La batalla de Covadonga, gesta fundacional del reino de Asturias, celebra su 1300 aniversario en 2008 y será una buena excusa para acercarse al santuario levantado en ese lugar emblemático que concita en Asturias una veneración popular más allá de lo religioso.
Benito Sanz y Forés acababa de cumplir cuarenta años cuando llegó a Oviedo para ordenarse obispo. Corría el año 1868. Sanz venía de Madrid y concretamente de la Nunciatura, donde había trabajado durante los años anteriores; y ahora, recién desatado y ardiente el Sexenio Revolucionario, llegaba a Asturias con una preocupación acuciante, que escribió así en su diario: «La impiedad ha declarado la guerra al catolicismo». Lo cierto es que Sanz no exageraba: no corrían buenos tiempos para la Iglesia católica, cercada por la rumbosa revolución liberal, y no los corrían particularmente para la Iglesia española. El vendaval revolucionario que se había iniciado dos meses antes de la llegada de Sanz a Oviedo también era un vendaval anticlerical manifestado en expulsión de órdenes, incautaciones de conventos y seminarios e incluso incendio de iglesias.
Con todo, había templos a los que no hacía falta atacar, porque ya los habían atacado el tiempo y la desidia. Sanz sintió verdadera ira cuando, cuatro años después de su ordenación, visitó el gran santuario mariano de su archidiócesis: el de Covadonga, uno de los sanctasanctórum del nacionalismo español porque se erigía en el lugar en el que se había iniciado la Reconquista cristiana de España tras la invasión musulmana de 711. Sanz lo encontró en estado casi de ruina, ello pese a que había sido visitado sólo diez años antes por la depuesta reina Isabel II. El otrora fastuoso santuario había sufrido un incendio devastador el 17 de octubre de 1777, pero, aunque había transcurrido ya casi un siglo desde entonces, la paupérrima hacienda española no se había visto capaz de restaurar el antiguo esplendor covadonguino. La Covadonga que conoció Isabel II se reducía a una tosca y pequeña capilla de no más de «3 varas cuadradas», según Madoz, a un precario tablado de madera que permitía el acceso a ella y a una iglesia cercana también pequeña, la de San Fernando. Y la Covadonga que conoció Sanz y Forés un decenio después no incluía la iglesia, porque la habían destruido en 1867 y 1868 sendos derrabes en el monte Auseva, en una cueva-manantial de cuya ladera se refugiaron en 718 los ástures acaudillados por Pelayo y está encastrada la capilla. Aquello hizo exclamar al desolado arzobispo: «¡Esto es Covadonga! ¡A esto ha quedado reducida la cuna de la restauración de España! ¡Esto es lo que recuerda los grandes beneficios de la Madre de Dios a los hijos de su nación querida, y los gloriosos triunfos de aquellos héroes de nuestra historia!».
Sanz no quiso quedarse de brazos cruzados y decidió tomar cartas en el asunto. A su vuelta a Oviedo, comenzó a recabar apoyos y donativos para la construcción de un templo «digno de María» que recordase a todo aquel «que se precia de católico y de español» que Covadonga fue «la primera página de una gloriosa epopeya de siete siglos que hizo nuestra nación grande sobre las naciones del mundo y le mereció del cielo el descubrimiento y la dominación de lo nuevo» y de una nueva basílica que fuera «la obra de todos» y «el monumento de la provincia: más aún, el monumento de la nación». Sus prédicas no cayeron en saco roto, ya que comenzaron a afluir generosos aportes procedentes sobre todo de la colonia asturiana de Madrid, así como de ultramar. Sanz predicó también con el ejemplo, aportando a la caja buena parte de su patrimonio personal. Una vez reunido el «dinero, dinero, dinero» que Napoleón decía, y decía sabiamente que son las tres cosas necesarias para ganar una guerra, buscó a un buen arquitecto que garantizase un diseño digno de la importancia de Covadonga. Lo encontró en un alemán de apellido italiano pero establecido en Corao, una aldea cercana del concejo de Cangas de Onís, al que también pertenece Covadonga: Roberto Frasinelli.
