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La deserción del intelectual y la fábrica universitaria

La Universidad, dice Michel Suárez, se ha convertido en una megamáquina expendedora de títulos y diplomas en lugar de en la «escuela de averiguación» que quería Giordano Bruno.

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La deserción del intelectual y la fábrica universitaria

/por Michel Suárez/

Nadie se sorprenderá de que la epidemia postmoderna que ha corroído los cimientos del pensamiento crítico en las últimas décadas haya tenido un impacto demoledor en el papel del intelectual. Anunciar el reinado de la subjetividad pura como forma de aproximación a una realidad siempre inaprehensible no es el mejor camino para la interpretación de un mundo en continua transformación. La definitiva rendición del intelectual frente la racionalidad de lo real ha sido un verdadero regalo para la civilización de la máquina. En este carnaval de desarrollos sostenibles, capitalismos redistributivos, identidades nacionales y demás zarandajas, cada vez son menos los que tienen la insolencia de meter las narices en el auténtico meollo de la cuestión social: cómo deshacerse de la sociedad industrial.

«¡La sociedad industrial, nada menos!», murmurará usted, amable lector, con esa muesca sardónica dibujada en la cara que conozco tan bien. Lo sé, es inaceptable. Pero mientras vuelve en sí, permítame que me explaye brevemente sobre los efectos de esta locura de la racionalización en el campo académico, una jurisdicción aparentemente a salvo de su influencia.

Russell Jacoby (1945- )

Al final de los años ochenta, un profesor americano, Russell Jacoby, publicó un ensayo que generó un terremoto entre sus colegas universitarios. Los últimos intelectuales constituía el nostálgico elogio de una vieja guardia de ensayistas y críticos que atravesaron el siglo XX preservando una autonomía, tanto espiritual como económica, que les puso a cubierto del encuadramiento burocrático. Escritores admirables como Edmund Wilson o Lewis Mumford —afirmaba Jacoby— fueron relevados por escritores verbosos como Richard Sennett o Marshall Berman, fabricantes de obras «monótonas y pretenciosas», que abandonaron la senda de los ensayos elegantes por «libros mal escritos».

Lewis Mumford —continuaba Jacoby— había heredado poco dinero y apenas se había beneficiado del auxilio de las instituciones privadas: «Nunca trabajó como editor, investigador o como profesor asalariado. En una época de instituciones, nunca estuvo vinculado a ninguna. Consiguió lo que antaño era muy difícil y actualmente casi imposible: vivir de sus obras». Mumford podía pasar por un «héroe conservador, un auténtico hombre de letras, que permaneció alejado del gobierno, de las universidades y de las subvenciones. El problema es que Mumford realizó una crítica fulminante de la sociedad americana».

Para Jacoby la transformación del papel del intelectual, especialmente en los Estados Unidos de posguerra, estaba ligada a un conjunto de cambios sociales, urbanísticos y mentales que ejercieron una enorme influencia en los hábitos, las rutinas, las aspiraciones, el comportamiento y la propia naturaleza del intelectual. Por un lado, la adaptación urbana a los imperativos de la motorización, especialmente del coche, y la compresión espacial temporal jugaron un papel primordial en el nuevo perfil del académico. Los «estacionamientos, los pasos elevados, las vías rápidas y los centros comerciales, transformaron las ciudades, alterando también el ritmo de la cultura».

Esto, que es evidente para cualquier ciudadano, es profundamente más inquietante para aquéllos a quienes el tiempo, el silencio y la lentitud resultan innegociables. La reflexión requiere un tiempo espeso y autonomía en relación a las exigencias burocráticas; el ritmo de vida de los intelectuales «permea sus trabajos», lo que no es sorprendente: «si el teléfono substituye la correspondencia y los cafés dan lugar a conferencias, el propio pensamiento, su densidad y parámetros», se ve afectado de forma directa. «La monografía, la conferencia y la solicitud de subvención» se convirtieron en las señas de identidad de los campus.

