Creación

Historia

El Cuento Semanal es esta semana obra del autor mexicano Antonio Ortuño.

Historia

/por Antonio Ortuño/

1 Haría mal explicando los motivos profundos que movieron a los invasores, porque no los conozco. Pero me gusta especular. Viví durante años de espaldas a los diarios y la política, la cabeza metida en las calles como en una cubeta de agua. Eso sí: sé qué películas quiere ver la gente, sé qué juguetes compran los niños. Conozco el tipo de camisas que hay que comenzar a producir en serie para los pobres porque las usan los ricos. Sé todo lo que se vende y gran parte de lo que se compra, pero ignoro los rostros y nombres de quienes nos gobernaban, de quienes nos gobiernan.

2 Entiendo que el tráfico de drogas, el contrabando de órganos, el secuestro y homicidio de extranjeros, el estado de anarquía que priva en el país y la migración masiva de miles de parias fueron una cereza tentadora para las bocas del enemigo, que pensó en meterse a fuerza a la casa y apoderarse de lo que pudiera mientras nadie controlaba la puerta.

3 No es simple explicarles a los ciudadanos de un país que debe mandarse un ejército a imponer la calma en un territorio vecino. A la antología de esos pretextos la llamamos historia universal.

3.1 Yo soy solamente el dependiente de un puestecito de novedades (artículos sin nada novedoso que justifique el mote) en el mercado, pero estudié dos semestres de historia en la Universidad. A comparación de los vendedores de los puestos vecinos (uno de ellos me saluda todos los días con las manos llenas de joyas robadas), soy prácticamente un sabio. Leo. Apláudanme. Gracias.

3.2 A mi país le gusta pensar que vive al margen de la historia del planeta. Nuestros libros apenas hablan de otra cosa que no sea nuestra vieja y desastrosa historia.

3.2.1 Nuestra historia es una continua procesión de invasiones, unas cruentas, otras cómicas. ¿Por qué tendría que haber mejorado nuestra suerte? Apenas pasaron cien años sin que fuéramos invadidos (el siglo había convertido en estatuas sin interés a todos los que pudieron advertirnos de la maldad de los extranjeros) y ciertas personas daban por sentado que jamás volveríamos a serlo, que nuestras fronteras se mantendrían altivas, impenetrables.

4 Fuimos invadidos por primera vez hace tantos siglos que ni siquiera había un país esperando a los invasores. Desde el primer minuto del nacimiento de la nación estuvimos sometidos al capricho de los conquistadores: nuestro territorio es el pedazo de tierra que los conquistadores conservaron en su lucha con otros como ellos, otros quizá más perversos.

4.1 Los conquistadores, solía decir mi madre, eran hombres blancos como los de mi familia. Deberían ser también equivalentemente ineptos. En cualquier caso acabaron mezclándose con la población nativa y los esclavos y formando esta raza malsana, blanca y morena y negra, que veo por las calles, de la que formo parte aunque mi madre sostenga que nos parecemos a los conquistadores.

4.2 Jamás un extranjero me ha tomado por uno de ellos. Alguna miseria en mi porte, en mis ropas, debe advertirles de mi naturaleza.

4.3 En el mercado me llamaron durante años el Güero, porque antes se lo habían dicho a mi padre, un carnicero de ojos claros que había aprovechado su pinta refinada para echarse encima de todas las mujeres del lugar: morenas, fofas o pálidas.

4.4 Mi madre vivía encerrada en casa simulando padecer toda clase de males respiratorios. Parece haber vivido unos cuantos años tranquilos así, quejándose del clima y los malos modales de la sirvienta, aliviada de responsabilidades conyugales. Mi padre llegaba a casa tan cansado de yacer con puesteras que no volvió a ponerle una mano encima.