Aquélla era una alianza moderadamente inopinada, uno de esos extraños encamamientos a que a veces la historia da lugar. Frasinelli profesaba ideales revolucionarios y había formado parte en su juventud de una sociedad secreta llamada Gesellschaft der Feuerreiter, literalmente «Sociedad de Jinetes del Fuego». A través de ella, siendo estudiante de la Universidad de Tubinga, había tomado parte en la frustrada revolución de Fráncfort de 1833. Pero era un hombre romántico y amante del arte; y le apasionaban especialmente las iglesias altomedievales, siendo ésta una de las razones de que acabara recalando en Asturias. Le habían atraído, sobre todo, sus templos prerrománicos, aunque lo que lo fijó definitivamente en la región fue enamorarse de una mujer de Corao llamada Ramona Dominga Díaz.

De lo que se trataba era de restaurar la Santa Cueva y de erigir una basílica en sus inmediaciones, y la primera piedra de esta última, que terminaría siendo un majestuoso templo neorrománico de tres naves construido con caliza de singular color rojo, se colocó en 1877 con asistencia del rey Alfonso XII. La construcción resultó ser azarosa, con largas interrupciones que hicieron que no se concluyese hasta 1901, pero la espera mereció la pena, porque en los años diez y veinte, los visitantes que iban afluyendo a Covadonga en cada vez mayor número, ya podían describir el lugar sin lamentarse de su abandono. Covadonga es —escribirá Manuel Villaverde en 1926— «uno de esos lugares donde todo parece hecho para inspirar una fe profunda, una fe capaz de llenar e impulsar la vida».

La Covadonga actual es un hormiguero que mezcla a partes iguales peregrinos devotos y turistas ateos o al menos no impulsados por esa «fe profunda» que admiraba a Villaverde. Hay tiendas de souvenirs, restaurantes y amplios aparcamientos para los coches que suben por la carretera AS-262. Cuesta imaginarse, tomando la presente como punto de partida, la Covadonga que sirvió de escenario a la gesta pelagiana en el muy remoto año 718. Y sin embargo, el esfuerzo es menor que el que se ha de hacer en otros lares cuando se quiere borrar mentalmente de ellos todo añadido de la modernidad, porque el entorno natural de Covadonga sigue siendo una presencia abrumadora, un señorío indiscutible. Algo así como en esos cuadros en los que el espacio pictórico es pequeño, pero se ha escogido un marco grueso para atraer sobre él la atención que debería prestarse a la pintura. El marco lo delimitan aquí los miríficos Picos de Europa, pequeños Alpes españoles que en nada desmerecen la belleza, aunque sí desmerezcan la extensión, de sus hermanos mayores centroeuropeos. Once kilómetros carretera arriba desde Covadonga se recuestan los famosos lagos de Enol y de la Ercina, mecas ciclistas que ofrecen su belleza resplandeciente como una modelo ofrece su desnudez al retratista, con las cumbres nevadas del macizo del Cornión como diván y el pastar apacible de las vacas en sus vegas como redondeo de la escena arcádica.

Ernesto Sábato escribió en una ocasión, en su Sobre héroes y tumbas, que sólo existen seis posibilidades con respecto a Dios. La primera es que no exista. La segunda, que exista, pero sea un canalla. La tercera, que exista, pero a veces duerma, y que sus pesadillas sean nuestra existencia. La cuarta posibilidad es que exista, pero en ocasiones sufra accesos de locura, y esa locura esa nuestra existencia. La quinta es que exista, pero no sea omnipresente, y en ocasiones se ausente: se preguntaba Sábato en este caso si en otros mundos, o en otras cosas. La sexta posibilidad que el escritor argentino teorizaba sobre el Ser Supremo era que fuera un pobre diablo enfrentado a un problema superior a sus fuerzas, que luchara contra la materia como un artista lo hace con su obra, y que algunas veces, en algunos momentos, lograra ser Goya, pero generalmente fuera un desastre. En cuanto a la séptima y última posibilidad, se trataba de que Dios hubiera sido derrotado, antes de la historia, por el Príncipe de las Tinieblas y que, convertido en presunto diablo, fuera el padre putativo de este universo calamitoso.
