Álbum de difuntos
/por Pedro Luis Menéndez/
Abel Álvarez Álvarez (Riosa 1956, Oviedo 2018). Tercer hijo de una familia de hosteleros. Su padre regentó una sidrería en Pola de Lena durante más de treinta años, después de heredarla de la familia de su mujer. No llegó a aprobar el Ingreso en Bachillerato. Quienes más lo trataron señalan a su favor que poseía una imaginación desbordante, lo que resultó el motivo principal para instalarse en República Dominicana y, con un anticipo de la familia, adquirir para su explotación una fábrica de zapatos. En un país corrompido y convulso como aquel, llegó a ganar grandes cantidades de dinero que, por sus circunstancias, nunca pudo traer a España. No casó, pero procreó cuatro vástagos sanos y varones, nacidos de otras tantas trabajadoras de la fábrica, a cuyas parentelas, amparadas por las leyes del país, mantuvo Abel hasta su huida en 2013. En el Centro Asturiano de Santo Domingo era un poco el hazmerreír de sus compañeros de partida de tute, quienes controlaban con más tino el instinto paternal. Su madre, María del Carmen, y sus hermanos José Antonio y Fermín rezaron denodadamente para que sentara la cabeza y dejara de hacer el gilipollas y el tontolculo (en palabras de Fermín), sin ningún éxito. Su padre, don Jorge, por suerte, falleció antes del nacimiento del tercer hijo de Abel, por lo que se fue al otro mundo con la conciencia tranquila y el comentario orgulloso de que tener dos hijos con dos mujeres distintas es un hecho bastante común en nuestros días. Como ya quedó dicho, huyó del país con identidad falsa, para vivir estos últimos años oculto y dependiente de la ayuda familiar. El pasado sábado, a pesar de las alertas por riesgo de aludes a raíz de los temporales de nieve, se le ocurrió subir a San Isidro en el coche de su hermano José Antonio. Murió aplastado por una avalancha que lo empujó más de trescientos metros. Con el fin de evitar complicaciones legales, la familia no ha publicado esquela y sólo recibe en la intimidad más estricta. En el juzgado le habían dado por desaparecido hace ahora dos años. Su primo Ismael, que es funcionario en Hacienda, está intentando arreglar los papeles, porque la deuda con los hijos debe ser importante.
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Adolfo Recio Mateos (Oviedo 1921-2018). Hijo único. Su padre, viajante de comercio, murió despeñado en la sierra del Aramo durante una batida de jabalíes nada más terminar la guerra, en el 39. Su madre siempre pensó que aquello no había sido accidental, pero prefirió ocultar su sentimiento a todos, incluido su hijo. Adolfo llegó a enterarse tras la muerte de su madre, en el 92. En una carpeta de un marrón borrado guardaba una carta en la que señalaba incluso al amigo que podía haber provocado el suceso, una carta que nunca envió y que tampoco indicaba ningún posible destinatario. Adolfo trabajó siempre con su madre en la mercería que heredó a la muerte de esta, cuando ya llevaba unos años jubilado. Su hija Isabel y su yerno Amador reconvirtieron el negocio en una tienda de material deportivo, en la que sigue hasta hoy una de sus nietas, Bibiana. Los otros dos nietos no viven en Asturias. Amador heredó de alguna manera la afición de su padre, a la que dedicó una parte importante de su vida, la de andar por los montes, no la de pegar tiros en ellos. Fue miembro durante muchos años de la sección de montaña del Centro Asturiano, hasta que tomó la decisión de darse de baja al cumplir los noventa, después de cinco temporadas en las que no había realizado ninguna salida y coincidiendo con una subida de cuotas. Su vida fue gris, como la misma ciudad que le vio nacer, y esa grisura sólo se vio rota con su primer noviazgo, al poco tiempo de la muerte de su padre, y con los nacimientos de sus cuatro bisnietos, aunque a dos de ellos pudo conocerlos únicamente por fotografía, porque su segunda nieta, Laura, se licenció en psicología en el 86, se fue con su marido —que al año siguiente obtuvo una plaza de Lector en la Universidad de San Diego, California— y no volvió más. La muerte de Adolfo, por suerte o por desgracia, era bastante previsible, dada su avanzada edad y la invernada que estamos sufriendo en este mes de febrero, sin olvidarnos de una neumonía de la que salió con bien el año pasado. Su hija y su yerno quieren ahora vender el piso, que ya les quedaba bastante grande aun con la presencia de Amador, para irse a un piso más pequeño, o incluso a una residencia. Lo comentaron en el tanatorio con la familia, y a todos les pareció bien.
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Gerardo López Martínez (Blimea 1948, Sotrondio 2018). Hijo primogénito de Josefina y José. Por una de esas casualidades que tiene la vida nació el mismo día en que Galerías Preciados anunció por primera vez en España el Día de los Enamorados, el sábado 3 de febrero en el ABC. Su padre compró el periódico, nervioso y circunspecto tras llevar a la comadrona a casa. Esto es para mujeres, le dijeron su madre, su suegra y la comadrona. Josefina no estaba para decir mucho, así que él bajó al bar y se dedicó durante un par de horas a meterse para el cuerpo unos cuantos orujos, unos cuantos cigarros de picadura y ojear el periódico. Sonrió al encontrar el anuncio porque había estado enamorado de Josefina desde hacía mucho tiempo, incluso desde antes de conocerla. Era un hombre fácil para esto del amor, de modo que se había dejado querer por unas cuantas Josefinas hasta que cuajó su matrimonio con una de ellas. Tanto adoraba aquel nombre y tantas historias guardaba su memoria, que se negó en redondo a que ninguna de sus cuatro hijas, nacidas después de Gerardo, fueran bautizadas con él. Alegaba en su defensa y ante la oposición de su Josefina que, por las mismas razones que su hijo no se llamaba José, ninguna de sus hijas se llamaría Josefina. No parecía un argumento muy sólido, pero resultó convincente. O que un buen día decidió toda la familia que aquella obsesión ya aburría y que, cuando una obsesión aburre, resulta preferible cambiarla por otra. Tardaron en encontrarla hasta que Gerardo, ya en edad de merecer, empezaba a pasear algún sábado del brazo de alguna moza también en buena edad. Todos, desde ese momento, volcaron sus energías en buscarle el mejor partido, el más conveniente, y en ese afán confluyeron las abuelas, la madre y las cuatro hermanas. Como era de esperar, difícilmente coincidían siquiera dos de ellas en la elección de la candidata adecuada, aunque Gerardo siguió a lo suyo, a sus bailes del sábado y a sus conquistas pasajeras. Haciendo tiempo, como quien dice. Llegó el momento en que tuvo que ampliar su territorio, porque en Blimea todas opinaban que aquel joven no iba en serio con ninguna, de manera que empezaron a procurar distancias. A Gerardo no pareció preocuparle, menos aún el día que tomó la decisión de irse a trabajar a Alemania, a la Volkswagen, y prescindir del camino trillado y fácil de la mina. No volvió por el pueblo hasta que se jubiló, con sesenta, una pensión alemana, un Mercedes alemán y una mujer alemana. Helga, como la de la película. Helga ya es una más en Sotrondio, que fue donde compraron un piso. Y otro en Gijón para el verano. Me dice un amigo en el tanatorio que en realidad Helga y Gerardo nunca se casaron. Me lo creo. Sería lo propio.
