Oficios sagrados (y 3)
/por Pedro Luis Menéndez; continuación de Oficios sagrados (1) y (2)/
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Mi prima Nati era una niña incordiona, muy incordiona. Lo malo de los niños incordiones es que todos sabemos que los acaba odiando hasta su propia madre. Tal vez por eso mi tía Maribel odiaba a Nati. Lo sigue haciendo ahora pero no es nuevo, ocurrió desde siempre. Hay madres que desprecian a sus hijas. Ya sé que esto suena como suena pero voy a cambiar el verbo y seguro que se entiende mejor, diciendo lo mismo. Hay madres que no aprecian a sus hijas, ni lo que son de niñas ni lo que intuyen que van a ser cuando crezcan. Esto crea una relación difícil, sólo sustentable en el intento de ejercer sobre ellas una autoridad absoluta, sin fisuras. Tal posición suele conducir al fracaso, y el fruto de esa tensión constante será mantener de por vida una relación frustrada, un odio oculto que acaba algún día por abrirse paso y hacerse evidente a los ojos de cualquiera, como ocurrió entre Maribel y Nati.
En el Instituto, mi tía Maribel le dijo a la tutora de Nati que la niña estaba acomplejada porque tenía mucho pecho, por eso lleva siempre esos jerseys tan amplios, no como yo, ya ve usted, que he tenido siempre desde joven muy buen tipo. Claro que era peor en los entrenamientos, cuando Nati decidió apuntarse a voley. Tía Maribel observaba desde la grada y, al volver en el coche, casi en cada semáforo, le iba repitiendo todos los errores que Nati había cometido, con el afán de que mejorara, por supuesto.
Con los primeros chicos que llevó a casa, Maribel desplegaba todos sus encantos, de manera que Nati terminaba por sentirse al margen, casi como la excusa necesaria para entretener a su madre. Eso fue hasta que dejó de llevarlos. Entonces la historia se transformó en la preocupación creciente por la vida sentimental de su hija, aspecto que no dejaba de comentar en público, si se presentaba la ocasión. Esta Nati no acaba de encontrar al chico adecuado, tal parece que no gusta a los hombres, repetía casi como un mantra, pues yo desde muy joven tenía que apartar a los pretendientes a manotazos. Creen que tuve suerte porque me casé con un ingeniero. No fue suerte, es que hay que saber hacer bien las cosas. Sabe Dios con quién acabará Nati.
Fue duro para la familia. El accidente. Así lo llaman. Los testigos, que los hubo (el padre de Nati, uno de sus hermanos, la cocinera), nunca fueron capaces de coincidir en los detalles, aunque sí en la trama fundamental de la historia. Lo cierto es que todo empezó por unos zapatos de tacón que Nati acababa de comprar y que a mi tía Maribel le parecieron horrorosos. Cuando apareció calzada con ellos, su madre afirmó con rotundidad que no saldría a la calle con ella porque nunca más pensaba sentirse avergonzada por aquella hija que le había salido así. Parece que luego todo se precipitó cuando Nati le lanzó los zapatos. La sangre, los gritos, Urgencias, al final resultó que el impacto le había sacado un ojo.
Desde entonces mi tía Maribel parece la princesa de Éboli, aunque se le nota mucho cómo es capaz de concentrar toda la rabia en el otro ojo. Ese al que mira fijamente Nati marcando con intención el ritmo de sus tacones.
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Lo hacía sin avisar. Llegaba y te golpeaba. Era rechoncho y bajito, y supongo que joven. Tenía fuerza, mucha fuerza, de modo que cuando dejaba caer su brazo con el aro metálico del llavero en su mano sobre tu cabeza hacía daño, mucho daño. Era una acción repetida. Tú hablabas con algún compañero, pongamos que Alberto, cuando no debías y él te machacaba. Así de simple. Allí no se movía ni Dios.
Había días que llegaba más suave y entonces sólo amagaba sin llegar a pegar. Para muchos era suficiente. Paseaba entre nosotros con su mirada estúpida hasta que algo le hacía entrar en acción. Era rápido, muy rápido y, a pesar de su volumen, era capaz de desplazarse con velocidad y agilidad. Claro es que jugaba con ventaja. Él podía moverse, nosotros no.
Tenía sus seguidores. Estos tipos siempre tienen sus seguidores, que le sonreían las gracias y se sentían así protegidos de alguna manera. Unas veces les servía, otras no, y acababan recibiendo sus golpes de igual modo. Pero más suaves, acompañados de un pescozón casi cómplice. Alberto y yo no éramos de esos, porque desde muy pronto detectamos su sadismo.
Hubo algunas protestas. Fue peor. Se hizo más retorcido aún. Recuerdo como si fuera hoy cómo resonaba mi cabeza con cada golpe, cómo se hundía el aro del llavero en mi cráneo y cómo el dolor producido permanecía durante horas. Se acercaba a ti en perfecto silencio, por tu espalda, y era capaz de situarse en el ángulo ciego de tu mirada de reojo. Sólo a veces te permitía anticipar el golpe la mirada alertadora de algún otro. Tampoco importaba. Siempre era tarde porque, si pretendías escabullirte, te agarraba por el cuello con su mano carnosa para centrar el golpe. No fallaba nunca.
Algunas tardes no pegaba. Venía contento porque había bebido. Eran los días de la pizarra. Un truco simple. Te obligaba a sujetar una tiza con la nariz contra el tablero durante minutos y minutos. Si se caía, el sábado lo pasabas en el colegio. Luego nos llevaban a la iglesia y hablaban de Dios y del amor y de la compasión. Hace mucho que no veo a Alberto. Si algún día volvemos a encontrarnos, no creo que hablemos de nada de esto, aunque estoy convencido de que no lo ha olvidado.
Los hay que dicen que eran otros tiempos y que hay que entenderlo. Es cierto que con los años lo he entendido todo, aquello y muchas cosas más. Pero sigo siendo un soñador que sueña con un mundo sin sádicos. Por eso me alegré de manera extraordinaria el día en que se murió.
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Lo peor que tiene la niñez es que no entiendes casi nada de lo que ocurre a tu alrededor. Mi madre trabajaba en una oficina. Yo vivía con ella. Siempre llegaba cansada a casa. Entonces nos poníamos delante del televisor, y así hasta el momento de acostarnos. Yo tardaba en dormir. Lo sigo haciendo. A veces me levantaba por un vaso de leche a la cocina, cuando mi madre ya estaba durmiendo. Tomaba pastillas que le había recetado el médico con las que caía en un sueño profundo de exactamente seis horas. Luego ya no podía dormir más. Así que madrugaba. A mí no me gusta madrugar, ya desde entonces.
Al levantarse, mi madre se hacía un café en una cafetera italiana. Mientras salía el café, empezaba una cerveza. Las compraba grandes, tan grandes como la botella de leche, y siempre encontrabas cuatro o cinco en la puerta de la nevera. Todos los días compraba botellas para reponer. Mi madre era una mujer muy graciosa y había sido muy guapa. De joven había ganado un concurso de belleza. Tenía las fotos guardadas y las veíamos juntas muchas veces. Aquella chica de las fotos no parecía mi madre pero lo era.
Por las mañana me dejaba en el colegio y se iba al trabajo. De aquélla trabajaba en una oficina de empleo temporal. No nos veíamos hasta la tarde o la noche. Antes de volver a casa, se paraba en algún bar con algún amigo a tomar cervezas. Nunca se enfadaba conmigo, sólo si le hablaba de mi padre, y muchas veces se dormía en el sofá. Entonces yo me preparaba algo para cenar y acababa los deberes. Cuando me iba a dormir no la despertaba.
En vacaciones era diferente. Si había logrado ahorrar algo de dinero, nos íbamos las dos diez o doce días a algún hotel de la costa en el mes de julio, porque agosto yo lo pasaba con mi padre. A mi madre le gustaba mucho la playa, tumbarse, tomar el sol, pasear por los pueblos al caer la tarde. Eran días buenos los días de verano con mi madre. Hablaba con todo el mundo, incluidos todos los camareros que nos encontrábamos en cada bar. Una vez me enfadé mucho con ella en un hotel. Yo no entendía bien lo que estaba pasando pero no me gustaba nada cómo se reía mi madre con el jefe de un restaurante. Me puse muy nerviosa y la obligué a que nos fuéramos. Nos fuimos a la habitación a mediodía y no la dejé volver a salir hasta el día siguiente. Esa vez también ella se enfadó. Aquella tarde quedamos sin playa, sin piscina y sin pueblo pero no salimos. Tampoco estoy segura de que mi madre hubiera podido.
