Ángel Paniagua: Debajo de los días
/una reseña de Carlos Alcorta/

Sorprende que Ángel Paniagua (Plasencia, 1965) haya tardado tanto tiempo en publicar un nuevo libro: más de doce años si descartamos la plaquette Monólogos en el vacío, publicada en 2011, sobre todo si tenemos en cuenta que hasta 2005, año de edición de su anterior libro, Gaviotas desde el «Ariel», frecuentaba la publicación con cierta regularidad. Recordemos sus libros precedentes: En las nubes del alba (1988), Si la ilusión persiste (1991), Treinta poemas (1997), Bienvenida la noche (2003), El legado de Hamlet (2003), Una canción extranjera (2004) y el ya citado Gaviotas desde el «Ariel» (2005). Claro que la poesía es un género que se aviene mal con el voluntarismo del autor. No acostumbra a someterse a los dictados de la de la obligatoriedad sino a los de la necesidad y ésta, al parecer, no se ha manifestado en nuestro autor con la frecuencia que lo hacía, sino a intervalos irregulares. En cualquier caso, Debajo de los días, la entrega actual de Ángel Paniagua, bien ha merecido esta maceración tan lenta (en el epílogo, el autor, echando mano de Horacio, afirma que es preciso dejar reposar un libro antes de darlo a la luz pública, algo totalmente cierto), porque es un libro, un extenso libro con poemas de largo aliento, que compendia de algún modo todo el mundo poético de su autor y ratifica un tipo de poesía narrativa, casi conversacional, que con tanta maestría maneja nuestro poeta y que tiene como referentes más cercanos en el tiempo a poetas como Luis Antonio de Villena, Juan Antonio González Iglesias o Rafael-José Díaz, por ejemplo.
El paso del tiempo y la conciencia de que ha llegado el momento de rendir cuentas determinan la orientación de estos poemas en los que la sensación de fracaso vital y las cicatrices que deja dicho fracaso van penetrando en la mente del lector hasta convertirse en algo agobiante. Estamos hablando de una poesía de carácter confesional que da cuenta de los avatares de la vida de un hombre, vida que, conviene señalarlo ya, no tiene porque coincidir con la del poeta que la escribe. El poema no deja de ser un artefacto lingüístico y, por tanto, la verdad que trasmite debe ser sólo una verdad poética. Si ésta coincide con la verdad existencial es otro cantar que poco tiene que ver a la hora de juzgar la posible excelencia artística del libro. Parafraseando a Empédocles, el lector no debe atribuir al personaje poemático más de aquello que lee. La vida que imagine a partir de lo leído es solo responsabilidad suya, no del autor. «Ya sé que estos poemas te hacen daño/ como a mí me lo hicieron los de otros/ escritos hace tiempo. Sé que ahora/ tu vida —tan distinta de la mía—/ te está dando a beber un aguardiente/ amargo como pocos… », escribe Paniagua en un poema que tiene a Francisco Brines como referente.
Debajo de los días está dividido en tres secciones, «La gusanera del fracaso», un título lo suficientemente elocuente como para no dejar lugar a dudas sobre el motivo central que alienta los poemas que la integran; «Oro y vacío» (El hilo de los nombres)», nombres que van dando cuenta de la exaltación y su reverso a través de distintos amores que tienen en la fugacidad su nexo común, y «Macbeth en las murallas», cuyo eje vertebral está armado con heridas, enfermedad y muerte. En una entrevista reciente, Ángel Paniagua declaraba, a propósito del libro, que debajo de los días está
Todo lo que no vemos. Lo que hay más allá de la realidad aparente. Bajo una armonía superficial, el mundo está lleno de desajustes. Y más hoy, que vivimos una época de cambios de todo nivel: político, económico, social… Igual que la Tierra genera terremotos, los humanos, las potencias, chocan: Queremos estar por encima del otro, dominar los recursos, sojuzgar…
No cabe duda de que ese afán de indagar en lo otro, en lo misterioso y oculto resulta ambicioso desde su mismo presupuesto.
El libro en su totalidad se puede leer como un duro alegato contra sí mismo, un examen de conciencia cruel y en no pocas ocasiones despiadado, realizado desde la madurez que no escatima reproches ni lamentos, como delatan estos versos: «Ahora sólo cuentas/ con el odio de algunos, la visible/ indiferencia de muchos y, del resto,/ una mezcla variable de prudente/ distancia y displicencia ocasional». Nada podemos argumentar sobre esa mirada intespestiva que el autor realiza sobre el personaje poético, aunque es muy posible que busque un efecto estético —de teatralidad se habla en algún momento— por encima de aspectos como la contricción o el fustigamiento (conviene no perder de vista que estamos ante una ficción poética), aunque algunos fragmentos parezcan desmentirlo: «¡Pobre idiota,/ pobre actor que gastó pavoneándose/ su momento en escena y al que nadie/ recuerda o quiere oír no ver ya más!». Esa es la misión del poeta, hacer verosímiles los sentimientos que desprenden sus versos.