De ese menú de teodiceas sabatinas, a Sábato le gustaba especialmente la sexta posibilidad: ese Dios a veces genio y a veces manazas, a veces perezoso y a veces febril, autor de una Creación dispersa e irregular, pero punteada de bruscos accesos de genialidad; un Dios que no dejase de ser un creador pero que, cumpliendo quizás el encargo apresurado de una instancia divina superior, hubiese facturado un planeta Tierra con su mayor parte dibujada a toda prisa e incluso pintada con colores planos, pero en ciertos lugares concretos hubiera decidido esforzarse y dar salida a todo su indudable talento. Si ése es verdaderamente el Dios correcto, uno de esos highlights de su Creación sería, sin ninguna duda, Covadonga. Dios, romántico aquí así como había sido expresionista abstracto en otros lares, decidió hacer montañoso este rincón, tapizarlo de neblinoso bosque caducifolio y, en una de las montañas —la que más tarde su Adán bautizador daría en llamar Auseva— inventarse una cueva que diera salida, convirtiéndola en cascada rumorosa, a una corriente de agua subsumida en la roca más arriba.
La etimología del topónimo Covadonga no es cova Dominica, «cueva de la Señora», como suele afirmarse, sino que el sufijo -onga remite al céltico onna, «río», siendo así que Covadonga es la cueva del río. Fue allí, en lo que seguramente ya era el santuario pagano de quién sabe qué diosa de las aguas a medio cristianar, donde Pelayo y sus astures buscaron el cobijo adecuado para plantar resistencia a una partida de perseguidores musulmanes y, según dicta la leyenda y dejó escrito Ambrosio de Morales en el siglo XVI, «derribaron sobre los moros gran cantidad de piedras, con que mucho los defendieron, y los comenzaron a desbaratar», haciendo al río que sigue corriendo Covadonga abajo «grande con la sangre de los moros, durándole muchos días el correr muy teñido con ella».
Sobre la realidad de aquella batalla en la que las crónicas del reino de Asturias ubican a 187.000 combatientes, pero que las islámicas reducen a una escaramuza con «treinta asnos salvajes», es poco lo que se sabe; y aun decir que se sabe poco es una afirmación optimista, porque lo que se sabe con certeza es en realidad nada de nada. La verdad histórica yace aquí bajo una avalancha de leyendas interesadas que empezaron a fabularse ya en la Alta Edad Media, cuando al reino de Asturias, fundado por Pelayo tras su victoria, comenzó a interesarle presentarse como heredero legítimo de la antigua monarquía visigoda de Toledo; pretensión que otorgaba a Asturias una lucrativa primacía sobre otros reinos cristianos que habían ido naciendo en la península ibérica. De la misma figura de Pelayo, el historiador franquista Antonio Ballesteros Beretta se veía obligado a reconocer en 1949 que, «sublimada su figura por la leyenda, aparece envuelta en el áureo ropaje de lo maravilloso y extraordinario». Nada hay seguro sobre este caudillo al que el marqués de Dos Fuentes suponía vasco; Gándara, gallego; I. Llorente, lebaniego; Burguete, asturiano; la Crónica Sarracina, toledano y Cotarelo, cántabro. Hasta un extravagante origen galés ha llegado a teorizársele.
La leyenda que nació cincelada por los propagandistas del Regnum Asturorum es la que sigue recitando hoy cierta fe asturianista del carbonero muy corriente en la región: Pelayo habría sido un noble godo de la corte del rey Rodrigo que, tras sobrevivir a la catastrófica derrota de Guadalete, pero negándose a arrodillarse ante sus vencedores, corrió hacia el norte de España para buscar el refugio de los montes cantábricos; y allí, aureolado con la legitimidad visigoda, reunió en torno a sí a un grupo de seguidores que lo nombraron rey y con los que se atrincheró en Covadonga, donde los astures rechazaron, ayudados por la Virgen, a la partida enviada para prenderles desde Gijón, donde se había instalado el gobernador Munuza.
