Querido diario
En el Delta (2)
/por Avelino Fierro/
Al anochecer del primer día hubo un pequeño revoltijo en el jardín. Unas hojas ya resecas rodaron por la grava y emitieron tenues chasquidos, como un lamento o una queja tras un rasguño. Yo quería escribir sobre ese aire doméstico y ese otro aire que soplaba también levemente por encima de los muros de la casa. Volviendo del paseo hasta el río había visto, en el escaparate de un boticario, una rosa de los vientos.
Las veces que había visitado antes el país no había reparado mucho en ello, a pesar de que en uno de los primeros viajes pasamos días en la Cerdaña, en Puigcerdà. En aquel valle rodeado de montañas era invierno, y tengo pocos recuerdos: un estanque helado, Enrique jugando horas al golf y el fuego en el hogar del Chalet del Club en el que éramos los únicos clientes. Por la noche mirábamos las llamas y bebíamos marc de champagne acompañados del director, un italiano impecable. De la ciudad, de Barcelona, sí he hablado de la luz que mora entre sus calles, pero no del aire que corre sin saber a dónde va. Y aquí, ahora, tampoco lo sé nombrar. Ni el de ayer noche ni el de hoy en la playa, otra vez casi extrañamente solos: hay un pescador que ha clavado sus cañas en la arena, una mujer a su lado lee una revista, sentada bajo una sombrilla, y a lo lejos llega una furgoneta con jóvenes, a los que luego vemos deslizarse con extraños aparejos por el agua.
En el mar van y vienen, con las olas pobres, cangrejos azules; en el cielo alguna bandada de charranes. La arena besa nuestros pasos. El viento es escaso, también pobre, y salado. ¿Quizá se está moviendo ahora una pizca de garbí?
Sé que por la tarde iremos a ver unos olivos centenarios y pequeños estanques con nenúfares. Y que el calor es húmedo y como de fango y cañaveral. Pido que me dejen dormir la siesta en mi habitación de muebles antiguos y techos altos, donde remueve el aire un ventilador central. Leeré esas últimas páginas de la vida con Picasso, narradas por Françoise Gilot, en los años de la casa en Vallauris, en La Galloise, donde se habla ya del fin de su relación, donde él —incapaz de soportar la compañía de una mujer durante largo tiempo— empieza a levantar un muro entre los dos, como había hecho con Olga, Marie-Thérèse Walter y Dora Maar.
Para eso estamos aquí; para saber cómo C. ha fotografiado y seguido el rastro del pintor por esta tierra: Gósol, Horta de San Juan, Els Quatre Gats y los tabucos y tejados de la ciudad. De Gósol es ese autorretrato poco conocido, con la cabeza rapada, a la manera del posadero Josep Fontdevila, al que dibujó varias veces. Dicen los críticos que esas formas reaparecen en el retrato de Gertrude Stein. Y algo hay en Las señoritas de Avignon de ese Desnudo tumbado de Fernande Olivier. De Les demoiselles quiero anotar aquí la frase de Braque al ver el cuadro: «Quiere hacernos beber petróleo y comer estopa».
Y también son de esos días esa serie de los dos jóvenes o los dos hermanos, con la que parece iniciar esas maneras clásicas que nunca abandonará. Dije —o escribí una vez— viendo cuadros posteriores como el de La lectura de la carta, que está en el museo de París, que Picasso me parecía un pintor italiano. Y eso mismo lo he leído en Eugenio d’Ors, para quien el malagueño acaba con esas maneras de lo español en el arte: es el primer pintor moderno; sus obras constituyen un puro espectáculo intelectual.
Claro, que hemos tenido que cruzar Barcelona. Lolette se quedaría a dormir esa noche en casa de su amiga Susana. Hay un gran atasco de entrada —y mayor de salida— en la Diagonal. Vienen ahora unos días festivos. Vamos muy despacio, observamos: oficinas, altos edificios, palmeras, estudiantes, una turista extranjera pelirroja, un dirigible anunciando bebidas francesas, motoristas de ninguna parte, parterres de verdes reconocibles, una luz casi otoñal… Por momentos este ajetreo destila una apariencia de ciudad aireada, entrañable, perfectamente cosmopolita. Creo que algo así podría decir de este espejismo Josep Pla.
