Cuarta entrega del cuestionario sobre la (in)distinción entre relato y realidad en la narrativa española actual basado en las ideas expuestas en el ensayo Hologramas (Trea, 2017) por Teresa Gómez Trueba y Carmen Morán Rodríguez. En este caso, la hipertrofiada identidad del autor a través de su imagen, promoción y comentarios en las redes sociales.
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La consideración de la vida como marco ficcional de la obra (y particularmente la vida del escritor, con sus registros fotográficos, sonoros, vídeos, etc.), junto con los juegos intertextuales, reescrituras, copias, plagios, etc., parecen desembocar en una literatura concebida como gran libro de arena, una Obra única que contiene todas las obras, escritas y reescritas por todos, con todas sus variables escritas y por Ante una noción así, ¿dónde queda el autor? ¿su identidad se diluye hasta hacerse líquida? ¿o, a pesar de ser uno más en la gran reescritura colectiva de La Obra, se exacerba merced a una presencia hipertrofiada en fotografías, perfiles y comentarios de redes sociales?
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Jorge Carrión.— Intento que, como autor de proyectos muy distintos, lo que dé coherencia al conjunto sean mis obesiones. Sólo escribo sobre lo que me apasiona y lo que me moviliza. No escribo más que Gómez de la Serna o Juan Ramón Jiménez, lo que ocurre es que casi todo lo que escribo es visible. Ésa es la gran diferencia entre mi época y la suya: el acceso, la visibilidad.
Mercedes Cebrián.— He seguido algunos debates en los que se desdeña la imaginación literaria y se aboga por la no ficción: son muy contemporáneos y muestran que una sociedad que reniega de la ficción y demanda muchas historias “reales” en verdad lo que padece es un fuerte descrédito ante la realidad: esto lo señaló el filósofo José Luis Pardo en una ocasión y yo estoy de acuerdo con él en esta afirmación.
Pero no acabo de hallar una respuesta convincente, un porqué de esta crisis de la imaginación. Yo misma como lectora busco más crónica, ensayo, testimonio, diarios… Y en efecto, creo que hay escritores que están depositando su libido en sus comentarios públicos. Los apuntes que formaban parte de la libreta de notas que solía acompañar a los escritores, ahora se han convertido en comentarios colgados en las redes para uso y disfrute (o uso e indignación) de todos los que no estén bloqueados por el o la autor/a.
Agustín Fernández Mallo.— Partamos de la base de que cualquier cosa que se escribe, por el mero hecho de estar siendo contada, es ficción, o por lo menos es una modalidad de realidad sesgada, y que eso es algo inherente a la estructura del mundo. Ese hecho lo puedes asumir, aceptar, es decir, entender que la realidad se teje majando esa inevitabilidad (así fue el caso del posmodernismo), o puedes no aceptarlo en ir contra él, así el caso de los movimientos realistas en general y en particular los neorrealismos de los últimos tiempos. La diferencia se establece pues, en una postura ante la realidad, mejor dicho, ante ese “problema de realidad”, que es eterno. En este sentido, el autor, como personaje público, siempre es una ficción en sí mismo, y referirse a su “vida privada” es una contradicción en términos desde el momento en que esa vida es publicada en redes sociales u otros medios. No existe una vida privada desde el momento que alguien en el universo accede a su conocimiento. Clásicamente, para reconducir de un modo literario la vida propia, el autor tenía herramientas como la autoficción, el género memoralístico o la crónica. Hoy, a esos hay que sumar, las redes sociales. El problema de fondo, y como siempre, es qué consideramos real y qué consideramos ficción. En medio de ambas, habita una frontera muy delgada que podría ser algo así como “realidad ficcionada”, que es donde se enmarcan esas derivaciones de autoficción, diarios, etc, que en realidad en nada se diferencian del perfil que el autor tiene en Facebook, Twitter, etc.
Cristina Gutiérrez Valencia.— La muerte del autor, me da la sensación, fue desde su declaración más un desiderátum que una realidad. El autor no estaba muerto, estaba haciéndose un selfie en lugar de escribiendo. En una época de narcisismo tan exacerbado el autor campa a sus anchas. Incluso con los medios digitales y la web, que parecía iban a ser la nueva revolución del anonimato y la autoría múltiple, lo que ha ocurrido es lo contrario: nuestra autoconsciencia ha hecho que los autores cuiden al máximo su proyección en internet, como antes lo harían en sus entrevistas pero durante 24 horas. No pueden escapar de ellos, no mostrarse en redes es un posicionamiento más, una pose de autor que nos hace reconocibles. Así, hemos llegado al punto de tener autores sin obra, que han confeccionado ya su marca autorial antes de ser publicados, por ejemplo. Rodrigo Fresán dijo hace no mucho que cada vez hay más gente que quiere ser escritor pero no quiere escribir.