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Carlos Palacio Roces (Sevares 1967, Arriondas 2018). Su padre fue monaguillo en la parroquial de Sevares. En el pueblo todos daban por hecho que se iría al Seminario y acabaría ordenándose. Se notaba que le gustaba. Pero no lo hizo así, aunque tampoco fue tan sorprendente. Cuando uno ha visto mucho le sorprenden pocas cosas, y ellos habían visto lo suficiente. En las aldeas siempre saben más de lo que dicen. Así que se casó en Arriondas y montó una ferretería. Tuvo dos hijos, una chica antes y después un chico. El chico era Carlos. Le pusieron el nombre de un tío por parte de madre que marchó para Madrid y no volvió. Sólo sabían que ya no estaba en Madrid, que vivía en Valencia. Carlos decidió, o no hizo falta, seguir con el negocio familiar, como la mayoría de sus conocidos, los que no se iban. Pero dándole un giro, modernizándolo. Montó una sección de autoservicio, como hacían en los grandes almacenes, para tuercas, bielas, clavos y accesorios de toda condición. Como el local no era muy grande, la sensación al entrar siempre fue de profundo abigarramiento, de cierta confusión a pesar de los expositores, y de bastante agobio al moverte por aquellos pasillos estrechados. Al final, todos acudían siempre al mostrador y era Carlos quien se desplazaba por la tienda reuniendo los productos pedidos. Fue un hábil comerciante, tenía una buena conversación con la clientela y era un buen vecino, que ayudaba a los de Festejos o en la cabalgata de Reyes. Pero nunca quiso entrar en política aunque en bastantes ocasiones se lo propusieron. Sólo les extrañó un poco a todos que se casara con una viuda con dos hijos ya en la adolescencia y que cobraba una pensión mínima. Nada más casarse, Maite empezó a atender en la ferretería con el mismo éxito que Carlos. Es una buena mujer, es cosa sabida. El hijo pequeño acabó Secundaria y dijo que no quería seguir estudiando, así que empezó a ayudar también en el negocio. Parece trabajador, un chaval con chapeta, decía Carlos. El mayor fue otro asunto, sólo le van las motos y alternar en los bares y mirarnos a todos por encima. Sería fácil pensar que acabará no muy bien, pero eso en realidad nadie lo sabe. Está ahora con unos amigos en una empresa de multiaventura, de modo que si alguno de ellos tiene los pies en la tierra, puede cuajar. A Carlos le diagnosticaron el cáncer de páncreas en noviembre, de manera que fue todo muy fulminante. Cuando lo abrieron, volvieron a cerrar sin hacer nada porque no había nada que hacer. No quiso quedarse en Oviedo, quiso morir en casa. Y así lo hizo. En Cuaresma. Se hizo ceniza en Cuaresma. Se hablará de él durante algunos años porque dejó buena huella, y buena sombra. Luego llegará el día en que los jóvenes ya no sepan de quién se habla, y sólo los viejos recordarán que Maite enviudó dos veces, y si volvió a casarse o no.
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Ángel Méndez Fernández (Cudillero 1936, Valtravieso-Valdés, 2018). Su madre siempre dijo que con Ángel completaba el cupo de los varones, que cuatro eran suficientes y, que si añadías a Marina y a Carmen, aquella casa empezaba a parecer una escuela completa, y que ella no estaba por la labor. Así que Isidro padre, desde entonces, se quedó a pan y agua, tal vez porque eran otros tiempos, o sencillamente estaban cansados, puede ocurrir, uno del otro. No hubo ruptura, no estaba la época para hacer dibujos, pero la madre plantó su cuartel general en la parte alta de la casa, con los seis hijos, mientras que el padre se acomodó en un cuartín abajo, junto a la cocina. Por casa sólo pasaba a las horas de comer y de dormir, así que tampoco tuvieron muchas oportunidades de echarlo en falta. Esto contaba Ángel, con su madre, decía él, empeñada además en que todos se casaran, y lo más jóvenes posible. Casi lo consigue del todo, porque el único que falló fue Pepe, que se hizo cura. Los demás se fueron a sus nuevas familias antes de cumplir veinticuatro. Y las chicas con la barriga para adelante. Eso no tiene por qué importar a quien no se quiere meter en lo que no es suyo, máxime si todos los matrimonios estaban bendecidos por la Iglesia. Y lo estaban. Pero lo más curioso de la familia es que en Valtravieso todo el mundo sabe desde hace años la fecha aproximada en que se iban a producir las defunciones de los seis Méndez Fernández y de sus cinco cónyuges, sobre todo de los últimos, porque indefectiblemente, con una precisión casi matemática, se fueron muriendo a los ochenta y dos años. Los once. Ángel es el último y hasta él mismo, sano como un roble, se había ido despidiendo ya de todos nosotros desde antes de las Navidades. La médica, que es nueva y joven, le dijo en enero que eso eran tonterías, que las casualidades existen y que seguro que Ángel rompía la racha. No lo hizo, no la rompió. Para qué vas a romper una racha que duró más o menos quince años cuando eres el último de la lista. No sería justo, ni para los otros diez ni para él mismo. Además, estaba viviendo completamente solo en lo que ya era un caserón muy destartalado por dentro, y esa no es una buena vida. Por las mañanas se pegaba a la televisión para ver el programa de Ana Rosa, luego bajaba a comer al bar y a jugar la partida, y en el bar se quedaba hasta la noche si ponían algún partido, es decir, casi todos los días. Cuando eres el más viejo de todos, las cosas se complican bastante, además porque Ángel no tuvo hijos y los sobrinos son sobrinos. Por todo esto, a ninguno nos sorprendió la decisión, ya dije que se había ido despidiendo del pueblo entero, de modo que no necesitó ni decir adiós. A la tercera tarde en que no apareció por el bar, lo dimos por hecho. Y así fue.
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Benigno García Pérez (Avilés, 1926-2018). Su madre tenía quince años cuando dio a luz. Cuentan que de milagro porque no había dicho a nadie que estaba esperando. Así que un domingo se metió en cama con un dolor de vientre muy agudo, le dieron una infusión y allí la dejaron sola, mientras pasaba la tarde. De muy niña ya era propensa a los cólicos. La casquería que se montó después y los gritos de la familia resonaban por todo el barrio. El padre de la criatura tardó una semana en darse por aludido, y lo hizo más que nada porque el abuelo de Benigno corrió la voz de que o aparecía antes del domingo en que lo iban a cristianar o con sus propias manos lo ahogaba en la ría cuando lo encontrara. Apareció y se hizo cargo. Buen chaval. Además sus padres costearon la boda y les pusieron una habitación en casa. Allí creció Benigno, con la abuela tan feliz ejerciendo de madre y el abuelo, a los treinta y cinco, enseñándolo orgulloso en la peña de bolos a la que pertenecía. De modo que a nadie pudo extrañar que Benigno destacara desde muy pequeño en el difícil arte de la cuatreada. Tenía visión espacial, perspectiva, maña e inteligencia, todo conjugado en el arrojo juvenil que le llevó a participar, también con quince años, en el campeonato de Asturias. Y ganó. Y conoció en Oviedo, porque hay cosas que a veces suceden, a una jefa de escuadra de la Sección Femenina que fue la encargada de entregarle la copa de ganador en el local del Frente de Juventudes. Con fiesta y todo. Fue la primera vez que Benigno se enamoró. No fue la última. Se casaron en Oviedo, en la parroquia de la novia, después de unos años, cuando Benigno se hizo jefe de máquinas de la Marina mercante. Por eso se fueron a vivir a Avilés, para estar cerca del puerto. Benigno hacía cabotaje con cementeros, de aquí a Galicia y de Galicia a aquí. Y de tanto ir y venir y no saber bien dónde se encontraba, se enamoró en Ferrol por segunda vez. Esta sí fue la última. Ella era viuda de un sargento que se había quedado sin pulmones, y Benigno, que había fumado lo suyo, le hizo un apaño. Así hasta la jubilación. Cuando llegó, se jubiló también de la viuda y no volvió a salir de Avilés. Algún viaje del Imserso —a Benidorm y a Canarias, nunca a Galicia— sí que hicieron en los primeros años, antes de que su mujer se demenciara. Ahora la cuida, la saca a pasear de la mano y la mira con ternura. Como hizo siempre, desde que ella era jefa de escuadra y él jugaba a los bolos.