5 La mayor invasión extranjera de nuestra historia terminó con la pérdida de la mitad del territorio nacional. La siguiente fue apenas un encontronazo que dejó unos cuantos muertos por lado: una turba se había comido los bollitos de un panadero extranjero y éste pidió ayuda a su gobierno, que envió una expedición punitiva. Una tercera impuso un gobierno durante unos años y convirtió (de membrete) esta ruina de país en un Imperio.

5.1 Aquello debió resultarles tan increíble a los habitantes que se rebelaron en masa.

5.2 Uno acepta pasar hambres en una simple república, pero de un imperio se espera la salvación terrenal y no la perfección de la miseria. (De acuerdo: eso lo pienso solo yo, que en el fondo añoro el imperio, su boato y estupidez esencial.)

5.3 Los rebeldes derrotaron con muchos trabajos a los invasores, fusilaron al emperador y fundaron una república torpe, corrompida y lánguida, pero al menos coherente.

5.4 ¿A quién se le ocurre llamar imperio, su imperio, a nuestro pantano?

6 Una de las consecuencias más interesantes de aquella tercera incursión extranjera fue que los soldados invasores, rubios y de grandes mostachos, engendraron —hipotéticamente— cientos de hijos en el país. No sé si es posible que tuvieran tiempo o fuerzas para dedicarse a violar a tantas mujeres, pero a partir de su marcha, cada niño rubio que nacía les era atribuido a los coitos irregulares de las nativas con soldados extranjeros.

6.1 Muy probablemente tales casos, si los hubo, fueron aislados y minoritarios, pero sonaba muy divertido enunciarlos y los aludidos se ofendían a tal grado (después de todo, los estaban llamando bastardos, palabra que tenía un peso específico dentro de los insultos de la época) que la versión se convirtió en historia.

6.2 Es probable también que mi madre se casara con mi padre imaginándolo descendiente lejano de algún olvidado coronel invasor.

7 Cada vez que hemos tenido una guerra civil, siquiera en escala de conato, alguien se apresura a invadirnos. En nuestra última revolución, por ejemplo, tres expediciones diferentes entraron al país y capturaron provincias enteras sin encontrar resistencia o topando solamente con una oposición simbólica.

8 Yo estudié en una escuela que llevaba el nombre de uno de los héroes que quiso resistir una de aquellas expediciones y fue por ello muerto. Era, naturalmente, una fea escuela pública. Mi padre tenía el dinero necesario para enviarme a un colegio lleno de niñas de trenzas rubias, pero se negó a cumplirle a mi madre el deseo. Fui inscrito en una primaria federal.

8.1 Un compañero, en tercer grado, llevó a la escuela una revista ilustrada que me reveló el misterio del coito, al que jamás había dedicado un minuto de reflexión. El padre del culpable debió asistir a una junta con la maestra y un psicólogo escolar que fue enviado especialmente por el inspector de la zona. Todo había sido un error lamentable, dijo el hombre, su hijo se había llevado sin permiso aquella revista de casa. La maestra y el inspector guardaron un silencio aterrado. Se decidió amonestar verbalmente al niño y olvidar el asunto.

9 Mi padre, supe después, era amigo de aquel hombre asombroso que aceptaba serenamente tener lleno de pornografía el revistero. El hombre atendía un puesto de crema y queso junto a nuestra carnicería. Era un sujeto calvo, parlanchín. Como único rasgo notable, solía beberse todos los viernes una botella entera de licor de plátano mientras escuchaba la radio.

9.1 Tenía una hija bajita y morena con un par de senos inmensos. Ella fue mi primera novia, la primera a la que toqué con alguna certeza de lo que hacía.

9.2 Un viernes, mientras su padre ingería su licor y tarareaba sus canciones, ella me condujo a la bodega del negocio, que tenía acondicionado el segundo piso como oficina. El cremero no cedía la copia de la llave ni a Dios, pero mi novia la obtuvo clandestinamente: había decidido aprovechar el segundo piso para consumar lo que habíamos comenzado e interrumpido tantas veces en rincones oscuros

9.3 Espejos en todas las paredes y una cama roja: el aspecto era tan equívoco que nos infundió pocos ánimos. Abrimos un cajón y lo encontramos lleno de botes de lubricante. En un segundo cajón estaban los arreos de cuero. Mi novia fue a buscar un vaso de agua y volvió demudada con un aparato dorado en las manos. Vibraba.

