que Berlanga había retratado un año antes en Bienvenido, Mr. Marshall, se decidió a hacer las maletas y trasladarse a otro país, en lo que él mismo llamó más tarde un «autoexilio». Las razones económicas fueron, sin duda, el principal argumento para abandonar Madrid, pero acaso también pueda interpretarse esa decisión como una forma de desobediencia, una salida ética en la que Soto, como otros muchos que lo siguieron, encontró el modo de apartarse de un ambiente de incurable mediocridad. No obstante, los inicios en la capital británica, adonde llegó con el sello de turista en el pasaporte, no fueron fáciles y Soto malvivió durante los primeros años trabajando en lo que podía (de friegaplatos a secretario de restaurante) y sin tiempo para escribir. No será hasta los años sesenta que, ejerciendo de traductor y periodista en la BBC, como en su día hiciera otro exiliado de primera hora, Arturo Barea, el escritor alcance cierta estabilidad laboral y económica y puede dedicarse con mayor libertad a la literatura.
Es en 1966 cuando se produce el milagro. Ese año un autor desconocido y prácticamente inédito, que solo había publicado una pequeña colección de cuentos antes de salir de España, gana el Premio Nadal con una narración titulada La zancada que, además, se convierte en el libro más vendido y comentado de la temporada. En él Vicente Soto contaba el tránsito a la madurez de un adolescente (la zancada del título) y ubicaba su historia en un pueblo valenciano, trasunto de su Utiel natal, describiendo aquellos paisajes con una delicadeza y una poesía dignas del mejor Gabriel Miró. Todos los críticos quedaron estupefactos ante aquella novela que por su estilo y envoltura formal se apartaba de las tendencias entonces dominantes en la literatura española, a contracorriente tanto del realismo social (ya herido de muerte) como de los impulsos modernizadores que habían inaugurado Martín Santos y los narradores hispanoamericanos. Soto no se miraba en ellos ni en ningún otro de sus contemporáneos y puede que ese ir a la suya (que repetiría en novelas posteriores como Bernard, uno que volaba o Una canción para un loco) esté detrás de la escasa suerte que, pasada la sorpresa inicial, tuvo La zancada, convirtiendo aquel éxito en una consagración efímera. Aún es más doloroso pensar en el hecho de que esta extraordinaria novela siga hoy sin recuperarse. Para quien esto escribe, constituye uno de los más hermosos testimonios de lo que era aquella España previa a la catástrofe del treinta y seis y es evidente la huella personal que hay en sus páginas. Soto, como cualquiera de los que se fueron con la guerra, se fijaba en un pasado que era el suyo y trataba obsesivamente de revivirlo, de reconstruirlo, de dar cuenta de algo que había existido; y es por eso por lo que, leída en la actualidad, cuando tenemos un mayor conocimiento de lo que vino después, ese esfuerzo del autor por rescatar unas experiencias y unos paisajes íntimos que fueron luego barridos en el curso más sanguinario de la historia española se nos antoja tan doloroso. Tal vez Vicente Soto intuía en su exilio londinense, como lo intuyeron Aub, Barea y tantos otros, que solo la escritura nos devuelve al pasado y que esta es la única manera que tenemos de recuperar, aunque sea de forma precaria y frágil, algo que el tiempo nos ha arrebatado.
Esa labor de recapitulación sobre un tiempo ido asoma, asimismo, en otra de sus mejores novelas, Tres pesetas de historia. La historia de cómo Vicente Soto llegó a escribir este último título es fascinante. Según él mismo le contaba a Buero Vallejo en sus cartas, su mujer había comprado en un rastro un cuadro religioso en cuyo reverso encontró un atadito con una carta que alguien dirigía a una mujer, probablemente la viuda de un fusilado, acompañada de unas pesetas republicanas y de una insignia de la UGT. Fue la curiosidad por aquel hallazgo fortuito lo que empujó al escritor a regresar brevemente a España y a buscar a los protagonistas de aquella historia. La investigación, cómo no, dio paso a la novela, convirtiendo al propio Soto en personaje e incorporando a las pesquisas iniciales otras tramas paralelas inscritas en el mundo de su juventud y que, a su vez, examinaban los orígenes y las causas del conflicto bélico. Con esta novela Vicente Soto no solo exponía un episodio trágico de nuestra intrahistoria, sino que, al mismo tiempo, excavaba en las raíces de su propia identidad, identificándose como una más entre las tantas víctimas de la represión y el exilio. No hay duda, entonces, de que Tres pesetas de historia es una obra pionera dentro del marco de la «novela de la memoria» o que puede ser leída como una novela histórica muy actual que nos devuelve partes de un pasado traumático. Pero, si dejamos a un lado estas etiquetas, lo verdaderamente singular es el modo en que, a medida que progresa la acción, su autor se presenta como testigo de su propia época y expresa su compromiso con los más humildes, atento siempre a detallar las injusticias y atropellos que la Historia, esta sí en mayúscula, absuelve o encubre.