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Antonio Gutiérrez González (Córdoba 1980, Gijón 2018). Su madre lo abandonó sin excusas, porque sí, el año en que se fue a Buenos Aires. A él se lo explicaron tiempo después, cuando pensaron que podía entenderlo. No lo hizo. Puede que nunca. Su tía Maribel se lo trajo a Gijón para que hiciera el Bachillerato. Iba siempre a su bola y tenía un acento que hacía gracia. Lo llamaban el cordobés, fácil. No era mal tipo, pero robaba. Lo que podía. En casa, a los compañeros, en el quiosco, en el supermercado antes de que hubiera alarmas. Alguna vez llegaron a pillarlo, pero pocas. Lo soltaban pronto, hurtos que no iban a ninguna parte. Antonio sí, él iba a alguna parte. Era un líder y a los quince ya vendía. Papelinas, pelotas que compraba en La Felguera. Al principio en la puerta del Instituto, enseguida en el patio, en los servicios. Estudiaba bien. Se compró una moto. Su tía coló rápido con aquello de su trabajo como relaciones públicas en una discoteca. Tenía muchos amigos. Y amigas. Las llevaba de calle mientras a los demás se les ponían los dientes largos. A quién no, porque se llevaba las mejores, a las que miraban de lejos y por encima del hombro a los pobres mortales, a Antonio no. Tenía varias novias y las exhibía en todo momento, a veces juntas, de dos en dos. Con descaro. Todos decían que a ellas les gustaban los malotes. Como Antonio. Pero no era un malote. Lo parecía pero no lo era. Era otra cosa que resulta difícil de explicar. O imposible. Creo que no le odiaba nadie. Envidia sí, cómo no. Resultó normal que pusiera un bar con otros socios. Eran cuatro, aunque dos plegaron muy pronto, antes del año. Quedaron él y Rubén. Uña y carne. Rubén se echó novia de verdad y Antonio le montó una fiesta para la boda que aún se recuerda. La noche cansa, más si cumples años y vas quemando sabe Dios qué sueños. Cerraron y vendieron todo. Rubén cogió a la familia y se fue a Grazalema, a regentar un hotel rural. No volverá. A Antonio el dinero de la venta se le fue pronto, así que estaba cantado. Pero a otro nivel. Distribuía a los nuevos Antonios adolescentes, a los Antonios de ahora. Seguía siendo un buen tipo, por eso dejó fiado a quien no debía, y la deuda tuvo que asumirla él. Dicen que lo sabía, que en cualquier momento iba a ocurrir. Pero aguantó y no abrió la boca. Se la cosieron mientras pensaba en la hija de puta de su madre, y en Buenos Aires, y en la tía Maribel, y en la playa a la que todas las tardes bajaba con el perro, a pasear. Y a mirar, a mirar muy lejos, donde no queda nada.
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Antonio Díaz García (Santiago de Cuba 1941, Avilés 2018). No tuvo un buen nacer. A su madre el parto le pilló de vuelta de La Habana, donde había estado visitando a su hermana Eustelina, y con el ajetreo del camino se le adelantaron las cosas. Cuentan que una mujer cualquiera que viajaba en el mismo vagón la ayudó lo que pudo, aunque tampoco tenía demasiada maña. Tal vez por eso su hermano Juan nació antes y él quedó atrapado, allí en el fondo, sin que pudieran darse cuenta hasta que regresaron los dolores. Pero parece que ya era tarde y nació mal. Entonces esto era más frecuente que ahora. Mucho más. Luego la madre volvió a España con ellos dos, y dejaron allí al padre con la fábrica de harina hasta que, quince años después, todo se les vino abajo. El padre murió de una trombosis, a los pocos meses. Casi al principio de conocer a Juan, y va para mucho, me contó que de niño envidiaba a Antonio. A él lo mandaban a la escuela y a su hermano no, así que él se llevaba las bofetadas del maestro mientras Antonio recibía todo el cariño de su madre, postrado el día entero en su silla, que sacaban al jardín cuando daba el sol en invierno. A Juan le inculcaron desde siempre que en algún momento de la vida le tocaría a él cuidar de su hermano. Y así lo ha hecho. A nadie le extrañó que, cuando tuvo edad de jubilarse, dejara el trabajo para dedicar todas sus horas a la Fundación. Por eso parece que por Juan no pasan los años. Cualquiera de nosotros se siente más viejo que él, y no lo somos aunque ya tengamos lo nuestro. Ahora podrá descansar, o frenar un poco el ritmo. Rosa dice que no lo va a hacer, que está segura de que en la Fundación encontró su verdadera vida y que —lo dice convencida— para Juan fue una suerte haber tenido un hermano como Antonio. No es que no comprenda la idea de que es muy importante encontrar una misión en la vida, pero a mí no me convence. Yo no lo veo así. A mí me ha amargado lo mío. Puede que esté escupiendo al cielo, me da igual, es lo que siento. Claro que nunca he abandonado mis obligaciones, pero no me han supuesto ninguna satisfacción, sólo una atadura desde que ocurrió el accidente. No puedo pensar de otro modo. Tampoco lo comento mucho porque pensarán que soy un insensible, o una persona sin alma o qué sé yo, pero sentirse complacido por el hecho de que el dolor de los demás justifica mi vida me parece aberrante. Sin embargo, aquí muchos lo ven de ese modo. Por eso repiten muchas veces que son felices. Porque no lo son. Estoy seguro de que no se convencen ni a sí mismos. Esto no es un regalo de Dios. Esto es el infierno.
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Ramón Trabanco Suárez (Oviedo 1936, Gijón 2018). No conoció el cariño de una madre, porque la suya murió en el 38 de una neumonía, ante la desesperación familiar por la falta de medicamentos. Lo crio su abuela materna. Su padre no volvió nunca del frente. En la familia eran nacionales. No todos, algunos no. También murieron entonces. La abuela lo educó con la misma vara estricta que había aplicado con sus siete hijos varones. Antonia, la madre de Ramón, había sido la única chica. Nunca pudo superarlo. Aún hace un año, cuando lo ingresaron el en hospital de Cabueñes por una infección de los pulmones, sacaba siempre a las visitas la única foto que se conservó de su madre cuando era niña, y hablaba de ella como si la hubiera conocido. Lo ha hecho siempre. Es un vacío que nunca ha podido llenar. Quizás por eso ha sido un hombre hosco y distante, incapaz de mostrar su cariño ni siquiera a sus hijos. Yo he sentido su dureza de ahora desde muy pequeño. La frialdad que se oculta detrás de su cortesía, una cortesía que guardaba impoluta en el fondo tal vez de su conciencia, y que sólo sacaba ante los de fuera. Para los de casa, cuando ocurría, no reservaba más que los sobrantes, como esas mondas de manzana que se tiran a los perros y estos devoran sin masticarlas. Así nos sentimos siempre. Al menos yo, porque también he sido quien más ha sufrido por esa distancia insalvable. Mi hermana, sin embargo, fría como el hielo, ha mantenido a lo largo de la vida una buena relación con él. Parecía que funcionaban en una dimensión privada, sólo conocida por ellos dos. A mí me tocó el pan ácimo, la amargura de las almendras, la dureza feroz de unos ojos que me aterraban hasta hace muy poco años. Dejaron de hacerlo no por mi mérito sino porque fue perdiendo su fuerza y, de manera sorprendente, fue dulcificando poco a poco incluso su expresión facial. Por eso los nietos reconocen en él un alma complaciente y cariñosa, mientras que yo no he podido ver más allá de su frontera rígida contrapuesta a mi propia frontera, la que él mismo me enseñó a construir. Hoy somos dos mundos que ya no chocan sino que se mantienen a una distancia prudente, en una línea de respeto mal entendido, en una ausencia total de amor. Porque el amor se ha refugiado en el último sótano, aquel al que no llega la luz, bien cerrado a cualquier signo de debilidad. Por su parte y por la mía. Aunque alguna vez, ahora de anciano, sentía su deseo de besarme al encontrarnos y al despedirnos, un gesto intuido que nunca acepté. Así que, como tanta gente, se ha muerto sin que yo le dijera jamás que le quería, si es que le quería. En mi defensa apunto que desde mi niñez tampoco él verbalizó nunca más esa frase común del te quiero. No sé qué ocurrirá ahora, tal vez con esto llegue a descubrir mi propio vacío. A nadie le importará. Ni a mí. Por eso a mi hermana le extrañó que haya querido guardar la foto de la abuela. Como una reliquia.
