Occidente sin d(D)ios

Si Dios era el proveedor de la esperanza, ¿quién la proveerá ahora? ¿Los gurús científicos de la no muerte? Los seres humanos vivirán 120 años, o 140, o algún día no morirán. ¿Para qué? ¿Para vivir como esclavos? ¿Cuál es la esperanza de Occidente? ¿El miedo? ¿El fin de las utopías? ¿Otra edad oscura? Un artículo de Pedro Luis Menéndez.

Occidente sin d(D)ios

/por Pedro Luis Menéndez/

En el invierno muchas especies animales se refugian en sus madrigueras, en sus cuevas, en sus apriscos, en sus establos, para buscar protección y seguridad frente a las agresiones climáticas del mundo externo. En algunas —muy pocas— ocasiones, se trata de seres solitarios que ven por ello mismo reducidas sus posibilidades de supervivencia. La mayoría prefieren un entorno familiar o de manada, pues en él sus expectativas como individuos y como especie aumentan de un modo considerable.

El ser humano, ese animalito pequeño y débil frente a la inmensidad natural, procuraba arroparse en sus treinta o cuarenta (con suerte) años de vida con la compañía de otros seres tan débiles como él. Durante milenios y milenios, en condiciones de vida extremadamente duras, otro ser superior —Dios—, más poderoso que la propia naturaleza, era el proveedor de la esperanza: una vida eterna más allá de ésta, un paraíso recobrado en el que por fin podía alcanzarse la felicidad y sobre todo la paz. Allí, en ese paraíso, se restablecería también la justicia: los poderosos serían humillados y los débiles ensalzados. Por lo tanto, morir por Dios, en su defensa, suponía alcanzar el paraíso por la vía rápida. Millones y millones de personas murieron o mataron en nombre de esa fe.

Pero el hombre (y la mujer) occidental, hace poco más de dos siglos, decretó la muerte de Dios, el Dios con mayúscula. La pregunta surgió entonces de un modo soterrado que poco a poco fue alcanzando a más y más seres humanos. Si Dios (con mayúscula) era el proveedor de la esperanza, ¿dónde puedo situar ahora mis deseos de paz, mis anhelos de justicia, mi búsqueda de la felicidad? Una de las primeras respuestas fue la Patria. La Patria será mi Dios, le rendiré culto, portaré sus banderas y hasta daré mi vida por ella si fuere necesario. Una patria diferente a otras, un pueblo elegido por su superioridad moral, por su cultura, por sus conocimientos, por su defensa de la libertad o de la democracia. Millones y millones de personas murieron o mataron en las guerras de los últimos doscientos o trescientos años en defensa de cualquiera de esas ideas.

Otros grupos humanos, crecientes en número, decidieron que el objetivo debería ser alcanzar aquellos viejos sueños del paraíso aquí en la tierra, una Iglesia sin Dios: el paraíso comunista. El individuo sacrificaría parte de su libertad individual por el bien común, en aras de una transformación radical en el reparto de la riqueza. Pero ese paraíso sólo podría alcanzarse a sangre y fuego, dando la vida por él. No la patria sino el pueblo, bajo una única bandera, sería el proveedor de la esperanza. La misma unión universal soñada por el catolicismo, ahora de aplicación directa a partir de la revolución. No hay vida eterna. La vida es esto. Aquí reconstruiremos el paraíso. Millones y millones de personas murieron y mataron en los distintos procesos revolucionarios (y dictaduras consiguientes) del siglo XX, en nombre de estas ideas.

Hasta la Iglesia católica actual plantea la lucha por la justicia en la tierra. Ya no importa tanto el más allá, una vez que el infierno se ha convertido en una construcción simbólica y deja de ser una realidad siquiera espiritual. Por todas partes, el mantra «sólo tienes una vida» se repite sin descanso, utilizado en cualquier sentido: lucha por la paz, por la justicia, por la libertad, o por ti mismo, sólo por ti mismo. La recompensa debe alcanzarse aquí, y ser lo más inmediata posible, incluso simultánea.

Pobre Jorge Manrique, que nos hablaba de dos vidas tras la muerte biológica: la tercera vida, la eterna (en la que ya no creemos), pero sobre todo la segunda vida, la de la fama, el recuerdo que dejamos en los demás por nuestras buenas acciones. Una segunda vida que el ser humano actual identifica con la primera, porque la fama atrae público y ese público sigue los dictados de la moda. Y así, con las indicaciones de los influencers (tiene su guasa la palabreja) de turno, las manadas ondean banderas o banderillas: soy de Apple o de Burger King, odio a McDonalds y a Microsoft. Este fenómeno aparece amplificado —como también es sobradamente conocido— por la magnificación de las redes sociales, porque en la red encontramos millones y millones de blogs con nuestras opiniones más personales (auténticas o reflejo de otras no es algo que importe demasiado). Lo importante es repetir y repetir hasta la saciedad los mensajes (la escritura de este mismo artículo lo demuestra) pero, como nos perdemos en la masa, inventamos premios y clasificaciones: los mejores blogs, mejores artistas, docentes, gurús, lo que sea.