Cuando cumplí los quince se fue y me dejó, y volví a vivir con mi padre. Hablo con ella por teléfono, lo hacemos mucho, casi cada día, aunque nos vemos muy poco. Ha dejado la empresa y no sé bien de qué vive. Mi padre no quiere nunca hablar de ello. Las pocas veces que nos avisa que va a venir a visitarnos, mi padre compra cuatro o cinco botellas de cerveza de las grandes y las mete en la nevera, porque lo primero que hace mi madre después de saludarnos es abrir una. La beben juntos. Ahora ya entiendo lo que no entendía de niña, pero es como si no lo entendiera, porque no me sirve de nada entenderlo. Sólo me gustaría que mi madre supiera cuánto la quiero y cuánto me habría gustado que hubiera sido mi madre, aunque ya es tarde para eso.
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Mi prima Aurora entró a trabajar en un estanco en Mieres. Tenía quince años y decían que no servía para estudiar. A mí me parecía mayor porque se pintaba y se vestía como las mayores. Enseguida echó novio en la misma calle del estanco. Aunque se llamaba Maximino, todo el mundo lo llamaba Maxi. Desde siempre. También parecía mayor porque ya tenía dieciocho. Estaba de aprendiz en la ferretería de don Manuel. A don Manuel nadie lo llamaba Manolo. Entonces no. Ahora, que ya anda jubilado y casi nunca pasa por la ferretería, tampoco.
Aurora y Maxi iban mucho al cine, y a veces me llevaban con ellos porque se lo pedía mi madre. A Aurora no le gustaba cargar conmigo, pero a Maxi nunca le importó. Cuando Aurora quedó preñada, no recuerdo demasiado escándalo en la familia. Algo hubo, pero lo justo. Lo que sí hubo fue mucha prisa para preparar la boda. Se casaron en agosto, una mañana en que llovía un montón. A mí me pusieron un traje que había sido de otro primo. En misa sentía los pantalones empapados pegados a las piernas y no paraba de moverme incómodo, hasta que mi madre me lanzó una de esas miradas suyas, de las que te dejaban quieto.
En aquella boda, con lo de la lluvia, también los hombres entraron a la iglesia porque fuera no había quién parara, así que casi no cabíamos. Sólo mi padre con algún otro se fueron al bar de enfrente mientras el cura los casaba. A mí no me dieron opción, aguanté la misa entera. Me acuerdo bien de la barriga de Aurora, que se marcaba más de lo normal con el vestido que le habían arreglado. Ponía el ramo delante, claro, pero se notaba igual.
Luego, en el convite, bailó y fumó como cualquiera. Beber no, nunca le ha gustado. Como éramos más de doscientos, la fiesta fue gorda. Cuando acabamos, era muy de noche ya. Pero lo mejor del baile fue cuando pusieron lo lento. Bajaron tanto las luces que casi no se veía nada. Entonces me sacó a bailar Enedina, una de las hermanas de Aurora. Yo al principio estaba un poco cortado pero disimulaba, sobre todo cuando, en un cambio de la música, me pasó a Pili, que era una de sus amigas. Pili era hábil, yo no, y me fue acercando a una de las columnas que estaban más lejos de las luces. Fue mi primer beso con lengua. No supe hacerlo bien. Ella puso algo de cara de fastidio pero no dijo nada. Yo sabía que Pili no era para mí. Aunque volvió a besarme.
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Era guapa. Mucho. Eso no podía negarse. En el Instituto todos la tenían por lista aunque sus notas eran según. Decía que, al acabar, se iría a Madrid para estudiar Arquitectura, y que no pensaba volver. No era un mal sueño. Quien más quien menos tenía sueños parecidos, sobre todo el de no volver. La provincia te va haciendo gris y, poco a poco, las ambiciones se van acercando a la conformidad, hasta que ésta lo gobierna ya todo.
Pero Gloria no. Gloria se fue y montó una fiesta para despedirse de quienes todavía no sabíamos si nos íbamos o nos quedábamos. Enseñó fotos de la Politécnica y también del Colegio Mayor en el que pensaba alojarse durante el primer curso. El segundo ya se vería, buscaría un piso para compartir. Recuerdo su carpeta de clase con grandes letras que había recortado y pegado con el lema «la vida es para disfrutarla».
Debió hacerlo. Disfrutar. Al menos los primeros meses, porque en febrero ya estaba embarazada y la hicieron volver, le cerraron el grifo. De abortar, nada. El padre lo tenía claro. Y la madre también. Católicos de misa de domingo. Los niños son una bendición de Dios. Este también. Nacerá aquí, en Obanza, y la familia lo sacará adelante. Gloria, la primera. Empezó a dar clases particulares a niños pequeños, de Matemáticas. Sabía, era buena.
No, nada de casarse con el padre. Eso resultaba absurdo, ni se planteaba. Además era de Sevilla y seguía en Madrid, en cuarto de Económicas, a un año de terminar. Bueno, más adelante, quién sabe. La vida da vueltas. Pero por ahora ni nombrarlo. Gloria tampoco tenía interés. De él no sabíamos ni el nombre. Nunca nos lo dijo. Claro, tuvo consecuencias. A Susana, la pequeña, se le cerró la puerta de Veterinaria en León. Con Borja ni se planteó. No, no fue por ser chico, sólo que quería estudiar Derecho en Oviedo. No tenía ninguna intención de irse de Asturias. Estaba bien aquí.
Gloria, unos años después, montó una academia. Las cosas no le van mal. Hablamos a veces, cuando vengo de vacaciones. Yo sí vivo en Madrid. Y por la pinta, para bastante. Tengo un buen trabajo. Estoy en bolsa. Gano mucho. Es un poco aburrido todo pero ya me he comprado una casa. Por la Alameda de Osuna. Un adosado que dejaban unos vascos que se volvían a Vitoria. Gente de bancos.
Le he comentado a Gloria que algún fin de semana puede dejar al niño con los abuelos y venir a visitarme. No ha dicho que no. También la he invitado a cenar este viernes, aquí en Obanza, en un japonés que acaba de abrir. Me ha contestado que le hace ilusión, que hablaremos, que quiere saber más cosas de mi vida. Y de Madrid. Le he sugerido que Madrid no importa, que nos haremos unas risas y que yo sí quiero saber cosas de ella. De su vida no. De ella.
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Hubo una época en que mi hermano mayor quiso ser farero. Luego se le pasó. Ahora ha abierto una clínica. Hubiera querido hacerlo cuando todavía tenía ganas, pero no encontraba ningún banco que le diera el suficiente crédito. Cosas de esas de avales. Por eso tuvo que esperar a la herencia. Su suegro murió hace un año y él se llevó un buen pellizco, como una lotería. Así que Ana, su mujer, le dijo por fin puedes conseguir lo que siempre deseaste, y se empeñó mucho en que abriera la clínica.
Mi otra hermana y yo sabemos que es tarde, que se le habían pasado ya las ganas. Lo hemos hablado más de una vez y hasta estuvimos dudando de si comentarlo o no con Ana y con su madre. Luego no nos atrevimos o de alguna manera se nos quitaron las ganas a nosotros. Mi padre también tuvo una clínica, pero de podología, que acabó desbaratando porque ninguno de los hijos quisimos saber nada con el asunto.
Cuando se jubiló, decidió dedicarse por fin a la pintura, que había sido siempre su pasión más o menos arrinconada. No era un buen pintor, no tenía talento. Él lo sabía pero llegó a montar unas cuantas exposiciones y hasta algunos de sus amigos le compraron cuadros. El resto los regalaba. Muy típico. Cualquiera puede imaginar que tengamos nuestras casas llenas de cuadros de nuestro padre, pero no sería cierto. Nunca los llegamos a colgar, ni cuando estaba vivo. Andan por el trastero, eso también es fácilmente imaginable.
Mi hijo ya me ha advertido que el día que yo falte se va todo a la basura, incluidas mis cintas de vídeo y una colección de novelas policiacas, que mi mujer no quiso llevarse cuando se fue. Eran suyas. Tampoco quiso llevarse una vajilla de la Cartuja, que es la que usamos ahora, y una bicicleta estática que utilizó mucho antes de decidirse a usar una de verdad. Ni el Libro de familia.