El asentamiento del mundo virtual agregó una mayor complejidad a las tesis de Jacoby, que apenas podía intuir a finales de los años ochenta las nuevas reglas del juego impuestas por Internet. A pesar de los arrebatos de sus apologetas, no es evidente que la entelequia del espacio virtual constituya un modelo de espacio público. De hecho confirma, aunque de forma parcial, una intuición que Castoriadis había expresado algunos años antes, y de la que Guy Debord se valió para acuñar el concepto de sociedad del espectáculo. El espectáculo —afirmaba Castoriadis a finales de los setenta— se había convertido en el «modelo de la socialización contemporánea en que cada uno es relativamente pasivo frente a la comunidad, y no se percibe al otro como sujeto posible de intercambio, de comunicación y cooperación, sino como un cuerpo inerte que limita sus propios movimientos».

Más allá de los profundos cambios en la cartografía de las ciudades, en los ritmos de vida y de la tendencia al enclaustramiento de los individuos en la esfera privada, el escenario material e inmaterial que rodeaba a los intelectuales más jóvenes era muy distinto de aquél en el que se había forjado la generación anterior. Ya no dependían de un público amplio y diversificado, como en el caso de Mumford o de Wilson, puesto que casi todos ellos se habían convertido en profesores: «los campus son sus hogares; los colegas, su audiencia; las monografías y los periódicos especializados, su medio de comunicación. Al contrario de los intelectuales del pasado, se sitúan dentro de especialidades y disciplinas por una buena razón. Sus empleos, carrera y salarios dependen de las evaluaciones de especialistas, y esta afecta a las cuestiones planteadas y el lenguaje empleado».

De este modo, la Universidad estimuló la creación de compartimentos estancos y de un perfil de investigador-profesor centrado en campos de estudio sin contacto con áreas de conocimiento adyacentes. Si en las primeras décadas del siglo pasado la erudición y el saber enciclopédico habían constituido las señas de identidad de los intelectuales independientes, la especialización se impuso como una necesidad para quienes ambicionaban un hueco en la Universidad.

Centrada en los objetos de estudio cada vez más extravagantes y sometida a las «presiones de las carreras y las publicaciones», la intelligentsia académica ahondó el foso entre su labor profesional y la reflexión sobre el presente. En la medida en que sólo la cantidad de publicaciones, y no la calidad, «que fue clasificada en quinto lugar en un estudio», pasó a ser el criterio del mérito, la especialización se hizo inevitable. De esta forma, al subdividir los «patios intelectuales», disminuyó el número de competidores, «haciendo más fácil el ascenso del especialista». En consecuencia —concluía Jacoby—, «artículos que antaño eran legibles, o por lo menos interesantes, se volvieron absolutamente herméticos e impenetrables».

En este contexto de bunkerización del saber, la crítica radical está fuera de discusión. Como los jóvenes investigadores «necesitan subvenciones y recomendaciones de apoyo, y cuantas más mejor, los tópicos inofensivos y los abordajes tecnocráticos minimizan la posibilidad de rechazo». Afirmar que estos investigadores son buscadores de la verdad podría suscitar «algunas carcajadas; la mayoría de ellos están buscando subvenciones».

Con todo —continuaba Jacoby— lo verdaderamente nocivo de este sistema no reside en la carrera por la financiación ni en el desenfrenado carrerismo, sino en el hecho de que cuando por fin se alcanza la plaza y la seguridad que acarrea «el talento y el deseo de pensar intrépidamente hace mucho tiempo que se han atrofiado».

Edward Said fue uno de los que aceptó el desafío de Jacoby. En su réplica, argumentó que acusar a todos los intelectuales de ser «venales simplemente porque se ganan la vida trabajando en una Universidad o para un periódico» era un argumento «vulgar y absurdo». Afirmar que el reino del dinero había corrompido al mundo y que todos habían sucumbido a su poder era algo de un cinismo indiscriminado. El mero hecho de ser intelectual —razonaba Said— no estaba en contradicción con la condición de académico; la amenaza que pendía sobre la cabeza del intelectual no era la «academia, ni los suburbios de la gran ciudad, ni el aterrador mercantilismo de periodistas y editoriales», sino una actitud que denominó profesionalismo.