Versiones más floridas de la historia insertan un asunto de honor amoroso entre Guadalete y Covadonga, batallas entre las cuales median, al fin y al cabo, siete años que dificultan la inmediatez resistente que transmite la primera versión. Pelayo, aquí, sería también un noble godo, pero de origen asturiano; y sí habría reconocido, bien que a regañadientes, el poder islámico, pero se habría dispuesto contra él después de que Munuza se encaprichara de su hermana Ermesinda y lo enviara a Córdoba con el pretexto de una comisión —relacionada quizás con las condiciones del sometimiento de los astures— a fin de casarse con ella a sus espaldas y contra su voluntad. Así recogían la historia en una guía turística del siglo XIX, L’Espagne pittoresque, artistique et monumentale, los viajeros M. de Cuendias y V. de Féréal:
Después de haber conquistado toda España, menos la pequeña parte que compone actualmente la provincia de Asturias, los moros, que no se habían atrevido a penetrar en la cordillera cantábrica, donde se había refugiado un considerable número de cristianos de toda la península, habían dejado vivir en paz, en este pequeño territorio, a Pelayo, hijo de Favila, duque de Cantabria, que, después de haber sido desterrado de la corte por el rey Egica, fue asesinado por Witiza, en Galicia. Algún tiempo después, el general musulmán Al-Munuza fue enviado a Gijón, en la costa cantábrica, para dirigir las tropas moras, a la sazón en paz con Pelayo, que campeaba por los alrededores. Munuza se enamoró de la encantadora hermana de este príncipe cristiano, y no viendo los medios de conseguir su fin mientras que Pelayo estuviera cerca de ella, el moro fingió sentir una gran amistad por el príncipe cristiano, y supo convencerlo para que fuera a visitar la corte de Córdoba, que brillaba entonces con gran esplendor. En cuanto Pelayo conoció lo que pasaba en Asturias regresó inmediatamente y, aunque ya era demasiado tarde, arrancó a su hermana del poder de Munuza. Desde aquel momento, el sarraceno no respiró más que venganza y, deseando castigar a Pelayo, como quiera que no se atrevía a atacarlo con las fuerzas que poseía, calumnió a los cristianos ante el emir de Córdoba y le pidió tropas para acabar de exterminarlos.
La cosa recuerda sospechosamente al rapto de Lucrecia que puso mitológico fin a la monarquía romana, así como al desencadenante que para la guerra de Troya fue la belleza de Helena, pero puede concedérsele, pese a todo, alguna verosimilitud. No sería extraño que el gobernador musulmán de Asturias —de probable existencia fuera o no Munuza su nombre— contrajera matrimonio con una cristiana importante del territorio; y debe tenerse en cuenta que los musulmanes habrían venido a España sin sus mujeres y, por tanto, debían casarse con hispanas, tanto más si eran polígamos. Sea como fuere, la verdad histórica, que no suele admitir estos sainetes amorosos, seguramente tenga más que ver con un asunto, mucho más prosaico, de impago de impuestos.

Hubo una batalla en Covadonga, eso es casi seguro. Victoriosa para los cristianos, plantó la semilla de un reino inicialmente pequeño, pero que con el correr de los siglos iría creciendo y desaguando en otros mayores (primero León, luego Castilla) hasta dar lugar al de España. Según el relato de las crónicas cristianas, Pelayo, ya proscrito como rebelde, escapó de Gijón y fue perseguido por una partida que estuvo a punto de prenderlo en la aldea de Brece (¿Brecín? ¿Santa Cruz de Brez?) cuando cruzaba a caballo el río Pianonias, fácilmente identificable con el Piloña. Se encontró con gente que se dirigía ad concilium y los llevó consigo a Covadonga. Desde allí convocó a todos los astures, que se reunieron y lo eligieron princeps en un lugar de elocuente etimología, hoy señalado con un obelisco: El Repelao. Y de allá se trasladaron a la hoy Santa Cueva, a la que actualmente se penetra por un pasillo lateral artificial pero entonces sólo ofrecía acceso con cuerdas o escalas: «estava la cueva de la misma manera que en una pared o muro está una alta ventana», dejó escrito Tirso de Avilés en el siglo XVI.