Mi hermano se pasa en la clínica el día entero, de lunes a sábado. La ha puesto en un buen barrio y tiene bastantes pacientes. No sé si más de la cuenta. Ana está encantada y todas las tardes pasa a recogerle antes de cerrar, de la que vuelve del gimnasio. Así se van juntos para casa. A veces también me paso yo y tomamos algo juntos. El otro día, en el bar que está a unos cincuenta metros de la clínica, coincidí con Sonia. Hacía años que no nos veíamos. Sigue estando muy guapa.
En la época en que mi hermano quiso ser farero, compró un libro de señales marítimas, de segunda mano, que habían editado en Cartagena y que no sé cómo terminó en mi casa. Algunas noches, cuando estoy aburrido, me dedico a hojearlo. Me gustan las banderas, aunque habla también de boyas, de postes, de torres y cosas así. Lo bueno de las banderas es que te montas tus películas, yo por lo menos, como supongo que hacía mi hermano.
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Era joven y regordeta y te miraba con cierto aire de superioridad. Todos pensamos que vendría de un colegio pijo y que alguno de los jefes (un padre, un novio) la había enchufado en la oficina. Pero la verdad es que era voluntariosa y la tía se lo curraba bien. Desde el primer día. Aunque nunca bajaba con nosotros a comer. Se quedaba arriba, con un táper que llevaba muy de diseño, y luego salía a la calle a fumar un cigarrillo, el único en toda la jornada. La veíamos cuando pasaba delante del bar en que comíamos, nos saludaba sonriente a través de los cristales y volvía a la oficina.
Tal vez era tímida, tal vez no quería hacer amigos, o tenía suficientes en un mundo muy distinto al nuestro. A mí me resultaba muy atractiva, en especial los días en que venía con un traje negro de falda ajustada. No era un bellezón, pero resultaba espectacular. Es la juventud, decían algunas, a veces con envidia que tampoco disimulaban. Enseguida nos enteramos de que era una becaria por seis meses, y que después desaparecería, posiblemente regresando a su mundo. Nosotras seguiríamos allí, o no, tal como están las cosas quién sabe.
Así que pasaron los meses y cuando dejó la oficina, al despedirse, nos trajo a cada uno un regalo porque la habíamos apoyado mucho, sobre todo al principio, de muy novata. A mí me regaló una cartera muy chula, de piel, fina, de esas para tarjetas y billetes. Buen detalle. No nos atrevimos a montarle una despedida porque fue todo muy repentino, de un día para otro. De modo que no supimos más que lo que ya sabíamos, sólo su nombre, Rebeca. Creo que se apellidaba Méndez.
A lo largo de toda tu vida en la oficina aparece gente así, son como aves de paso que sobrevuelan un poco el ambiente y se van. Tampoco llegas a saber del todo por qué se van, pero es un hecho, se van y ya no vuelven. Como el mundo es un pañuelo, nos encontramos una noche de invierno por la plaza Santa Ana, con unas amigas, nos saludamos (se acordaba de mí) y me contó que ahora estaba de responsable de administración en una empresa cerca de Barajas. Le iba bien. Los pocos minutos que compartimos me volvió a parecer muy atractiva, no guapa dentro de los cánones, sino con algo especial. Por supuesto, no le dije nada. Nos besamos y adiós.
No supe más de ella hasta que ayer la vi por la tele, en los informativos. La estaban entrevistando y tenía un aspecto decaído, con la cara muy demacrada. No había ningún misterio. Su exmarido se había llevado a su hija a Marruecos aprovechando su turno de visitas y no la había traído de vuelta. Le estaban dando cierto revuelo mediático para ejercer presión ante el juez. Bien. Pasa a menudo. Se resuelve pocas veces.
Fue entonces cuando pensé por qué a unas les toca la china y a otras no. Rebeca parecía ser de las que les había tocado el gordo del sorteo, la papeleta del primer premio, esa que nadie quiere aunque lleve consigo unos minutos de gloria en televisión y todo eso. Hoy lo conté en la oficina. Todos se escandalizaron y propusieron que la teníamos que localizar, para darle nuestro apoyo, en redes y cosas así. Luego, bajamos a comer al bar. Estuvimos atentos al telediario, pero Rebeca ya no salía en él.
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Fue peor cuando decidió dejarlo todo y volver a estudiar, y de paso volver a casa de sus padres. Entonces sí que ya no hicieron ni siquiera el esfuerzo por entenderle. Está loco, tu hermano está loco. Puede que lo haya estado siempre y que nosotros no nos diéramos cuenta. Mi único consuelo, decía la madre, es que los abuelos ya han fallecido y no tendrán que pasar por esto. Han muerto en la inocencia mientras que yo tendré que dar la cara y aguantar el tipo y confesar que quiere volver a ser estudiante.
Me lo contaba Mónica el otro día. Su hermano ha dejado la banda de la que llevaba viviendo desde hace más de veinte años porque quiere estudiar lo que no estudió. Bien, normal si no fuera que tiene cincuenta. Cincuenta tacos y una mujer y dos hijos que hace tiempo se han independizado de él. Que tiene unos ahorros, que con eso irá tirando hasta que acabe la carrera y se ponga a trabajar, que de ningún modo quiere ser una carga para la familia, que no lo será.
Su hermano se llama Cosme y Damián. No es una broma. Su madre quería que se llamara Dimas (como el abuelo) pero, cuando fueron al registro, su padre, que nunca había dicho nada al respecto, soltó de pronto que tenía que llamarse Cosme. La madre, en broma, añadió y Damián. No se dieron cuenta hasta llegar a casa con el Libro de Familia que el funcionario lo había anotado tal cual. Tampoco se lo contaron hasta que fue mayor y sacó su primer DNI. En el colegio lo llamaban Cosme sin más.
Bueno, en el colegio casi todos lo llamaban Cosmín porque, por esas jugadas que acostumbra tener el destino, en su misma clase había otro Cosme, mucho mayor de tamaño que él. Así que para la posteridad a ojos de sus compañeros serían siempre Cosmín y Cosmón. Cosme —Cosmín— dejó de estudiar a los catorce y se puso a trabajar de pinche en una tienda de ultramarinos. No le pagaban gran cosa pero le daban de comer —y de beber— y en los ratos libres le dejaban tocar la trompeta en la trastienda. Por eso acabó ganándose la vida como músico.
No eran muy allá y hacían sobre todo bodas —de las buenas, eso sí— y algún entierro. También los llamaban de los pueblos de alrededor para los desfiles de Semana Santa y para las cabalgatas de Reyes. Cuando volvieron los Carnavales, empezaron a tener mucho más trabajo y pudieron permitirse alquilar un microbús que los iba llevando de un sitio a otro. Un año (parece que siempre lo cuentan con orgullo) desfilaron en el Día de América en Oviedo.
A mí no me parece mala idea lo de volver a estudiar. Una vez leí que en Estados Unidos es bastante frecuente que alguien se jubile con cincuenta años y vuelva a la Universidad. Será algo así como tener una segunda vida. ¿Por qué no? Claro, son cosas que pasan en Estados Unidos porque yo con suerte podré jubilarme a los sesenta y cinco o a los sesenta y seis, de modo que todo apunta (si llego) a que no me veo empezando una segunda vida a esa edad.
Aunque si lo piensas bien, con la de prejubilados que hay aquí en Asturias de cuarenta y pico o cincuenta, muchos de ellos podrían volver a estudiar y empezar otra vida. Seguro que los hay, lo que pasa es que yo no he conocido a ninguno. Sí, desde luego, cierta envidia sí que me dan cuando los veo pasar con la bici a las once en el momento en que voy a tomarme el pincho de media mañana.
Claro, le pregunté a Mónica qué era lo que quería estudiar Cosme. Me contestó que Teología. Quedé callado y no dije ni mu pero, por supuesto, pensé que hay caminos inescrutables.
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Esto es como comer pipas, te pones y ya no paras. Gonzalo es cestero, su padre fue cestero y su abuelo también, de modo que es como comer pipas en familia. Eso dice él. Me lo encuentro en el bar de Puri, a primera hora de la tarde, cuando vamos a tomar un café antes de volver al trabajo. A los dos nos gusta Puri. Gonzalo no se ha casado nunca. Dice que tuvo una novia en serio, una relación de la que todo el mundo pensaba que terminaría en boda, pero que ella se había largado al final con otro de la Cuenca porque tenía un Audi y él no tenía más que un 127.