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Jesús Calzón Martínez (Jerez de la Frontera 1946, Gijón 2018). Su madre no encontró quién le practicara el aborto. Y eso que buscó. Pero estaba ya de muchos meses y nadie quiso meterse en algo así. Por eso fue el séptimo y último hijo de Liria. No se supo bien qué podía haber ocurrido, quizás ella intentó alguna cosa por su cuenta, pero después del parto quedó mal. Infectada de algo, dijeron, y se murió antes de un mes. A Jesús lo criaron las hermanas, sobre todo las dos mayores, que ya eran una mujeres hechas y derechas. No quisieron dejarlo en la inclusa, ni en el torno del convento, como les aconsejaba por su bien alguna vecina, y decidieron que se quedaría en casa. Una boca más. No tenía importancia. Si habían sobrevivido a la guerra, cómo no iban a poder con esto. A la mayor la habían violado unos falangistas del Puerto, allá por el 41, pero debió darles pena y no le pegaron dos tiros. Ella rezaba mucho pidiéndole a la Virgen que la mataran, pero no lo hicieron. Y tuvo que vivir con ello. Por eso trató a Jesús como si fuera hijo suyo, y cuando se casó con uno que lo dejaba todo y se venía a las minas, se trajo a Jesús con ellos. Pero lo puso a estudiar, a estudiar mucho, para que se hiciera perito y saliera de pobre. Así que se hizo perito y salió de pobre y, cuando su cuñado se jubiló con silicosis, dejaron El Entrego y se los trajo con él a Gijón. Compraron un piso grande, junto a la playa, para ver el mar. Jesús nunca se relacionó con mucha gente fuera del trabajo, no era de alternar ni de andar por los bares. Todo su tiempo libre se lo pasaba encerrado en un estudio que se montó en casa, porque lo suyo era el dibujo. La pintura no, el dibujo. Casi siempre a lápiz, muy pocas veces a tinta, componía lo que a los ojos de su hermana se le figuraban unas formas geométricas que le parecían horrorosas. Cómo no pintaría el mar, tan bonito, tan impresionante como se veía desde sus ventanas, pero no, prefería aquellos dibujos suyos tan incomprensibles. A Jesús nunca le dijo nada, aunque le daba un poco de lástima pensar cómo perdía el tiempo con aquellas columnas y aquellas calles y plazas irreales. Sin embargo, a raíz de la primera exposición, fue ella quien animó a la familia de Cádiz, a los que pudieran venir. Vinieron unos cuantos. Luego ya no, pero les mandaba los periódicos con las crónicas cada vez que Jesús volvía a exponer. De perito también se jubiló pronto, más bien se marchó con una beca que consiguió para Roma. La prensa destacó que era el becario de mayor edad porque ya había cumplido los cincuenta. Ya ves, le decía la hermana al regreso, los dos hemos tenido más de una vida, quién nos lo iba a decir. En el testamento la nombró su albacea, así que ahora se encargará de los tratos con los marchantes y las galerías y todo eso. Por poco tiempo, claro. Luego quién sabe.
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José Antonio Pontigo Goy (Ribadesella 1930, Llanes 2018). Se empeñó en prohijarlo la mujer del farmacéutico en el 37, cuando unos milicianos quemaron la tienda con los tenderos dentro, aunque el farmacéutico no lo tenía claro. Pero su mujer se puso brava, fue al cuartel, armó allí lo que no estaba escrito, hasta que consiguió el apoyo del alcalde nuevo y todo quedó tranquilo. Como no tenían aún descendencia, José Antonio fue el primero. Detrás vinieron dos hermanas nacidas en la farmacia. No es una forma de hablar porque en aquellos años vivían en la trastienda, entre matraces y fórmulas magistrales. Y así estuvieron hasta prosperar, ya en los sesenta, cuando se hicieron con casa en Llanes, una buena casa. A esa casa vino a morir José Antonio, aunque ya no era la suya. La vida que da vueltas. A José Antonio lo mandaron interno con los jesuitas, en Gijón, y luego a Oviedo a hacerse químico. A las hermanas a las monjas y después también a Oviedo, a estudiar Derecho. Así que se hicieron famosas en la Facultad, las Pontigo, a cuál más guapa. Alquilaron un piso para que vivieran los tres juntos durante aquellos años, piso en el que las hermanas siguen hoy. Ninguna de las dos se casó. Para qué. Tuvieron novios y procesiones de pretendientes, hasta el día en que dejaron claro que ellas tenían otro nivel. Fueron muy buenas profesionales en lo suyo, aunque no caían muy allá por todo lo dicho. José Antonio terminó la carrera y se fue a Madrid, decía que la provincia le ahogaba y que necesitaba espacios más abiertos. No sé si los espacios serían muy abiertos pero sacó oposiciones al ministerio de Sanidad, y allí hizo su vida. Buena a su manera. Por lo menos no cometió el error de casarse por el qué dirán, como hacían tantos. El chaparrón de las habladurías le resbalaba bastante. Siempre le apasionó la música clásica, publicaba críticas y reportajes en la revista Ritmo. Jorge murió de un infarto hace dos años, después de Navidad, y José Antonio se quedó solo en Madrid. Demasiado solo. Y empezó a decaer, muy rápido, a la vista de cualquiera. Así que las Pontigo tomaron cartas en el asunto y se lo trajeron para la casa de Llanes, que habían reacondicionado desde la jubilación para pasar algunas temporadas, no todo el año. Pero ni con el aire del mar ni con la vida sana José Antonio levantó cabeza. Fue apagándose poco a poco. Y eso que hasta el último día bajaba a la playa, a Toró, a tocar la arena. Y quizás a enterrar los recuerdos que no había perdido por el camino.
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Jaime Solís Fernández (Ribadesella 2010-2018). La primera operación no salió mal, pero tampoco fue lo que se dice un éxito. Su madre dejo el trabajo para estar con él en Madrid, casi ocho meses. Su padre, no. Tuvo que seguir con el taxi. No son una familia rica. En cuanto juntaba tres días libres, derecho a Madrid, a casa de su hermano. Su hermano se fue hace bastante ya, a lo tonto a lo tonto igual van quince años. Tiene un piso pequeño pero se arreglaban. No se casó aunque vive en pareja hace mucho. Sin hijos. Cuando Jaime salió del Niño Jesús después de la primera operación, lo llevaron al zoo antes de venirse de vuelta. Él no se acordaba de nada. Le habían prometido volver a ir, aprovechando alguna de las revisiones de las operaciones siguientes, pero unas veces por unas cosas y otras veces por otras no lo hicieron. A Jaime le daba igual. No le gustaban demasiado los animales. Le gustaba leer. No, a la Warner o Disneylandia no quería ir porque le daban miedo los muñecos disfrazados. A él lo que le iba era Futbolísimos, los había leído todos. Y más de una vez. Lo curioso es que pasaba del fútbol, debía ser el único de la clase o casi. Esta última Navidad, cuando estaba ingresado, habían pasado por el hospital dos o tres jugadores y ni siquiera les había pedido un autógrafo. Lo que le gustaba de verdad de verdad era escribir y jugar con la Tablet. Escribía cuentos. Tenía en la habitación un archivador grande para ir guardándolos. No, nada de dibujos, sólo escribir. Eran siempre cuentos muy cortos, con cosas normales de las que les pasan a los niños. Que si cosas de clase, o del recreo, o de los amigos. A veces de profes o de taxistas o de mamás y papás. De médicos no. Este último año, sobre todo, le había dado por cuentos de viajeros. Los personajes iban en barco, o en avión, o en tren, o en autobús. En barco no había ido nunca. Lo demás se lo sabía todo. Era un experto. Lo decía él. No, no eran cuentos fantásticos. En sus cuentos no ocurría nada especial. Viajaban de vacaciones, iban a la playa, de excursión, a una fiesta de cumpleaños, sacaban al perro a pasear, jugaban en los columpios, o en el parque, comían chuches, andaban en bici, o en monopatín, su papá los llevaba al cine, o su mamá. Cuando salía una abuela era siempre muy despistada, o si era un abuelo, pues un guasón. Quería publicar un libro. Se lo habían prometido para este verano. Si sacaba buenas notas. Le gustaba aprender. Ciencias no. En uno de sus cuentos —lo recordaba hoy su madre— había una niña que se caía a un pozo y la sacaban los bomberos.