En un libro como Debajo de los días, como decíamos, escrito a lo largo de más de diez años, resulta de suma importancia encontrar un tono que unifique las diversas etapas en las que los poemas fueron escritos, y esto lo logra Ángel Paniagua con una sencillez y una naturalidad envidiables, porque estamos seguros que trasmitir una sensación así no resulta nada fácil. Esa aparente sencillez está sustentada en un ritmo acentual cuidadísimo que hace fluir el discurso sin cortapisas, pero, claro, además de ese esmerado ritmo, ha de haber una mano experta capaz de dar sentido discursivo a la experiencia, capaz de hilvanar los recuerdos sin saltos abruptos o paréntesis de la memoria. Acaso el poema final del libro, «Un orden sucesivo» resuma como ninguno otro lo que tratamos de decir. Transcribimos los primeros versos: «Sermón de lo ya sido, de lo inútil/ volver a arrepentirse, de lo déjenlo/ ya que no se mueve, que la muerte/ ya envió a sus hermanas para atarlo/ bien atado y dejarlo ahí en medio,/ abandonado al borde del camino».
La poesía de Ángel Paniagua, lo hemos dicho ya, atrapa al lector por su magnífica prosodia, pero además emociona porque apela a esa verdad íntima que todos, en mayor o menor medida, llevamos dentro y que tanto nos cuesta mostrarla desnuda, tal y como es. Nuestro autor demuestra, no ya que desconfíe en el prójimo, sino que le importa más su propia, podríamos decir, salud mental, que los posibles juicios morales a los que puede estar expuesto, y esto ya concita una complicidad contagiosa.
Selección de poemas
Tierra adentro
Ya es hora de partir de algún crepúsculo
al crepúsculo, es hora de llenarse
de grava los zapatos y aprender
a caminar, desligando
de métrica y prosodia los andares,
los ríos y los olmos;
deslizando entre métrica y prosodia
unas gotas de sangre,
brotadas de la piel herida al paso
de arbustos y ramajes;
dejando los jirones de camisa
abandonados,
quizás enrojecidos
por el líquido tierno, pero solos
y atrás, en el olvido de los árboles.
Ya es hora de dejar que la poesía
se apodere del tiempo
que intento descifrarme y expresar,
dejar que me desnude y me distraiga
de tantas distracciones,
que me centre y me empuje a recibirme,
a presentarme a mí mismo
y conocerme.
Atardecer con Wallace Stevens
Mirar por la ventana es sólo uno
de los actos posibles en esta tarde muerta.
Mirar con anodina indiferencia
a los niños que juegan en la plaza,
a sus madres sentadas en los bancos
o fumando de pie, junto al marido,
todavía —las siete— con las gafas de sol.
Una sola pobreza es suficiente
para entender las otras. Una sola
canción puede arrancar distintas lágrimas,
dependiendo del grado de tristeza
—o de conformidad con la tristeza—
de quien la escucha. Una sola vida
podría contener todas las vidas.
Un poema difícilmente puede
contener sentimientos imposibles
de encontrar en cualquiera, ni agotarlos:
un poema es un gesto que todos han escrito
cuando uno lo copia en el papel,
un fragmento de vida en que el poeta,
hablando de sí mismo, habla de todos.
Las monedas del tiempo
Ya llegará el momento feliz en que acabemos
de juntar hasta el fondo estas miradas,
de unir hasta el final estas pequeñas sonrisas
y de hacer que tus brazos y los míos comprendan
las palabras que no nos hemos dicho.
Ya llegará el momento de mirarnos de cerca,
tan de cerca como para tocarnos
con los ojos la piel desnuda y limpia, hablarnos
con los labios tan juntos que apenas se nos oiga
susurrar las palabras que ya nos hemos dicho,
por ejemplo, esta tarde, o la última vez
que coincidimos, ya no me acuerdo cuándo.