No suena a queja cuando lo cuenta. Simplemente es un hecho. Gonzalo oye mucho la radio porque lo mejor de su trabajo es eso, que puede usar la cabeza para otras cosas mientras trenza el mimbre. Yo, sin embargo, necesito silencio absoluto mientras hago las cuentas. Es lo que tiene esto de la contabilidad. Necesito mucha concentración. Toda la que puedo. Porque al mínimo despiste lo desbarato todo y me paso después horas y horas buscando el origen del error.
Puri puso el bar con su marido, pero su marido murió con cuarenta y nueve de silicosis. Además, los cuatro últimos años se los pasó casi enteros en el hospital y en casa enchufado al oxígeno. Mala muerte. En cuanto quedó viuda quiso traspasar el bar. Por suerte para nosotros, se arrepintió antes de cerrar un trato que parece que ya estaba hecho del todo. Así que sigue siendo nuestro bar, con Puri y sin el marido. A mí me gustaba de antes, ya de casada. Sin embargo, tengo la impresión de que a Gonzalo empezó a atraerle cuando se quedó viuda. Eso del morbo.
No es que nos haga mucho caso, pero un poco sí que juega. Ya sabes, coqueteos, risitas, alguna mirada. No. Nada más. Nunca. Con Gonzalo tampoco. Me hubiera dado cuenta o me lo habría dicho él. Seguro. La verdad es que, cuando coincidimos en el bar, nos cortamos un poco el uno con el otro. Está claro que no queremos competir. No somos de ese estilo. De hecho, a mí me dan asco los tíos de ese estilo. Mucho. De manera que nos quedamos los dos un poco como colegas, con ganas de que ella dé algún paso. Pero no lo da.
Hace dos meses casi la liamos con un tío que le entró, pero fue listo y salió por pies. Luego Puri, así de frente, a la cara, nos dijo os veo yo un poco celosos hoy. Hicimos unas risas pero a mí me dio vergüenza. Te lo juro, como si fuera un adolescente. Menos mal que nunca fui de ponerme colorado, que si no creo que me hubiera puesto. Vaya ridículo. Hay momentos en que me cansa todo esto y me digo a mí mismo que no voy a volver al bar. Pero vuelvo. Cada tarde.
Gonzalo dice que algún día dejará de hacer cestos, que como siempre ha vivido solo y ha sido desde niño muy ahorrativo, tiene un pequeño capital que le daría de sobra para vivir. Lo dice en alto, sin gritar pero en alto. Estoy seguro de que lo hace para que le oiga Puri, a ver si se anima a pillarlo como socio. Para el bar. Por lo menos como socio. Sería un comienzo. Y si es verdad que el roce hace el cariño, pues ya ves.
Yo ahí no tengo dónde competir. Al contrario que Gonzalo, siempre lo he fundido todo, ni ahorros ni nada. Vivo al día, eso sí, vivo muy bien. Y se me nota. Me gusta ser un poco sibarita. Esa puede ser mi única estrategia, convencer a Puri de que le venda el bar a Gonzalo y ella y yo nos vayamos a ver mundo, y a disfrutar lo que nos queda, porque Puri dice que nunca ha salido de España y que lo que más le gustaría sería viajar y viajar. Igual me animo un día y se lo suelto. A ver qué pasa. No sé.
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Un día se le acabaron las historias. Lo contaba así, de cualquier manera, casi como si empezara a despreciarse a sí mismo, y por eso abandonó su trabajo de comercial. Yo sin historias no soy capaz de vender, lo que ocurrió fue que ya no creía en lo que hacía y toda mi vida comenzó a torcerse. Eso me cuenta una vez y otra las tardes en que paso por la portería que regenta en la calle Vallehermoso. No, no es por nostalgia, me dice si le insisto en que le vendría bien olvidarse de su vida anterior, que ahora tiene una vida más desahogada, sin ninguna ansiedad por conseguir los objetivos que otros te han señalado.
Es entonces cuando me insiste en que no me preocupe, que es sólo que le gusta hablar del tema conmigo porque yo le entiendo, sé de lo que habla y, aunque no haya compartido las mismas experiencias, puedo sentirme cercano puesto que él se siente cercano a mí. Yo fui como tú, me dice, pero además tenía las historias que les endosaba a los clientes a las primeras de cambio, vinieran o no vinieran a cuento.
Algunos días les hablaba de mi infancia, de la aldea en la que viví hasta los ocho o nueve años, les sorprendía con historias de campesinos que me inventaba porque, si te digo la verdad, tengo muy pocos recuerdos de la niñez. No era observador y para colmo era muy inocente, así que flotaba como en una nube y me enteraba de muy pocas cosas. O lo olvidé o lo quise olvidar, sea lo que sea los cuentos de aldea me funcionaban, creaban conexiones con los clientes y por eso acababa por encajarles a plazos cualquiera de las enciclopedias que vendía.
Otros días les contaba mis viajes, abría alguno de aquellos tomazos por un mapa de cualquier país y les hablaba de mis experiencias ficticias en los años en que supuestamente había vivido en aquellas tierras. Los enganchaba siempre y terminaban con el convencimiento de que poseer el libro les acercaba a ellos también al viaje que casi con seguridad no emprenderían en toda su vida. Yo sabía despertarles la ilusión. Por eso compraban.
Recuerdo muy bien el día en que quedé sin historias. Plenamente consciente de que aquellos libros carísimos de un curso de inglés eran una mierda, mi relato sobre mis muchos viajes me estalló de pronto, como un globo, y quedé mudo delante de un cliente que ya estaba a punto de firmar la compra. Me levanté y me fui. No cerré la venta. No era capaz. Aquella misma noche llamé a mi jefe y lo dejé todo. Tampoco pusieron pegas. Como yo había cientos, sin historias, pero cientos capaces de encajar sin escrúpulos aquel curso tan deficiente.
Lo de la portería fue sólo una casualidad. Y no, no me quejo, tienes razón, es una vida mucho más tranquila y no echo de menos nada de lo que tenía entonces. Luego ya sabes, lo viviste de cerca, que Elisa se fue con aquel patán sevillano y se llevó a Carolina con ella. Ahora, cuando la veo durante las vacaciones, la niña tiene acento andaluz y me trae grabadas en la tablet canciones de por allá abajo. Mejor, conmigo no viviría igual de bien, yo no la haría feliz y lo único que quiero es que mi hija sea feliz.
Sé que tú sientes lo mismo, aunque la tuya esté aún más lejos y lleves años sin verla más que por Skype. Por eso te cuento estas cosas a ti, porque eres del gremio, tío, y vomitamos juntos cuando oímos la palabra amor. El otro. El de sus madres.
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Cuando una clienta toqueteaba más de lo debido las piezas de fruta, e incluso era capaz de hundir una de sus uñas para comprobar la madurez del producto, Ángel le arrojaba una manzana, una patata, un tomate, lo que tuviera a mano. Tiraba a dar. Y si hacía daño, mejor. Ellas le contestaban cosas como «Ángel, qué bruto es usted cuando se pone», o «desde luego, prefiero que me atienda su mujer que no se comporta así». Algunas se enfadaban y amenazaban con no volver, pero volvían.
Eran los tiempos del fiado y de la libreta en que iba anotando las pequeñas o no pequeñas deudas que aquellas mujeres contraían con su tienda de ultramarinos. Las había desconfiadas con los precios, otras lo eran con la precisión de la báscula, pero ninguna se quejaba de la calidad porque yo sólo vendía buenos productos, me dice Ángel las tardes en que no tenemos partida y le saco el tema. Buen hombre. Y a mí me cuenta cosas. A otros no.
Su expresión favorita es que los hombres deben tener chapeta. Y si no la tienen, no son hombres. Así que categoriza a sus conocidos en los que tienen y no tienen chapeta, sin matices, o sí o no, sin puntos intermedios. El que no tiene chapeta no la tiene y ya está. Eso no se consigue ni en una tienda ni en una escuela, se trae de casa, de nacimiento. En su tienda vio mucho y aprendió a callar mucho, de modo que no suele largar demasiado sobre el tema. Se cansa pronto. El pasado cansa.