9.3.1 En un cajón final encontramos las fotos de su padre siendo sodomizado (con el aparato dorado) por una mujer a quien ninguno de los dos conocíamos. Nos fuimos a consumar nuestro idilio a otra parte.

9.3.2 Años después, cuando el cremero había muerto y mi novia y yo habíamos dejado de dirigirnos la palabra —ella me engañó con un inspector municipal y yo a ella con una vendedora de electrodomésticos—, supe que conservaba intacto y en uso el segundo piso de la bodega.

9.3.3 La caja del vibrador dorado, por cierto, estaba encima del escritorio, bien a la vista, en aquella cruza de oficina y mazmorra. El aparato era extranjero y se llamaba The Pleasure Invader.

9.3.4 Es decir: El Invasor Placentero.

10 Algunas personas sostenían que era imposible que fuéramos invadidos de nuevo. No fue así: de hecho, hemos sido invadidos de nuevo.

11 Lo que pienso, en cuanto sé que el primer soldado extranjero ha cruzado la frontera del norte, es que los hombres fantasearán con que él o sus colegas violen a sus esposas y novias y hermanas y vecinas o a ellos mismos a punta de pistola.

12 Decido asomarme a los diarios en busca de noticias. Visito los bares. Pago tragos, lo mismo a fastidiosos incontrolables que a hombres resecos y entregados al mutismo. Debo escuchar a un idiota declarar que sus abuelos eran rubios, «tenían aire de provincia» y eran descendientes de invasores.

12.1 Alguien, un joven y obeso profesor con mucho whisky en las venas y presunciones de sabiduría, me envía a leer a Shakespeare. Tengo la sangre fría de meterme a una biblioteca, pedir el ajado ejemplar y dar con la cita. «Las damas de Francia esperan que seamos desplazados para ofrecerse a los ingleses y restaurar Francia con hijos bastardos.» Tal cosa dice el delfín. Tal cosa temen y desean todos en el país. Quieren niños rubios, aunque sean de otros.

12.2 Corroboro mi teoría. ¿Cuál es mi teoría? Que a mis compatriotas los excita la posibilidad de que los extranjeros les quiten a sus mujeres. No puede saberse por ahora si la fantasía les encogerá los testículos o si, por el contrario, les causará palpitaciones demoniacas.

12.3 Salgo a la calle. Ofrezco pequeñas sumas de dinero a colegialas con apariencia de haber alcanzado el dominio de la química orgánica a fuerza de felaciones, ofrezco ayudar con las bolsas del mercado a matronas malhabladas y altaneras, ofrezco cigarrillos en los cafés a treintonas en busca de un hombre que las lleve al cine. Descubro que la mayor parte de las mujeres no están interesadas en los extranjeros, que siguen pensando en sus novios, maridos, amigos. Quizá, como las hembras de ciertas tribus salvajes, no se sientan merecedoras de nada más que de un macho de su estirpe. O quizá sean sinceramente indistintas a la ambición. Un matiz: a todas les gustan los niños rubios.

13 Los soldados extranjeros son pálidos, altos y estúpidos. Pero su fiereza hace irrelevante la estupidez. Son veloces para avanzar y disparar. Leo en una revista (he comenzado a leerlas) que son, por otro lado, sujetos sensibleros que mandan retratos a su casa cada semana, que tiemblan de miedo en sus tiendas de campaña cada noche y que sueñan anémicamente con que las muchachas del país les abran los brazos, sonrían, los conduzcan a un lecho arrebatado y los hagan gemir.