Un compromiso que está muy presente, por otra parte, en los cuentos de Vicente Soto, tal vez lo mejor de toda su producción y en donde se revela como un maestro por descubrir. Antes de irse de España, el valenciano ya había publicado una colección que está entre lo mejor del género durante la posguerra, Vidas humildes, cuentos humildes (1948). Los títulos que vinieron después comparten con este la mirada solidaria y compasiva sobre los marginados, aunque el escenario haya cambiado e, inevitablemente, se cuele el asunto del exilio. Soto describe ahora las vidas de otros como él, forzados a labrarse un futuro en un ambiente ajeno, no pocas veces hostil, y es por esto por lo que temas como la memoria, la identidad, la lucha por la dignidad o la extrañeza que provoca ese estar en un lugar tan diferente al de las propias raíces tengan tanta presencia. No es difícil advertir tras la dislocación espacial y temporal que sufren esos seres menudos («topotones» los llamaba Soto, tipos que van a la deriva, incapaces de encontrar un asidero en la realidad) al propio escritor, quien, no obstante, sabe cómo escamotearnos su historia y convertir el drama de sus cuentos en un conflicto mucho más universal, el de todos los exiliados. Así ocurre, por ejemplo, con muchos de los relatos que conforman Casicuentos de Londres (1973), Cuentos del tiempo de nunca acabar (1977) o Pasos de nadie (1991). En todos ellos se incluyen textos que dan cuenta de una escritura libre, capaz de incorporar tanto elementos simbólicos como surrealistas, y que se sustenta, además, en un estilo caracterizado siempre por la pulcritud y el lirismo. En la mayoría, además, el autor valenciano renuncia a los finales nítidos y esféricos que suele exigir la literatura, quizás porque sabía mejor que nadie que en la realidad, en la vida diaria que todos llevamos, las cosas suelen terminar así, entre puntos suspensivos. Ese rasgo se observa muy bien en un cuento que, a su manera, resume lo que fueron su vida y su obra. Se trata de «Exiliado en el aire» y pertenece a Pasos de nadie. En él se narra la historia de dos hermanos. Mientras uno de ellos hace vida normal, se reúne con amigos y recibe visitas, el otro permanece escondido en el desván de la casa como uno de los tantos «topos» del franquismo, matando ese tiempo interminable con la lectura y pintando cuadros que siempre están en blanco, en lo que es una metáfora de su propio encierro y silencio. De manera ejemplar Soto explica la escisión que hubo entre los exiliados y quienes se quedaron en España, prácticamente incomunicados y convertidos los primeros en meros espectadores de una realidad que poco a poco los iba borrando.
Vicente Soto tuvo que pagar un injusto peaje por su condición de emigrado político y no hay duda de que la desconexión con los círculos literarios de España impidió que su obra gozara de una mayor repercusión. Cuando llegó la democracia ya había pasado su momento y una nueva generación se abría camino, ajena a la labor que aquellos autores habían realizado lejos del país. Una muestra de esa indiferencia es que, a principios de los ochenta, cuando Soto viajó a Madrid para presentar junto a Buero Vallejo Tres pesetas de historia, solo contó con la presencia de un puñado de curiosos en el acto. Ni un solo periodista cubrió la noticia. Vicente Soto, sin embargo, continuaría escribiendo y ya en 2011 regresó a España. Quería morir en el país que había abandonado sesenta años antes. Más de diez años después de su muerte, es hora de recobrar una figura que ha sido víctima durante demasiado tiempo del peor de los exilios, el del olvido y el desdén. La obra de Vicente Soto da cuenta del drama que vivió aquella España peregrina, de lo que significó el peso de su derrota y de su angustioso y dolorido vivir entremundos, y reivindicarla no es solo una forma de restituir y recuperar una página importante de nuestra narrativa, sino, ante todo, una cuestión de justicia.

Álvaro Acebes Arias (León, 1990) es licenciado en filología hispánica y profesor de Educación Secundaria. Doctorando en la Universidad de León con una tesis sobre la obra del escritor Rafael Chirbes, ha realizado además estudios sobre los distintos cauces de la narrativa española, con especial interés en figuras como Belén Gopegui, Marta Sanz, Isaac Rosa o Ricardo Menéndez Salmón. También ha participado en revistas, medios literarios y en organizaciones culturales como el Club Cultural Leteo de León o el Seminario Permanente Claudio Rodríguez de Zamora.
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