La idea no fue suya. Fue de su mujer cuando se casaron, muy jóvenes, y le convenció para que tuvieran un negocio propio. A ella le gustaba la tienda, el trato con los clientes y todas esas cosas. A él no le gustó nunca pero se hizo a ello. Estudios primarios, años cincuenta, o eso y arriesgar o vida muy pobre. Y pobres no querían ser. Nadie quiere serlo. Es evidente el porqué, de modo que no merece la pena pararse a explicarlo. Lo sabe todo el mundo. Por eso ellos quisieron hacer dinero y algo hicieron, sin excesos, pero tuvieron una buena vida. De las de entonces, claro.
Me ha contado un montón de veces una historia que le sorprendió y le enseñó mucho sobre la gente, quizás más de lo que quería saber. Él no lo formula así pero se le entiende. Entre su clientela figuraba la familia numerosísima de uno de los hombres más conocidos de Obanza que, por el volumen de sus pedidos, debía cantidades importantes que nunca terminaba de pagar. Ángel les dio un ultimátum al llevarles uno de sus pedidos. O pagaban o se buscaban otra tienda.
Aquella misma tarde, casi a la hora de cerrar, se presentó el cabeza de familia, que comenzó preguntándole: «¿Usted sabe quién soy yo?», y concluyó con aplomo: «Soy un caballero español, tiene usted mi palabra de que cobrará». Ángel se ríe mucho cuando lo cuenta porque el resultado de todo aquel número fue que no volvieron por sus ultramarinos y, por supuesto, no pagaron la deuda.
Como siempre fue un cachondo, te mira con esos ojos brillantes que tiene y te dice mientras sonríe sin ninguna amargura: yo moriré siendo Ángel el de la tienda y ellos morirán siendo unos caballeros. Acúerdate, al funeral de éste asistió el alcalde y todos los importantes. Entonces te enseña la libreta, lo único que conservó del negocio al jubilarse. Allí están detalladas todas las facturas sin cobrar, con fecha y nombre. Le sirve de recordatorio de la cantidad de caballeros que había por entonces, y de la gran distancia que les separaba de un tendero como él. En duros y en pesetas.
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Llevaban ya unos meses de vecinos cuando los encontré por primera vez en el portal. Pensé entonces que eran como me habían contado, corteses, silenciosos, de los que se mantienen a distancia. De aquella no tenían perro y salían poco de casa, o eso me decía Maxi, el conserje. Sí, mi edad más o menos. Un piso alquilado, que conservaba los muebles de los difuntos. No sé si sabían, si alguien les había puesto al corriente, aunque supongo que no.
Luego supe que habían tenido una casa en Obanza y la habían vendido porque les empezaba a quedar grande, ya sabes, los hijos que crecen y se acaban yendo. Poco a poco. Cuando se les fue el último, se vinieron aquí, junto a la playa. Un sitio húmedo pero con horizonte.
Él era quien bajaba por las mañanas a hacer la compra en el supermercado. Parece que ella casi no salía entonces. Tal vez alguna enfermedad, o alguna especie de desamparo que desconocíamos. Ninguno de los dos estaba impedido ni presentaba peor aspecto que cualquiera de nosotros. Yo pensaba en don Antonio, y en su mujer, antes de la desgracia, cómo cada día paseaban por el parque y se tomaban el vermú en lo de Goyo.
Cuando el accidente de la hija ya no, se plegaron como se pliega una bandera ajada, se rindieron y no volvieron a aparecer por la calle hasta que los sacó la funeraria, después de lo del gas. El piso quedó precintado durante casi un año. Maxi recuerda el día en que vinieron los de la Caja para ponerlo otra vez en condiciones. Ninguno sabía nada de la historia porque eran de Oviedo, y allí las noticias de aquí no llegan. Y si llegan, nadie las lee.
Tuvo que pasar otro año para que algún interesado se acercara a verlo, y otro más hasta que llegaron. Ya dije que llevaban meses de vecinos cuando los crucé por primera vez. Desde luego, no fue la última desde que trajeron al perro. Entonces sí que nos veíamos casi a diario porque coincidían en la hora en que yo sacaba al mío. Como todo el mundo. Sólo los dueños de perros conservamos esa vieja costumbre de pararnos por la calle y hablar, aunque sea de los mismos perros. Los demás, y nosotros mismos cuando los dejamos en casa, nos cruzamos como mucho un saludo más o menos lejano. O ni eso. Ni nos miramos. Será que no nos queremos ver.
Maxi fue el primero en ser interrogado por la policía. Luego, a todos nos preguntaron algo. Pero sabíamos poco, o nada, así que no servimos de mucho. Te lo cuento ahora para que no creas que fue por dejadez o porque pasáramos del asunto. Fue sólo que sabíamos muy poco, o nada. Sí, los primeros sorprendidos. Como ocurre siempre. Fue la policía quien reconstruyó la historia. El hombre debió morir en la cama, igual ni se enteró. La mujer estaba en la cocina, justo donde la caldera.
No se sabe, sí, pudo ser un accidente. O no. Todos nos cansamos algún día, y si te pilla mal, sabe Dios. Nunca mejor dicho. Porque ellos ya no están para contarlo. Tuve un amigo, Pedro, que trabajó en una funeraria. Luego se fue de profesor a Valencia. Siempre contaba que había muchos casos de estos que ni nos enterábamos. Seguirá habiendo, es normal. Naturaleza pura. O humanidad pura, como quieras llamarlo.
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Hubo tiempos mejores, faltaría más. Por eso a veces dejo que me arrastre la nostalgia. No dura mucho, sólo lo suficiente para que la noche se me venga abajo y no sepa muy bien cómo resolverla. Entonces me tomo una pastilla y, magia, me envuelve la placidez. Sé que a ti te parece un remedio falso, pero yo lo veo como un buen truco, ale hop, una red saludable para el salto mortal. Ya veremos el día en que me jubilen y no tenga un despertador que me haga amanecer. Falta mucho.
Lo de pasar la mañana sonriendo es otra cosa. Llegan a la oficina y yo sonrío, porque tengo poco que contar. Les doy algunos folletos y, según la ocasión, explico algo, un camino, el modo de llegar a alguna parte, cosas así, si es que me las sé. Lo que no siempre ocurre. Nunca oculto mi ignorancia y prefiero decirles que pregunten más allá, cuando lleguen al pueblo, que desde allí les pueden orientar mejor. Algunos pensarán que soy un inútil aunque no lo digan. Algo de eso hay.
Claro que prefiero estar en la oficina de atención al público que haciendo papeles dentro. Eso ya sé lo que es y no me gustaría tener que volver a hacerlo. Pero no hay peligro porque todos estos jóvenes que entraron en los últimos años quieren organizarlo todo a su manera, de modo que para ellos soy casi un estorbo. Me parece bien. Hace tiempo yo era igual. Por eso lo entiendo. Así estoy a mi bola sin cruzarme con los demás más que a la hora del café.
No me tratan mal. Empiezo a ser como el abuelo Cebolleta cuando me preguntan cosas de antes y les respondo, aunque me escuchan porque son gente educada. Luego hacen lo que quieren, que no suele coincidir con lo que yo pude haber propuesto, pero ya digo que está bien, así es como tienen que ser las cosas. Cada uno tiene su momento y después, cuando pasa, va poco a poco quedando al margen, por puro empuje de los que vienen detrás. Sin ninguna intención. Es ley de vida.
Otra cosa distinta es cuando pienso en ti, y te hablo, aunque estés tan lejos y nunca me vayas a responder. Sé dónde vives ahora y veo en alguna ocasión fotos tuyas, si alguien las sube a Facebook. Me quedo mirando, pueden ser muchos minutos, pero no es en esos momentos cuando aparece la nostalgia, porque esa ya no eres tú, aunque lo sigas siendo. Esa es otra persona que no conozco, con quien no tendría de qué hablar.
Y con la que podría hablar ya no existe. Supongo que tampoco existo yo. Todos pensamos que no cambiamos nada con el tiempo, que por dentro somos los mismos, pero no es verdad. Sé que de entonces no queda nada y no hay máquina que pudiera rebobinar y llevarnos de vuelta a la última tarde en que dije adiós. De hecho, recuerdo muchas cosas, pero no recuerdo siquiera lo último que hablamos. Pudo ser cualquier tontería, como tengo el coche mal aparcado, o peor, ya te llamaré para ver cómo estás.