13.1 Otros mandan a sus amigos fotografías de nativas desnudas con trenzas y bocas ávidas y vulvas como gatos negros.

13.2 Los extranjeros dicen que van a reestablecer el orden en el país. En sus programas de televisión, los soldados aseguran que lo que buscan en la vida es el amor y la felicidad. Eso significa que están dispuestos a disparar a todo lo que se mueva con tal de salvar sus comodidades futuras.

13.3 O quizá, como Aquiles, aprendan a leer el amor en las miradas postreras de las chicas que matan. (He vuelto a la biblioteca y no me avergüenza decirlo. Que se apene la gente que escucha la radio mientras se embriaga con licor de plátano.)

13.4 Las primeras operaciones invasoras son de una velocidad inesperada. Nuestro ejército deserta en masa en la frontera, luego de tres desastrosas escaramuzas.

13.5 Cuando la gente abuchea el paso de los reclutas forzosos que son enviados a sustituir a los traidores, no sospecha que quizá aquellos sujetos aterrados se convertirán en héroes populares al paso de unos siglos.

13.6 Nunca se sabrá con precisión si algunos de ellos, los más bélicos, son miembros de las guerrillas existentes o si es que algún espíritu santo transmutará su alma de camino al norte, pero las unidades de reclutas eluden el avance de las columnas enemigas, atacan con saña un puesto fronterizo (cuelgan a los centinelas por los pulgares) y se internan en territorio extranjero.

13.7 La imaginación popular asegura que formarán una guerrilla en el país invasor y hostilizarán con éxito poblaciones enemigas. Yo sospecho, por haberlo oído del padre de un recluta en una cantina, que la mayor parte de ellos se dedicará a otras cosas: jardineros, plomeros, electricistas. Y si conservan el ímpetu guerrero, será tan solo para convertirse en criminales.

13.8 El país queda, pues, indefenso. Los soldados extranjeros forman pequeños contingentes para controlar cada ciudad de mediana importancia. Su general en jefe recibe los poderes de gobierno de manos de nuestro presidente menos de un mes después del comienzo de la invasión.

14 La ocupación había sido predicha por pensadores de izquierda, según me cuenta un entusiasta, hace ya setentaicinco años. Quienes emitieron la sentencia han muerto, pero sus descendientes se apresuraron a reclamar la gloria de la precognición de sus antepasados. Qué abnegación, pronosticar durante siete decenios y medio, sin falta, lo que sucedería y no ser atendidos jamás.

15 Mi padre nunca intentó inmiscuirse en política: se limitó a cortar carne en su local y a votar por los candidatos perdedores en cada elección convocada.

16 Han llegado los invasores. El tanque, voluminoso y verde, ocupa la calle. El puestero vecino corre y me llama a seguirlo. Alguien apaga las luces del mercado. Un portazo y luego la oscuridad. Mi torpeza, acrecentada por el miedo, hace que me enganche en el metal de la escalera. El miedo a caer. El miedo a quedarse. Hay un tanque frente a la puerta y escuchamos los chirridos del cañón al adoptar la posición de tiro. Está centrando la fachada del edificio en la mira.

17 El muchacho que me ayuda en el puesto no vino. Ni siquiera el Día del Apocalipsis es capaz de aparecer cuando se le pide. Los comerciantes y clientes, hermanados por una vez, huimos. Mientras nos deslizamos entre pasillos y portones imagino que alguna de nuestras colegas, alguna de las chicas que venden jugos, por ejemplo, estará ya detenida, que será desvestida por manos pálidas e indistintas y entregada a los vicios de los soldados. Cabellos rubios y fauces rojas.

17.1 ¿La violarían aunque fuera rubia? Alguna de las chicas de los jugos era rubia. Lo recuerdo.

18 Escalamos a los tendederos de un edificio vecino y nos ocultamos entre las ropas. Al final de un pasadizo conformado por sábanas y calzones hay unas escaleras que descienden a la calle de atrás. Si hay suerte, no veremos otro tanque esperando de aquel lado. Si no, nos detendrán y matarán quizá. Aunque no he podido dejar de pensar que soy blanco y deberían respetarme. El puestero que me acompaña no es blanco. ¿Lo abandonaré? ¿Llamaré a los invasores y les diré «como podrán observar, mi amigo no es como nosotros»?

