Querido diario
En Salamanca
/por Avelino Fierro/
La primera luz de la mañana prepara a veces un silencioso y diminuto teatro en esta habitación llena de libros. El ventanal está abierto al este. Me he levantado temprano, a pesar de acostarme tarde y haber maldormido: un catarro que arrastro desde hace días no me deja descansar. La persiana estaba entreabierta y una de las estanterías laterales quedaba iluminada a media altura, justo donde he colgado esa fotografía en color recortada de una revista en la que Ava Gardner mira a un Richard Burton impasible, que mira a la cámara, que mira al espectador; me mira a mí. Le he dado los buenos días. Y me he disculpado por estos pelos que traigo. Al lado se puede ver un dibujo que hice a lápiz sobre Leonardo y un catálogo de Alex Katz.
Al ver esa imagen he recordado que hace unos días soñé con la actriz y con escenas de la película de la que procede, La noche de la iguana. También con El sueño eterno. Sucedió en Amposta, en los días pasados en el Delta. Una noche desperté empapado en sudor. Hacía calor de verdad, denso y lleno de vapor. Las contraventanas metían en la habitación esa luz rayada de novela negra y el viento hacía sonar en rachas las hojas de los árboles del jardín. Sí, era una atmósfera saturada, cargada de gemidos y medias de cristal. En ese momento llegaron imágenes sensuales y turbias de Puerto Vallarta y del encuentro del detective y la hija del general en el guion de Chandler, también rodeados de cristales empañados y del olor empalagoso de orquídeas tropicales en plena floración.
No anoté nada sobre esos sueños húmedos ni sobre un librito de Eduardo Mendoza que llevé conmigo, quizá porque lo había dejado durmiendo a propósito en un bolso lateral del maletín de viaje. Se titula Qué está pasando en Cataluña. Uno hace tonterías así: leí el Ulises en Dublín y me parecía adecuado ojear este otro en la comarca tarraconense, rodeado por los manes del lugar. No lo hice: estábamos de vacaciones, a otras cosas; no quería que aquello pudiera incomodarme. Lo he acabado de leer a la vuelta y he respirado aliviado: es un texto razonable, de una persona inteligente y sensata. Todavía no he encontrado a ningún escritor o intelectual de renombre que se haya metido en la cama con quienes defienden esa oscuridad agobiante, saturada de provincianismo y brumas identitarias. Sin duda despertarían igual que yo, sudorosos y sobresaltados. Pero sin chicas hermosas mariposeando.
Estas últimas jornadas han sido intensas y han estado llenas de momentos sobre los que quizá un diarista que se precie tendría que haber escrito. Muchos de esos instantes los he olvidado.
Días después también me desperté agobiado y sudoroso, a muchos kilómetros del Delta, en Salamanca. Ni gota de sensualidad en esta ocasión, simplemente un calor de cojones. Amodorrado, con las vías respiratorias tupidas debido al catarro. Hice mal en ponerme dos mantas, pero si uno está destemplado no mide bien las variables de la atmósfera doméstica. Estaba en la reunión anual con mis compañeros de profesión; habían venido de la mayoría de las provincias.
Había ido en coche, porque la ciudad no está bien comunicada. El domingo 28 de octubre, a eso de las seis de la tarde, salí de casa. No contaba con el cambio de hora y se hizo de noche a mitad del camino. Qué soledad. En la cabina —como en una pecera— las luces tenues del salpicadero y el sonido tedioso de la radio, tosiendo y boqueando como un pez sin memoria. En los tramos cercanos a la entrada de las ciudades accedían a la autovía algunos coches que llegaban de los pueblos, de sus casas desoladas, todavía más ahora que llega el frío: portones de madera resquebrajados por el cierzo, lóbregos corrales, perros ladrando a la luna. Ortigas y barrizal.
Ya en la ciudad, en la Plaza Mayor se celebraba la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión. No vi nada que me interesara, casi todo eran saldos que uno ya conoce. Pero en uno de los puestos me puse a ver y a escuchar: al lado, una chica guapa, con un abrigo camel, tacones y acento sudamericano (no se puede pedir más, ¿verdad?) hablaba con el librero, un profesional serio, atento e impertérrito ante tanto encanto. Aquellas palabras eran como una melodía dulcísima, risueña, la coral Wachet auf, ruft uns die Stimme, de la cantata BWV 140 de J. S. Bach. Preguntaba por libros de poesía y se los mostraba a sus acompañantes. Estas eran mayores que ella, vestidas de un oscuro seglar, monjitas sin duda que habían llegado acá haciendo el viaje de su vida, para celebrar las bodas de oro de alguna de ellas con la Santidad. Y les leía algunos versos. Aquel poema de Machado me resultó casi nuevo; esta vez venía acompañado de música celestial. Eran cuatro, la lectora —no era una jovencita, tendría unos cuarenta años— y tres más. Las vi alejarse: ella cogió a una de las otras por el brazo, y le hacía dar saltitos de alegría. Quise acercarme y pedirle que me socorriera unos instantes; decirle que me sentía algo enfermo, triste y solo. Que la literatura quizá me podría consolar. Todo aquel entusiasmo, aquel amor, se alejaba, se perdía en la noche; vi que subía como una pequeña nube de vapor hacia lo alto. Ojalá que vuelva de alguna manera, que quede condensado en el aire y caiga otro día cualquiera sobre alguno de los justos para restañar heridas en un momento de tristura, plomizo y gris.