Tal vez así entiendas por qué es buena la pastilla, parece un borrador. No lo es, pero lo parece. O sí lo es por unas horas. Y luego el tiempo hace lo demás. Difumina. Ese es su trabajo. Y lo hace bien. De manera que los contornos se van diluyendo y ya no quedan perfiles. Quedan los recuerdos falsos, esos que me permiten añorarte cuando los dos sabemos que es falsa esa añoranza, que no es tal, que es sólo un reflejo de lo que nunca fuimos. Porque lo que fuimos no tiene añoranza. Si hubiera que ponerle nombre, tiene amargura. Como esas nueces de aquí, del país, que acaban siempre haciéndome heridas en la lengua y en el paladar. Por eso procuro no comerlas.
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La otra tarde Gela encontró un agujero de polilla en un mueble. Me lo comentó preocupada y le pregunté si estaba segura de que se trataba de polilla y no de la simple marca de un clavo antiguo. No hay clavos antiguos, respondió, son muebles viejos. Muchos. Yo tuve un tío abuelo ebanista. Se llamaba Higinio y, por esas cosas de los viudos con hijos que vuelven a casarse, le llevaba a mi abuelo cuarenta años. Así que tuve un tío abuelo, al que no conocí, en el siglo XIX.
Hemos estado buscando más agujeros de polilla pero no los hemos encontrado. Como ocurre siempre, el asunto se nos olvidará hasta que veamos otro. Y luego, se nos volverá a olvidar. Ya casi no quedan ebanistas. Supongo que habrá algún ciclo formativo más allá de los de carpintería, pero no tengo claro qué salidas profesionales tendrá. Ahora transportamos, desenvolvemos y ensamblamos muebles de madera que no huelen ni a madera ni a muebles. Aunque, como casi no tengo olfato, igual soy yo y no los muebles.
Mi bisabuelo diseñó y construyó una máquina de vapor para las minas. Para sustituir a las mulas con las vagonetas. Ganó un reloj de oro que le entregó Isabel II en la Exposición Internacional. Ahora ya no quedan minas. Mi padre guarda el reloj que heredó del suyo. Ahora los mineros bajan al sur en invierno y en agosto llenan la playa aquí, en el norte. Y la Feria. Y los bares. Tengo una foto de mi bisabuelo posando con la máquina. Alguien, dicen que mi tío, le pinchó los ojos con un alfiler. Parece que solía hacerlo. En las fotos.
Los agujeros de polilla van abriendo galerías que atraviesan el tiempo. En los de ahora no. Esos morirán jóvenes, tan brillantes como el primer día que entraron en casa. No tendrán vejez. Cuando murió mi tío, que era el hermano pequeño de mi padre, mi padre comentó, más allá del dolor, que por lo menos se había ahorrado la vejez. Mi padre siempre ha sido un hombre muy ordenado. Por eso piensa que la muerte no llegó en el orden debido. Ha ocurrido más veces en mi familia. Debe ser que no nos gusta seguir el orden de las listas. Saltamos puestos.
Mi bisabuelo tuvo cuatro hijos con la primera mujer. Y otros cuatro con la segunda, mi abuelo y sus tres hermanas. Las tres quedaron solteras y vivían juntas. Así las recuerdo. Ellas sí murieron por orden, de la mayor a la menor. Cuando iba a su casa, tocaba el piano en el que había aprendido mi padre. Me querían mucho. Yo a ellas también. Tenían una bañera que me parecía gigante, en un baño al que llegabas bajando unas escaleras. Quedaba a la altura del patio de luces. Eso es lo que recuerdo, el piano y la bañera.
Hace años vi cómo se inyectaba un líquido en los agujeros de polilla. No sé qué líquido es, pero supongo que cierra las galerías excavadas, algo parecido a matar su historia. He pensado alguna vez cómo se sentirá la polilla que regresa de un largo viaje y encuentra la puerta de su casa sellada, de modo que, en el caso de que pudiera reabrir el agujero, llegaría a ver a su familia muerta, en el fondo. El reloj de mi bisabuelo lo heredan los hijos. Por eso lo heredó mi abuelo. Por eso lo tiene mi padre. Yo no tengo hijos varones. El piano y la bañera se habrán tirado cuando fallecieron mis tías. O tal vez siguieron en la casa. Nunca podré contarlo, porque no regresé.
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Recuerdo sobre todo la manera que tenía de mirar de soslayo cuando cruzaba Marta. Se ponía tan nervioso que le temblaba la mano con la que llevaba la bandeja. El padre de Marta tenía un supermercado a unos metros de nosotros, en la misma acera, y la enviaba a menudo con los pedidos de los clientes. Paquín era un buen tío, que se ponía nervioso por muy pocas cosas. Nunca, en los años que trabajamos juntos, le oí discutir con ningún parroquiano. Y eso tiene su mérito.
Marta había tenido un novio formal que venía de Gijón a verla todas las tardes de los jueves. La recogía en donde el padre y se sentaban en la terraza del café, en los soportales. Pero eso fue antes de que nosotros trabajáramos aquí. Cuentan que el asunto al final no cuajó, y que el novio un día dejó de venir, y hasta hoy. Por la época de la que hablo andaba bastante sola, porque todas las amigas se habían casado ya y pasaban el tiempo en el parque con los rapacinos. De noche no salían, el cine había cerrado y los bares de copas empezaban a ser para otra edad.
Todo el mundo pensaba que Marta se quedaría con el negocio del padre. Un buen negocio, asentado, esas cosas. No imaginaban que ella tenía otros planes. Así que se fue casi sin despedirse. De nosotros, desde luego que no. Como no soy demasiado curioso, tampoco quise saber nunca por boca del padre qué había ocurrido. Unos decían que se había ido a Madrid, otros que a México, y algunas de sus mejores amigas afirmaban que era todo más sencillo, que simplemente había decidido ejercer de maestra en un colegio privado de Toledo, porque Marta había estudiado Magisterio, y en el tal colegio estaba de directora una antigua compañera suya.
La primera vez que volvió por aquí pasó por el bar y estuvimos hablando de cotilleos y novedades de Obanza, pero no me atreví a preguntarle por nada de su vida. No soy de los que se meten en la vida de los demás, si los demás no te la quieren contar. Ya sé que preguntar por el trabajo de alguien no es una indiscreción, pero yo me corto con eso. De todos modos, lo importante es que Paquín ya no estaba, ya se había ido para Francia.
Fue también de repente. Le dio como un aire y empezó a mirar ofertas de trabajo en hoteles del norte, Dinard, Saint-Malo, esos sitios. No paró hasta que encontró un buen contrato. Hizo las maletas, cogió el coche y se fue diciéndome: no te preocupes que te llamaré cada poco para tenerte informado. Y lo hace. Ahora con Internet, más. Prácticamente a diario nos guasapeamos y me manda fotos. Es lo que más hace, mandarme fotos. Le ha dado por hacer fotos de todo lo que se le pone por delante y enviarlas. No sólo a mí, al resto de amigos también.
Chulas las playas. Son parecidas a las nuestras pero como más salvajes. Lo que no tenemos aquí son las casonas y los palacetes que hay allí en la misma orilla. Todo muy guapo. Paquín trabaja en un château de turismo rural de lujo. Élite, pocas habitaciones, a todo trapo, ya se sabe. Es jefe de sala y gana un pastón. Así que no va a volver ni loco. De vez en cuando me anima a irme a trabajar con él, pero yo soy de aquí y me conozco, no encajaría. Al principio bien, pero en pocos años tendría tal nostalgia que no iba a ser feliz, y para mí es importante ser feliz. Nunca me ha preguntado por Marta.
Marta vino algunos años más, supongo que de vacaciones, hasta que falleció su padre y vendió el negocio. Ahora hace tiempo que no sé nada de ella, ni yo ni nadie. A lo mejor no vuelve nunca. Sería lo natural.
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Mi tía Carmen perdió el novio cuando la guerra. No hay nada mejor que el olvido pero yo no puedo olvidar, dejó escrito en una especie de diario que descubrimos tras su muerte. Lo guardaba en una de las gavetas del escritorio que conservaba desde sus años de estudiante, el mismo que mis hermanas decidieron que debía heredar yo, junto con una gran parte de sus libros. Porque yo aprendí a leer con la tía Carmen.