Tal vez no llegue nunca a existir entre nosotros
esa conformidad que hace largo el transcurso
de las noches, esa dulce trabazón
que se extiende en el tiempo como las estaciones
del tren en que viajamos; pero habrá un día juntos
y una noche contigua y una huella
que irá aplastando el tiempo, como el tren la moneda
que de niños poníamos encima del raíl, entusiasmados,
por ver si se fundía al final con el acero…
Y al cogerla de nuevo sentiremos
aquella quemazón que dejaba entre las manos.
Meditación del árbol
Soy eterno
porque no me preocupo del silencio
que anida en mis entrañas,
de la luz que recorre los ocultos
senderos de mis hojas,
porque apelo a la noche y voy hundiendo
despacio mis raíces, voy hundiéndome
en esta misma tierra, en este mismo
destino sin historia, regresando
a mi sangre desde el día primero,
desde todos los años que soporto
sin meta y sin cansancio.
Cada noche
es la noche, cada día es el día,
esta tierra es la tierra y mi destino
ni siquiera soy yo: no soy destino
ni lucha ni impaciencia.
Y cuando vuelva
definitivamente al seno que me trajo
seguiré caminando hacia mi adentro,
seré presencia quieta,
silencio ensimismado y ansiedad
del final inequívoco de todo.
Variación sobre un tema de Cavafis
¿De dónde nos trajeron? Imposible
saberlo. Sólo el tiempo
que nos guarde y la sombra de aquel árbol
conocen el origen
de aquellos tristes vientos borrascosos.
Pero al fin, ¿nos importa de verdad
conocerlo? La vida que llevábamos
y la historia que ha ido sucediéndose
ya nada significan. Como locos
en la isla desierta,
podemos ir nadando a cualquier sitio:
alrededor el mar está presente
en todas direcciones,
y no importa cuál sea la elegida
para saber que puede acabar todo
al poco de alejarnos de la costa.
O podemos llegar hasta otra isla,
destrozados y hambrientos,
y quedarnos algunos años más
allí, tan sólos como antes…
No importa pues mañana,
como no importa ayer
o estar aquí o marcharnos.
El mar es infinito y la verdad
—si existe— está tan lejos de nosotros
como nosotros mismos.
Temblores
Esas tardes que pueden ser cualquiera
y ninguna, esos cuadros que ya has visto
cuando los miras por primera vez,
esas casas de luz y esas atmósferas
de viento que delatan la cercana,
violenta plenitud de una borrasca.
El aire, en fin, que siempre nos señala
con sus dedos de hierro en los tejados
la dirección que siguen las cigüeñas
hacia otra estación y otro paisaje
más cálido que éste donde aún
seguimos empeñados en buscarnos.
Esas tablas pintadas y esos pájaros,
cuyo ser sin esfuerzo se demora
un momento fugaz ante nosotros,
indican el camino de la única
manera de vivir que deberíamos
envidiar y anhelar en vez de ésta
tan vieja ya y deforme que nos huye.
NUESTRO PADRE SAN GASTÓN NOS
HABLA DE SUS VERSOS INVISIBLES
Yo siempre supe cuál era el camino,
aunque alguna vez quise desviarme,
indagar en el mundo de la vida
y retozar con ella en esos versos
alegres, que intentaban reflejarla,
una suerte de escenas dibujadas
con palabras del mundo.
Pero nunca
olvidé que este mundo y sus reflejos
—esos tiernos reflejos que le somos
y orgullosos queremos llamar vida—
no tenían ni tienen realidad
más allá del azogue de la muerte.
Es ella quien permite que veamos
pasar sobre el cristal el agua alegre
de nuestros sentimientos, la tibieza
repetida y posible de unos tercos
afectos, el dolor de las caídas.
Es ella la que mezcla nuestro llanto
con sus aguas, que habrán de recibirnos.
Yo siempre supe que ése era el camino,
aunque alguna vez quise distraerme
de tanta soledad y tanto exilio
con esas escenitas, esos versos
que cantan el reflejo mentiroso,
la alegría soñada, pues no existe
más que un terco deseo de vivir,
de ser en ese espejo que la muerte
nos pone ante los ojos para darnos
una leve ilusión de voluntad,
de cariños, amores y desdichas.
La muerte, sólo ella. Y nosotros
mirándonos pasar al otro lado.
Razón de la impostura
Ahora que ya tienes la certeza
de haber pertenecido —amado, roto,
ganado, recompuesto y, al final,
perdido siempre—, puedes reclamarle
a la tierra un lugar donde fingir
que tu vida fue bella, tierna, hermosa,
y que nada te puso nunca al borde
de las acostumbradas deserciones.