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Agustín Durán Cerezuelos (Bermeo 1945, Ujo 2018). Era distante, quizá porque nunca tuvo el don de la caridad. Su padre dejó de hablar con él en la adolescencia. Hasta hoy que, a sus noventa y siete años, lloraba como un niño. Su madre murió hace ya tanto tiempo que casi no la recordamos. Tenía una hermana por Venezuela de la que no volvimos a saber nada y un hermano que se mató con el coche en una rampa de Pajares. La realidad siempre supera a la ficción. Con creces. De modo que padre e hijo llevaban tanto sin hablarse que no hubieran ni reconocido su voz, la del otro. Eso sí, tenían una ayuda en casa. Con las dos pensiones no vivían mal. Mejor que muchos. Ahora el padre se queda solo, más solo. De Agustín en la fábrica, en los ochenta, pasaban bastante. Iba tanto a su bola que nunca hizo amigos. Eso dicen los que aún lo recuerdan. Quedan pocos, y eso que fue sonado, no sólo en Ujo, aunque los periódicos nunca trajeron nada. Parece que alguna emisora de radio lo contó en su momento, y luego no volvió a salir en ningún sitio. Hablar de ello sí que se habló, una buena temporada, en la calle, en los chigres, en la tienda. Fue antes, ahora ya como si no hubiese ocurrido. Pero ocurrió, la gente decía cosas del estilo de estos vascos son así de brutos, aunque se alegraron, vaya si se alegraron. Lo que pasa es que como era un tipo tan distante, como ya dije, tampoco generó demasiada simpatía. Mientras estuvo preso, que fue muy poco, ningún compañero de trabajo fue a visitarle, ni los del comité de empresa que, pensándolo bien, igual hubieran debido hacerlo. Cuando lo soltaron y volvió a casa, el padre había cambiado la cerradura. Fueron los vecinos quienes acabaron por convencerle de que tenía que admitirlo otra vez. No iba a dejarlo tirado en la calle. No lo hizo, pero no debió ser por falta de ganas. Total, quedamos pocos que nos acordemos bien de todo aquello. El que no lo olvidó seguro fue el ministro, que sigue vivo aunque ya no es ministro, claro. Sale alguna vez por la tele en alguna tertulia de esas, cuando toca hablar de la transición. Otro también con una buena pinta de distante, aunque ahora ya no lo parece. Serán los años. El caso es que ya se iba, estaban a la puerta despidiendo la visita oficial, cuando los escoltas vieron cómo Agustín se ponía a mear en la rueda del coche del ministro, y cómo luego se puso a apuntar en dirección del propio ministro, que no le alcanzó de milagro. Al abalanzarse sobre él, más de uno debió recibir lo suyo hasta que lo pusieron contra el suelo. Nunca explicó a nadie, que se sepa, por qué lo hizo y, como era así como era, tampoco nadie le preguntó. Igual en una de estas no lo sabe ni él. No lo sabía, quise decir.
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Germán Varela Entrialgo (Navia 1950, Pola de Somiedo 2018). Le duró poco la alegría, porque su madre murió al poco de venir. Se lo había prometido cuando ganó su primer sueldo, la casa, el balcón, el coche para ir a los mercados, el jardín con las flores. Cumplió con todo. Tardó, pero lo hizo al cabo de los años, cuando la madre quizá ya no lo esperaba. Y al final, en unos meses la madre se puso enferma, la llevaron a Oviedo y no volvió. Volvió él solo. Hace tres años. Daba la impresión de no saber qué hacer con todo aquello. Vendió el coche a Luis, el del bar en la esquina del río y se metió en la casa hasta ayer. Casi no salía, lo justo para hacer la compra y volver otra vez. Completamente solo. Decían que había sido ingeniero y que tenía hijos y una mujer de la que se había divorciado. O ella de él, no lo sabemos. Si tenía hijos, nunca vinieron a verle. Igual no se trataban o viven sabe Dios dónde. Tuvo que haber sido guapo porque mantenía la presencia. Bien vestido, elegante. No era antipático, con los pocos que hablaba era muy atento. Pero nada más. Yo creo que no encajaba aquí, que todo lo había hecho por complacer a la madre. No, no eran de aquí. Ella tampoco. Sentido no tenía mucho que se hubieran venido, pero la gente con dinero hace cosas de estas, porque pueden vivir donde quieren. Ellos escogen. La mayoría nos limitamos a vivir donde podemos. Ellos no. Alguna razón habrán tenido, o un capricho, o cualquier cosa que los demás no sabíamos. Ellos no lo contaron nunca. Ahora va a ser tarde para enterarnos. Sí, alguien vendrá por lo de la herencia. O no, no necesita ni acercarse, para eso tienen abogados y gestores. Pueden venderlo todo desde donde vivan, o desde donde quieran. Coger el dinero sin pisar la casa. Una pena, porque a todos nos gustaría saber pero nos vamos a quedar con las ganas. Es curiosidad, no es morbo. Date cuenta que aquí nos conocemos todos y esto se sale de lo corriente. Por eso nos intriga. Sin ninguna mala intención. Dicen que fue un infarto, casi fulminante. Tuvo tiempo de llamar al 112, parece ser, pero cuando llegó la ambulancia intentaron reanimarlo y no lo consiguieron. Últimamente se le veía desmejorado, adelgazó un montón desde lo de la madre. No debía comer bien. Fumaba mucho. El tabaco lo compraba por cartones en el estanco. Iba cada poco a por más. No sabemos qué vida llevaría en la casa. No, por dentro no la conocemos, nunca entró nadie de aquí, sólo cuando estaban haciendo la obra, que mirábamos cómo iba. Luego nada. Parece que dejó dicho que no quería funerales. Como no conocía a nadie, no tenía mucha lógica hacerlo. Cuando murió la madre tampoco lo hubo, por lo menos en el pueblo. Eran de otra manera que nosotros. Mala gente no, qué va. Sólo distintos.
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Hugo Álvarez Valdeón (Madrid 1957, Colunga 2018). El padre era muy callado, mucho. Todo lo hablaba la madre. No callaba. Hasta mareaba un poco a veces. Yo los conocí bastante porque traté con ellos cuando constituimos la primera junta de propietarios de la urbanización. Fuimos de los primeros en instalarnos. Ellos con Hugo y nosotros. Y José Antonio también, el que escribe de gastronomía. Alicia, la mujer de José Antonio, hizo buenas migas con la madre. Muy buenas las dos. Hugo iba y venía, negocios en Madrid, sobre todo en invierno. En cuanto llegaba la primavera, procuraba moverse poco. Le gustaba esto. Había descubierto su vida de verdad, supongo. No lo sé, no sé si la vida entera la había pasado con sus padres. Alicia sí lo sabrá pero yo no. A Hugo le gustaba pescar. Hizo amigos pronto, pescadores de caña como él. Así que, en cuanto podía, lo veías camino de los pedreros con todos los aparejos encima. Sé que alguna vez Minio y Pepe lo habían sacado en lancha, pero parece que se mareaba muchísimo, echaba la pota y le quedaba mal cuerpo para unos días. Por eso prefería desde tierra. Sí, de los que marchan por las mañanas y no los ves hasta que atardece. Una pasión, eso, una pasión. El dolor de unos padres que pierden a un hijo, da igual la edad, no lo querría yo para mí, ni se lo desearía a nadie. Ayer en el tanatorio la madre no dejaba de hablar, más todavía. Se la veía tan nerviosa. Frágil no, nerviosa. Parece una mujer dura pero así todo… El padre, tan educado, saludaba a todos como un señor, y se le notaban las ganas de hablar, de contar cosas, pero entonces intervenía la madre y él volvía al silencio. Estará acostumbrado. Los domingos, los tres juntos comían siempre fuera, se dedicaban a recorrer restaurantes con el buen tiempo. Con mal tiempo, se acercaban a Lastres. Buenos clientes, muy apreciados. El padre también había tenido negocios, supongo que serían los que llevaba Hugo ahora. No, nada de mujeres. Ni hombres tampoco. Nada de nada. En la urbanización sabían que Merche lo había intentado al principio, sí, la de Bilbao. Guapa, muy guapa. Divorciada, sin hijos, profesora de universidad. Por supuesto que Hugo le llamó la atención, pero no hubo nada que hacer. Decían que si era del Opus. A lo mejor era eso. De misa diaria, a primera hora. Pinta de beato ninguna, aunque sí que debía tener las ideas claras con este tema. Ya hubieran querido otros que Merche se les acercara, tan selectiva ella. Hubieran formado una buena pareja, eso decíamos los vecinos. Era un poco todo como en el cine, o en la televisión, estábamos deseando que ocurriera algo, pero no se logró. Ayer con los padres en el tanatorio el día entero. Normal, tenían mucho trato. Una vez vi una película de dos que querían encontrarse pero no había manera. Era como un misterio que los alejaba. No me gustó el final, porque ni siquiera al final los juntaron. Algo así debió ocurrir con Hugo y Merche. Lástima.