Además, la censura ya no es detentada por un poder elevado y ajeno sino por la propia masa, que premia o castiga, que enaltece o ignora, que aporta dividendos. De este modo, encontramos de continuo paradojas de esa crítica feroz que ladra en las redes: en fechas muy recientes, dos acciones tal vez igual de deplorables han recibido tratamientos públicos radicalmente distintos; así, la foto del saludo entre Juan Carlos I y el príncipe saudí Mohamed Bin Salmán fue replicada con comentarios muy duros (seguro que merecidos) de los mismos internautas que han pasado por alto el saludo entre la alcaldesa de Madrid y el presidente chino, cuya imagen ha aparecido y desaparecido casi a la misma velocidad. Las posibles críticas sobre la situación política en China son sistemáticamente silenciadas por los medios sin que nadie se rasgue las vestiduras. Como mucho, miramos de reojo para no ver demasiado lo que no queremos ver.

Mientras tanto, Oriente se ha convertido en la gran fábrica mundial de objetos en su mayor parte prescindibles y el mundo árabe, enriquecido por nuestra dependencia del petróleo, mata de vez en cuando en nombre de un Dios que —este sí— sigue vivo. ¿Qué nos queda en Occidente? El consumo, un dios embarrado porque empezamos a intuir un futuro imposible, una imposible sostenibilidad desde nuestra conciencia cada vez más sensible y solidaria. Y otra vez las paradojas se adueñan de nosotros, especialmente en el consumo tecnológico: echamos unas lágrimas cuando vemos algún reportaje sobre el coltán, retuiteamos, vociferamos en redes, pero hasta los activistas más radicales gastan 800 euros o más en esos dispositivos electrónicos ya imprescindibles para nuestra vida (y llenos de coltán). La sensibilidad hacia la explotación laboral de los niños vietnamitas no impide que sigamos comprando las mismas zapatillas de deporte o las mismas camisetas, y las colas cada vez que se inaugura un nuevo comercio textil de bajo coste abren los informativos (¿por qué no?, si hasta Mark Zuckerberg lleva esas camisetas, o eso parece).

Y así, masas empobrecidas y embrutecidas por sistemas educativos diseñados ad hoc producirán, o ya están produciendo, trabajadores dóciles y tiernos que besarán de nuevo la mano de su amo. En ocasiones, ellos mismos amos de un trozo mínimo de miseria: la cultura emprendedora viste mucho, ser tendero no vestía socialmente. El individualismo, la muerte de lo colectivo preside ya nuestras relaciones laborales, mientras observamos los últimos coletazos de un sindicalismo que se encuentra en plena agonía, a un pie de su tumba, cavada muchas veces por ellos mismos, que abandonan la lucha de clases para volver a la lucha gremial: prejubilaciones y recontrataciones con las que disfrazan de lucha obrera los privilegios adquiridos. Con observar las últimas movilizaciones indignadas tenemos bastante (15-M o los chalecos amarillos en Francia): los sindicatos ni están ni se les espera.

Parece que estoy presentando una visión apocalíptica y no lo es: simplemente refleja las viejas contradicciones del ser humano. En España, a la muerte de Franco, los antifranquistas crecían como hongos; en Francia no hubo colaboracionistas, todos estaban en la resistencia; en Inglaterra no hubo pronazis, etcétera. Si Dios era el proveedor de la esperanza, ¿quién la proveerá ahora? ¿Los gurús científicos de la no muerte? Los seres humanos vivirán 120 años, o 140, o algún día no morirán. ¿Para qué? ¿Para vivir como esclavos? ¿Cuál es la esperanza de Occidente? ¿El miedo? ¿El fin de las utopías? ¿Otra edad oscura?

La solidaridad y la caridad sin el temor de Dios son poca cosa. ¿Cuál será el nuevo dios que imponga temor y reverencia a sus fieles creyentes? El público, la masa, con sus propios mecanismos sacramentales. La primera niñez ya no termina con el uso de razón o con las comuniones católicas: termina con la posesión del primer móvil a los ocho o nueve años, del mismo modo que la iniciación sexual comienza a pantallazos pornográficos de acceso ilimitado en Internet.

Nuevos dioses, nuevos modos y creencias para afrontar la vida. La muerte de los dioses antiguos en Occidente (algunos mueren matando: pensemos en los nacionalismos como refugio contra el miedo) supondrá la muerte del ser humano tal como lo conocemos. La humanidad sobrevivirá, por supuesto, pero pertenecerá a una especie distinta. ¿O pertenecemos sin saberlo a esa nueva especie y no hace falta esperar para ello ningún futuro más o menos cercano? Ortega y Gasset, ya en 1930, aseguraba que «lo característico del momento es que el alma vulgar, sabiéndose vulgar, tiene el denuedo de afirmar el derecho de la vulgaridad y lo impone dondequiera».

Del homo sapiens al homo faber, del homo ludens al homo videns, ¿terminan todos ellos en el homo insipiens, tal como lo planteó Giovanni Sartori?: un ser que ve pero que no entiende, que no es nuevo, que siempre ha existido pero que, gracias a las redes y a la comunicación de masas, se encuentra y se reúne con otros como él adquiriendo una fuerza que alguien (más hábil, más astuto) manipulará a su conveniencia. No es teoría de la conspiración, es otro dios que aún no conocemos, omnipotente como cualquiera de los antiguos dioses, los que llevaban mayúscula y los que no.


Pedro Luis Menéndez (Gijón, Asturias, 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).

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