/ por Diego Urizarna /
Ordesa, de Manuel Vilas, se ha presentado como una autobiografía (o como auto-ficción que se ciñe a los hechos, ¿hechos? ¿recuerdos?) o como una novela de no ficción (si es que tal cosa existe). Ordesa tiene sentido ahora y puede que no lo tuviese antes, porque el personaje Vilas lleva ya un tiempo emancipado de la persona Manuel Vilas y ha acumulado la cantidad de contexto necesaria para que la autobiografía, de Manuel Vilas, tenga sentido. Porque ya se sabe, el contexto de toda biografía es la relevancia del personaje. Manuel Vilas no es el protagonista de la historia pero es el intermediario, casi todo. Así a bote pronto, una autobiografía puede generar ciertas sospechas; el carácter confesional o la pegajosa cercanía a la intimidad del autor, la llantina psicoanalítica o los excesos de ego, y una posible concepción de la historia como “Novela de Escritor” (su autoproclamación como escritor ya subsumido en el establishment literario español). Estas cosas importan y pueden no importar, o pueden importar de la manera correcta. ¿Importa la veracidad de los hechos que se nos narran en Ordesa? No, si nos dejamos atrapar por la genuina imprevisibilidad e ingenio de las reflexiones. A lo largo de la narración, Vilas va fijando su mirada de manera directa en diferentes temas, con una mezcla de vitalismo melancólico e ironía pacificadora, aterrado y confundido o jovial y categórico, siempre preciso (u obstinado por la imprecisión del lenguaje). Habla del dolor, ya desde la primera frase: “Ojalá pudiera medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas“; del dinero: “Era la pobreza lo que me hacía temblar de miedo, y al miedo me dio por llamarlo ternura. Fuimos pobres pero con encanto“; de la verdad: “Es un adorno la verdad, un adorno moral”;, del divorcio: “la muerte de una relación es en realidad la muerte de un lenguaje secreto“; de la muerte: “es una frivolidad de la cultura y de la civilización“. Capítulos cortos que van saltando de tema, que recurren a uno para tratar otro, que se abandonan y se retoman, y todas las cosas que forman una vida, objetos extraídos y su nacimiento en la vida de las personas; la obsesión por la materia. Capítulos cortos o muy cortos, pequeñas reflexiones que culminan con un fogonazo poético, con la concreción de una duda. Otros más largos que presentan un personaje, una anécdota, un hecho. Unos cuantos hechos, algunas personas, una cuantas imágenes y un puñado de objetos. Una vida reducida al esqueleto de la memoria. Una memoria que alcanza materialidad, volviéndose carnal y moldeable. ¿Entonces, importa la veracidad de los hechos? Sí, en tanto importa el fundamento de sus causas. No hay una nada. O sí. Así trata de convencernos Vilas: sólo hay esa nada. Y la novela es un intento de sustituirla por algo. De ese conflicto surge Ordesa: “Son dos verdades distintas, pero las dos son verdades: la del libro y la de la vida. Y juntas fundan una mentira“. Las lógicas contrapuestas se clavan aquí como las piezas de un puzle: “¿Es verdad que me amasteis tanto o me lo estoy inventando? Si me invento vuestro amor, es hermoso. Si fue real, también lo es“. Si p entonces q, si no p, también q, pero también q en la imaginación. Descubre vacíos de sentido que trata de rellenar con lógica. Es un fetichista del sinsentido Vilas. La Historia de España y el relato de su vida y la vida de su familia se disponen en paralelo. Buscándose la legitimidad y el estatus del relato, lleva a cabo la investigación de su pasado y el origen de su historia, el trazado de su árbol genealógico, los recuerdos, las fotografías y los objetos, desde una perspectiva histórica, empecinándose en las cantidades y las fechas (no conoce las fechas con exactitud, no tiene suficiente material fotográfico, cada objeto que rescata del pasado es legendario). Glosando ese desconocimiento y cúmulo de indeterminaciones e imprecisiones nos habla sobre la verdad. La verdad no surge de la lógica de las sentencias, no surge de la datación de los hechos, la verdad, en todo caso, debe aflorar: “la verdad tampoco tiene un especial parentesco con la veracidad“. La verdad, en suma, tampoco es para tanto.
Al fin y al cabo, Ordesa es una novela a la que le faltarían datos para ser una novela de Vonnegut. Vilas y Vonnegut son dos escritores diametralmente opuestos en su concepción de las historias. Lo que para Vilas es indeterminación y vacío en Vonnegut está guiado por causalidades sucesivas (no sin cierta ironía sobre esa exactitud), la extensa trama de casualidades y causalidades se pliega sobre sí misma aislando el relato de la realidad. Pero también comparten cierta actitud sobre las cosas, una alegre desesperanza, una especie de ataraxia dominguera, cierto sentido de la maravilla hacia la existencia y una profunda compasión hacia esa existencia y las criaturas que la habitan.