La leyenda coloca en este punto a un personaje de historicidad aún más incierta que la de Pelayo: Oppas, un obispo visigodo del que las crónicas aseguran que colaboró con los invasores y estuvo presente en Covadonga, pero para tratar de convencer a Pelayo de deponer su actitud, sin por supuesto conseguirlo. Lo que sucedió entonces, el historiador salmantino José María Mínguez, uno de los grandes medievalistas españoles, lo considera nada «más que una de tantas escaramuzas que debieron de sucederse entre grupos de guerreros cántabro-astures y pequeños destacamentos enviados por los valíes cordobeses para hacer efectivo el pago de tributos, única materialización de dominio político islámico sobre estas zonas»; pero Ballesteros Beretta no tenía inconveniente en seguir contándolo de esta dudosa pero literariamente hermosa manera, dando todo crédito a las crónicas y limitándose a rechazar la estrambótica cifra de 187.000 combatientes que habían consignado sus autores:
Alcama da la orden y comienza la batalla. […] Comenzaron entonces a dispararse los fundíbulos, los musulmanes manejan sus hondas, relucen las espadas y las lanzas y pueblan el aire las saetas. […] Distraídos, obsesionados los musulmanes con el ataque a la cueva, no perciben que les atacan por retaguardia. De las vertientes del monte surgen como por ensalmo cristianos; las cumbres se pueblan de nuevos combatientes. […] Quizás atronase los espacios el sonido de un cuerno de guerra; tal vez el grito de combate, el irrintzi bélico resonaría de cumbre en cumbre llamando a la pelea.
De pronto los que atacaban son a su vez atacados. La lucha es general y confusa; la masa enemiga se escinde en dos. Los cuerpos se entrechocan. De las vertientes salen los emboscados. Los bravos montañeses conocen a maravilla la lucha de montaña; el terreno les es familiar; cada risco, cada hendidura de las rocas, cada mata del camino son para ellos como la palma de su mano. El enemigo desconcertado hace frente, pero el experto montañés le acorrala, le persigue; llega el cuerpo a cuerpo, la azcona y la lanza de los astures se abren paso. En la cueva las piedras y peñascos han alejado a los atacantes. El momento es decisivo. Pelayo y los suyos se deslizan hacia el llano. Penetran en lo más duro de la refriega. La confusión es grande. Se pelea en las laderas y vertientes, junto al cauce del río, en la estrechura del valle.Vencidos los musulmanes huyen; huyen a la desbandada; han encontrado obstruido de enemigos el camino por donde llegaron y huyen hacia las alturas, su ejército destrozado, dividido en dos enormes trozos que se disuelven.
No se acaba ahí la cosa.
Los musulmanes que vieron cortada la retirada buscaron la salvación por otro sitio, y ascendiendo por el Auseba una pequeña tropa escapada del desastre llegó en dirección sudeste a los puertos de Amuesa en los Picos de Europa. La fuga desesperada a través del monte tuvo momentos de menor fatiga al recorrer los pequeños valles formados por arroyos que afluyen al río Cares. Pasado el río, de nuevo comenzaron a subir hasta mil cuatrocientos metros de altitud para alcanzar las cumbres del Amosa del cronista, llamado hoy puerto y peña de Amuesa. Luego descendieron a la Liébana y allí junto al río Deva, en el lugar denominado por el cronista Causegadia y hoy Cosgaya, a setecientos metros sobre el nivel del mar, ocurrió el segundo prodigio narrado por todos los historiadores que reproducen los textos primitivos. Un derrumbamiento del monte sepultó en el lecho del río a los fugitivos mahometanos.
Sigue relatando Ballesteros Beretta que «muerto Alcama y prisionero Oppas es presumible que Pelayo bajase a Cangas. La infausta nueva llegó rápidamente al Gobernador de Gijón. Con presteza se dispuso entonces Munuza a emprender la retirada hacia tierra leonesa porque con su escasa guarnición pronto no podría resistir el empuje de los cristianos». El ya exgobernador buscó el camino del puerto de la Mesa, pero fue sorprendido en un lugar que las crónicas denominan Olalies y que debía de estar en las cercanías de la actual Proaza. Aquella especie de Blitzkrieg altomedieval terminaba así, con un flamante reino cristiano extendido por toda la actual Asturias pero cuya corte estableció Pelayo en Cangas de Onís, buscando seguramente la cercanía de las montañas en caso de una nueva invasión. El ufano lema de la villa actual es «Minima urbium, maxima sedium», esto es, «La más pequeña de las ciudades, la más grande de las capitales». Los soberanos que allí reinaron fueron tres: el propio Pelayo hasta el año 737, su hijo Favila, al que mató un oso en 739, y Alfonso I, cuñado de Favila, que trasladó la capital a Oviedo.