19 Dicen que cuando están cerca los extranjeros, siempre huele a lo mismo, al blanqueador de sus uniformes. Incluso su mierda debe oler a blanqueador.

19.1 Los invasores son altos, fornidos y más limpios que nosotros. Pero no van a alcanzarnos. Bajamos las escaleras metálicas al trote. No es momento para la discreción y nuestros pies resuenan. No hay tanques. Despunta la esperanza al fondo de la garganta cerrada.

19.2 El puestero cruza la calle en tres zancadas y se lanza por una callejuela convenientemente oscura. Lo sigo, sin aliento, moviendo los pies porque cómo se les detiene cuando uno teme ser acribillado.

19.3 La de los jugos estará desnuda en manos de algún artillero, en la trastienda de una verdulería, con las faldas en el cuello.

19.4 Creo que si pudiera correr a casa de mi padre, este sería un buen momento. Pero me sofocaré antes, caeré muerto sin necesidad de que me disparen. Ya siento el dolor mortífero naciéndome entre las costillas.

19.5 «Deja de voltear», me gruñe el puestero, dos metros por delante de mí. Tengo las cintas de los zapatos desamarradas y cualquier persona sensata me daría un minuto para anudarlas antes de proseguir. Lloro. No puedo evitarlo, como no puede evitarse morder las heridas en la boca una y otra vez hasta que vuelven a abrirse.

19.6 Una nube de cristal y polvo avisa que el tanque ha volado la fachada del mercado. El estruendo llega un segundo después y nos derriba.

19.7 Imagino que aparecerán en cualquier momento los invasores, con sus rifles de precisión, que comenzaré a escuchar el silbido de los disparos junto a la cabeza y se marcarán pequeños cráteres entre mis pies. Pero no aparece nadie y nos perdemos por la callejuela y no me detengo aunque soy blanco, no me detengo hasta que el puestero trastabilla y encontramos otro edificio donde meternos. Hay decenas de bolsas de basura destripadas en la entrada, como leones de piedra que custodiaran el paso.

20 Escuchamos el zumbido de los helicópteros. Con fatiga, resoplando como ancianos, subimos los escalones. Tocamos una puerta, cualquiera. Nadie nos abre. Un potente olor a blanqueador infecta el aire. Serán ellos, que llegan.


Relato incluido en Palabras mayores (Malpaso, 2015), una antología de narrativa mexicana coordinada por Juan Villoro, Guadalupe Nettel y Cristina Rivera Garza. El Cuaderno dedicó un dossier a esta antología en su edición impresa (El Cuaderno n.º 76).

© Lisbeth Salas

Antonio Ortuño, hijo de inmigrantes españoles, nació en Guadalajara, México, en 1976. Fue, en ese orden, alumno destacado, desertor escolar, obrero en una empresa de efectos especiales y profesor particular. Trabaja desde 1999 en el grupo de periódicos Milenio, donde ha sido reportero, editor y, actualmente, jefe de redacción del diario Público-Milenio. Su primera novela, El buscador de cabezas (2006), recibió el elogio unánime de la crítica de su país y fue seleccionada por el diario Reforma como mejor primer libro del año. En 2006 apareció en España su libro de relatos El jardín japonés. Es colaborador habitual de publicaciones como Letras Libres, La Tempestad y Cuaderno Salmón.

Acerca de El Cuaderno

Desde El Cuaderno se atiende al más amplio abanico de propuestas culturales (literatura, géneros de no ficción, artes plásticas, fotografía, música, cine, teatro, cómic), combinado la cobertura del ámbito asturiano con la del universal, tanto hispánico como de otras culturas: un planteamiento ecléctico atento a la calidad y por encima de las tendencias estéticas.

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