Llegamos, ya anocheciendo, a Caldes d’Estrac. Al hotel Dynamic. Un lugar para deportistas. Allí había clientes en atuendo footinguero, ellos depilados y ellas a las que con gusto —y algo de agitación— se podía mirar. En una camilla técnica, en la recepción, vimos cómo daban masajes a los que vinieran a demandarlos. Yo soy también un hombre Pilates y activé todo el tiempo que fue necesario el suelo pélvico (luego, en el ascensor, aquello volvió a su lugar comme d’habitude). Hice también un par de leves flexiones al dar mis datos en recepción y realicé algunas rápidas y sonoras respiraciones profundas y de hiperventilación. Aunque lo normal hubiera sido no hacer tonterías y decir que mi señora y yo estábamos allí de vacaciones, encantados con la proximidad del Mare Nostrum, oyendo una lengua extraña y que cumplíamos en esos días las bodas de oro, y que si la Dirección tendría previsto para ello un regalo, algo como botella de cava y cesta de frutas en la habitación.
Sí, tuvimos copita de cava de bienvenida —yo me acerqué a cocina a pedir unos cacahuetes para maridar—. Vimos salir la luna desde el último piso, en la terraza del comedor, y una gran pancarta que en el edificio de enfrente, la Jefatura de Policía Local, pedía la libertad de los presos políticos.
En aquellos momentos me acordé de dos de los mejores poemas sobre la añoranza del vivir adolescente, «Noches del mes de junio», de J. G. de Biedma —quizá al ver abajo, en la calle, algunos árboles iluminados y ausencia de paseantes, sensación que vive en ese texto—. Y justo antes, o después, o a la vez, embarullado y con el pulso acelerado —la poesía había puesto mi corazón a latir como si hubiera salido a correr calle arriba con alguno de los otros clientes esportius—, musité palabras de «Ribera de los alisos», un poema que comienza a escribir el sábado 21 de julio de 1962 para recrear su vida de muchacho en La Nava de la Asunción. El 4 de octubre anota en su diario que el poema está resultando difícil, y en febrero del año siguiente sigue dándole vueltas a cómo «regresar al paisaje» o dónde meter dos bellos versos que desde hace meses tiene preparados para el desenlace: «bajo este mismo azul, celeste y algo pálido, / con un grito de pájaro a lo lejos». El poema —lo sabemos— acabó de otra manera. Yo lo recordaba ahora porque en él se habla de «el nacimiento terriblemente impuro de la luna». Y porque quizá quería convocar allí, en aquel momento, en aquel observatorio del mar presentido y de la noche, al poeta. Que éste me explicara por qué de vez en cuando flotaban pavesas de resentimiento demasiado vivo en el aire y me hablara y dejase mi conciencia dormida, como un bálsamo.
Bajamos a ver el mar, que tampoco arrojó a la orilla restos de un capitel de acantos o rosas, ni ánforas de vino y miel, muestras de un pasado culto y mejor, ni llegaba a salpicarnos —como en el poema de Mandelstam— la espuma de los dioses, señales que vinieran a caer cual lenguas de fuego sobre las cabezas de la Hidra que ha desatado por estos lugares la intransigencia, la incultura y el desprecio. Sólo llegaban algas como oscuros mechones, como cabelleras recién cortadas. Deambulamos, fuimos y vinimos por el paseo. Había unas estúpidas máquinas gimnásticas, quizá para no pensar rindiéndole tiempo al cuerpo. Cruzaba un grupo de niñas guapas, todas iguales, todas vestidas de negro; reían y hablaban sin decir nada. Y no oíamos el oráculo, ni veíamos ningún candil en la noche oscura del alma de los hombres. El aire nos ensortijaba el cabello. Guardaba silencio la luz cruda y negra del mar de Homero.
Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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