Edward Said (1935-2003)

Este profesionalismo se definía por el hecho de que el intelectual concebía su trabajo como algo que hace para «ganarse la vida entre las nueve de la mañana y las cinco de la tarde, con un ojo en el reloj y el otro vuelto a lo que se considera deber ser la conducta adecuada, profesional: no causando problemas, no trasgrediendo los paradigmas y límites aceptados, haciéndote a ti mismo vendible en el mercado y sobre todo presentable, es decir, no polémico, apolítico y objetivo»

Vista en detalle, la réplica de Said estaba lejos de contradecir las tesis de Jacoby; se trataba más bien de un refuerzo de todos sus argumentos con un barniz polémico. En efecto, la condición de académico no constituía per se una causa necesaria y suficiente de descrédito: la cuestión fundamental descansaba en el hecho de que las condiciones académicas imponían esa profesionalidad que Said cuestionaba y que coincidía con las críticas de Jacoby a la Universidad.

La primera de estas presiones «se llama especialización» —acotaba Said—. Cuanto más arriba llega uno en el sistema educativo, «más limitado queda a un área relativamente estrecha de conocimiento»; cuando la competencia «implica pérdida de visión de todo lo que cae fuera del campo inmediato de la propia especialidad», y el sacrificio de la propia cultura general «en aras de un conjunto de autoridades e ideas canónicas, entonces la competencia no es digna del precio que pagamos por ella».

La consecuencia natural de esta especialización fue la fabricación de individuos dóciles que aceptan «todo lo que permitan los considerados líderes en ese campo. Así, la especialización mata el sentido de la curiosidad y del descubrimiento, elementos ambos imprescindibles en la puesta a punto del intelectual».

Lewis Mumford (1895-1990)

Ahora bien, ¿no era esta otra forma de afirmar que la especialización aniquila «el talento, y hasta el deseo, de pensar intrépidamente»? Si otra de las presiones del profesionalismo era la «inevitable tendencia al poder y a la autoridad, a los requerimientos y las prerrogativas del poder, a trabajar directamente para el poder como funcionarios», ¿no corroboraba esto las sospechas de Jacoby sobre la necesidad de los profesores de inclinarse ante la autoridad a la hora de solicitar fondos para emprender la investigación? Cuando Said sugería que el intelectual debería ser un «amateur, alguien que considere el hecho de ser miembro pensante y preocupado de una sociedad que le habilita para plantear cuestiones morales que afectan al fondo mismo de la actividad desarrollada en su seno», ¿no estaba perfilando el retrato robot del intelectual que encarnaban Mumford o Wilson?

Más allá del encarnizamiento personal, esta disputa sirvió al menos para remover las estancadas aguas del debate sobre el papel del intelectual. El escenario de los ochenta, marcado a fuego por la Reaganmania, no constituía precisamente una promesa de libertad académica, y la osadía de la obra de Jacoby aumenta si llevamos en cuenta su papel de puente entre esa vieja generación de intelectuales, cuyos miembros habían desaparecido en fecha relativamente temprana (Wilson murió en 1972), o que, como en el caso de Mumford (falleció en 1990), permanecían activos, y la tentativa de crear una nueva crítica que se desmarcase de la impotencia posmoderna en boga.

No faltaban referentes consistentes para cuestionar la deriva académica y sus servidumbres, entre ellas, el propio Mumford, que casi veinte años antes había observado que el mundo académico había dado un paso definitivo rumbo a la automatización total, comparando su funcionamiento con el de una fábrica: «a pesar de gestionar líneas de montaje de signo distinto, pertenecen a la misma fábrica».

En la medida en que el universo académico se adaptaba a un mundo tecnificado, los contenidos humanistas perdían terreno frente a consideraciones de carácter racionalista, tanto en la dimensión burocrática de funcionamiento interno como en los parámetros de calidad de la enseñanza. Esto dificultó, y en muchos casos imposibilitó, la interrelación que había existido «entre las cosas humanas y su medio», pues el «diálogo constante que tan necesario resulta para el auto conocimiento, para la colaboración social y para la evaluación y rectificación moral no tienen ningún lugar en un régimen automatizado».