Debes fingir, si quieres que las horas
te miren con piedad y no voceen
tus pérdidas, publiquen tus caídas
ni se ensañen con los espacios blancos
que empiezan a entreverse en tu mirada,
la nostalgia de viajes que no hiciste,
los libros sin leer que en los estantes
recelan de entregarte sus secretos.
Ahora debes fingir, no cabe duda,
habitar el silencio de una oscura
terraza, donde sólo tus deseos
no cumplidos y el fuego de las lágrimas
por esas tantas horas imposibles
iluminen tu vida, mientras buscas
en todos esos libros la respuesta
al enigma perdido de estos años.
El río de la vida
Sucede cuando menos lo esperabas:
una luz que se inflama de repente,
o un árbol se derrumba justo allí
donde la noche alza su conjuro.
Todas las cosas buscan ese instante preciso
para dejar de ser y abalanzarse
en la corriente abierta, las manos extendidas
como para tocarse, confundirse
las unas con las otras, como ángeles
caídos que buscaran en el fuego
la purificación de su pecado.
Entonces puedes ver cómo la vida
de las cosas se desvanece y forman
sus átomos fundidos un espejo
que no refleja nada, ni tu rostro
ni las sombras que corren a su lado.
En ese espejo puro se adivina
el más tenue fluir de otra corriente
como un rumor oculto que no puede
oírse apenas bajo la limpia superficie
de ese raro cristal.
Entonces sientes
que la vida es de todos esos seres,
y tú quedas aparte; no puedes ni siquiera
mirarte reflejado en ese azogue
que tan claro contemplas.
Sientes cómo
la vida está con ellos, y la ves
pasar como algún día verán ellos
tu cuerpo inerte entrar en su regazo.
PALABRAS DESDE EL BORDE DEL
CAMINO PARA GONZALO ROJAS
Uno siente escuchándole que sí, que había motivos
de sobra para andar este camino tan largo,
tan lleno de esas piedras, tan pegado a las cosas
que sin sentir le viven y le pasan, tan cargado
de silencios enormes, desesperanzadores,
uno siente que sí, que no erró el paso dejándose
llevar por esta senda que a nada parecía conducir,
pues la vida —tan cerca siempre, tan alimentándose
de aquello— estaba o parecía estar muy lejos.
Uno siente ahora, desde aquí, desde el silencio
que los demás le allegan —sin hablarle ni apenas
escucharle—, desde la soledad de la que nacen,
de la que como rabia van creciendo sus murmullos medidos,
como ofensa o respuesta embravecida para todos
esos otros,
de veras uno siente que era ésta la vida
verdadera, no la única posible, no la fácil,
la bienaventurada, la feliz, sino sólo la ardua de mirarse
vivir a cada rato, de observarse y no sentir vergüenza,
pero sentir nostalgia y desear incluso ser a veces
como ellos, los otros, los ignaros del don inabarcable
y efímero…
Quiero darle las gracias esta noche,
compartir con usted estas palabras, navegar este rato
con usted, con los remos apenas si sujetos por las yemas
de los dedos, el viento susurrándonos la vida
que perdimos por querernos salir para mirarla
—desde fuera— cumplirse, y la Hueca diciéndonos
ya dejen de mirar desde ese borde y regresen al camino.
El sinsentido de la vida
Life’s nonsense pierces us with strange relation
Wallace Stevens (Notes toward a Supreme Fiction)
Es un humo de rosas consumiéndose,
una aleación de oro con estaño,
un no saber y verlo claro todo,
una aguja girando a contratiempo.
Es todo lo que vimos y fue nada
a los pocos segundos, una hoguera
que nos habló en tres lenguas diferentes
y nos hurtó la lluvia, es esa misma
zarza que habló a Moisés y provocó
la ruina de los ídolos.
Sabemos
que una vez tuvo cuerpo y horizonte
pero ahora está lejos de nosotros.
Y buscamos sus restos, la esperanza
de hallarlos nos condujo por las sendas
de este mundo que creímos nuestro,
nos impulsó a subir, a darlo todo
por un gesto de amor, una caricia
que nos llevase fuera, más allá
de la verdad, del lodo, de la pena…
La vida habita sólo en el pasado,
pero creemos verla en cada flor,
en cada rama ardiente de ese árbol
que nos mira —impotente— destruir
la claridad del día y refugiarnos
una vez y otra vez en esta terca
oscuridad que somos y sentimos.
Muere Sócrates
[CRITÓN]: «otros lo toman […] tras haber comido y bebido, y algunos, incluso, tras haberse acostado con aquellos que desea-ban» [SÓCRATES]: «Es natural que obren así […] pues creen sacar ganancia; y también que yo no lo haga, pues sólo me pondría en ridículo ante mí mismo, mostrándome avaro de la vida cuando ya no me queda ni una brizna».