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Dimas García López (Cangas de Onís 1928, Oviedo 2018). No tenía compasión, y lo peor es que no lo sabía. Desde muy niño, cuando lo mandaron de escolano a Covadonga, su mayor placer era torturar gorriones. Los cazaba con pega para vaciarles los ojos con un cuchillo y soltarlos otra vez, ciegos e indefensos, heridos de muerte. Su hermana Silvina contaba que respiró con alivio cuando tomó la decisión de ingresar en el Seminario de Oviedo. Así, con suerte, no volvería por la casa de los padres y todos respirarían en paz. A ella, que era tres años mayor, le rompía en la cara las pulseritas que trenzaba con las hierbas altas de la huerta y le hurgaba por pura maldad el cajón con su ropa, que luego aparecía desperdigada por cualquier rincón. Entonces, el padre le azotaba con la vara del caballo, pero Dimas terminaba sonriendo ante el sofoco impotente del hombre. La primera misa la cantó en la misma Cangas, y toda la familia acudió a la celebración por aquello de mantener las formas. Silvina recordaba la tristeza de la madre ante el corazón frío de aquel hijo, casi majestuoso en el altar. Tampoco llegó a mucho en su carrera. Tal vez alguien por encima de él fue capaz de apreciar que, en los primeros destinos como párroco, los feligreses apreciaban enseguida su desapego, de modo que le correspondían con la misma moneda. O tal vez nadie apreció nada pero la vida es como es. Cuando murió la madre, vino desde Oviedo y celebró el funeral sin mostrar el más mínimo gesto de cariño hacia el resto de la familia, y menos que a nadie al padre, que lloraba desconsolado en el primer banco agarrando con fuerza la mano de la hija. Luego, sin tener muy claras las razones, le trasladaron a la diócesis de León y estuvo más de veinte años dando clases de Moral cristiana a los que ya entonces empezaban a ser pocos seminaristas. Así que, cuando murió el padre, no llegó para el funeral y se presentó en la casa dos días después. Obligó a Silvina a acompañarle al cementerio, rezó un responso ante el nicho y se volvió a ir. Cuando lo ingresaron hará unos diez años con una insuficiencia coronaria grave, todos lo dimos por muerto pero, después de un mes en el hospital, revivió. Tanto revivió que llegó a asistir al funeral de su hermana en el 2012, sentado en un lateral del presbiterio. No volví a saber de él hasta que hace un mes me llamaron para comunicarme que esta vez sí, que una neumonía lo había tumbado y era sólo cuestión de tiempo el que su cuerpo anciano rindiera cuentas a su Dios. Si Silvina viviera aún, habría afirmado sin duda algo que siempre repetía con fuerza, que Dimas se había equivocado de Dios.
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Álvaro Villanueva González (Berducedo 1939-2018). Era un sentimental, de los que derraman lágrimas en el cine con cualquier escena conmovedora, sin ningún filtro de contención o de pudor. De niño, los seriales de la radio lo transportaban a mundos desgarradores, a sufrimientos terribles por los personajes que la diosa Fortuna zarandeaba como peleles que navegan de naufragio en naufragio. Fue peor aún cuando le pusieron gafas, con aquellos cristales gruesos que embolsaban como una presa represora su impulso de disolverse en agua, que acababa desbordando su rostro entero, empapado hasta el límite de lo posible. Álvaro relataba casi con angustia el estreno de Volver a empezar en el cine Robledo, al que acudió invitado por su hermano Julio, que de aquella vivía en Gijón. Parecía como si un mar de lágrimas fuera a inundar por completo el patio de butacas en la escena de la conversación entre Bódalo y Almazara, cuando éste le comunica los resultados de los análisis. Su propio rostro se mimetizaba con el primer plano de Bódalo y sus sollozos fueron sentidos por cualquier espectador. Al algunos les pareció risible, o patético para un hombre como él. A otros, más afines a su alma y sensibilidad, les contagió en una orgía de llanto colectivo que pocos de los presentes habrán podido olvidar. Por eso Álvaro quedó destrozado cuando el último vecino abandonó Berducedo para convertirlo en otro más de los pueblos fantasma que abundan en Asturias. Desde entonces, todos sus afanes pasaban por la tarea laboriosa de conservar el pueblo tal como era en su infancia, tarea titánica e imposible para un solo hombre. Pero lo intentó. Buscó subvenciones, organizó campos de trabajo en colaboración con una ong, se puso en contacto con las comunas de alemanes que ocupaban otras aldeas de la zona, consiguió ayudas públicas para la instalación en el pueblo de nuevas familias. Todo en vano. La dificultad máxima de las comunicaciones con la aldea hacía imposible cualquier renacimiento de la población. Álvaro no se rindió nunca. Volvió a instalarse en la casa familiar, solo, aislado del mundo, convertido poco a poco en un ermitaño risueño y amable, que acogía con los brazos abiertos a todo excursionista que, sorprendentemente, cruzara por el valle o por las sendas casi cerradas. En una de mis últimas visitas le pregunté si había merecido la pena su afán de todos estos años y me respondió que no guardaba ninguna duda sobre ello, que su insistencia garantizaba el retorno de cualquiera que deseara volver. Imagina, me decía, que alguien desee volver al pueblo y éste haya desaparecido: ese alguien no encontraría jamás el lugar de su alma. Parece que murió de hipotermia hará una semana, o poco más. La Guardia Civil lo encontró hace dos días. Una muerte dulce, dijeron.
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Acacio González Fresno (Saldaña 1952, Gijón 2018). El atropello fue brutal. Sintió cómo le destrozaban las piernas, aplastadas por el desprendimiento del palé que servía de soporte superior del toldo. Ilegal a más no poder. Cuando llegaron los de atestados, entre otras lindezas pudieron comunicarle, en la ambulancia que esperaba la orden de partida, que el conductor no tenía seguro ni carné. Gente de paso, gente que va y viene rodeada por la miseria de su propia condición. Sin demasiados escrúpulos. O ninguno. Buscavidas que intentaron sin conseguirlo darse a la fuga tras el accidente. Acacio había prometido a su mujer que aquella iba a ser la última moto que utilizaría en su vida, una scooter de ciudad, te juro que nunca más saldré a carretera, ya estoy mayor para estar jugándome el tipo con lo que anda circulando por ahí, que no respetarían ni a su madre si se la encontraran por el medio. Pero no necesitó salir a carretera, porque el choque se produjo en una bocacalle de la avenida del Llano. Y allí quedó en el suelo, a un paso del cruce, casi sin conocimiento por la explosión del dolor y recordando entre alucinaciones un cuento de Cortázar que siempre le había impresionado. Veía luces dispersas y oía las voces apagadas de los técnicos de la ambulancia. Tuvo suerte de que dispusieran de la unidad de soporte vital, teniendo en cuenta que sólo hay una para toda el área sanitaria de Gijón. Lo estabilizaron y le administraron calmantes suficientes para paliar todo aquel desgarro, mientras la policía procedía a la detención de los ocupantes de la furgoneta. Entre los vapores anestésicos oyó decir al enfermero: en tres horas están en la calle, alguien se acercará a pagar la fianza y adiós, hasta más ver. Acacio pensó entonces en su hija Carlota y en su empeño ecológico de circular en bicicleta desde que se hizo vegana. Vas demasiado expuesta, le decía, la moto te protege más, es mucho más estable, no resbala tan fácilmente y puedes acelerar con rapidez, lo que te permite esquivar situaciones comprometidas. Él no había esquivado nada, simplemente frenaron en seco delante de sus narices y se le vino toda la carga encima. Un golpe de suerte. Uno entre mil. Ni experiencia, ni dominio de la máquina, ni reflejos, nada había sido útil. La calle se llenó de gente que formó un remolino a su alrededor mientras el dolor en la cabeza empezaba a llenarlo todo. El diagnóstico fue rápido. Nada que hacer. Algo oculto había reventado en medio del cerebro. No sintió más, sólo un clic como quien apaga un interruptor. La noticia de la muerte recibió en el área de boxes a su hija y a su mujer. El taxi que horas después las llevó a casa se cruzó con la furgoneta, que un sobrino del conductor dirigía a la nave de un polígono. La policía la revisaría al día siguiente, cuando consiguiera la autorización del juez. En Gijón no hay grúas que puedan arrastrar furgonetas grandes al depósito municipal. Como Acacio era muy conocido, el funeral estará lleno de gente que llorará por él.