¿Cómo relataron los cronistas musulmanes su derrota en Covadonga? ¿Los relataron siquiera?
Los contaron, sí que los contaron.
Conducía a los rebeldes un tal Belay, que se hace llamar de don y afirma ser de noble cuna, pero que es más bien un bandido afecto a la cobardía y a la celada. Alá, en su omnisciencia, permitió a las fuerzas del wali de Qurtubah su localización primero y la aniquilación de los proscritos más tarde, a orillas del wad al-Pialunna, [pero] un puñado de supervivientes, no más de treinta de estos infieles, veinte hombres y diez hembras, a cual más salvaje y bárbaro, han logrado eludir la acción de las huestes fieles a al-Samh, cuyo nombre el califa y el Profeta guarden, y se refugian en peñas peladas, inhóspitas, donde la helada campea siempre y desafía al sol. Morirán de hambre, pues el asno salvaje no puede vivir sino de ramonear hierba, y allá en esas alturas peladas no hay sino restos de miel rancia olvidada entre las grietas de los agrestes roquedos.
Puede, pues, el wali nuestro señor alejar de sí esta preocupación. Al-Ándalus le pertenece y rinde pleitesía. Queda cumplida la voluntad de Alá y las sagradas instrucciones que dimanan de su Profeta, su nombre sea siempre alabado.
Pues, ¿qué daño pueden hacer al sayyid de al-Ándalus treinta asnos salvajes?
Lo cierto es que, cuando se visita Covadonga, cuesta no entregarse a la épica de la aldea gala que resiste al invasor y planta la semilla del mayor imperio que, extendido desde Filipinas hasta Tierra de Fuego, conocerán los siglos. O al menos a una épica que, nacionalista de Asturias y no de España, encuentre en los irreductibles astures de Covadonga a los primeros demandantes del derecho a decidir de los pueblos oprimidos. O si acaso a una épica de izquierdas que cante en Pelayo, como Carlos Mejías Godoy cantaba en Jesucristo, a un primer paladín del antiimperialismo. A la épica de David y Goliat, identifíquese con quien quiera identificarse al rey hondero y al gigante filisteo de frente desguarnecida. Todo en el santuario concurre a que sea así; a consolidar una visión de Covadonga como semilla o levadura o acicate de lo grandioso. El sepulcro —supuesto y seguramente falso— de Pelayo, embutido en la roca a apenas unos pasos de la venerada Santina en la Santa Cueva, afirma que «en esta milagrosa cueba comenzo la restavracion de España bencidos los moros» [sic]; y no lejos de allí otra placa recuerda el paso por el lugar del papa Juan Pablo II y un pasaje del discurso que dio entonces: «Covadonga es una de las primeras piedras de una Europa cuyas raíces cristianas ahondan en su historia y en su cultura. El reino cristiano nacido en estas montañas puso en movimiento una manera de vivir y de expresar la existencia bajo la inspiración del Evangelio».
La batalla se encamina estos días hacia un estratosférico 1300 aniversario. El 1200.º se celebró en 1918, año en que también se reconoció como primer parque nacional de España el paisaje «viril» (así lo describía Pedro Pidal, marqués de Villaviciosa, que impulsó la declaración) del macizo occidental de los Picos de Europa, del que forma parte el santuario. Era aquél un momento de crisis política para España, que veía tambalearse el hasta entonces estable sistema de la Restauración, y la agitada patria volcó grandes esfuerzos en la celebración. Se perseguía, según expresaba Fermín Canella y Secades, rector de la Universidad de Oviedo, «una agitación de muy dilatados alcances del patriotismo en estos tiempos de dudas y vacilaciones, egoísmos e indiferencias, que quieren abrir una brecha en nuestra nacionalidad o la ponen al borde del precipicio por culpa de todos».