El resto de mi familia leía poco. Los libros eran caros y mi madre en la fábrica de conservas ganaba lo justo, o lo injusto, pero eso ya no tiene importancia ahora. La tuvo. No puedo quejarme, teníamos más que la mayoría, porque la mayoría, en el barrio, soñaba con trabajar en la conservera para dejar de limpiar portales. Cuando mi padre no volvió del mar, el cura hizo una colecta y con eso tiramos unos meses, hasta que mi tía Carmen logró que a mi madre la pusieran de fija discontinua. Fue una suerte.
Mis hermanas y yo dejamos pronto la escuela. A ellas las pusieron de aprendizas con una modista y a mí me mandaron al taller de un pariente de mi padre. Por eso soy mecánico. Mi tía Carmen no podía trabajar porque estaba impedida de una pierna. Cobraba una pensión que le daba para vivir. Y comprar libros. No tenía otros gastos, vivir y comprar libros. Decían que había sido el novio, que iba para escritor y escribía en los periódicos, quien le había metido el vicio de los libros.
Ella nunca nos dijo nada de eso. Nunca contaba nada de su vida de antes de la guerra. Los demás sí pero ella no. De la guerra se hablaba en todas partes. Siempre. A veces parecía el único tema. Aprendí a leer con la tía Carmen porque se dio cuenta de que me quedaba pegado a cada papel que veía impreso, ya fuera el papel de los ultramarinos o el prospecto de los medicamentos. Así que un día, cuando me dejaban en su casa y mis hermanas se iban a la escuela, me puso delante un libro de cuentos de los hermanos Grimm y así empezamos. Aprendí pronto. Me gustaba. Luego empezó con las historias de la Biblia. Decía que ahí estaba todo. No era creyente pero tenía razón.
El novio murió cuando venía a casa con un permiso. Descarriló el tren y murieron muchos. Él fue uno de ellos. No era muy joven, le llevaba unos cuantos años a mi tía Carmen. Eso cuenta mi madre y poco más, cuando le pregunto. Antes le gustaba hablar de aquellos tiempos, ahora ya no. Es como si se hubiera cansado de recordar, o de repetir lo mismo. La tía Carmen no tuvo más novios. No los quiso. No era la única. En el barrio había unas cuantas como ella. Yo entonces no lo entendía porque pensaba que si yo tenía una novia y se moría, pues buscaría otra. Para no estar solo. Es lo que tiene la edad. La poca edad.
Lo que no quise heredar fue esa especie de diario que escribía mi tía, porque me emocionó tanto que creo que aún me dura. Lo tiene mi hermana, la mayor de las dos. De modo que sólo lo leí una vez. Y no entero. Me caían las lágrimas como a un tonto, así que no lo quise acabar. No hay nada mejor que el olvido pero yo no puedo olvidar, más allá de lo que piense cualquiera decidí que siempre estarás en mi corazón, y ahí sigues. Eso escribía.
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Nunca he sabido bien en qué dirección orientar la cama. Hace años me apunté a un curso de Feng-Shui, de esos online. Era muy barato, pero igualmente resultó ser un timo. No aprendí nada, o tal vez no había nada que aprender. Una de esas cosas que te venden y que no contienen más que aire, como un mal buñuelo. Me ocurrió algo parecido con un curso de escritura creativa, tan barato que el autor apenas se había molestado en pegar de mala manera apuntes de facultad, de esos que se van repitiendo con pequeñas variantes a lo largo de varias generaciones de compradores compulsivos, así de mi estilo.
Puede que todo haya empezado con un curso de francés infumable y carísimo, que pagaron mis padres y que venía en unas cajas que aún recuerdo, con un diseño muy profesional. En ese punto era en donde terminaba lo profesional, en las cajas. La época en que los audios aún venían en cinta y las grabaciones tenían un acento terriblemente parisino. Muchos años después llegué a enterarme de que el método de enseñanza era el que habían aplicado a las tropas norteamericanas que ocuparon Europa durante la segunda guerra mundial, basado en el aprendizaje rápido de frases comodín que, al menos, quiero creer que les resultaron útiles para intimar con las francesas. No pasé de las cintas de la primera caja. Tenía cinco.
Aunque es posible que el mejor de todos los cursos que he adquirido al cabo de los años haya sido un curso de inglés con vídeos, útil (así aseguraba la publicidad) tanto para niños como para adultos, adaptable a las necesidades del estudiante, personalizable unidad a unidad en el plan de estudios. Es decir, absolutamente anárquico en su estructura. En cada cinta se mezclaban fragmentos con ositos de peluche que te enseñaban los números y los colores junto con simulaciones de conversaciones adultas en el metro o en la oficina, del estilo de ¿podría usted decirme cuál es el andén de la línea ocho?, o bien tengo una cita con Mr. White, ¿podría avisarle de que ya he llegado?
Con aquel curso me convertí en el hazmerreír de mi familia, sobre todo cuando mi hermana Lola se dio cuenta de que las cintas venían en formato beta, justo cuando el formato beta dejó de fabricarse. Por eso resulta creíble que este gusto mío por las reliquias me llevara tiempo después a adquirir la última enciclopedia en papel editada en nuestro país. Algo así como treinta o cuarenta tomos, de los que apenas he abierto unos cuantos para mirar por encima algunos de sus artículos, pero que sigo pagando religiosamente cada mes sin tener claro cuándo llegará el final, como una cadena perpetua no revisable.
Algunas de mis parejas a lo largo de los años han compartido conmigo esta pasión por lo inútil, aunque con variantes: gimnasios, yoga, pilates, cocina macrobiótica, doma de caballos, adiestramiento de perros, espiritualidad tibetana, percusión o spinning. Casi olvidaba que también seguí un curso gratuito para dejar de fumar que incluía sesiones grupales de terapia. En él conocí a Sami. Los dos seguimos fumando pero nos divertimos mucho cuando Sami trajo su elíptica al venirse a vivir conmigo. La hemos juntado a la mía en el salón, frente a la tele, y algunas tardes hasta hacemos competiciones entre nosotros, de velocidad y resistencia. Siempre me gana. Buenos muslos y buen corazón.
Como Sami también se apuntó en algún momento de su vida a un curso de feng-shui, hemos estado buscando los apuntes, sin demasiado éxito hasta ahora, pero no nos rendimos. Mientras tanto, cada quince días más o menos reorientamos la posición de la cama y evaluamos a la mañana siguiente las vibraciones internas y la fuerza espiritual que hemos sentido. Lo malo es que no acabamos de coincidir en los resultados, así que seguimos reordenando el dormitorio hasta dar con la posición precisa. Por el momento no nos cansamos, de manera que no creo que vayamos a abandonar, al menos si Sami sigue conmigo.
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El abuelo de Jorge era joyero, pero joyero de los que hacen joyas. Tenía el taller en un altillo de la plazuela de San Miguel y algunas veces, cuando salíamos del colegio, nos dejaba subir con la condición de que miráramos y no tocáramos nada. Entonces se ponía su ojo gigante y, sin perder concentración en la tarea, nos contaba historias. Historias de las joyas.
Esta esmeralda perteneció a la mujer de un mayorista de coloniales. Pero eso fue hace muchos años. El marido la perdió en una partida de póquer y pasó a manos de un coronel de la guardia civil que la vendió a un heladero de la calle Cabrales. El heladero la guardó para que le sirviera a su hijo como anillo de pedida. Pero su hijo murió en un accidente de moto unos días antes de la boda. No, no creía en maldiciones ni nada de eso, pero escondió la esmeralda en un congelador y nadie la volvió a ver hasta que desmantelaron el negocio. Así es como llegó a mí. Me han pedido que la vuelva a tallar y le dé una forma nueva. Para una esmeralda eso es como empezar otra vida, una vida diferente.
Yo quedaba boquiabierto con las historias del abuelo de Jorge y por eso, durante una buena temporada, repetía a mis padres que quería estudiar para gemólogo. Luego se me pasó y empecé a estudiar Medicina después de la muerte de mi padre. Se lo llevó por delante en unos meses un cáncer feroz. Ahora soy catedrático de francés. En un Instituto. Muy cansado. Con ganas de jubilarme.
