Se preguntaba el otro día Alberto Olmos por el futuro de la autoficción en un tiempo en el que las redes sociales nos han convertido a todos en exégetas de nuestras propias biografías. Cabría ampliar el interrogante al género diarístico, una vertiente del ensayo que desde la irrupción de Internet y sus múltiples opciones para la exhibición ha hecho que cualquier persona —no digamos ya si además se dedica a la escritura— dedique unos minutos de cada jornada (con suerte y como poco) a contar lo que le han ido deparando sus rutinas. El fenómeno comenzó hace ya unos años, con la aparición de las bitácoras, pero se acentuó cuando Facebook y Twitter vinieron a asentarse en nuestras nubes digitales. Escribir una entrada en un blog requería más tiempo y esfuerzo del que supone colgar una entrada en cualquier patio de vecinos virtual. Vivimos tan asediados no ya por el día a día, sino por sus múltiples relatos, que cualquiera hubiese predicho la paulatina extinción de los diarios en medio del caótico panorama de autorreferencias más o menos veraces que invaden las pantallas. Si algo sobra en Internet, son émulos de aquel Josep Pla que anotaba sus cuitas en una masía del Ampurdán.
Si no ha sido así, supongo que se debe a que aún quedan lectores que, además de estar dispuestos a que otros les cuenten su vida, agradecen que se la cuenten bien. También autores que siguen viendo en el papel (o en el recuadro blanco del Word) un desierto por explorar mucho más atractivo que el campo de batalla que nos encontramos al abrir nuestros navegadores. A Iñaki Uriarte, uno de los maestros contemporáneos del género, le ha ido publicando sus cuadernos una editorial independiente, Pepitas de Calabaza, que los presenta como una de las joyas de su catálogo, y siguen en activo, y en plena forma, dos diaristas a los que ya se puede considerar clásicos vivos del género. Me refiero a José Luis García Martín y Andrés Trapiello, que publicaron el año pasado las últimas entregas de sus apuntes cotidianos, El arte de quedarse solo (Renacimiento) y Sólo Hechos (Pre-Textos). Elvira Lindo reeditaba, hace también unos pocos meses, la recopilación de sus Tintos de verano (Fulgencio Pimentel), al fin y al cabo una suerte de diario autoparódico circunscrito a unos meses y unas circunstancias muy concretas, y hace un año veía la luz Los sentimientos encontrados (Cálamo), del editor y poeta Kepa Murua, al que algunos consideran un nuevo referente del género.
El último ejemplo que ha caído en mis manos es Los días raros (Trabe), una especie de diario accidental pergeñado por Ovidio Paredes. Digo «accidental» por dos razones: se trata de un cuaderno escrito dentro de un periodo muy concreto y muy delimitado y obedece a la necesidad de exorcizar demonios en medio de un contexto difícil en los aspectos laboral y familiar. Parades se lanza a contar sus días acuciado por las enfermedades que padecen su madre y su mascota y en medio de la situación de incertidumbre que provoca una larga situación de desempleo. Es el suyo, no obstante, un diario luminoso y siempre abierto al encuentro de nuevos caminos allí donde sólo parece haber vergeles. Se trata de un libro breve y consistente en el que el autor no mira tanto hacia sí mismo como hacia los demás, convirtiendo a sus seres cercanos en protagonistas de un retablo que se dibuja con verbo ágil y el estilo sencillo de quien quiere permanecer fiel, ante todo, a su vocación de contar. Usuario habitual de las redes sociales (y practicante por lo tanto de esa tendencia a la que aludía en el primer párrafo), Ovidio Parades quiso prescindir de la pantalla y regresar al papel cuando entendió que la porción de vida que deseaba compartir requería de un fuego lento y una maceración en condiciones. De una atención rigurosa a las exigencias del texto que estuviese por encima de comentarios o de clicks. Las redes sociales pueden ser un desahogo, pero la literatura sigue siendo el último reducto de las cuestiones serias.
0 comments on “Contar los días”