Hay asertos que valen lo mismo para un siglo que para el siguiente, pero el nuevo centenario persigue fines menos grandilocuentes. Se tratará, simplemente, de poner en valor un conjunto patrimonial que no se agota en Covadonga, sino que abarca también la iglesia de Santa Eulalia de Abamia, sita a unos kilómetros, de estilo románico y erguida sobre una zona dolménica y una necrópolis romano-vadiniense en la parroquia de la que toma el nombre. Fue allí donde la Crónica Sebastianense asegura que Pelayo y su esposa, la reina Gaudiosa, recibieron su primera sepultura. Se los inhumó en sendos sepulcros hoy vacíos, porque los restos se trasladaron a Covadonga a instancias de Alfonso X el Sabio, y que estaban marcados con cenotafios que en el siglo XVI espantaron —tal palabra usó en sus escritos— por su sencillez y humildad a Ambrosio de Morales, cronista del rey Felipe II, durante su famoso viaje a Galicia y Asturias.
Si la sencillez y la humildad son virtudes o deméritos en lo que respecta a la historia y el arte es, como todo, opinable. Al historiador Gustavo Gallinal, la basílica de Frassinelli recién terminada le espantó por todo lo contrario.
Era bastante —decía— la capillita de la cueva, toda humilde y sencilla ante la majestad de la naturaleza. Para construir la iglesia ha sido preciso desmochar el monte en que está asentada, cortar su cresta de granito. ¿A qué consagrar allí una iglesia, demasiado grande para tener la gracia de las ermitas y demasiado pequeña junto a las moles que la rodean? Alzada en el fondo de ese desfiladero, era ya un ara aquella roca, un ara suprema. Ni falta tampoco en torno el ambiente religioso: como creía Ozanam, es cierto que baja, de las alturas no frecuentadas por los hombres, la insinuación de un sentimiento de pureza moral que hay en ellas. Sentimos en el silencio y la calma de las cumbres una emoción de eternidad.
Pero Gallinal era uruguayo. Hay una emoción inexplicable que trasciende con mucho la del fervor religioso, que él seguramente no entendía y que asalta a cualquier asturiano cuando, subiendo por la carretera que da acceso al santuario, las estilizadas torres de la basílica asoman de pronto entre los árboles, con las montañas de fondo, apuntando en dramática verticalidad a un cielo que puede imaginarse poblado por los dioses o no, pero en todo caso nunca deja de simbolizar el deseo de trascendencia y las altas aspiraciones de que ningún ser humano se desprende cuando descree. El cielo, unos trabajan por merecerlo y otros por asaltarlo, pero, como la Madre Coraje de Víctor Manuel, «a todos cobija bajo su manto». Durante la guerra civil, la Santina fue sacada de España, a fin de protegerla de saqueos y bombardeos, por republicanos, anarquistas y socialistas que la custodiaron con mimo hasta su llegada a la embajada española en París; y cuando la guerra terminó, un hombre se dirigió al claretiano Joaquín Aller, director de la Misión Española en París, y le dijo: «Soy un comunista asturiano. Es el caso que la Santina, patrona de mi tierra, está, entre otros tesoros artísticos, almacenada en la embajada. Ésta va a ser evacuada y yo no quiero que esta imagen más querida sufra más ultrajes». Después, la imagen regresó a Asturias en un peregrinaje que recorrió todo el norte de España desde Irún, y que congregó a auténticas multitudes que tampoco eran sólo forzadas o derechistas. No en vano se cantaba por entonces una coplilla que decía: «La Virgen de Covadonga/ ye piquiñina y galana/ y marchó con Quintanilla/ porque ye republicana».
Claudio Sánchez-Albornoz, maestro de historiadores que consagró su trayectoria a desentrañar los arcanos del reino de Asturias, también era republicano: fue ministro de Estado en los años treinta y presidente de la República en el exilio entre 1962 y 1971. Pero una de las primeras cosas que hizo a su vuelta del exilio en Buenos Aires fue visitar Covadonga. Hay fotografías que lo muestran arrodillado con devoción ante la Santina. Y es que para él, tal como expresó en su obra Orígenes de la nación española: el reino de Asturias, Covadonga había sido una de esas ocasiones históricas en que «sucesos fortuitos, acontecimientos menudos, sin relieve, iban a producir resultados gigantescos, insospechados, trascendentales».

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