Platón (Fedro, 116e-117a)
[SÓCRATES]: «por culpa de su confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo».
Platón (Fedón, 275a)
Cuando te dejas ir por fin entiendes todo
lo que viviste hasta ayer, cuando sentías
aún la extrema fe que te ha traído
hasta aquí, lo que no has vivido aún
—pero sientes como pasado ya
desde este asilo rodeado de nada—
y todo lo que ahora deberías
estar viviendo, pese a que la sombra
se empeña en desdecir tus movimientos
y el silencio en ahogar tus gritos.
Todo
se te presenta claro cuando dejas
caer al fin los brazos: ya no quieres
decir nada, no sientes que haya nada
que decir, ni tampoco oyes los sordos
murmullos de los ojos que te miran,
que casi ya no existen ahí al lado,
porque un sopor profundo
va tomando tus miembros y una dulce
quietud se ha aposentado en tus recuerdos,
hasta el punto de unir en la distancia
aquellos y estos rostros, las miradas
de quienes te condenan sin saber
que te abren las puertas del futuro
y de quienes te lloran aquí al lado,
pensando Nada ha escrito, deberemos
transmitir sus palabras lo mejor
que sepamos…
Y ya nada te importa,
porque no han entendido tu enseñanza
más simple: que lo menos importante
son ellas, las palabras, porque acaban
fijándose en el tiempo y dan lugar
a condenas y muertes. Pero sabes
que no lo entenderían.
Callas, fluyes…
Declaración de un mercenario
[Transcrita —con los mínimos retoques imprescindibles— de un reportaje sobre la guerra emitido en un canal de televisión por cable. Las preguntas del periodista —occidental— se han eliminado por evidentes.]
He visto cuerpos muertos saltando por los aires,
cuerpos muertos de jóvenes de apenas veinte años,
destrozados, desnudos, amputados. Sus rostros
no tenían ni tienen expresión, no tenían
entonces ni la tienen ahora en mi recuerdo;
y he visto cuervos, buitres, milanos, disputándose
su carne.
De las cuencas vacías de sus ojos
sale humo del fuego que ha abrasado sus miembros,
sus entrañas despiden un hedor que me alcanza
todavía. Las armas junto a ellos parecen
tener vida: señalan hacia un punto que nunca
llegarán a tocar las balas que aún conservan…
He visto hombres desnudos dispararse en la frente
ante las mismas puertas de la ciudad que guardan
después de haber matado a sus familias. Mujeres
huir despavoridas de una nube de polvo
creyendo que eran ellos, los otros, esos otros
que siempre son los mismos para ellas.
He visto
tantas casas arder, tantos niños y viejos
con un mudo sollozo en la mirada, con esa
mirada que me alcanza como el hedor de cuerpos
todavía.
No puedo decir cuántos han sido
los lechos que he encontrado aún calientes, los hornos
con pan a medio hacer, las bolsas con dinero
o ropa abandonadas para huir más deprisa.
No recuerdo las veces que he golpeado a alguna
muchacha rezagada para poder tenerla…
La guerra es un camino sin final ni principio
para mí, para todos los que siguen con vida;
si aquí termina vamos a otra parte, no importa
que defienden los unos o los otros, importa
morir o seguir vivo…
¿Ideales? Basura.
Debajo de los días
Ángel Paniagua
Raspabook, 2018
151 páginas
11,40€
Carlos Alcorta (Torrelavega [Cantabria], 1959) es poeta y crítico. Ha publicado, entre otros, los libros Condiciones de vida (1992), Cuestiones personales (1997), Compás de espera (2001), Trama (2003), Corriente subterránea (2003), Sutura (2007), Sol de resurrección (2009), Vistas y panoramas (2013) y la antología Ejes cardinales: poemas escogidos, 1997-2012 (2014). Ha sido galardonado con premios como el Ángel González o Hermanos Argensola, así como el accésit del premio Fray Luis de León o el del premio Ciudad de Salamanca. Ejerce la crítica literaria y artística en diferentes revistas, como Clarín, Arte y Parte, Turia, Paraíso o Vallejo&Co. Ha colaborado con textos para catálogos de artistas como Juan Manuel Puente, Marcelo Fuentes, Rafael Cidoncha o Chema Madoz. Actualmente es corresponsable de las actividades del Aula Poética José Luis Hidalgo y de las Veladas Poéticas de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander. Mantiene un blog de traducción y crítica: carlosalcorta.wordpress.com.
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