El abuelo de Jorge bajaba de su altillo todas las tardes hacia las seis al Cafetón. Tenía una tertulia de las clásicas, de las que ya no hay. Hablaban del Ayuntamiento o de la ampliación del Musel, una de ellas, o de la arena de la playa, que aparecía y desaparecía sin razón aparente, aunque cada tertuliano decía poseer las claves de aquel ir y venir. Nunca se ponían de acuerdo y, si hacía viento sur, algunos llegaban a golpear en la mesa para afianzar su argumentación. Pero siempre conservaron la amistad.
En el funeral del abuelo de Jorge sus amigos hicieron confeccionar una corona con forma de zafiro. Tenían buena intención aunque a todos nos pareció hortera. Nadie les dijo nada, por supuesto. En el taller del abuelo de Jorge había una pajarera vacía. No sé por qué. Nosotros la utilizábamos para esconder en su doble fondo los pitillos mentolados que comprábamos en el quiosco de la plazuela.
El abuelo de Jorge nos dejaba fumar, siempre y cuando no estuviera presente. Así que aprovechábamos para hacerlo la hora en que bajaba a la tertulia y nos dejaba en el taller, atendiendo a los clientes que pasaban a recoger pedidos. La verdad es que la mayoría de los encargos no tenían nada que ver con piedras preciosas, eran simples arreglos de anillos que había que estrechar o ensanchar, o confecciones sencillas de pendientes infantiles, con el oro que aportaban las familias de piezas antiguas, restos o piezas sueltas.
Ahora soy incapaz de fumar mentolados, no entiendo siquiera cómo me gustaban, pero en aquel momento nos parecían algo muy elegante, aunque se trataba sobre todo del gesto del fumar, que habíamos aprendido en el cine, y que los mentolados apenas rascaban al tragar el humo, sobre todo si se comparaban con los Celtas, a los que acudíamos cuando estábamos bajos de fondos.
El abuelo de Jorge no nos dejaba abrir las ventanas y el humo impregnaba toda la atmósfera del taller. Jugábamos a las cartas. Era lo más parecido que conocíamos a un garito clandestino de los del cine, porque los de verdad aún nos faltaban años para conocerlos. Cuando lo hicimos, nos llevamos una gran desilusión porque eran muy diferentes. Mucho más vulgares de lo que habíamos imaginado y nadie contaba historias en ellos.
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Llegaba siempre tarde, y esto era casi lo mejor que se podía decir de él. En realidad, nunca fuimos amigos aunque se lo pareciera a todo el mundo. A todo el mundo menos a ti. Tú te diste cuenta enseguida, al poco de conocernos, y me preguntaste por qué nos veíamos cada día si yo no le tenía ningún aprecio. Entonces no supe darte una respuesta, así que me reí, y tú te reíste después. Y no volvimos a hablar de ello.
Te he llamado porque mañana es el funeral. A las cinco. Me ha dicho Guillermo que pasará a por mí, aunque a la vuelta no podrá traerme, se va directo para Avilés. Podemos vernos, tomar algo y charlar un poco, si no tienes otra idea. Luego pillaré un taxi, andando ya me cansa. No te preocupes. Pero si no te viene bien, lo dejamos para otra ocasión. Julio no vendrá. Prácticamente no se hablaban desde hace años.
Irá poca gente. Ahora en invierno, con el frío que hace en la iglesia, casi todos pondrán alguna excusa. O se harán los suecos, unos estarán de viaje y otros se habrán enterado tarde. Si acaso, los que sientan algún compromiso. Esos irán. Tere y las amigas, sí. Me dijo Chema que Tere en ningún momento había insinuado siquiera que no acudiría. De manera que lo da por hecho. Ya sabes que es el segundo que entierra. Acuérdate de que cuando murió el primero vivía en Coruña. Por eso se vino a vivir a Obanza.
Sus últimos días fueron como él, egoístas. Todo el mundo giraba a su alrededor para que se sintiera cómodo, como si estuviéramos preparando un viaje o una fiesta. Supongo que el personal de la clínica acabó odiándole, o al menos deseando que se fuera cuanto antes, lo que no es de extrañar. Si no eran sus ataques de ira, era su postración, o esa manera suya de hacerse el ausente y no responder cuando no le venía en gana. Nada nuevo, pero se extremó más por la enfermedad.
A mí casi me exigía que estuviera allí cada mañana, a primera hora, para hacerle un resumen de la prensa que ya no podía leer. No le servía la radio ni la televisión, proclamando a los cuatro vientos que no soportaba el ruido y que él era lector de prensa escrita, de modo que yo me convertí en el lector del lector. Algún día que llegaba tarde, o me había resultado imposible preparar un resumen previo, notaba cómo crecía su ansiedad, aunque se lo tragaba y no me hacía ningún reproche. Siempre me respetó. A su manera.
Con Tere era otra cosa. Ni una mala palabra nunca. Peor. Le lanzaba esa mirada asesina que ponía cuando se le hinchaba la vena y Tere temblaba. Literal. Disimulaba si estaba yo, pero veías cómo se sujetaba una mano con la otra para que no se apreciaran los temblores. Ya sé que debería estar acostumbrada, pero creo que a pesar de los años no se acostumbró. Hay cosas en la vida a las que nadie se acostumbra jamás.
Tere y yo bien, sí, siempre nos hemos apreciado. A nuestro modo. No fue fácil, sobre todo al principio, cuando la gente hablaba y hablaba. No soporto a quienes se meten en lo que no les importa. Cada uno que mire a lo suyo. Y si quieren saber pues que se aguanten. Por mí no será.
60
Cuando caminas mucho, llega un momento en que todo se reduce al hecho de caminar. Resulta muy cansado pero nada te parece suficiente y sigues caminando porque ya no sabes hacer otra cosa. Hoy he visto un documental en la 2 sobre las migraciones de los ñus africanos. Caminan más de tres mil kilómetros en manada, sufren penalidades de todo tipo, superan obstáculos que parecen imposibles y algunos de ellos quedan por el camino. La manada lo sabe pero su única posibilidad de supervivencia como tal pasa por el sacrificio de parte de sus miembros. Los dejan atrás y siguen. Los tullidos, los enfermos, los débiles van dejando el rastro de sus cadáveres en descomposición a lo largo de la ruta.
Los ñus no son animales inteligentes, sólo son ñus que no saben curar a otros ñus, cuidarlos, consolarlos. No se trata de un juicio moral (estamos hablando de ñus), sino de una certeza biológica. Nunca condenaría a un ñu por dejar atrás a otro ñu tullido, por dejarlo morir, por no compadecerse de él. No podría valorar las agresiones que a veces se producen entre los machos jóvenes y que tienen como resultado heridas irremediables o la muerte. Ni siquiera sería capaz de considerar la frialdad con que abandonan a sus propias crías cuando no pueden seguirles a través de las distintas fronteras que cruzan en su gran marcha.
Al llegar a su destino, las hembras paren y dedican todo su tiempo a comer y recuperar sus fuerzas, hasta que casi toda la manada se encuentra con posibilidades de emprender el viaje de regreso. No toda. Algunos animales viejos, algunas crías o algún nuevo herido ya no emprenderá ese regreso. Luego, de nuevo por el camino, irán quedando otros del mismo modo que lo hicieron en el viaje de ida. Los ñus no viajan solos. Les acompañan a cierta distancia tipos variados de depredadores y de carroñeros, que obtienen su propio beneficio.
En la tierra nada sucede al azar. De las migraciones accidentadas de los ñus viven otros seres que los necesitan como elementos imprescindibles de su propia supervivencia. Es una cadena muy larga que comenzó hace millones de años, cuando aún no existían los ñus. Es una cadena que no se romperá nunca o que, si acaso, será sustituida por otra cadena nueva cuando se completa la extinción de algunas especies. Es la rueda que rueda como una bola gigante, tan gigante que sólo los dados lanzados por un dios juguetón como un niño podría detener para siempre. Esto tampoco es un juicio moral. Los niños juguetones no distinguen el bien del mal o, si lo hacen, su crueldad es aún mayor que su temor y el placer del daño infligido agiganta su voracidad, torpe si se quiere, pero efectiva. Cuando caminas mucho, llega un momento en que todo se reduce al hecho de caminar, y sigues caminando porque ya no sabes hacer otra cosa. Igual les ocurre a los dioses.
Pedro Luis Menéndez (Gijón, Asturias, 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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