En el Barbazul de Vonnegut, Rabo Karabekian, hijo de armenios emigrados, dibujante de corte clásico primero, soldado en la Segunda Guerra Mundial después y posteriormente miembro del Expresionismo Abstracto, escribe su autobiografía desde una idílica casa en los Hampton, junto al mar. Mientras escribe su autobiografía, conoce a la viuda Berman, adorable metomentodo y escritora de historias para jóvenes adultos. Ésta, lo primero que le dice cuando se conocen es: “Cuéntame cómo murieron tus padres”. Desde ahí, la autobiografía se convierte en diario + autobiografía. Saltando en el tiempo, con comentarios como boletín sobre el presente, Rabo Karabekian cuenta su historia y se autoproclama como el mayor hazmerreír de la historia del arte (en un momento dado a sus cuadros más famosos se les desprende la pintura del lienzo), como un curioso fracasado (es inmensamente rico y posee una de las mayores colecciones privadas de expresionismo abstracto), y abre el enigma a lo que contiene un inmenso almacén de patatas que hacía de estudio en sus tiempos cuando rociaba enormes lienzos de un solo color. El almacén está cerrado y no permite la entrada a nadie y nadie sabe lo que hay dentro. Finalmente, lo que contiene el almacén de patatas es algo real, o mejor, la representación de algo real.
Ordesa también es el almacén de patatas de Vilas, es la habitación de Barbazul. No es una novela visual Ordesa, pero la luz entra en las ideas, la luz omnipresente, una luz amarilla sobre las cosas, una luz como en una pintura de Van Gogh. La luz entra en habitaciones familiares adornadas por el deterioro, en lugares que también fueron ocupados por la vida en la Historia. Hay un discurso sobre la luz y hay un discurso sobre la pobreza. Como en Van Gogh, una fatalidad encantadora. Dice Van Gogh en una carta a su hermana: “Hace un momento hablábamos de una fatalidad que nos parece triste, pero ¿no existe otra, una fatalidad encantadora?” Y en Barbazúl se dice esto otro: “Es esencial que un buen artista tenga que hacer las paces sobre el lienzo con todo aquello que no puede hacer. Eso es lo que nos atrae de la buena pintura, creo: ese déficit al que podríamos llamar personalidad o dolor“.
Es cierto, para mí Ordesa es Van Gogh y Vonnegut, pero también es Pulp Fiction y Ray Loriga. O bien, Christopher Walken y Jack Kerouac. O podemos hacer balancear Ordesa al son de Hurt cantada por Johnny Cash; esa manera de pintar los recuerdos. El tono elegiaco de la historia no es lánguido ni ojeroso, hay una reivindicación de la trascendencia de lo vivido: el dolor, el arrepentimiento, el abandono. Finalmente, parpadeos grabados como el recuerdo mítico de su historia (Todo ha sido perfecto). A parte, desde el comienzo de la novela, hay un pop up en mi mente que aparece y no se va, con un hipervínculo que me remite al comienzo de una novela de Ray Loriga, citando a Jack Kerouak: “Prefiero ser flaco que famoso”, dice. Porque Ordesa también es la novela de un escritor a punto de ser encumbrado. Aunque no todo es política (cultural en este caso, ¿no es eso un oxímoron, política cultural?): “Si no tiene carácter político es que ronda los caminos de la verdad. La naturaleza es una forma feroz de la verdad. La política es el orden pactado (…), puede estar muy bien y todo lo que tú quieras, pero no es necesario”. También hay numerosos pasajes donde la comida es el centro: comidas con sus hijos, su padre cocinando, reflexiones sobre la comida, la delgadez y la gordura: “Había adelgazado; me he pasado toda la vida en combate contra la comida. La comida alegra el corazón, pero la delgadez también” (en una comida en la Casa Real, otra medida del éxito en España). Ese éxito tiene mucho que ver con esa forma de decir, de explicar, Marca Vilas. Hay un residuo de oralidad en esa forma de decir. Escrito para ser contado o recitado, el flujo es torrencial, tanto en los poemas como en los relatos, pero se construye sobre sentencias, sobre capas de significado que chocan y rugen entre sí. Hay en la forma de decir “Se llamaban almacenes Roberto” de Vilas una sonoridad equivalente a la de Christopher Walken diciendo “esa vez se llamó la Segunda Guerra Mundial”¸ cuando cuenta a un Bruce Willis niño la historia de un reloj que ha viajado en el culo de sus antepasados a través de la Historia reciente de los Estados Unidos.
Ordesa
Manuel Vilas
Alfaguara, 2017
382 páginas; 18,90 €
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