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José María Cienfuegos Alonso (La Coruña 1943, Oviedo 2018). No tuvo una buena muerte. En la clínica no quisieron administrarle más sedantes porque dicen que son católicos y va contra sus principios. No puedo entenderlo. No puedo entender que entre sus principios no se encuentre la misericordia. Tal vez tengan un problema más serio de lo que piensan con sus principios. O tal vez el problema lo tengan quienes caen en sus manos. Es posible que todos nos equivoquemos demasiadas veces. Chema era un gran nadador. Lo recuerdo en la piscina de un hotel de El Escorial, hace casi treinta años, dando unas largas y silenciosas brazadas, con ese estilo que sólo tienen los que han nadado mucho. Él era de esos. En los veranos, cuando se iba de vacaciones a Galicia, bajaba cada mañana a la playa con su hermano Jorge y estaba al menos dos horas sin volver a la orilla. Jorge volvía antes. El no. Tanto si hacía un día soleado como uno lluvioso, o nublado, o con bruma. Daba igual. Supongo que se trataba de la misma pasión con que afrontaba cualquiera de las circunstancias de su trabajo, o de sus aficiones, o de su forma de mirar a los demás. Había estudiado en Inglaterra cuando nadie estudiaba en Inglaterra, había hecho un máster en Boston cuando aquí aún no se conocía la palabra, había llegado a la dirección general como el titulado más joven que lo había logrado. Y un día lo dejó todo. Sin matices. Pienso que se vino a Asturias para esconderse, nunca sabré de qué. Puede que de sí mismo. Maruja lo salvó, Maruja lo sacó de aquel agujero que parecía no tener fondo. Pero lo tenía, y ella tiró de él, tiró y tiró, hasta que consiguió rescatarle. Un náufrago menos. Maruja había servido en casa de sus padres en Madrid, cuando los dos tenían veinte años. Había quedado viuda y había regresado a su pueblo de León. Allí rehabilitaron una casa y pasaban los meses más duros del invierno, entre la nieve, mientras Chema estudiaba y escribía, a lomos de aquella vida recuperada. No sé cómo pudo producirse el reencuentro entre ellos. La discreción de Chema era tan extremada que no nos atrevíamos a preguntar. Vivieron unos años buenos, los dos juntos, hasta que llegó la enfermedad y Chema fue hundiéndose en otro pozo diferente, un pozo para el que Maruja no tenía ni cuerda ni fuerza para sacarlo de él. Como tenía un seguro médico, no quiso que lo ingresaran en el hospital público y prefirió la clínica, más intimidad en habitaciones individuales, mejores medios, un gran equipo médico. La última vez que lo visité estaba reducido a la mitad del hombre que había sido, con una vejez que golpeó de pronto y para la que no había cura, sólo cuidados paliativos. Por eso no entiendo a esos católicos que no lo son, son otra cosa aunque ellos ni siquiera lo sospechen. Murió entre dolores que le desgarraban y sufrió una agonía interminable. No tienen perdón. De Dios no.
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Carlos Fernández Palacio (Palma de Mallorca 1953, Mieres 2018). Los hijos de puta, los mejores de ellos, suelen ser listos. Por eso resulta tan complicado detectarlos. Cuando lo haces, si lo logras, ya es tarde. Ella lo era, era de las mejores. Se vino a Asturias por amor, eso contaba, y vivió con Agustín en Oviedo hasta que logró destruirlo. A él y a su librería. Se quedó con todo, menos con las deudas que Agustín sigue liquidando como puede con el banco. Agustín volvió a casa de sus padres y con ellos malvive. María, su hija, a los diecisiete le dijo a la juez que quería irse con su padre y a la juez le pareció bien. Ahora son cuatro bocas pero van saliendo. Si le preguntas por ella, te responde que es la madre de su hija y que por eso la respeta. Qué otra cosa quieres que diga. Con las naves quemadas en tantos sitios, buscó por Oviedo y no encontró a nadie. Tuvo que ser en Mieres, en el negocio de electrodomésticos de Carlos, mientras hacía promociones de una compañía de teléfonos. Fue fácil porque Carlos necesitaba que fuera fácil. Una gran boda. Por fin se rendía el último soltero del grupo, aquel en que su desconfianza hacia el matrimonio era sólo una forma de no reconocer su miedo a la soledad. En tres o cuatro años dejaron el apartamento en alquiler de Carlos y compraron un piso en una urbanización nueva, como para enseñar a los amigos. Jardines, piscina, canchas, esas cosas que le proporcionan a cualquiera una vida cómoda. Ella tenía dinero y le propuso poner el piso a su nombre para no mezclarlo con el negocio de Carlos, para evitar en lo posible la rapiña de Hacienda. Bien aconsejados por una amiga de la gestoría. Cuando nació Carlos hijo, las cosas comenzaron a cambiar. Pequeños detalles, ya sólo salían juntos con el carrito del niño, ese vínculo perfecto para unir más aún a la pareja. O no. Carlos pensaba que ella estaba cansada, que el trabajo la absorbía y no la dejaba disfrutar de las cosas buenas. Se propuso cada mañana salvar lo perdido, reconstruir cuanto podía haberse derrumbado. Porque la quería de verdad. Pero cuanto más se acercaba él, más se alejaba ella. En agosto cerraban el negocio y se iban los tres juntos a la playa, como a ella le gustaba. Y así cinco años, hasta que ella abrió la puerta a Javier, sin previo aviso, de un día para otro. Reclamó el piso a su nombre y Carlos se tuvo que buscar un alquiler, algo que se pudiera pagar. Así de fría. Carlos nunca se recuperó. Hay cuchillos que cortan sin que salga sangre. Con su muerte deja huérfano a un niño de diez años, que acabará con el tiempo por no recordarle. Ella lo olvidó hace mucho. Fue una hija de puta y no me corto en decirlo. Por eso no menciono su nombre, porque no es nadie.
