En un conocido número de Les Luthiers, un locutor publicitaba un programa literario con un eslogan contundente e ilustrativo: «No se pierdan nuestro espacio Cultura para todos, en su horario habitual de las tres de la mañana». Se ha desvanecido hasta tal punto la esperanza de que nuestros medios de comunicación audiovisuales atiendan a ese presunto y sobreentendido compromiso de servir a la ciudadanía que ya nadie se extraña de que la cultura haya desertado vergonzosamente de las parrillas —cabe aclarar que hablo de la cultura de verdad, no de la que en aras de una mercadotecnia frívola e incoherente se nos vende como tal— o que, cuando comparece, lo haga en unas franjas horarias diseñadas para que, efectivamente, la literatura o la música o las artes plásticas sean, más que un alimento para el alma, un consuelo para insomnes. Cuando se formulan esas preguntas grandilocuentes y retóricas en torno a la decadencia del ecosistema cultural, el escaso calado que la literatura o la música o el cine más comprometidos con el hecho artístico encuentran entre la ciudadanía o el modo en que creadores y obras parecen discurrir al margen de la vida cotidiana, rara vez se pone el punto de mira en la televisión y en cómo poco a poco la sociedad, sin oponer apenas resistencia, ha ido viendo cómo esta simplificaba sus contenidos hasta la parodia y desahuciaba sin remisión a cuantos pretendían encontrar en la pequeña pantalla un vehículo desde el que estimular la lectura, el buen gusto estético o la simple vocación de estimular un pensamiento mínimamente crítico.

De ahí que esté bien recordar, de cuando en cuando, que no siempre fue así; que hubo un tiempo en el que la televisión sí quiso atender a ese deber ético y cívico, y que la culpa de que todo eso se extinguiera no puede ceñirse ni a los sucesivos Gobiernos ni a los responsables de los medios, porque también las personas de a pie, en la medida en que corresponde a cada cual, hemos incurrido en una grosera dejación de funciones al respecto. He sentido esa nostalgia impostada —porque se refiere a una época que yo no conocí, o de la que sólo llegué a ver sus últimos ecos— al leer el último libro de Lea Vélez (Madrid, 1970), que se titula La olivetti, la espía y el loro (Sílex) y recorre los años en los que se emitió, en una TVE que tenía más bien poco que ver con la actual, el programa Encuentros con las letras, que dirigió Carlos Vélez, a la sazón padre de la autora, y quiso asomar a los televidentes al panorama literario de un país que empezaba a desperezarse tras una larga dictadura y encontraba en la cultura y en la inteligencia un activo irrenunciable desde el que encaramarse al porvenir. El libro es un hallazgo documental: Lea Vélez tuvo la fortuna de dar con las cintas magnetofónicas en las que se habían registrado todas las entrevistas del programa y, con paciencia franciscana y un tesón digno de elogio, se puso a transcribirlas para que quedara fijo en el papel lo que décadas atrás se fue diluyendo por las ondas. Desfilan por el libro las voces recuperadas de Marguerite Duras, Álvaro Cunqueiro, Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Montserrat Roig, Francisco Umbral, Jorge Luis Borges o José Moreno Villa, cuya importancia se revelará fundamental para recuperación de esta suerte de autobiografía indirecta con la que Lea Vélez traza también el electrocardiograma literario de un tiempo y de un país. Se complementa la plasmación de ese material sonoro con collages confeccionados a partir de recortes periodísticos —algunos soberbios, como el relato de un viaje a Collioure que se escribió para la revista Acento y que la censura franquista envió a la trituradora— y con recreaciones de los diálogos que la autora mantiene con su madre, María Luisa Martín, que se erige en esos pasajes en la verdadera protagonista del ensayo en su calidad de testigo, con pleno conocimiento de causa, de una época desvanecida cuyos vestigios yacían amontonados en los armarios de una casa de Toledo. También abundan las reflexiones en primera persona de la propia Lea Vélez, que divaga con fundamentos y solvencia acerca de su condición de escritora (en femenino) y discute, con mucho acierto, la mala prensa de la que a menudo goza el concepto de elitismo. Al tiempo, evidencia cómo al renunciar al conocimiento en beneficio de una falsa noción de democracia no hemos hecho más que devaluar aquello que tanto debimos proteger. Hay tanto y tan bueno en este libro que se hace difícil resumirlo, aunque no debería finalizar su exégesis sin dedicar una mención especial al Carlos Vélez cuya memoria se homenajea en estas páginas y que acabó mordiendo el polvo cuando la llegada del PSOE a La Moncloa, allá por 1982, propició una limpieza en TVE que no siempre fue ecuánime ni atendió a razones justas y ponderadas. Encuentros con las letras se quedó por el camino sin que apareciese otro espacio capaz de sustituirlo realmente. La carencia no sólo no se solventó, sino que se ha prolongado hasta estos días nuestros en los que, salvo excepciones meritorias —pienso, sobre todo, en Página Dos—, la cultura en televisión es sólo un adorno epidérmico, una solución con la que rellenar las horas muertas a falta de otras cosas que, a priori, dé mejores índices de audiencia. El de la cultura, con todo, el ejemplo más flagrante, pero no el único. Hace unos días, en medio de una conversación acerca de una de esas tertulias políticas que ahora dominan la parrilla de los fines de semana, un amigo recordaba cómo, cuando él era aún un adolescente, veía a su padre atento a La Clave, aquel viejo programa de José Luis Balbín: «Él estaba pendiente de la pantalla y no se enteraba ni de la mitad de lo que decían, pero no perdía comba porque sabía que lo que se estaba diciendo allí era algo importante». Conviene leer La olivetti, la espía y el loro y recordar lo que fue, y preguntarse por qué nos lo quitaron, y plantearnos, aunque seguramente la respuesta no nos guste, cómo es posible que nunca peleáramos para recuperarlo.

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