En una obra coetánea del libro de Jacoby, Steiner afirmó que esa espiral productivista bordeaba lo grotesco en los dominios de las ciencias sociales: «La cantidad de libros y ensayos críticos, de artículos emanados de las universidades, actas de coloquios, de tesis producidas cada día en Europa y en los Estados Unidos posee la fuerza ciega de un maremoto». La consecuencia previsible de esta prodigalidad fue el debilitamiento y la vulgarización del concepto de investigación que obedecían a dos causas fundamentales. Por un lado, a una profesionalización de la carrera universitaria y a la apropiación de las artes liberales; por otro, al hecho de tomar a las ciencias puras como espejo de las humanidades; los «fantásticos acontecimientos registrados por las matemáticas y las ciencias naturales, su prestigio, el primer lugar que ocuparon en el plano socioeconómico, hipnotizaron a los humanistas y a las letras».

Maníacas del rendimiento puramente cuantitativo y resignadas a los dictados del mercado, las universidades se transformaron en establecimientos integrados en la nueva economía de servicios, adoptando un modelo de negocio especialmente diseñado para ofrecer ventajas a la hora de incorporarse al mundo laboral. A cambio, se exigía catalogar el saber «como una mercancía cuyas cualidades deben ser optimizadas (y cuyos formatos y embalajes se miden en unidades de valor, en notas, en semestres)». Esta mercancía debía ser tratada según los principios de gestión en la gran empresa: «rentabilidad, aumentando el rendimiento de sus fábricas de conocimiento; productividad, enseñando cada vez más rápido; y dieta de adelgazamiento [downsizing] si fuera necesario, recurriendo a las dimisiones para evitar el aumento de los gastos».

Captar la confianza del cliente-estudiante que prospecta en el mercado del saber la Universidad que mejor atienda a sus intereses se convirtió en uno de los objetivos fundamentales de la enseñanza superior. Se estableció así una frenética competencia entre universidades para disponer de los «mejores alumnos, obtener las subvenciones federales, contratar los mejores profesores». Dos expresiones resumen, según Cusset, esta orientación empresarial de la universidad:  «to earn! (aprende a ganar dinero)», y el «neologismo multiversity, que designa una instrucción compartimentada que dista mucho de los prejuicios de unidad y universalidad de la universidad tradicional».

Si bien el análisis de Cusset se centra en el espacio académico americano, no es menos cierto que, desde el punto de vista global, la Universidad ha sufrido una marcada reorientación en términos de objetivos y propósitos que ha afectado inevitablemente a su idiosincrasia. En este sentido, la Universidad se ha convertido en una megamáquina. En lugar de velar por la continuidad de una traditio construida sobre una inagotable curiositas que tomaba el mundo como una «escuela de averiguación», como quería Giordano Bruno, o como una «escuela de inquirir», como deseaba Montaigne, los experts en burocracia de nuestra «sociedad del conocimiento» la han tomado por asalto.

Maestros como Hume nos han mostrado que la devoción filosófica o el entusiasmo de un poeta son el «efecto provisional de una animación intensa, de un gran ocio, de un genio refinado y del hábito de la contemplación», condiciones ausentes en el sistema universitario. En este mundo que no se detiene en parte alguna ni se cuestiona por sus fundamentos, donde todo es mejor si desaparece acto seguido sin dejar huella, la Universidad debería ejercer como freno y dique de contención, un territorio donde poder escuchar una tradición que obligaba a la pausa y a la reflexión, al debate y al intercambio.

Máquinas expendedoras de títulos y diplomas, las universidades han cedido a la promiscuidad del progreso material y al ideario mental que lo anima: el productivismo, la eficacia y la utilidad, pasando a defender lo contrario de una paideia capaz de oponer resistencia a una industria cultural saturada de entrenamientos, diversiones degradantes y vulgares arquetipos de violencia y éxito. El esclarecimiento era para Weber la primera tarea del profesor, quien debía, por encima de todo, «enseñar a sus alumnos a aceptar los hechos incómodos», es decir, aquellos hechos que resultan incómodos para la corriente de opinión que los alumnos en cuestión comparten, y para todas las corrientes de opinión, incluida la mía propia.


Michel Suárez (Pola de Siero, Asturias, 1971) es licenciado en historia por la Universidad de Oviedo, con estancia en la Faculdade de Letras de Coímbra, y máster y posteriormente doctor en historia contemporánea por la Universidad Federal Fluminense de Río de Janeiro, con estancia en París I, Panthéon-Sorbonne. Además, edita y es redactor de la revista Maldita Máquina: cuadernos de crítica social. Lo fundamental de su pensamiento fue abordado en esta entrevista para EL CUADERNO.

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