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Manuel García Cuervo (Cornellana 1958, Pola de Allande 2018). Un tío abuelo suyo que era cura se ahorcó en la sacristía, un domingo por la tarde. Aquí es normal. También una prima de Pravia. Y un vecino que cogió el coche, fue hasta el cabo Peñas y se tiró. Con coche y todo. Aquí es tan normal como quemar el monte. Hace cinco años, cuando quedó viudo, parecía que había vuelto a nacer. La pena no le duró ni hasta el verano. No paraba. Dejaba el camión y de juerga. Eso aquí. Cuando andaba por fuera, imagínate. Luego, también al poco, lo jubilaron y, como no tenía hijos ni padres ni familia de la que ocuparse, pudo al fin hacer lo que siempre le había gustado. Tallaba madera. Tenía un taller en el bajo, así que lo amplió para que entraran troncos grandes. Dicen que pasaba días enteros sin salir, dale que dale a las esculturas. No sé, una vez vinieron unos de fuera y estuvieron tratando cosas con él, pero no se llevaron nada. Igual no tiene ningún valor lo que hacía, yo de eso no entiendo. A mí me gustan. Las ponía por el jardín y regalaba alguna si se la pedían. Si das una vuelta por Pola, ves unas cuantas repartidas por ahí. Y las que no ves, porque también hacía lámparas y adornos para el interior. Tallaba muy despacio, con mucha finura, era muy curioso. Hay un Cristo en la iglesia que lo regaló él una Navidad, y una virgen pequeñina que se llevó el párroco del taller después de una visita. No, no como la de Covadonga. El párroco y él se conocían de niños, de Cornellana, y los dos acabaron aquí. Casualidades de esas. Siempre se trataron pero no sé si eran amigos. No tenía muchos. Caía bien aunque no sé si se daba cuenta. La gente decía que era un poco raro, que a veces no saludaba y otras se paraba contigo y se podía tirar charlando media hora. Aquí en la tienda, sin embargo, no era de mucho hablar. Llegaba, compraba lo que necesitaba y nunca malmetía ni aprovechaba para preguntar, como hacen algunos. No parecían importarle mucho las cosas que no iban con él. Nunca ocultó que estaba enfermo. Otros se lo callan casi hasta el final pero él no, porque enseguida se supo. Y aunque no lo hubiera contado se hubiera sabido igual, se veía. Con lo fuerte que había sido. Siempre me acuerdo de mi madre, que cuando murió parecía que no tenía más que huesos y pellejo. Él no llegó a tanto. Supongo que sí. Yo no lo veo mal. A lo mejor me pasa y aguanto todo lo que me pongan porque no quiera morirme, quién sabe. O no. Hay cosas que son muy difíciles de saber. Puedes hablar de ello, como yo ahora, pero saber saber como que no lo sabes nunca. O sí.
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Ernesto Nieto Campillo (Buenos Aires 1950, Vegadeo 2018). Lo fueron a nacer bien lejos pero no tenía ningún recuerdo de allá, porque fue nacer él y morir el padre a los dos meses de un ataque al corazón, de modo que la madre cogió a las gemelas, lo cogió a él y se volvió con todos. Allí no dejaba nada. La nostalgia se había quedado aquí en el 39 cuando pusieron mar de por medio antes de acabar en cualquier zanja. Hicieron bien, porque al padre fueron a buscarlo en unos días y, como no lo encontraron, quemaron la casa. Entonces era así. Y siguió siendo así por bastante tiempo. A la madre le dijeron que no volviera todavía, pero no hizo caso y se presentó con las criaturas en casa del tío Benigno, en Vegadeo. De Galicia no quiso saber más aunque se quedó lo más cerca que pudo. Sabía coser y era buena bordadora, así que enseguida se puso a hacer arreglos y en menos de un año montó un taller. Ahí estuvo hasta que se jubiló. Había sido maestra y había ejercido también en Buenos Aires, pero eso se lo guardó para casa. Las gemelas primero y Ernesto después leían con cuatro años. Ahora dicen que no es buena idea leer tan pronto, pero a ella le parecía que sí. Ernesto era muy listo, lo decía todo el mundo. Sacó los bachilleres y las reválidas examinándose por libre. Estudiaba con su madre, en el taller, mientras ella le daba a la aguja. Como era muy bueno con los números, la familia hizo un esfuerzo y lo mandaron a Oviedo a estudiar Económicas. Una gemela empezó a ayudar a la madre y a aprender el oficio. La otra anduvo por varios sitios porque se casó con un guardia civil. Lo que son las cosas y las vueltas que dan. Ahora viven en Málaga. Ha dicho que sí, que llegan a tiempo para el entierro. Ernesto preparó oposiciones para economista del Estado. En el último examen le dieron la plaza a Rendueles. Eran amigos desde Oviedo, íntimos. Rendueles tenía un enchufe grande, muy grande, y Ernesto no. Por eso llegó tan alto. No volvieron a hablarse. Ernesto sacó la plaza en la siguiente convocatoria. Tuvo una novia muchos años, mientras opositaba, pero algunos dicen que ella se cansó de esperar. Otros dicen que fue él. Se les murió el amor, supongo. Sí, ella se casó luego en Madrid. Sé que tiene hijos, pero no sé cuántos. Ernesto volvió a Vegadeo nada más jubilarse. Fumaba mucho y hacía mucho deporte. Una mañana, al salir de casa, le dio un ictus. Aguantó. Fue la persona más cumplidora con la rehabilitación que nadie haya conocido. Tal vez la misma seriedad que tuvo toda su vida lo empujaba a ello. Su madre rezó mucho. Y sus hermanas. Este invierno se le veía decaído y muy nervioso. Si le preguntaban, decía que era por haber dejado de fumar. Seguro que era eso. No sé ahora la madre… Se la ve muy entera, pero todo sabemos que la factura viene luego, en unos días o en unos meses. Y ésta la pagas, no te libras de pagarla.
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Andrés del Campo Vega (Mieres 1918-2018). Llevaba media vida diciendo que aquí sólo quedarían los viejos, y al final acertó. Hace sólo una semana, mientras comíamos, le estuve contando que los niños que nazcan ahora van a vivir ciento cincuenta años. Se reía a su manera al escucharme, porque nunca fue de mucho reír. Entre nosotros puede que fuera el más serio. Lo que no sé es si siempre lo fue o era que le pesaba tanta soledad. No tenía visitas. No le quedaba nadie. Que sepamos. Si le quedan, puede que estén tan lejos como si no tuvieran existencia, porque la lejanía lo acaba matando todo. A mí me mató a los hijos. A Conchita no, porque nunca se separó de mí. En las mañanas de sol, Andrés salía al patio, se sentaba en una silla y miraba la carretera. Creo que ya no tenía recuerdos, que también los había perdido. O que no los necesitaba. Por las tardes se venía con nosotros, a ver cómo jugábamos, en una esquina. No quitaba los ojos de las fichas, como si estuviera hipnotizado y, muy de cuando en cuando, comentaba algo. Pero no quería jugar. Siempre alguno le animaba a hacerlo y siempre decía que no. Era un buen compañero, no criticaba ni se metía con nadie. Lo echaremos en falta, por lo menos los que llevamos más tiempo porque estábamos acostumbrados a él. Pienso que él a nosotros también se había acostumbrado. A la gente te acostumbras, y a que hoy sean unos y mañana otros también te haces. Conchita y yo nos hicimos enseguida el uno al otro, y así fue para toda la vida. Sin embargo, yo me hice pronto a que no estaría más. Al principio del todo creía que no iba a poder, pero pude. A lo que no me hice nunca fue a dejar el tabaco. Ahora no me permiten fumar y gracias a eso estoy mejor, pero lo sigo echando de menos. Un médico me dijo una vez que hay gente que lo echa de menos hasta que se muere, así que supongo que debo ser de ésos. Tenemos dos perros, mejor un perro y una perra. El perro se llama Son, la perra se llama Rita. No les dejan pasar de la entrada pero a veces se cuelan dentro, sobre todo cuando huelen algo de comer. Llevan bastante tiempo aquí, de manera que deben ser viejos, como nosotros. Hace años había otro más, que se murió un día a lo tonto, atragantado con algún hueso. No me acuerdo del nombre. Se llevaba muy bien con Andrés y, cuando Andrés salía a darse caminatas de toda la tarde, se iban juntos. Pero eso fue hace la tira de tiempo. Ahora Andrés ya no salía a caminar. Habría cansado. Al final todo le acaba cansando a uno, porque las cosas se repiten mucho. Es lo que pasa con los anuncios de televisión, que se repiten demasiado. Andrés decía que todos contaban mentiras, los anuncios. Él era así.
Pedro Luis Menéndez (Gijón [Asturias], 1958) es licenciado en filología hispánica y profesor. Ha publicado los poemarios Horas sobre el río (1978), Escritura del sacrificio (1983), «Pasión del laberinto» en Libro del bosque (1984), «Navegación indemne» en Poesía en Asturias 2 (1984), Canto de los sacerdotes de Noega (1985), «La conciencia del fuego» en TetrAgonía (1986), Cuatro Cantos (2016) y la novela Más allá hay dragones (2016). Recientemente acaba de publicar en una edición no venal Postales desde el balcón (2018).
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