No veo ni la autoficción ni los diferentes modos de intertextualidad como una degradación o borrado del autor por el hecho de que se genere una Obra colectiva en marcha, más bien veo la autoficción como una forma de autoafirmación del autor a través de una autoconsciente tergiversación que lo difumina en la ficción. El autor real, el escritor, ha descubierto que la mejor manera de seguir vivo es desapareciendo en su propio simulacro y dejando que los lectores decidan qué parte de su narrativa le ocurrió y cuál no, qué detalles son verdaderos y cuáles robados, o mejor aún, haciéndoles ver poco a poco que esas cuestiones no importan en absoluto. En cuanto a la intertextualidad, el hecho de que todo texto sea un palimpsesto, no creo que nunca haya sido una manera de empequeñecer al autor, simplemente el escritor, en lugar de utilizar o contar su biografía, se ufana de su bibliografía de lector, que es una manera de exponer quién es, qué clase de autor es y de qué talla, y de medirse con esos otros textos y autores que están presentes en el suyo propio. La intertextualidad, si se mira bien, revela mucho orgullo autorial: es aceptar ser enanos a hombros de gigantes, pero hacerlo mostrando conocerse a uno mismo y a los demás que van contigo, y midiendo hasta qué altura llega ese autor en los hombros.
Ricardo Menéndez Salmón.— Recuerdo un consejo de Julien Gracq: «En materia de crítica literaria cualquier palabra que imponga una categoría es una trampa». La actitud del literato ante la teoría literaria me recuerda a la del creyente ante su fe. Se cree en la verdad de la teoría, pero se actúa como si esa fe fuera un traje que se viste por coquetería, ganas de epatar o extravagancia. Porque lo cierto es que después de que los críticos han matado al autor, una vez han demostrado que la literatura y el mundo no tienen nada que ver la una con el otro, tras haber probado que todo canon es ilegítimo y habiendo advertido que cualquier interpretación literaria, al ser relativa, es igualmente válida, esos mismos críticos han continuado leyendo la biografía de Joyce escrita por Richard Ellmann, se han identificado con los rasgos de los personajes novelescos que demolieron en sus estudios, confiesan haber seguido como peregrinos las huellas de Beckett por las casas parisinas en que vivió y se han resistido a considerar Guerra y paz como otra novela más entre el inmenso elenco de novelas que existen. Pienso que es hora de reinstalar cierta cordura en una tradición, la de la teoría crítica, cuyo anhelo disolvente ha conducido a callejones sin salida. La verdad de la teoría no puede aniquilar ciertas instancias. Por ejemplo, que alguien lee; por ejemplo, que el mundo existe. El sentido común proclama un límite que, incluso sus más radicales antagonistas, caso de Barthes, Genette o Fish, deben acatar. El hecho de que la realidad de la literatura no es teorizable por completo, hasta el punto de que quizá la única moral literaria plausible es, como apunta Antoine Compagnon, la moral de la perplejidad, esa que en nombre de la teoría arroja por la ventana la grandeza de Proust, la importancia del realismo o la intencionalidad afectiva para, al regresar al salón, encontrarse al autor, al mundo y al lector felizmente instalados junto al fuego de la literatura.
Vicente Luis Mora.— Quizá habría que preguntarles a los autores que practican ese tipo de literatura, entre los que no me cuento. Como partidario acérrimo de la imaginación y defensor de la potencia estética y política de la fábula, creo que el escritor debe preocuparse por la obra, y no por su persona dentro de la obra. Me temo que cada vez somos menos lo que pensamos de este modo. Respecto a la identidad del autor, es un tema muy complejo, al que he dedicado quince años de mi vida, destinados en dos libros, La literatura egódica y El sujeto boscoso, a los que me remito.
Francisca Noguerol.— Si existe un tema apasionante en nuestros días, este sin duda viene dado por la conformación de las nuevas subjetividades. A él dedicamos la tercera sección del volumen Letras y bytes: escrituras y nuevas tecnologías (Noguerol, 2015), porque quienes participamos en el volumen coincidimos en la necesidad de reflexionar sobre su proyección en la contemporaneidad. Comentamos allá, en principio, la disolución del concepto de autoría única presente en numerosas producciones actuales, en las que, efectivamente, el texto se extiende a los colaboradores del creador, quienes lo continúan en nuevas versiones y formatos asumiendo la idea de work in progress y dando lugar a fascinantes ejercicios transmediales. De nuevo cito para ejemplificar lo que comento 80M84RD3R0, de César Gutiérrez, que ha dado lugar a un documental, un libro de poemas, un videoclip y una pieza dramática, entre otras producciones. En estos casos sí podría admitirse la presencia de una “autoría líquida”, como se apunta en la formulación de esta pregunta.
No obstante, el mismo Gutiérrez aparece en la trilogía realizando un ejercicio de autoficción que le lleva a integrar en el argumento anécdotas verosímiles -¿verídicas? ¿ficticias?- y a incluir fotografías suyas, por lo que se aprecia su interés por aparecer de forma tangible en la trama (no olvido, además, que la trilogía partió de un blog, texto claramente convivial en sus orígenes). En definitiva: como la mayoría de los escritores de su generación, juega con la idea del avatar, por lo que jamás podremos creer –ni siquiera tiene sentido preguntárselo- que lo que leemos sea cierto. El suyo se descubre como un ejercicio claro de hiperrealismo, concepto fundamental para entender la estética de nuestro tiempo.
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