Esa misma noche, instantes después, Vicente de Juan, el compañero que trabaja en Jerez, me trajo noticia del premio que por su último libro le habían dado a José Mateos en Turín. Y me enseñó la fotografía de unas bombillas de colores celebrando aquello, colgadas en una calle de esa ciudad italiana. Otras palabras verdaderas subidas a las nubes, vagando como vilanos por el aire.
Esa fue la primera noche, porque en la segunda nos fuimos a cenar a Casa Paca y luego a bailar. En un pub de los de toda la vida, luces justas y piso de madera. Tenían una oferta de ginebra Seagram; yo les dije que de eso ni hablar (leí que la heredera de esas destilerías había dado, no hacía tanto, un dineral a una organización que maltrata a las chicas). No estaba el DJ, era su día de descanso. Pero uno de los camareros se puso a colaborar y a atender sugerencias. De las sombras de la pista de baile yo recuerdo ahora a Curro, en un Mambolero racial, y a Rosa, la compañera granadina, que en uno de los merengues nos puso a sudar.
Bebías y salías a la calle —donde neviscaba— a fumar. Me enfrié más, me dio otra tiritona. La flojera la arrastraba, ya dije, de atrás. La música, a veces, no sienta bien del todo. Hasta la clásica, hasta la de Johann Sebastian Bach si la escuchas en la catedral de mi pueblo, en el Festival de Órgano, con el invierno llamando a la puerta. Y luego te vas de juerga con Marta, la organizadora, y las azafatas. Se me entrecruzan los recuerdos, las mujeres y los días; cuando uno está tan acatarrado tiene la cabeza en un permanente jet lag.
Pero estoy por asegurar que ese día de trasnoche fue el mismo del concierto en el que viví uno de esos momentos que ya no volverán. Giampaolo di Rosa había interpretado las seis composiciones que Tomás Marco, José Manuel López López, Alfredo Aracil, David del Puerto, José María Sánchez Verdú y Cristóbal Halffter habían escrito expresamente para esa edición del festival. De esos asuntos me resulta complicado hablar: no leo música ni soy intérprete de nada y aunque la música zumbe en mis oídos todos los días de mi vida, me encuentro —como decía G. Steiner— a merced de las pasiones impresionistas; de las pasiones de amateur. Uno no tiene palabras. Aunque eso le sucede a todo el mundo: como escribe Lévi-Strauss (en un libro misceláneo editado por Siruela, Mirar, escuchar, leer, en el que habla de Chabanon, Morellet, Rousseau y otros musicólogos del XVIII), la música excluye el diccionario. En esos escritos del antropólogo francés también encontré una frase que me pone en mi sitio; que, tristemente, me hace saber dónde estoy: «La música acompañada de palabras tiene la única ventaja de ayudar a la débil inteligencia de los “entendidos a medias” y de los ignorantes». (Ya, ya sé, no tiene nada que ver con esto de lo que vengo escribiendo: los más avisados sin duda sabrán que ahí se habla de las relaciones entre la música instrumental y vocal; pero yo he copiado, aislado esa frase, y la uso para confesar mi incompetencia).
Todo era más de andar por casa, menos trascendente y más mortal en la juerga del día siguiente, en la parte alta del Gran Café, celebrando el cumpleaños de Shelly, Sali y Cristina, oyendo rock and roll y, para acabar la fiesta, la música que pinchaba Diego: Bambino, y Paquita la del Barrio cantando Rata de dos patas.
Se quedan en el zurrón de las palabras muchas más cosas de estos días de atrás, llenos de músicas, alzados de la ruina, lecturas de Adorno como una penitencia («Defensa de Bach contra sus entusiastas»), cansancio de madrugadas, finos hilos de la amistad.
Y llenos de tristeza. No en vano estuve a punto en las jornadas salmantinas de comprar en una tienda de regalos una enorme rana Gustavo verde y subirla conmigo a la cama, a la habitación del hotel, para borrar la misma huella de siempre sobre la almohada, para paliar la soledad.
Avelino Fierro (Chozas de Arriba [León], 1956), licenciado en Derecho por la Universidad de Oviedo y fiscal de Menores de León, es escritor de diarios, poemas, dibujante y coleccionista de libros. Sus textos diarísticos han visto la luz en tres volúmenes: Una habitación en Europa (2010-2012), Ciudad de sombra (2013-2014) y La vida a medias (2015-2016), todos ellos publicados por la editorial Eolas.
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